✡ CLXXXVI

Capítulo 186: La Pacífica Vida en el Imperio Ordei

El salón estaba inmerso en una oscuridad casi total. El ambiente espectral y profundamente repulsivo que desprendía la estancia resultaba aterrador. Unas débiles llamas de color azul-rojizo apenas dejaban entrever a un individuo encapuchado, además de la blasfema figura que estaba inscrita en la pared. Se trataba de una especie de recuadro en el cual estaba tallado una nauseabunda criatura cuyo cuerpo era de hombre, pero su cabeza de cabra. Llevaba unas enormes alas de murciélago tras su espalda. Y sus cuernos curvos eran aún más grandes que su cabeza. En medio de su frente tenía un amorfo ojo que no dejaba de moverse de un lado a otro, completamente enloquecido. Pero quizás lo más llamativo de todo era que sobre su cuerpo flotaba un blasfemo pentagrama invertido; el símbolo universal de la maldad.

La espantosa figura de la pared alzó una carcomida y descompuesta mano para saludar a… ¿Raidel?

El muchacho estaba muy lúcido. Sabía perfectamente que esto era algo más que un simple sueño. De alguna forma, su mente se había visto trasladada nuevamente a ese horrible lugar.

El demonio encapuchado que siempre aparecía ante él dio unos pasos al frente.

—Oh, Raidel. ¿Hace cuanto tiempo que no nos hemos encontrado? ¿Cómo estás? —articuló con su horrible voz increíblemente gruesa que a Raidel tanto le recordaba a un trueno—. Tengo que darte las gracias. ¡Tú has estado luchando por mí durante tanto tiempo! —hizo una pequeña pausa para añadirle efecto dramático, y luego prosiguió—: ¿Por qué escapas de mí? ¿Acaso no sabes quién soy? ¿Ya no me recuerdas?

A continuación el demonio se llevó las manos a la cabeza y empezó a sacarse lentamente la capucha.

El muchacho no pudo ver su rostro porque justo en ese momento todo se puso borroso. A su alrededor la imagen empezó a desvanecerse rápidamente. Todo estaba cada vez más oscuro…

Raidel despertó, jadeante y sudoroso, y se incorporó bruscamente en la cama. Miró a su alrededor.

Ya había amanecido y la tenue luz del alba se filtraba por las estrechas ventanas de su habitación.

En cuanto pensó en el “sueño” que había acabado de tener, el muchacho no pudo evitar soltar un fuerte y prolongado grito; un grito que ponía en manifiesto toda su rabia, impotencia, miedo… ¿Por qué ese maldito demonio seguía persiguiéndolo? ¿Por qué a él? ¿Por qué?

La puerta de su habitación se abrió bruscamente, y por allí entró Keila. Llevaba puesta una pijama de ositos azules.

—¿R-Raidel? —dijo ella, visiblemente asustada—. ¿Estás bien? Escuché un grito…

—No, no estoy bien —replicó él, cubriéndose el rostro con ambas manos, como si eso sirviera de algo—. ¿Recuerdas al demonio que nos persiguió el otro día en la base de la Tripulación del Infierno? Pues volvió a aparecer en mis sueños. Me sigue buscando… Estaba hablando incoherencias… Mierda, no sé qué está sucediendo…

Por un momento Keila pareció nerviosa, pero hizo todo lo posible para mantener la calma. Ella sabía que solamente si se mostraba tranquila, podría tranquilizar a Raidel.

Entonces se acercó a él y lo envolvió en un cálido abrazo.

—No te preocupes, todo saldrá bien…

El muchacho se permitió esbozar una pequeña sonrisa. A decir verdad, él siempre agradecía su compañía, sus consejos y sus palabras de aliento. Ella era como una hermana mayor para él, y Raidel la consideraba como tal.

—Gracias, hermana.

Raidel y los demás habían alquilado los cuatro departamentos del último piso de una destartalada y barata posada de madera y techo de cemento, cuyo aspecto dejaba mucho que desear.

Aunque bueno, para ser justos los aposentos no estaban tan mal teniendo en cuenta que se encontraban en los barrios bajos del Imperio Ordei.

Aparte de las pequeñas y frías habitaciones, el último piso también contaba con una sala común que estaba ubicada junto a las escaleras que llevaban al piso de abajo. En aquel lugar no había más que una mesa redonda, unas cuantas sillas y una pequeña cocina que se alzaba frente a la pared.

En cuanto Raidel salió de su habitación percibió el acre y desabrido hedor que impregnaba el ambiente.

Su expresión debió de haberlo delatado, ya que Keila sonrió abiertamente.

—Sendor está haciendo el desayuno —dijo ella a modo de explicación.

—¡Oh, no puede ser!, ¿ya estamos jueves otra vez? —replicó el muchacho en un quejido lastimero que más bien parecía un gruñido.

—Vamos, su comida tampoco es que sea tan mala. Además, tienes que admitir que cada vez cocina “un poco” mejor.

—Bueno, eso es cierto —reconoció Raidel, pero de todas formas el grado de mejoría de Sendor no era tan alto como al muchacho le gustaría.

Los compañeros habían acordado hacer el desayuno por turnos, aunque el mago, debido a sus escasas habilidades en la cocina, solo cocinaba los jueves. No pudieron convencerlo de no cocinar, ya que, según él, quería ayudar. Parecía que ni siquiera se daba cuenta que los alimentos que preparaba apenas eran comestibles… aunque el muchacho tenía sus dudas de si en realidad podían ser considerados como tal.

Cuando llegaron a la sala común, Sendor los recibió con una sonrisa de oreja a oreja. Estaba de pie frente a la cocina. Llevaba puesto un delantal de color rosa, el cual tenía una mancha reciente de aceite en la parte frontal.

Keila le devolvió la sonrisa. Ella sabía que la intención del mago era buena… y eso era lo que contaba.

Fran estaba sentado frente a la mesa, leyendo la versión semanal de Live, el principal periódico del Imperio. Alzó la mano para saludarlos, y luego volvió a fijar su vista rápidamente en el papel. 

El muchacho olisqueó el ambiente. No sabía qué inmundicias estaría cocinando el mago esta vez, pero no se podía decir que oliera precisamente bien.

Raidel no tuvo más alternativa que sentarse en una de las sillas y esperar su cruel e inevitable destino que lamentablemente le deparaba cada jueves por la mañana. No podía hacer otra cosa.

Al cabo de un rato, Sendor llevó los platos a la mesa.

El muchacho parpadeó varias veces al observar su "comida". Se trataba de una masa informe y desproporcionada de varios colores. Tenía la forma de una piedra, pero el grosor de un ladrillo. Su textura era gelatinosa. El olor que desprendía recordaba al del pescado crudo. Era una masa que llevaba los colores del arcoiris… y muchos otros más. Parecía el resultado de un experimento de laboratorio fallido. Solo los dioses habrían podido decir qué diantres era esa cosa.

Raidel meneó su cabeza de un lado a otro ante la visión que mostraban sus ojos. Era como si Sendor hubiera agarrado todos los ingredientes y alimentos que había en la cocina y los hubiera mezclado y licuado entre todos hasta que finalmente salió esa innombrable masa de colores… y probablemente eso fue lo que el mago hizo…

Después de dejar dos platos en la mesa, Sendor volvió a la cocina para servir los otros dos.

Raidel cogió su cuchara.

—Bueno, al menos esta no es la bola de mantequilla crujiente del otro día —murmuró el muchacho.

Keila, a quien casi se le escapa una risita, le propinó un codazo en las costillas para que guardara silencio.

Los compañeros se hacían pasar por turistas. Cada semana o dos, se mudaban a otro barrio distante y arrendaban nuevos departamentos. Su intención era evitar levantar sospechas. También tomaban otras medidas. Casi nunca salían los cuatro juntos. Raidel se cubría la cabeza cada vez que iba a algún lado, debido a que su cabello rojo como la sangre era demasiado llamativo.

En aquel momento se encontraban en uno de los barrios más bajos del Imperio. La mayoría de las desvencijadas viviendas eran de madera y techos baratos y oxidados de zinc o láminas de plástico. En las zonas que eran aún más pobres la gente habitaba en chozas hechas de troncos de árboles y techo de paja. Pocos eran los que podían permitirse vivir en casas de ladrillos. Los ladrillos allí eran prácticamente un lujo.

Y como era de esperar, los negocios y actividades ilegales estaban a la orden del día, en cada esquina. La gente mendigaba a por montones y los sin techo dormitaban en el suelo bajo la incandescente luz del sol. Los miembros de las numerosas bandas criminales paseaban libremente por las calles. Los burdeles, con su aspecto mugroso y nauseabundo, estaban abiertos incluso durante el día.

Aquel era Harth-Dox, uno de los barrios bajos del Imperio, donde el crimen organizado controlaba toda la zona.

Raidel se colocó la capucha de su capa sobre la cabeza y salió a dar un paseo con Keila para distraerse un poco.

La mayoría de viviendas eran diminutas y estaban tan amontonadas las unas junto a las otras que daba la impresión de que todas ellas se fundían entre sí para formar una gigantesca estructura.

Ambos compañeros caminaron por la empolvada vía principal. El suelo no estaba adoquinado ni asfaltado, sino que simplemente era de tierra. Tampoco había veredas ni nada que se le pareciera.

Un enjambre de moscas y otros insectos pasó junto a ellos, quienes se vieron obligados a dar manotazos en el aire para ahuyentarlos.

El muchacho estaba bastante agotado debido a la rutina diaria de entrenamiento que se autoimponía él mismo, la cual no consistía en otra cosa más que en sentarse en el suelo de su habitación en posición de meditación y practicar su control sobre el Xen.

Parecía algo fácil y sencillo, pero la concentración que había que destinar a aquella tarea era tan grande que Raidel siempre terminaba al borde del desfallecimiento tras las jornadas diarias. Además, lo que era más importante, el muchacho dedicaba a ello un promedio de trece horas al día. Pocas eras las veces en las que hacía algo más como fllexiones de pecho o abdominales. En todo el día solo practicaba su control sobre el Xen debido a que, por obvias razones, no podía salir a correr ni mucho menos participar en combates de entrenamiento con sus compañeros. Habían pasado solamente dos meses desde su huída del White Darkness, pero él ya estaba ansioso por volver a la batalla. La sangre le hervía por dentro; cada célula de su cuerpo parecía exigirle al muchacho que entrara en combate, y él no podía hacer otra cosa más que reprimir sus instintos guerreros.

Ya estaba harto de tener que meditar todos los días, pero no podía negar los asombrosos progresos que había logrado en este corto período de tiempo. Cuando concentraba su energía vital en alguna parte del cuerpo, como por ejemplo su puño, sentía una especie de aura a su alrededor, algo que antes no sucedía cuando practicaba su control del Xen.

Keila y los demás no dejaban de sorprenderse por sus rápidos avances. Fran había dicho que a él le había tomado casi una década poder controlar el flujo de Xen, pero el muchacho ya lo estaba logrando en apenas unos meses de entrenamiento. Eso asombraba pero a la vez alarmaba a sus compañeros.

Raidel y Keila caminaron en silencio entre la interminable multitud de gente y se dirigieron hacia el mercado central, ignorando todas las miradas que recibían. No eran precisamente pocos los holgazanes que observaban a Keila como si no hubieran visto a una mujer en toda su vida. Por su parte, Raidel tuvo que reprimir los deseos de vomitarse ahí mismo ante los guiños que le dirigieron varias de las trabajadoras que estaban de pie en las puertas de un destartalado burdel. Eran mujeres cuyos rostros y manos estaban cubiertos de innumerables sarpullidos y erupciones cutáneas. Seguramente tenían viruela... o lepra. 

—Oye —dijo el muchacho, como una forma distraer un poco la mente del lamentable panorama que mostraban sus ojos—. He visto la expresión con la que mirabas a Fran el otro día —se permitió esbozar una pequeña sonrisa—. ¿Acaso tú y él…?

—Tal vez —respondió ella, encogiéndose de hombros.

—¡Muy bien, muy bien! —dijo Raidel con una expresión de absoluta aprobación—. Yo les doy mi bendición. ¿Puedo ser el padrino de la boda?

Ella soltó una risita.

—¿De qué estás hablando? ¡Ni siquiera somos pareja!

—Ah, yo creí que su boda ya estaba programada —dijo, visiblemente decepcionado—. Bueno, como sea, ustedes dos serán una excelente pareja.

Ella se volvió a reír.

—Oh, Raidel, no sé cómo logras sacarme una sonrisa incluso en los momentos como estos…

Luego de unos minutos de una caminata constante por fin llegaron al mercado central de Harth-Dox.

El lugar, como siempre, estaba repleto de gente. Compradores y vendedores se apabullaban en torno a los pequeños y numerosos puestos de madera que estaban repartidos por toda la calle.

Pocos productos que allí se vendían valían la pena comprar. La mayor parte de lo que había eran ratas asadas, diversas clases de cucarachas al carbón, frutas o verduras medio podridas, panes tan pasados de tiempo que ahora estaban mohosos…  Era difícil encontrar algo que tuviera una calidad minimamente aceptable. Un hedor como de basura impregnaba el ambiente.

Fran y Sendor estaban frente a uno de los puestos del lugar, regateando con el vendedor. Juzgando por la enorme fila de gente que había detrás de ellos, ambos llevaban allí un buen rato.

—¿Tres ardillas y dos peces por siete monedas de bronce? ¿Acaso me ves la cara de idiota? —estaba diciendo en aquel momento Sendor.

—Por última vez, no le puedo dejar más barato, señor —dijo el vendedor; un jovenzuelo somnoliento que parecía odiar su trabajo—. Si no está dispuesto a pagar siete monedas de bronce, entonces haga el favor de retirarse. —Echó un pequeño vistazo por encima del hombro de Sendor—. ¡Por todos los cielos, mire la fila que hay detrás de usted!

—Le dejaré atender a sus demás clientes en cuanto me dé el precio justo —insistió el mago. Luego señaló con un dedo puntiagudo los productos que quería comprar—. Mire estos dos peces… ¡son muy pequeños! Además, las ardillas ya están empezando a descomponerse… ¿y usted me quiere cobrar siete monedas de bronce por esta basura? ¡Es absurdo!

A Raidel se le escapó una pequeña sonrisa. Lo que Sendor no tenía de buen cocinero lo compensaba con una excelente habilidad para regatear. Al muchacho no le pareció muy extraño. Después de todo, Sendor había nacido y crecido en los barrios bajos. Regatear era su especialidad.

—Está bien, está bien, demonios —gruñó el vendedor—. Que sean seis monedas de bronce, y ya váyase.

El mago dejó las monedas sobre el mostrador frontal, recogió sus productos y los colocó en la bolsa que Fran estaba sosteniendo. Luego ambos se alejaron del lugar.

—Nada mal —dijo Fran con una sonrisa.

A Raidel le pareció curioso. Ellos tenían tanto dinero como para pasar unas treinta vidas arrendando departamentos y comprando comida... y tal vez ni aún así lograrían agotar todo el dinero que tenían. Sin embargo, a pesar de todo esto, dedicaban una buena parte del tiempo a regatear hasta por el aire que respiraban, como si no fueran más que una panda de muertos de hambre. Aunque el muchacho sabía que todo esto era parte de la actuación. Para aparentar ser muertos de hambre tenían que ser muertos de hambre. Además de eso, las ropas que llevaban, andrajosas y deshilachadas, también eran de gran ayuda para mezclarse con la multitud de Harth-Dox.

Keila alzó una mano para para llamar la atención de los compañeros.

—Ehh, así que sí vinieron después de todo —dijo Fran con una sonrisa.

—Estábamos aburridos allá dentro  —explicó ella—. Demasiado entrenamiento. Queríamos despejar un poco la mente.

—¿Pues adivinen qué? —dijo el mago con una sonrisa de oreja a oreja—. ¡Logramos comprar dos peces y tres ardillas por solo seis monedas de bronce! ¡Es una ganga! ¡Prácticamente nos dio regalado!

Raidel no pudo evitar soltar una risita ante la ironía de todo este asunto. Se preguntó qué cara pondría el vendedor si supiera cuánto dinero tenían ellos en realidad: varias bolsas de gemas rojas. Lo que se traducía en cien millones o mil millones de monedas de bronce. Por un momento se sintió mal por el vendedor, pero si no querían ser descubiertos por alguien, debían ser verdaderos muertos de hambre...

Fran también se rió con ganas. Últimamente Raidel y Keila lo notaban aún más animado de lo habitual. Sin duda estaba disfrutando de su libertad. Para él, vivir en los barrios bajos debía ser infinitamente mejor que estar anclado en el White Darkness, en donde las guerras y batallas no paraban de llegar, y la gente a su alrededor (compañeros y amigos) morían prácticamente cada día.

—¡Hoy tendremos un banquete, señores, un banquete! —exclamó Fran, rebosante de la emoción.

—¡Me parece excelente! —dijo el mago—. Ustedes pueden descansar o seguir entrenando. Si no es mucho pedir, yo me haré cargo de la comida.

Los ánimos de los compañeros (incluso los de Fran) se desvanecieron de manera repentina.

—¿T-t-tú te harás cargo de la comida? —balbuceó Raidel. Un pequeño escalofrío le recorrió la espalda. No estaba seguro de si su estómago podría soportar otra ración de la comida de Sendor. Probablemente terminaría en el hospital con una grave intoxicación…

—Sí, yo cocinaré —decretó el mago con total tranquilidad—. Tú y Keila se ven muy cansados. En cambio Fran cocina casi todos los días…

—Ehh, yo no tengo ningún problema con cocinar de nuevo —dijo Fran, escogiendo las palabras cuidadosamente para no ofender al mago.

—Sí, yo puedo ayudar a Fran con eso —corroboró Keila—. La verdad es que tú te ves más cansado que cualquiera de nosotros. Además ya cocinaste hoy, ¿recuerdas?

—Y yo necesito la ayuda de un mago para que… para que… ¡para que supervise si estoy realizando correctamente las flexiones de pecho! —exclamó Raidel, diciendo lo primero que se le vino a la mente.

—Oh, está bien —accedió el mago para alivio de todos—. Ustedes dos cocinen. Mientras tanto yo iré a supervisar... a supervisar... Espera un segundo, ¿qué dijiste que supervise?

Fran y Keila no pudieron contener las risas.

El mago los miró, confundido.

Raidel apartó la vista, avergonzado por la tontería que había acabado de decir.

Los compañeros reanudaron la marcha de regreso hacia sus habitaciones arrendadas de la destartalada posada.

Fran le estaba preguntando a Keila cuál era su comida favorita. Raidel suponía que quería invitarla a comer algo.

Mientras tanto, el muchacho estaba intentando explicarle a Sendor por qué necesitaba que él supervisara sus flexiones de pecho.

—Como dije antes, un mago es la única persona que puede ayudarme —dijo Raidel muy serio—. Nadie más que un mago podría tener un ojo tan bueno como para saber si, por ejemplo, en la flexión número 1703 mi pecho baja dos milímetros menos de lo que debería —observó a Sendor con una expresión rotunda, tajante—. ¡Por eso necesito tu ayuda, mago!

—Ajá —dijo Sendor, sin parecer muy convencido de sus razones. Sacudió una mano para apartar a los insectos voladores que estaban tras él—. Bueno, como sea, yo te ayudaré en lo que gustes…

Fran fue el primero en darse cuenta de que algo no andaba bien. El líder se detuvo en seco y paseó su mirada por los alrededores con una expresión extraña en el rostro, como si algo no oliera bien.

Los demás compañeros tardaron unos momentos en notarlo. En la lejanía, a unos cuatrocientos metros a la distancia, la gente parecía inquieta. Algunos se encontraban de pie, inmóviles, mirando algo delante de ellos. Pero la mayoría se había echado a correr. Aunque lo más extraño de todo era que eso no estaba ocurriendo en una sola dirección, sino en todas a la vez: norte, sur, este y oeste.

—¡Mierda, alguien viene! —rugió Fran a todo pulmón—. ¡CORRAN!

Y como para demostrar que tenía razón, se escuchó desde la lejanía el inconfundible sonido de lo que no podía ser otra cosa más que los chasquidos que producirían decenas y decenas de caballos acercándose simultáneamente hacia ellos. 

Al instante siguiente aparecieron a la vista los jinetes. Se acercaban a gran velocidad. Eran al menos cien y venían procedentes desde todas las direcciones.

Todos llevaban enormes armaduras plateadas con el emblema del Imperio inscrito sobre el pecho. Sus cabezas estaban protegidas por gruesos cascos con los visores bajos, cubriendo de esta forma su rostro. Sus manos enguantadas sujetaban con firmeza las largas y elegantes lanzas, cuyas afiladas puntas no parecían de acero. Ese color negro como el carbón sin duda era Lythion, el metal más resistente que Raidel conocía. Armados con semejante equipamiento, estaba claro que ellos no venían a hablar, sino a luchar.

Sendor soltó una maldición en voz alta al verlos.

Los compañeros dieron media vuelta y echaron a correr. Sin embargo, los jinetes no eran solamente cien como Raidel había creído en un principio. Eran miles. Y no dejaban de aparecer, uno detrás de otro. Mientras más se iban acercando, fueron cerrando un círculo alrededor de los compañeros; un círculo con cada vez menos aberturas.

Nuevamente fue Fran el primero en detenerse, ya que presintió acertadamente que correr no iba a servir de nada. No había aberturas en el círculo que formaban los soldados. No había escapatoria.

Raidel, Keila y Sendor se detuvieron al lado suyo, sin poder creer lo que estaban mirando sus ojos. Hace apenas dos minutos atrás, ellos estaban conversando tranquilamente sobre temas triviales. Se estaban divirtiendo. Pero ahora, de manera repentina, se encontraban rodeados por miles de guerreros del Ejército Imperial.

Las pisadas de los caballos fueron haciéndose cada vez más audibles y se empezaron a escuchar varias exclamaciones y rugidos de guerra por parte de los soldados.

Miles de soldados, y todos eran enormes. No parecía haber alguien que midiera menos de un metro con ochenta centímetros de estatura. Todos llevaban lanzas con puntas Lythion, a excepción de algunos, quienes tenían armas más espectaculares todavía.

—¡Maldita sea! —vociferó Sendor, cuya frente estaba bañada en sudor—. Creo… creo que estos son los soldados de la Élite del Imperio Ordei… ¿Pero por qué diablos son tantos? ¿Acaso van a la guerra?

Un jinete de armadura negra alzó su terrible espada para llamar la atención de sus hombres. Su arma era inmensa, cuya hoja se asemejaba a los dientes de una sierra. La espada entera era de Lithyon.

—¡Ahí están los enemigos del Imperio! —exclamó, señalando con su arma al Equipo de Fran—. ¡Matenlos!

Los jinetes soltaron más rugidos de batalla y apresuraron el paso, con las armas listas y preparadas para rebanar cabezas.

—¿Los enemigos del Imperio? —gruñó Sendor—. ¿Qué diablos hemos hecho para que el Imperio nos odie?

—Debes recordar quién controla este lugar desde las sombras —dijo Fran con el rostro contorsionado en una mueca de horror—. ¡El White Darkness ya nos ha encontrado!

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