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Capítulo 102: Agujero
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A Raidel lo habían llevado a una especie de cueva subterránea, la cual era tan inmensa que allí mismo convivían todos los esclavos del Distrito Negro. Se trataba de una oscura y pestilente caverna que estaba hecha enteramente de roca, y cuyo tamaño era suficiente para albergar a doscientas personas. Pero pese a ser un lugar tan grande, estaba tan abarrotado de literas, mesas y gente que apenas había dónde poner un pie.
A ningún esclavo jamás se le había ocurrido huir, ya que la única salida existente en la caverna estaba tan bien protegida que no había que ser un genio para saber que escapar era simplemente imposible: Una descomunal puerta de acero macizo de un metro de ancho bloqueaba el agujero de la salida, y por si fuera poco, tres decenas de guerreros armados siempre estaban al otro lado de ésta haciendo guardia y comprobando que todo allí dentro estuviese en orden. Sin embargo, todos sabían que aquellos solo eran los obstáculos más próximos, ya que si alguien quería escapar no solo tenía que derribar la impenetrable puerta y derrotar a los robustos soldados, sino que también tendría que tumbar tres puertas más, y atravesar varias trampas antes de llegar a la superficie...
Y aunque si por algún milagro del destino alguien lograra llegar a la superficie, todo lo que le esperaría era una muerte segura porque desembocaría justo en el centro del Distrito Negro, en el que no se encontraría con ninguna sola alma que no perteneciera a la temible banda Ala Rota.
Antes de entrar a la caverna, a Raidel le habían confiscado su guadaña, la espada que le había regalado el viejo James, la mochila, la capa... y hasta le habían dado una nueva ropa: Un atuendo anaranjado que el muchacho supuso que llevaban todos los esclavos, el cual le quedaba demasiado grande para él. Pensó que tal vez no tenían una vestimenta de su talla...
Y a continuación fue escoltado por cuatro guardias por los oscuros túneles hasta la caverna principal.
Y en cuanto llegó a la cueva lo primero que notó fue un horrible hedor a orina que emanaba de dicho lugar. Y luego de que abrieran la puerta observó las incontables literas apretujadas entre sí, y a toda la increíble cantidad de gente que se encontraba allí dentro, la mayoría de los cuales se giraron para ver la llegada del nuevo recluso. El muchacho notó que, efectivamente, todos llevaban aquellos atuendos anaranjados.
Habían viejos y jóvenes; blancos y negros; gordos y delgados; altos y bajos... pero solo habían hombres. Raidel no vio a ninguna mujer en aquel lugar. El primer pensamiento que le vino a su mente fue que el Ala Rota no tenía esclavas, pero luego consideró más probable que las mujeres reclusas se encontrasen en alguna otra caverna...
Uno de los guardias le señaló a Raidel la litera que ocuparía, y luego le sacó las pesadas cadenas que éste llevaba en las muñecas.
Los guardias ya se giraron para marcharse, pero la voz del muchacho resonó detrás de ellos:
—Un momento —dijo con el ceño fruncido al tiempo en que se señalaba la larga cadena que le sujetaba ambos tobillos—. Cómo que se olvidaron de algo, ¿no?
Los guardias se miraron entre ellos.
—Será mejor que te acostumbres a ellas. Todos las llevan puestas —dijo uno de los soldados, y a continuación los cuatro se retiraron a paso ligero, cerrando la gruesa puerta tras de sí.
El muchacho se quedó mirando la inmensa puerta de hierro por un largo rato hasta que escuchó el sonido de pasos tras él. Y cuando se dio la vuelta se encontró con que varios mugrientos esclavos de aspecto desaliñado estaban acercándose lentamente hacia él, mientras lo examinaban minuciosamente con la mirada. Sus grasientos rostros reflejaban una evidente sorpresa y perplejidad, como si el chico fuese un extraterrestre o algo por el estilo. Raidel pensó que esto probablemente se debía a su extravagante color de cabello que siempre llamaba la atención fuera a donde fuera.
—¿Qué nuevas noticias hay sobre el reino? —exclamó un tipo tan delgado como una rama. Sus palabras habían sido articuladas con tanta fuerza e ímpetu que sin duda el desnutrido estaba exigiendo una respuesta inmediata.
Raidel se encogió de hombros.
—No lo sé, amigo. Supongo que nada más que las habituales. —Los seis esclavos que estaban cerca de él compusieron expresiones de confusión, así que Raidel añadió—: Ya saben, lo que siempre sucede en todas partes: Las miles de personas matándose entre sí en esas inútiles guerras, las cuales no tienen otro propósito más que el de cumplir los absurdos caprichos de los reyes y líderes de alcanzar el "poder" —el muchacho soltó un prolongado suspiro—. La verdad es que no logro comprenderlo. ¿Acaso existe alguna diferencia esencial entre los soldados del ejército y los miembros del Ala Rota? Si un guerrero del ejército hubiera tomado cualquier decisión ligeramente diferente en su vida, ahora tal vez pertenecería al Ala Rota en vez de al ejército... Así que, ante todo esto, me parece impensable que se maten entre ellos con tanto... afán.
Los reclusos parecieron sorprendidos por lo que habían acabado de escuchar, hasta que uno de ellos dijo con voz monótona:
—Se nota que eres muy joven.
Raidel volvió a encogerse de hombros y a continuación se dirigió hacia su litera. En medio del trayecto notó que todas las miradas de los esclavos estaban fijas en él. Escuchó murmullos a su alrededor, pero el muchacho no les prestó atención.
La caverna estaba tenuemente iluminada con la luz de varias velas y candelabros, los cuales se hallaban colocados estratégicamente en las mesas, paredes y el techo, de forma que uno podía alcanzar a vislumbrar el otro extremo de la cueva sin mayores dificultades.
Y en cuanto Raidel llegó a su litera vio que la cama de abajo estaba siendo ocupada por un anciano como de setenta años, quien al verlo acercarse, compuso una amplia sonrisa.
El muchacho observó que el viejo estaba escaso de dientes, y los pocos que le quedaban se encontraban podridos y de un color ennegrecido y desagradable.
—Bienvenido al primer día del resto de tu vida —dijo el anciano sin dejar de sonreír.
Raidel no le devolvió la sonrisa.
—Aprecio tu entusiasmo, en serio, pero ahora necesito descansar un poco —dijo, mientras subía por la escalera de la litera hasta la cama de arriba. Luego se recostó en el colchón y al instante percibió el nauseabundo olor a fluidos corporales que éste desprendía. Era un colchón pequeño y delgado, casi tan duro como una tabla, pero el muchacho estaba tan exhausto que se quedó dormido ni bien puso su cabeza sobre la almohada. Resultaba que, a consecuencia de su incansable búsqueda sobre el White Darkness, en las últimas semanas solo había dormido lo estrictamente necesario para poder sobrevivir.
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Fue un espantoso grito que resonó a lo lejos el que lo despertó.
Sus instintos de guerrero innato habían hecho que Raidel se incorporara bruscamente de la cama, con sus brazos en lo alto, listo para atacar o defenderse. Pero luego de ver que no corría peligro, se tranquilizó un poco. Estaba dispuesto a volverse a dormir, pero entonces notó una horrible picazón en cada pulgada de su cuerpo. Pensó que seguramente el colchón estaba infestado de pulgas, algo que no resultaría muy inesperado.
—Eso es algo con lo que tendrás que vivir desde ahora —dijo el anciano al ver que Raidel se estaba rascando la cabeza con fuerza.
Y entonces más gritos volvieron a retumbar desde alguna parte de la inmensa caverna. Esta vez Raidel los escuchó, alto y claro:
—¿Cuando piensas pagarme, carajo? —exclamó una furiosa voz—. ¡Me debes cuatro almuerzos!
—Ya te lo he dicho mil veces. ¡Yo jamás he apostado nada contigo!
—¡Sigue diciendo estupideces y de un puñetazo te romperé los dientes que no pude hacerlo la vez anterior!
Raidel soltó un suspiro.
—¿Qué es todo este escándalo? —murmuró, mientras se bajaba de la cama—. Uno ya ni puede dormir en paz...
El viejo chimuelo sacó otra de sus incómodas sonrisas y dijo:
—Obviamente dentro de este maldito agujero nadie tiene dinero, así que la gente paga los favores y las apuestas con su propia ración de comida diaria, puesto que eso es lo único de valor que tenemos.
El muchacho miró a sus alrededores.
—¿Acaso ustedes nunca salen de esta pútrida caverna?
—Claro que sí. Nos sacan en grupos de cinco personas a realizar trabajos forzados —dijo con tranquilidad, como si eso fuera algo habitual para él—. Y supongo que lo único bueno de que hayan tantos reclusos es que a cada persona solamente le hacen trabajar tres veces a la semana, debido a que consideran peligroso sacar a una gran cantidad de esclavos al mismo tiempo...
Raidel frunció el ceño. Ahora que lo pensaba detenidamente, esta situación era terrible. ¿Qué tan malvados podían ser los miembros del Ala Rota para tener esclavos? Y no solo eso, sino que les hacían vivir en aquel agujero tan deplorable...
Y mientras bajaba la mirada al suelo, el muchacho pensó que solo él podía cambiar esta situación... Tal vez tuviera que cortar el problema de raíz si en verdad quería modificar la oscura práctica de la gente de poseer esclavos... Tal vez tendría que aniquilar al líder del Ala Rota...
A paso lento y tambaleante, el anciano ya se había dado la vuelta para marcharse del lugar, pero Raidel dijo:
—Oye, amigo, ¿quisieras recuperar tu libertad? —sonrió—. Tengo planeado escapar de este infierno en cuanto haya descansado lo suficiente, ¿sabes?
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La comida era vomitiva.
Había llegado la hora de la cena, y una veintena de guardias habían entrado a la caverna, quienes llevaban grandes y numerosas bandejas consigo.
Cuando los vieron entrar, todos los reclusos se dirigieron lentamente hacia las mesas que estaban repartidas por la cueva de forma irregular, y tomaron asiento en los viejos y deteriorados taburetes de madera, en espera de la ración diaria.
Raidel fue a sentarse a la mesa más cercana junto con tres personas más: El viejo chimuelo y otros dos veteranos que parecían sus amigos.
Los guardias fueron a cada mesa, una por una, repartiendo la comida.
Y en cuanto llegó su turno, Raidel pudo ver que la ración de aquel día no se trataba de otra cosa más que un pequeño y mohoso pan, el cual se encontraba en un estado de descomposición tan notable que parecía que había sido sacado de la basura. Y la bebida simplemente era un vaso de leche que desprendía un extraño y rancio olor.
Los guardias se demoraron tres minutos en repartir la comida a todos, y a continuación se marcharon del lugar sin decir una sola palabra.
El muchacho vio cómo los dos hombres que estaban sentados frente a él devoraron el putrefacto pan de un simple bocado, y luego tomaron la leche con una singular expresión en sus rostros que era sospechosamente parecida al deleite. ¿Acaso lo estaban disfrutando?
Raidel pinchó su pan con un dedo. Y por un segundo pensó que un gusano saldría desde las profundidades de aquel trozo de mierda, lo que no habría resultado muy inesperado.
—Come —dijo el viejo chimuelo—. Es lo que hay.
Pero el muchacho no se movió.
—Resulta que estoy a dieta... —replicó Raidel sin dejar de ver la infectada masa amorfa que tenía frente a él—. Creo que te lo regalaré por hoy...
La parte empática y condescendiente del viejo habría querido insistir para que él comiera, pero sus sentimientos de hambre se impusieron primero, así que el anciano agarró rápidamente el pan de Raidel y lo engulló sin apenas masticarlo.
Aunque luego pareció arrepentido por lo que hizo, ya que dijo:
—¿Seguro que no querías comer?
—Habría preferido comer una piedra —dijo el pelirrojo con sinceridad.
—Al principio todos pensamos lo mismo —dijo uno de los hombres que estaba frente a él; un tipo con un parche en el ojo, cuyo cabello resultaba algo desagradable para la vista, ya que era largo y mugroso pero en el centro de su cabeza tenía una calva monumental—. Todos se niegan a comer al principio, pero luego el hambre los termina venciendo tarde o temprano, ¿sabes?
—Efectivamente —corroboró el anciano chimuelo, y después se giró hacia Raidel para decir—: No te preocupes demasiado. Naturalmente al principio esta "comida" sabe a mierda, pero uno se acostumbra más rápido de lo que crees... Hasta llega un punto en el que te empieza a gustar...
Raidel nunca habría imaginado que alguien podría llegar a decir esas palabras respecto a un nauseabundo pan en descomposición... ¿Acaso el viejo estaba siendo sincero o solo quería animar al muchacho? Por más desesperanzador que sonara, Raidel creía que era lo primero.
—Bueno —dijo el viejo bajando un poco más el tono de voz e inclinándose hacia Raidel—. Aquí están mis amigos, tal y como lo prometí —señaló a los dos que estaban frente a ellos—. Son de completa confianza, así que no te preocupes... —miró de un lado a otro para comprobar que nadie estuviera cerca de ellos, y luego añadió—: ¿Es verdad lo que mencionaste antes de que tienes un plan para salir de aquí? ¿Acaso conoces un túnel secreto o algo?
Raidel pudo ver que sus rostros no mostraban ni el menor atisbo de esperanza, como si no creyeran las palabras del muchacho. Aunque pensó que eso era perfectamente entendible dada su situación.
—En realidad el plan es más simple de lo que creen —dijo el pelirrojo con una sonrisa—. Simplemente vamos a tener que abrirnos paso a la superficie a la fuerza, destruyendo y derribando todo lo que se interponga en nuestro camino.
Los tres viejos entrecerraron los ojos, como si pensaran que Raidel se estaba burlando de ellos.
El hombre del parche se levantó de la mesa repentinamente.
—La próxima vez que intentes jugar con nosotros...
—Espera, ¿qué? —dijo Raidel, sin entender por qué se habían puesto tan hostiles, pero luego recordó lo obvio—. Ah, es verdad. ¡Todavía no les he mostrado mi poder!
—¿De qué poder hablas? —dijo el chimuelo, bastante escéptico.
—Acerquense un poco más —pidió Raidel, mientras miraba a sus alrededores—. Nadie puede ver lo que haré a continuación...
—¿Y qué es lo que harás? ¿Mearte encima? ¿Qué otro poder puede tener un mocoso como tú? —dijo el tercer viejo, quien hasta ahora no había participado en la conversación.
Los otros dos ancianos se echaron a reír por su ocurrencia, pero se detuvieron en seco en cuanto vieron que la nariz de Raidel estaba prendida en llamas.
—¡Incendio! ¡Incendio! —gritó el chimuelo, hablando tan alto como sus viejas cuerdas vocales se lo permitían.
El tipo del parche agarró el trapo sucio que solía usar como servilleta y lo arrojó hacia el rostro de Raidel, creyendo que su nariz se estaba quemando.
El muchacho no pudo con el repugnante harapo que impactó contra su cara, el cual era tan pestilente que Raidel se tiró al suelo y refunfuñó del asco.
—¡Hombre herido! ¡Hombre herido! —exclamó el viejo de la calva, quien parecía aterrorizado—. ¡Su rostro se está incendiando!
Al menos quince de los presentes corrieron rápidamente hacia Raidel, y luego lanzaron sus propios trapos apestosos en dirección a la cara del muchacho, para de esta forma intentar apagar el fuego.
Y al verse bajo una lluvia de harapos nauseabundos, Raidel gritó:
—¡No! ¡Por favor! ¡Alto! ¡Ya basta! ¡Ya basta!
Pero los reclusos siguieron arrojando todos los trapos que tenían, ya que creyeron que los quejidos de Raidel eran debido al dolor provocado por el fuego.
Y de esa forma fue que el muchacho estuvo a punto de desmayarse del asco, pero al final logró ponerse de pie.
Los esclavos se detuvieron repentinamente al ver que el rostro de Raidel estaba como si nada: No tenía fuego ni rastros de quemaduras por ningún lado.
—¡Vaya, lograste salir ileso! —dijo uno de los hombres, soltando un suspiro de alivio.
—¡Qué afortunado eres! —dijo otro.
Pero el pelirrojo no se sentía precisamente afortunado...
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Tras un largo y aburrido día, Raidel ya estaba por marcharse a dormir, pero el viejo chimuelo de la cama de abajo lo quedó mirando fijamente con una extraña expresión en el rostro.
El muchacho entrecerró los ojos.
—¿Acaso tengo algo en la cara? —dijo Raidel.
—No, nada —replicó el anciano—. Pero eso es precisamente lo extraño... Vi claramente como tu nariz estaba en llamas, pero no te quedó ningún rasguño, ni marca... ni nada.
Raidel no pudo evitar sonreír. Ese viejo era el único que había notado que algo no andaba bien en todo esto.
El chimuelo se puso de pie y se colocó frente a él.
—Eso tiene algo que ver con el "poder" del que hablaste antes, ¿no es cierto?
—Efectivamente —dijo Raidel, cuya nariz volvió a prenderse en llamas.
El anciano retrocedió varios pasos, sobresaltado, al tiempo en que soltaba una exclamación de asombro.
—¿Qué demonios...? —balbuceó, completamente perplejo—. ¿Q-quién eres?
—Puedo controlar el fuego —se limitó a decir el muchacho—. Creeme: Podemos salir de aquí. ¡Todos los esclavos pueden ser libres otra vez!
El chimuelo reflexionó sus palabras por un buen rato.
Y por primera vez en muchos años, el viejo se permitió esbozar una sonrisa de auténtica felicidad.
—Seremos libres otra vez... —murmuró sin apenas poder creérselo.
Hacía tantos años que no veía la luz de sol... ¿Cómo estaría su familia? Seguramente ellos debían creer que él ya estaba muerto... ¿Qué sentirían al verlo de nuevo, sano y salvo?
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