Epílogo | Parte I

Dos meses.

Dos meses han pasado desde que abandoné la isla en la que crecí. Sesenta días desde que llegué a este lugar en medio de alguna selva cerca de Tailandia... O algo por el estilo. Aún no estoy muy segura de dónde me encuentro en realidad.

Dos meses desde que descubrí que Florence y Tiffany Dupont eran solo la fachada de dos mujeres poderosas, pertenecientes a una de las dinastías más legendarias y poderosas del mundo: La de las Yang.

Las Yang son un matriarcado de brujas muy poderosas de todas partes del mundo. En su mayoría, refugiadas. Mujeres de habilidades excepcionales, provenientes de familias que nunca comprendieron la naturaleza de su poder, y que fueron echadas o maltratadas por sus comunidades.

Chicas de todas las razas, etnias y nacionalidades que, en la búsqueda de desarrollar sus habilidades y formar parte de algo grande, se unieron para formar esta dinastía en la que todas renuncian a su apellido de nacimiento para ser parte de una sola familia: la Yang.

No están al servicio de Lucifer. Tampoco están al servicio del Creador; pero su naturaleza oscura, por ser brujas, las hace confiables a los ojos de familias como la mía o los Markov. Además, son las únicas que han logrado evadir el yugo Guardián, por su estilo de vida recluido y aislado de todo el mundo.

Son aterradoras. Poderosas en demasía. Habilidosas tanto en las artes marciales, como en las oscuras.

Si puedo ser honesta, su preparación no le pide absolutamente nada a esa que vi en los Guardianes. Estas chicas son tan capaces de acabar con cualquier demonio como los Guardianes, y son tan fuertes como cualquiera de ellos.

Tanto así que, si supieran de lo que las Yang son capaces de hacer, en definitiva, se sentirían amenazados.

El viaje a este lugar todavía es un extraño pasaje en mi memoria, pero puedo traerlo a la superficie si me esfuerzo un poco.

Luego de haber viajado en esa diminuta lancha acompañada de Madame Dupont —o Yang— y Tiffany durante dos horas y media, en medio de una horrorosa tormenta, pasamos la noche en Port Lions. Al amanecer, tomamos el Ferry desde ahí hasta Homer, Alaska —en tierra firme—. Llegamos a puerto alrededor de las cinco o seis de la tarde; luego de diez —casi once— horas de viaje en un enorme barco de pasajeros. Una vez ahí, nos dirigimos a Anchor Point en taxi.

El trayecto fue corto —de media hora aproximadamente— y, una vez ahí, fuimos a la central de autobuses y tomamos uno hacia Anchorage.

A eso de las diez de la noche, ya nos encontrábamos en la ciudad, pero, por decisión de Madame Dupont, pasamos la noche en una posada del lugar. Ahí, Tiffany se encargó de comprarnos boletos de avión hacia Vancouver, Canadá, utilizando las identificaciones falsas que Anne nos proporcionó.

Esa noche, en el baño de la posada, me teñí el cabello de castaño y le pedí a Tiffany que me lo cortara hasta los hombros.

Verme así, tan diferente a como siempre me vi toda la vida, fue un golpe fortísimo a mis sentidos y lloré. Aún no recuerdo muy bien el motivo: si por la vida que estaba dejando atrás, por todo lo que había ocurrido durante los últimos días o por Iskandar.

Quizás, lloré por todo al mismo tiempo, y mucho me temo que no pude detenerme hasta muy entrada la madrugada.

Ese día, por la mañana, salió nuestro avión en dirección a Vancouver y, de ahí, compramos un vuelo rumbo a Londres, en Reino Unido.

Para ese entonces, las noticias sobre la forma en la que los Guardianes habían contenido al mismísimo Leviatán ya llenaban los encabezados de los noticieros de todo el mundo. Sylvester Knight estaba dando entrevistas a todos los medios habidos y por haber; cosa que nos trajo un poco de tranquilidad. Sabíamos que, seguramente, estaba buscándonos —buscándome—, pero eso, el hecho de que necesitaba estar dando declaraciones públicas, nos compró un poco de tiempo.

Llegamos a Londres muy entrada la noche, luego de un día y medio de viaje desde Canadá, así que dormimos en un hotel cercano al aeropuerto para poder comprar un vuelo hacia Bangkok tan pronto como fuese posible.

Al día siguiente, por la noche, salió nuestro vuelo y, casi veinticuatro horas más tarde y dos escalas más, llegamos a nuestro destino. Una vez ahí, el resto del trayecto lo realizamos en autobuses y carretas.

Otras dos mujeres nos encontraron ahí y, luego de tres días más de viaje lento, llegamos a nuestro destino.

Todavía no estoy muy segura de dónde nos encontramos.

Las comunicaciones aquí son extrañas. A veces, no hay señal de teléfono o internet en lo absoluto, y las Líneas Ley que atraviesan toda la zona son tan apabullantes, que es imposible sentir otra cosa que no sea su poder descomunal.

Aquí, las voces son diferentes que en Kodiak. Más apacibles. Más... tranquilas. Y no sé si se deba a todos los rituales de purificación que realizan las Yang alrededor de la selva o si sea que, simplemente, estas Líneas energéticas no están siendo perturbadas por nada y están en paz.

La fortaleza Yang está conformada por tres enormes mansiones y una aldea de alrededor de treinta casas de tamaño considerable. En ellas se albergan a, por lo menos, un millar de mujeres y niños de todas las razas y nacionalidades.

La comunidad es extremadamente unida y todas trabajan en conjunto para conseguir los recursos necesarios para la supervivencia de la familia.

Aquellas mujeres que son jóvenes —y desean hacerlo—, entrenan con las guerreras experimentadas y, durante las noches, la heredera de la matriarca les enseña artes oscuras y meditación.

Son una congregación muy organizada y eficiente, pero, pese a que no he recibido más que tratos buenos y paciencia, no he podido acoplarme a ellas.

Si puedo ser honesta, no he podido hacer absolutamente nada por mí desde que llegué a este lugar.

Me siento perdida, abrumada y sola. Muy, muy sola todo el tiempo.

Todo aquello que conocía se me ha diluido entre los dedos hasta volverse nada. Todo lo que creía que sabía sobre mí misma es una mentira y, ahora, no puedo arrancarme del pensamiento el hecho de que estoy condenada el resto de mi existencia.

Condenada a ser perseguida toda mi vida. A cargar sobre los hombros el peso de una herencia que no pedí. A no poder ser libre nunca, porque siempre seré la hija de una criatura innombrable. Una capaz de cometer las más grandes atrocidades en nombre de la libertad y el libre albedrío.

Cierro los ojos.

Estoy recostada sobre la cama de la habitación que las Yang, amablemente, asignaron para mí.

El espacio es pequeño. Casi como mi antigua habitación en Kodiak, pero no me quejo en lo absoluto. No necesito nada más que la cama individual en la que duermo, el pequeño armario al fondo de la estancia y el escritorio diminuto con la silla de madera que descansa en la pared frente a la ventana que da hacia la selva.

Aún me siento aletargada cuando me pongo cara arriba, pero, en su mayoría, las drogas que la sacerdotisa puso en mi cuerpo casi se han esfumado por completo.

Lágrimas calientes y pesadas me ruedan por las sienes, pero no hago nada por secarlas. Al contrario, las dejo ir y me permito sollozar un poco más.

Me llevo las manos al vientre.

Aún puedo recordar levantarme a mitad de la noche, con un dolor insoportable recorriéndome entera. Todavía puedo revivir la imagen de la cama ensangrentada debajo de mí y del pánico que sentí.

No se lo había dicho a nadie. Que había dejado de llegarme el periodo el mes pasado.

Tampoco se lo dije a nadie cuando empecé a sentir náuseas todas las mañanas. No sabía cómo iban a reaccionar estas mujeres al saber que estaba embarazada... Y no solo eso. Embarazada de un Guardián. De Iskandar Knight nada menos.

Recuerdo el haber abandonado la habitación, doblada del dolor, pidiendo ayuda. Recuerdo, también, a un montón de mujeres rodeándome y levantándome del suelo para llevarme hasta los aposentos de la sacerdotisa de la comunidad.

De inmediato, las palabras de la mujer al revisarme me inundan el pensamiento:

Estás teniendo un aborto. Tu cuerpo está expulsando el producto. Déjame darte algo para ayudarte a que no quede nada dentro de ti.

Los días que le siguieron son un borrón en mi memoria.

Sé que algo ocurrió. Que las cosas se complicaron y tuvieron que llevarme a la ciudad más cercana para que terminaran de limpiar los restos de un embarazo que no se logró concretar; sin embargo, no recuerdo demasiado de eso.

Madame Dupont... no... Florence, me dijo que tuve una crisis al regresar, cuando la sacerdotisa me dijo que lo que pasó era, probablemente, gracias a la sangre demoníaca que llevo en las venas. Que, pese a que no quería ser ella la portadora de esa clase de noticias, tenía que decirme que lo más seguro era que yo jamás iba a poder concebir una vida en mi vientre debido a la naturaleza demoníaca de mi existencia. Los hijos, al parecer, son un regalo divino. Lo más cercano a la creación de Dios y yo, por mucho que trate de negarlo, soy un instrumento oscuro.

No recuerdo mucho después de eso. Sé que grité, lloré y rumié como jamás lo había hecho. Sé que destruí cosas. Que utilicé la energía de la Línea para destrozar lo más que pude a mi alrededor, y que tuve que ser contenida... pero la verdad es que no recuerdo nada de eso.

Desde entonces, la sacerdotisa se ha encargado de traerme un té todos los días. Un té para ayudar con el dolor —dice ella—. Un té para adormecerme los sentidos y hacerme más llevadero todo esto. Y, pese a que todo el mundo se ha ofrecido a charlar conmigo; a compartir conmigo toda esta oscuridad que estoy sintiendo; no he podido abrirme con nadie. No he podido decirle a todo el mundo que, todos los días, deseo no despertar. No abrir más los ojos y que todo esto termine...

Alguien llama a la puerta de la habitación y me limpio las lágrimas con rapidez antes de incorporarme en una posición sentada.

—Adelante —digo, con la voz enronquecida, y la imagen de una chica de rasgos orientales aparece en mi campo de visión.

Su expresión es seria, pero amable.

—La matriarca quiere verte —dice, sin preámbulo alguno y yo asiento, al tiempo que me pongo de pie y me calzo las zapatillas deportivas.

La chica guía nuestro camino en silencio por toda la finca hasta que salimos y nos dirigimos a una de las mansiones principales. Ahí, avanzamos por los pasillos hasta llegar a una habitación amplia, pero tan austera como el resto de la enorme casa.

Solo un escritorio y un montón de grimorios de aspecto antiguo se encuentran desperdigados por todo el lugar. Algunos, acomodados en libreros de aspecto viejo y, otros, en el suelo, abiertos, como si hubiesen sido estudiados hace poco.

Y allá, al fondo de todo, puede escucharse el jaleo de alguien que está moviendo algo pesado.

Finalmente, al cabo de unos minutos, sale una mujer relativamente joven —no puedo calcularle más años que Anne-Leigh Knight— y, entre las manos, lleva una pila considerable de libros que lucen antiquísimos.

Al vernos, nos regala una sonrisa grande y jovial.

A diferencia de todos los líderes a los que he conocido en mi vida, esta mujer pareciera ser un libro abierto. Como si no hubiese ni un solo ápice de cautela o reserva en su cuerpo.

—¡Hola! —dice, como si nos conociéramos desde siempre, pese a que no la había visto jamás desde que llegué a este lugar—. Siéntate, por favor, Madeleine.

Con la cabeza, hace un gesto en dirección a una de las sillas frente a su escritorio y, con cautela, me acerco hasta sentarme.

La chica que me acompañaba se despide con una sonrisa antes de marcharse y dejarnos a solas.

La mujer frente a mí parlotea respecto al desastre que es su oficina y se disculpa por ello antes de sentarse frente a mí, no sin antes ofrecerme algo de beber.

Yo, amablemente, declino su oferta.

—Creo que no habíamos tenido la fortuna de conocernos, ¿no es así? —dice, y niego con la cabeza antes de que ella continúe—: Soy Ryavanna, pero puedes llamarme Rya. —Su sonrisa se ensancha—. Tú debes ser la famosísima Madeleine Black.

Asiento con lentitud.

—Es un placer tenerte aquí —dice, ajena a la poca cooperación que tiene de mi parte para entablar una conversación—. Lamento no haberme presentado antes. Tuve que salir de la reserva a resolver un asunto con unas hermanas en China y... —Hace un gesto desdeñoso con la mano—. Bueno, no quiero aburrirte con mis asuntos. La cosa está en que me tomó más tiempo del esperado el regresar. Apenas hace unas semanas que estoy aquí. —Su expresión se suaviza—. Pero me enteré de lo que pasaste y no quería que te sintieras presionada ni nada por el estilo.

El nudo en mi garganta regresa, pero me las arreglo para mantener las lágrimas lejos de mi rostro.

—Lo lamento muchísimo.

—Gracias. —Apenas puedo hablar, pero me las arreglo para responder en voz baja.

—No voy a ofrecerte un hombro para llorar, porque sé que, seguramente, ya te lo han ofrecido cientos de veces desde que estás aquí; así que, en su lugar, te he mandado llamar para ofrecerte otra cosa —dice, recargándose en su silla. Esta vez, la sonrisa que vuelve a su rostro es suave y amable—. Y, si eres como yo, es muy probable que esto te interese un poco más que hablar y retorcerte en la miseria.

Parpadeo un par de veces, para deshacerme de las lágrimas que han comenzado a acumularse en mi mirada.

—¿Sabías que tu madre quería traerte aquí hace unos años, cuando eras una niña? —inquiere y yo asiento.

—Lo supe antes de venir —digo, con un hilo de voz.

—Ella contactó a la matriarca anterior a mí y le contó respecto a tu existencia —continúa—. Dijo que estabas empezando a mostrar señales de tu inmenso poder y que temía que su hermano se diera cuenta de quién eras en realidad; así que pidió refugio con nosotras.

—U-Ustedes ya sabían que soy...

Ella asiente, cuando se da cuenta de que aún no soy capaz de pronunciar en voz alta quién es mi padre.

—La matriarca en ese entonces no dudó ni un segundo en aceptar su petición —dice—. Sobre todo, porque tu madre siempre quiso unirse a nosotras y su familia nunca lo permitió. Era ideal. La llegada de Theresa, así como la tuya, era lo correcto para nosotras. Ustedes, de alguna manera, siempre pertenecieron a nuestra comunidad. —Hace una pequeña pausa para mirarme a los ojos largo y tendido—. Así que, Madeleine, no puedo hacer otra cosa más que ofrecerte eso que te negaron los Black y los mismísimos Guardianes cuando asesinaron a tu madre: Un refugio. Un hogar. Una familia... Te ofrezco un lugar a nuestro lado, como una de las nuestras, y no como una invitada.

El corazón me da un vuelco furioso al escucharla decir eso.

—¿P-Podré entrenar como una de ustedes?

Ella sonríe. Una sonrisa salvaje y complacida.

—Si así lo deseas, sí. Claro —dice—. Aunque, si no quieres hacerlo, tampoco estás obligada a ello. Puedes, incluso, no hacer uso de ese poder del que eres poseedora nunca más. Si deseas pasar el resto de tus días en el anonimato, nosotras podemos dártelo.

Trago duro mientras trato de procesar todo lo que esta mujer está diciéndome.

—Por lo pronto, estoy ofreciéndote un lugar en nuestra comunidad. No como una Druida. No como una Black; sino como Madeleine Yang: una de las nuestras. Lo que desees hacer después de eso, está en tus manos decidirlo. ¿Aceptas?

En ese momento, asiento. Así, sin pensarlo. Sin analizarlo.

No hay mucho que pensar ahora mismo. No cuando lo único que deseo es dejar el pasado atrás. A Madeleine Black y todo eso que fui cuando era ella.

—Acepto —digo, sin aliento y ella sonríe aún más.

—Te prometo que no vas a arrepentirte de esto, Madeleine. A partir de este momento, eres una de las nuestras.





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