✡ CIII

Capítulo 103: Salida

Raidel se despertó tras un extraño y difuso sueño que involucraba un demonio, el cual no tardó en borrarse de su mente. No estaba muy seguro de cuánto tiempo había dormido, ya que era difícil saberlo cuando uno se encontraba allí abajo, encerrado en ese horrible agujero. Ni siquiera había forma de saber si era de día o de noche.

El pelirrojo se incorporó de su cama con la misma comezón que había tenido la última vez que se fue a dormir. Soltó un profundo bostezo y bajó de su cama con algo de lentitud. El estómago le estaba rugiendo a consecuencia de que el día anterior no había comido nada en lo absoluto. Sus tripas se estaban revolviendo descontroladamente, pero él intentó ignorarlas.

Y cuando se dio media vuelta notó que todos los reclusos estaban amontonados en un mismo lugar. Todos estaban mirando a Raidel con expresiones de completa sorpresa en sus rostros, como si creyesen que él era algún tipo de ente sobrenatural.

El lugar estaba en total silencio. Nadie se movió ni despegó la vista del muchacho.

Raidel observó que el viejo chimuelo se encontraba al frente de todos ellos, con una sonrisa de complicidad en el rostro. Fue entonces que el pelirrojo se dirigió hacia él, creyendo saber qué estaba ocurriendo.

—Les contaste, ¿verdad? —dijo Raidel, quien tenía los músculos entumecidos gracias a haber pasado varias horas acostado en ese duro colchón.

—Merecían saberlo —replicó el viejo sin dejar de sonreír—. No te preocupes. Todos aquí son de confianza.

El muchacho los miró de nuevo. Juzgando por las solemnes expresiones que llevaban en los rostros, no parecía que iban a tener muchos problemas en obedecer sus órdenes.

—¡Todos queremos escapar, señor! —exclamó un hombre bajito y robusto, cuyos ojos estaban tan rojos que parecían inyectados en sangre. Raidel supuso que él no había podido dormir debido a la remota pero esperanzadora posibilidad de poder salir de aquellas malditas cavernas y así recuperar nuevamente la tan ansiada libertad.

El muchacho se fijó en que los demás tampoco tenían pinta de haber dormido mucho. De seguro el viejo había ido a chismosearles lo ocurrido en cuanto Raidel se fue a dormir.

Y aunque todos tenían la llama de la esperanza iluminando sus ojos, había algo que querían comprobar antes de nada.

—¿E-es verdad que puedes controlar la magia de fuego? —dijo un hombre moreno de unos treinta años.

A modo de respuesta, Raidel envolvió su cabeza en grandes y oscilantes llamas, las cuales desprendían un calor abrumador y tenían una tonalidad anaranjada amarillenta. Su rostro detrás de aquel terrible fuego poseía un aire espectral y hasta demoníaco.

Varios soldados cayeron al suelo, presas de la impresión. Otros tantos retrocedieron, alarmados. Se escucharon gritos de horror y exclamaciones de asombro en partes iguales.

Y tan repentinamente como habían aparecido, las llamas desaparecieron por completo.

El rostro de Raidel no quedó con ningún tipo de marca ni quemadura.

El silencio absoluto se hizo por unos cuantos segundos, hasta que alguien gritó con gran potencia:

—¡Así que es verdad! No puedo... No puedo creerlo...

—¿Acaso eres un demonio? —dijo un tipo canoso y con la nariz aguileña.

—Bueno, se podría decir que sí —mintió Raidel, a quien parecía divertirle todo este asunto. Pudo ver que ni siquiera en Wissen la gente sabía nada acerca del Rem... Legnar le había dicho que conforme más al norte fuera, más poderosos iban a ser los reinos e imperios. Pero el muchacho había observado que, si bien había una diferencia de poder, ésta era mínima.

La gente a su alrededor soltó exclamaciones al escuchar tal declaración.

—¡Entonces nada puede detenernos! —rugió un tipo entre la multitud.

—¡Recuperaremos la libertad!

—Déjenmelo a mí —dijo Raidel con una sonrisa, mientras se apuntaba a sí mismo con el pulgar.

Los ánimos en el lugar ya estaban desbordándose; todos empezaron a gritar de la felicidad y alegría. Pero había alguien que todavía mantenía la mente fría:

—Aunque lo tengamos a él, escapar no será tan sencillo —tuvo que reconocer el viejo chimuelo. No le gustaba cortar los ánimos del lugar, pero alguien tenía que hacerlo—. La cárcel tiene un centenar de guardias que rondan los túneles subterráneos, pero ese es el menor de nuestros problemas, ya que en el Distrito Negro todos los miles de habitantes son nuestros enemigos... —se giró hacia Raidel—. ¿Cómo piensas vencerlos a todos?

—Algo se me ocurrirá —dijo Raidel, encogiéndose de hombros, sin darle demasiada importancia al asunto.

Los esclavos se miraron entre ellos. Se escucharon varios murmullos hasta que alguien finalmente dijo en voz muy alta:

—¡Confiamos en ti! —exclamó con una seguridad indiscutible—. ¡Pondremos nuestras vidas en tus manos!

Raidel asintió con la cabeza con gravedad. Esto no era ningún juego. Sabía perfectamente que la vida de todos los reclusos estaba en riesgo.

—Bueno, será mejor ponerse en movimiento —dijo el pelirrojo con una seriedad poco habitual en él.

—Espera un momento —farfulló el chimuelo—. Primero tendremos que prepararnos mental y físicamente... Y tampoco estaría mal hacer una estrategia...

El muchacho no quería esperar más tiempo, pero al final estuvo de acuerdo.

La hora de la comida había llegado.

Quince guardias se dirigieron hacia la caverna en la que se encontraban los reclusos. Iban cargados con las mismas bandejas de siempre. Sin embargo, en cuanto abrieron la gran puerta de hierro vieron que todos los esclavos habían desaparecido, a excepción del muchacho pelirrojo que habían capturado hace poco, quien estaba de pie frente a la puerta.

Ninguno de los guardias había tenido tiempo de decir ni hacer nada porque Raidel se lanzó hacia ellos con una furia asesina que ninguno de los presentes había visto jamás.

Lo siguiente había pasado en cuatro segundos:

El chico dio un gran salto y cayó justo en el centro del grupo enemigo. Nadie pudo ver el torbellino de golpes que se desató a continuación. Raidel dio rodillazos, puñetazos y patadas a una velocidad tan vertiginosa que los quince guardias cayeron al suelo al mismo tiempo. Las bandejas de comida resonaron estrepitosamente al estrellarse contra el piso de piedra.

Raidel se dio media vuelta hacia el interior de la caverna.

—¡Despejado! —gritó.

Los reclusos, quienes habían estado acostados en el suelo detrás de las mesas y literas, se pusieron repentinamente de pie. Acto seguido se dirigieron hacia la puerta a gran velocidad.

Estaban especialmente felices porque después de tantos años ahora por fin podían moverse libremente. Hacía poco tiempo atrás, Raidel había roto las cadenas que siempre traían en las piernas, sujetando sus tobillos.

—¡Cojan las armas! ¡Cojan las armas! —gritó alguien entre la multitud.

Varios esclavos se inclinaron hacia los guardias, quienes yacían en el suelo inconscientes, y les robaron las espadas que éstos llevaban en los cinturones.

Y dado que solo habían quince armas, tuvieron que repartirlas entre los reclusos más fuertes.

Un tipo de cabello largo le arrojó una espada a Raidel, y éste la cogió en el aire.

El muchacho vio que eran espadas pequeñas y de baja calidad, las cuales parecía que no se habían afilado en años, pero había conformarse con lo que tenían.

Y mientras sujetaba la empuñadura de su arma con fuerza, Raidel gritó:

—¡Vamos! ¡Avancen!

Los esclavos se pusieron en movimiento al tiempo en que se escuchó una veintena de pisadas que se dirigían rápidamente hacia la caverna.

Raidel observó el largo túnel que tenía lugar tras la puerta y vio que, efectivamente, quienes corrían hacia ellos eran los guardias, los cuales ya habían desenfundado sus armas, dispuestos a matar o morir en el intento.

El muchacho entrecerró los ojos. De alguna forma se habían dado cuenta que allí dentro algo no andaba bien...

Los reclusos soltaron poderosos rugidos de guerra y fueron a su encuentro.

Al fin podrían liberar aquella desbordante furia contenida, la cual había sido alimentada gracias a los tantos años de encierro.

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