7



Cuando abro los ojos, lo primero que veo es el techo blanco iluminado por una suave y tenue luz amarillenta.

Parpadeo unas cuantas veces tratando de deshacerme de la sensación de pesadez que me invade el cuerpo, pero no lo consigo. No de inmediato.

Poco a poco, retazos de recuerdos empiezan a llenarme la memoria y me incorporo de golpe cuando uno en particular —ese en el que estoy siendo atacada por una criatura extraña y poderosa— regresa a mí.

Tengo el corazón acelerado, pero se detiene una fracción de segundo cuando desconozco la estancia en la que me encuentro.

Es una habitación amplia —demasiado amplia para mi gusto— y estoy sentada sobre el colchón más grande en la que he tenido la dicha de recostarme.

La estancia es apenas iluminada por la suave luz de las lámparas de noche que están posicionadas sobre los dos burós junto a la cama y, pese a que no puedo ver mucho por la poca iluminación, soy capaz de averiguar que estoy en un lugar en el que jamás había estado.

—Estás en mi habitación. —La voz ronca proveniente de un rincón de la recámara hace que, de inmediato, vuelque mi atención hacia ese punto.

Casi se me sale el corazón por la boca cuando noto la figura familiar que no había visto antes.

Iskandar está ahí, sentado sobre una silla de escritorio que tiene aspecto de ser muy cómoda, pero todo en él grita alarma y cautela; como si hubiese pasado mucho tiempo ahí, esperando a que despertara.

Verdadero pánico empieza a llenarme las entrañas, pero me las arreglo para mantenerlo a raya mientras respondo:

—¿Estoy en calidad de detenida?

—No.

—¿Entonces soy un rehén?

No me atrevo a apostar —porque la habitación está muy oscura y apenas logro tener un vistazo de sus facciones duras y hoscas mirándome con fijeza—, pero casi puedo jurar que le vi hacer una mueca de desagrado.

—Por supuesto que no. Estás aquí en calidad de damisela en apuros.

—No soy una damisela en apuros.

—Pues parecía lo contrario en el bosque —ironiza, al tiempo que se pone de pie y se acerca un par de pasos.

Durante una fracción de segundo, me descoloca verlo de la forma en la que está ahora: con ropa cómoda; completamente distinta a la vestimenta reglamentaria de Guardián con la que lo he visto siempre.

Todas las prendas que lleva encima son oscuras —negras y grises en su mayoría—, pero, mirarlo solo con un pantalón de chándal y una remera de mangas largas —sin cuellos altos, botas de combate y todo eso en su atuendo que luce hosco y duro—, es toda una experiencia.

Con todo y eso no me atrevo a bajar la guardia. Todavía no puedo sacudirme del todo nuestra interacción en la iglesia, así que prefiero andarme con cuidado.

Sacudo la cabeza en una negativa.

—¿Me seguiste a casa?

—Me aseguraba de que llegaras sana y salva —dice, con dureza; pero me mira con una expresión tan incierta, que casi olvido todo eso que tanto me inquieta—. Lamento no haber llegado antes.

Entorno los ojos, confundida.

—¿Qué fue lo que pasó?

Suspira.

—Fuiste atacada por un carroñero.

Parpadeo un par de veces, confundida.

—¿Un carroñero?

—Un demonio carroñero —explica, pero parece notar cómo la confusión crece en mi interior, ya que continúa—: Es una especie de demonio menor. Los conocemos de esa forma porque son vampiros energéticos. Se alimentan de la energía de las personas a las que atacan.

—¿Se estaba alimentando de mí? —Sueno más asustada de lo que pretendo, pero tiene sentido. Luego de su ataque, empecé a sentirme débil en extremo.

Iskandar asiente.

—Seguro te percibió cuando tuvimos el altercado afuera de la iglesia.

—¿Qué hacía un demonio menor en ese lugar, Iskandar? —Ya no me importa sonar temerosa. Esto es grave. No se supone que los demonios estén tan cerca de lugares habitados por seres humanos. El propósito de la existencia de los Guardianes es esa: que ningún ser oscuro se atreva a dañar la creación más grande del ser divino que rige nuestra existencia.

Me mira durante un largo momento.

—No lo sé —admite.

—Esto es grave —digo, en voz baja y ronca, y él asiente en acuerdo.

—Pero no puedo decírselo a mi padre.

—¿Por qué no? —Sueno indignada por la forma en la que trata de ocultar algo tan importante del hombre que podría encargarse de toda esta mierda.

Duda unos segundos, pero, finalmente, responde:

—Porque voy a entregarte en bandeja de plata si lo hago.

Una decena de emociones —todas abrumadoras y apabullantes— me invade en ese instante, pero no sé a cuál ponerle nombre primero.

—No puedo hablarle a mi padre sobre lo que vi. No sin involucrarte y decirle qué era lo que hacías, por petición mía, en esa iglesia —continúa, cuando nota que no estoy lista para decir algo, y suena tan genuinamente contrariado, que no sé qué pensar. Qué sentir...

Trago duro.

—No puedes ocultarle algo así —digo en un susurro y su expresión se suaviza.

—¿Quieres que se lo diga, entonces?

Ninguno de los dos habla por un largo momento.

No se siente como si pudiese agregar algo a la discusión. Por donde lo veamos, es jodido.

—¿Estamos en tu casa? —inquiero, al cabo de una eternidad y él asiente—. ¿Me trajiste a tu casa sabiendo que soy una Black? —Apenas puedo pronunciar en voz alta, pero me obligo a hacerlo.

Asiente una vez más.

—No le he dicho a nadie quién eres, ni quien es tu familia —dice, en voz baja y suave—. Quédate tranquila.

—Tampoco es como si fuera un secreto —ironizo, porque sé que algunos de sus compañeros Guardianes saben sobre la existencia de los míos. Nos han visto en la escuela. Han visto de primera mano la discriminación que sufrimos solo por llevar el apellido de una familia que cometió errores atroces en el pasado.

Se encoge de hombros.

—Nadie tiene la certeza de que sean quienes se rumorea que son.

—Excepto tú.

—Pero yo no tengo intención alguna de delatarte.

Otro instante de silencio.

—¿Cómo me metiste en tu habitación sin que nadie preguntara por qué diablos traías contigo a una chica inconsciente?

—No fue difícil —explica—. Todos estaban en entrenamiento.

—Todos menos tú.

Vuelve a encogerse de hombros, pero, esta vez, una sonrisa baila en las comisuras de sus labios.

—Hasta los Guardianes podemos reportarnos enfermos, ¿sabes?

Entorno los ojos en su dirección.

—¿Por qué haces todo esto?

—¿El qué?

—Protegerme como lo haces.

Me mira largo y tendido.

—No lo sé —replica y la honestidad en sus palabras me toma con la guardia baja—. Supongo que aún guardo la esperanza de que olvides lo idiota que fui esta tarde y me ayudes a resolver todo esto.

—¿Y qué podemos hacer nosotros para resolver lo que está pasando? —No quiero sonar burlona, pero lo hago—. Iskandar, esto es algo que nos sobrepasa.

—Es por eso que te necesito. Que necesito que me ayudes a desvelar los secretos que mi padre tan celosamente guarda, porque necesitamos estar preparados —dice—. Tanto tú para huir, como nosotros, como guardianes, para enfrentarnos a lo que se avecina.

Aprieto la mandíbula.

Sé que tiene razón. Que vivir en la ignorancia es lo peor que se puede hacer en una situación como esta, pero me da miedo. Confiar en él y desvelarle todos mis secretos, así como si nada, va en contra de todo lo que alguna vez me enseñaron.

Confiar en un Guardián es una sentencia de muerte, pero sé que también lo es el no ayudarle a averiguar qué está pasando. Un demonio menor ha salido de una puerta abierta y me ha atacado porque, seguramente, percibió al Oráculo. ¿Cuánto tardará un demonio de mayor jerarquía en aparecer en Kodiak?...

Un suspiro tembloroso se me escapa y el pánico me atenaza las entrañas. Con todo y eso, me obligo a susurrar.

—Se llama Oráculo. —Me mira, confundido y atento, pero no se mueve de su lugar—. Lo que sientes que cambia a mí alrededor, se llama Oráculo.

Las voces en mi cabeza no protestan cuando empiezo a hablar de ellas. Es como si comprendieran la importancia de que alguien como él sepa acerca de mi naturaleza. Eso me pone de nervios porque significa que la situación es peligrosa.

Cuando noto que no va a decir nada, continúo:

—Son voces dentro de mi cabeza que me susurran todo el tiempo.

—Son las que te hablan sobre el futuro.

Asiento.

—No demasiado —admito—. Son recelosas y suelen ser muy crípticas todo el tiempo. Solo cuando lo creen necesario, me dan mensajes importantes. —Hago una pequeña pausa—. El Tarot suele ayudarme a descifrar lo que tratan de decirme y viceversa. A veces, se complementan entre sí y me dan mensajes muy contundentes.

—Como el de Henry, aquella vez en el local de Madame Dupont.

Asiento una vez más.

—Y otras, solo son... vagas.

Otro momento de silencio.

—Entonces es su energía lo que percibo.

—Sí —replico—. Cuando me hablan es cuando puedes notar su presencia.

—¿Y qué fue lo que te dijeron en la iglesia?

Aprieto los dientes y desvío la mirada.

—Mads...

—Que ese lugar no es una grieta, sino una... puerta.

—¿A dónde?

Niego.

—No lo sé.

El silencio vuelve a hacerse presente, pero, esta vez, es más ligero. Con todo y eso, no dejo de sentirme nerviosa por todo lo que acabo de revelarle a Iskandar.

Sigo sin saber si confío del todo en él. Sigo sintiéndome a la defensiva, pero el haber hablado con alguien que no es mi madre sobre el Oráculo es liberador.

Esa fue una de las únicas reglas —o prohibiciones— que tenía mi mamá conmigo. Me dijo que no debía hablarle a nadie sobre el Oráculo —ni siquiera a mi tío o a Enzo—, pero que debía usarlo para proteger a los nuestros.

Ahora que soy relativamente más grande, entiendo el motivo por el cual me lo pidió. Es algo delicado. Importante. Y que alguien lo sepa puede ser peligroso.

Cuán irónica es la vida que a la primera persona a la que le hablo al respecto, es la más peligrosa de todas para mí. Un Guardián de Élite. El hijo del hombre que mandó asesinar a mi madre. El heredero de una dinastía entera de guerreros que, casualmente, pretende acabar con la familia a la que pertenezco.

—Gracias. —Iskandar interrumpe el hilo de mis pensamientos y lo encaro en ese momento.

—A ti... —replico, en un susurro—. Por salvarme.

Su gesto —endurecido por la seriedad de nuestra charla— se suaviza al instante.

—Es tarde. Quizás debería llevarte a casa —dice, al cabo de unos segundos de silencio.

Pánico total comienza a embargarme en ese momento y no sé si quiero preguntar qué hora es. Dije que estaría de vuelta para la cena. Definitivamente, voy a meterme en problemas.

—¿Qué hora es?

—Pasan de las diez.

Suelto una palabrota que hace que el chico esboce una sonrisa divertida.

—No te burles. Van a matarme.

Iskandar entorna los ojos, en un gesto pensativo.

—¿Duermes en un segundo piso?

—En un ático —mascullo, al tiempo que me pongo de pie de la cama y rebusco por mis botas de combate.

Él parece notarlo, ya que las toma de un rincón de la estancia y me las entrega.

Te quitó los zapatos. Me susurra el subconsciente.

Se aclara la garganta y lo miro luego de calzarme los pies solo para verlo hacer una seña en mi dirección.

—No es que no me guste la idea de ver a una chica guapa usando mi ropa, pero quizás sea bueno que te quites eso. —Me miro a mí misma solo para descubrir que no llevo el abrigo que utilizaba al salir de casa. Es una sudadera de lana de color gris claro que me va grandísima.

¡¿Te quitó la ropa también?!

El rubor me sube por el rostro y aprieto los dientes, sintiéndome acalorada y avergonzada en partes iguales. Él debe notar algo en mi expresión ya que, rápidamente, añade:

—Tu abrigo estaba lleno de tierra y completamente mojado por la escarcha. Tuve que quitártelo y meterlo a lavar —explica—. Ya debe de haber salido de la secadora.

Sin darme tiempo de replicar, desaparece de la estancia. Cuando regresa, a los pocos minutos, lo hace con mi abrigo completamente limpio, seco y caliente.

Me lo entrega y me lo pongo sin decir nada, pese a que quiero agradecer el gesto.

—Tengo que irme —digo, aun sintiéndome un poco aturdida y él asiente, tranquilo.

—Te llevo a casa. —No es una petición. Tampoco es una orden, pero se siente como si no pudiese negarme a ello. Aunque quisiera, no sé dónde diablos estoy.

Nadie sabe dónde se encuentra este lugar. La Casa Knight está en algún lugar de la reserva ecológica de Kodiak, pero no es un espacio que se encuentre al alcance de todos. La ubicación exacta es un misterio para todos en la isla.

Asiento, pese a que no estoy muy conforme con ello y mascullo un débil agradecimiento cuando guía nuestro camino fuera de su habitación.


Los pasillos de la gran mansión están repletos de gente andando por todos lados. La mayoría de ellos, llevan el uniforme reglamentario de los Guardianes, pero ninguno parece particularmente interesado en mi presencia en este lugar. Es como si estuviesen acostumbrados a ver entrar y salir chicas comunes y corrientes de este lugar.

No me sorprendería si así fuera. Los Guardianes tienen fama de tontear mucho con las humanas comunes y corrientes antes de sentar cabeza y comprometerse con sus matrimonios arreglados.

De manera fugaz, me pregunto a cuántas chicas habrá traído antes Iskandar, pero no sé si quiero saber la respuesta y no sé muy bien por qué.

Antes de que salgamos a la calle, un chico de ojos almendrados y rasgos orientales nos mira de soslayo y frunce el ceño ligeramente, como si le extrañara verme aquí con Iskandar, pero solo hace un gesto con la cabeza en dirección a mi acompañante y pronuncia un educado «buenas noches» hacia mí antes de desaparecer por el corredor.

—¿Ese es Takeshi Sato? —inquiero, cuando estamos fuera de la enorme propiedad.

—Así es.

—¿Crees que le diga algo a alguien?

—No. —La respuesta escueta no me satisface y él parece notarlo, ya que, cuando salimos por la puerta trasera de la enorme casa, añade—: Está acostumbrado.

—¿A verte salir de aquí con chicas? —Pretendo sonar burlona, pero no sé por qué sueno ligeramente amarga.

Me mira de soslayo.

—A ver chicas saliendo de este lugar —masculla, al tiempo que me indica con la cabeza hacia dónde dirigirme. Nos encontramos en un enorme claro cubierto de pasto helado que luce como si acabaran de podarlo—. Todo el mundo trae chicas a este lugar esta época del año.

Quiero preguntar si él también lo hace, pero me muerdo la lengua y me trago el cuestionamiento pese a que me pica la garganta por soltarlo.

Ninguno de los dos dice nada mientras avanzamos hasta el enorme garaje del lugar. Una vez ahí, Iskandar nos hace entrar por la puerta de servicio antes de indicarme que me suba al vehículo que suele llevar a la escuela.

Una vez dentro, enciende la calefacción y la radio, y emprende el camino.

Nadie habla más cuando eso ocurre.


***


Son casi las once cuando Iskandar aparca su vehículo. Estamos cerca de casa, pero no lo suficiente como para que mi familia sea capaz de ver el coche en el que me encuentro.

—Gracias por el aventón —digo, al tiempo que me deshago del cinturón de seguridad para bajar, pero noto cómo él mismo retira el suyo para bajar del auto conmigo.

Me congelo cuando cierra la puerta dejándome dentro de la cabina, y parpadeo unas cuantas veces antes de reaccionar y bajar yo también.

—¿Qué haces? —inquiero, medio aterrada. Medio fascinada por la forma en la que su cabello se revuelve cuando una ventisca helada nos asalta.

Me mira por encima del hombro, al tiempo que me regala una mirada entornada. No me atrevo a apostar, pero creo haber visto un atisbo de sonrisa en su expresión.

—Voy a ayudarte a subir a tu habitación.

Parpadeo unas cuantas veces.

—¿Qué?

—Vamos a hacerle creer a tu familia que estuviste en casa todo este tiempo. —Se encoge de hombros—. Para que no te metas en problemas. Puedes decirles que te quedaste dormida toda la tarde.

—No van a tragarse el cuento —digo, abrazándome a mí misma por el frío que tengo.

—Es tu palabra contra la suya. —Se encoge de hombros—. Hazlos dudar de su cordura; así como me haces dudar de la mía.

Un puñado de piedras se agolpa en mi estómago.

—Mira quién habla —mascullo, al tiempo que avanzo en dirección a la colina que lleva a la parte trasera de la finca en la que vivo.

—¿Qué? —inquiere, como si no hubiese escuchado lo que acabo de decirle, pero la sonrisa en su rostro me dice todo lo contrario.

—Nada —respondo, solo porque no quiero darle el gusto de repetir lo que he dicho, y su sonrisa se ensancha.

Ninguno de los dos habla en todo el camino restante a casa y, cuando llegamos ahí, rodeamos la finca tratando de ser silenciosos.

Las luces de la sala están encendidas, así como la de la habitación de mi tío Theo y la de Enzo. Aún no se han ido a dormir, cosa que no me sorprende. Con todo y eso, a señas, le indico a Iskandar cuál es la ventana que da a mi alcoba: esa pequeña y cuadrada que pareciera estar tapiada, pero que en realidad solo está cubierta con madera —sin cerrar el acceso— para impedir que pase el frío durante el crudo invierno.

Rápidamente, Iskandar localiza los puntos de apoyo más firmes de la casa y, como si no le costara nada, empieza a trepar. Primero por los alféizares de las ventanas y luego por el tejado.

No tarda demasiado en llegar hasta mi habitación y abrir la ventana, y casi quiero preguntarle si invadir propiedades privadas es algo que les enseñan en su preparación como Guardianes.

Al cabo de unos instantes eternos, el chico regresa sobre sus pasos y me pide, en voz baja, que me apoye en el alféizar más cercano para empezar a trepar.

El Guardián me ayuda a subir cuando mi cuerpo, desprovisto de su entrenamiento extenuante, no puede lograr la elasticidad o fuerza que él tiene y, cuando me doy cuenta, estoy aferrándome a sus manos con tanta fuerza que temo estar lastimándolo.

Si le hago daño en el proceso de subir hasta el tejado que da a mi habitación, no lo hace notar. Al contrario, luce fresco y tranquilo mientras, con calma, me indica en qué lugares debo pisar para evitar derribar el techo sobre el que estamos parados.

Para cuando pongo un pie dentro de mi alcoba, estoy resollando del cansancio.

Iskandar no se adentra en la habitación. Se queda afuera de la ventana, mientras yo me estremezco del frío y enciendo el radiador.

Cuando vuelvo sobre mis pasos, él está escudriñando el interior de mi guarida desde el lugar en el que se encuentra.

—¿Nunca habías visto la habitación de una chica? —bromeo, en voz baja, al tiempo que arqueo una ceja.

—No.

Casi suelto una carcajada, pensando que bromea, pero cuando noto la seriedad con la que habla, la reprimo.

—No sé si eso es tierno o patético —trato de aligerar el ambiente, pero solo consigo una mirada irritada de su parte.

—Es decisión propia —dice, y le creo. Cualquier chica mataría por tener a un chico como Iskandar Knight dentro de su habitación, así que no creo que haya sido por falta de oportunidades.

No digo nada respecto al tema. Decido darlo por zanjado y, en lugar de continuar, pronuncio:

—Gracias por hacer esto.

Cuando vuelve a mirarme —con esos ojos azules oscurecidos—, el estómago se me revuelve.

—Gracias a ti, por la ayuda —dice, en voz baja—. Prometo mantener tu secreto.

—¿Te veo mañana en la escuela? —inquiero, cuando veo que hace ademán de marcharse.

Se detiene una fracción de segundo y me mira durante un largo momento.

—Por supuesto, Mads.

Sonrío.

—Hasta mañana, entonces —digo, en voz baja y boba.

—Hasta mañana —replica, sin dejar de mirarme a los ojos y, segundos después, desaparece de mi vista.


Me siento extraña cuando cierro la ventana para evitar que se cuele el frío. Me siento aún más rara cuando me tumbo boca arriba sobre la cama y, cuando cierro los ojos, en lo único en lo que puedo pensar, es en Iskandar. En el aroma que tengo impregnado en la piel por haber usado su ropa durante unas horas.

¿Qué estás haciendo, tonta Madeleine? Inquiero para mí misma, pero no tengo la respuesta. No todavía.

El sonido de la puerta siendo llamada me trae de vuelta a la realidad y casi suelto una palabrota cuando veo que la manija se mueve sin éxito alguno. Tengo la costumbre de cerrar mi habitación con llave desde que descubrí que la privacidad no es un derecho en esta casa y, ahora que tengo planeado mentir descaradamente, no puedo dejar de agradecer la decisión de mantenerla siempre cerrada.

Me pongo de pie y le quito el pestillo antes de abrir.

La expresión aturdida de Enzo es lo primero que me recibe.

—¿A qué hora llegaste? —inquiere, sin saludarme.

Yo, haciendo acopio de todos mis dotes histriónicos, bostezo y me froto los ojos.

—«Hola» para ti también.

Mi primo no responde. Solo me mira largo y tendido, esperando una respuesta.

—Llegué antes que tú, al parecer —suelto, fastidiada.

—No estabas en casa. —No me cree, pero ya sabía que eso pasaría—. Vine a tocar la puerta varias veces. Lydia también lo hizo.

—Estaba dormida, genio. —Trato de sonar lo más casual posible, al tiempo que ruedo los ojos al cielo—. ¿Qué es lo que quieres? ¿Necesitas algo o puedo seguir durmiendo?

Enzo no responde. Se queda quieto, observándome como si tratara de arrancarme la verdad con la mirada.

—Ten cuidado, Madeleine, de a quién le mientes en esta casa. Podría ser tu único aliado aquí —dice, al cabo de un largo y tenso momento y, entonces, se gira sobre sus talones para marcharse.

Sus palabras me dejan una sensación de desazón insidiosa y amarga, pero trato de empujarla lejos porque me rehúso a pensar en él como alguien que podría hacerme daño.

Enzo es mi mejor amigo. El chico del que he estado enamorada desde que tengo uso de razón y, pese a que sé que lo que siento jamás tendrá motivo de ser, no puedo dejar de sentirme herida ante la perspectiva de él siendo otra cosa que no sea mi cómplice. Mi confidente en todo.

Con todo y eso, no puedo evitar sentirme descolocada. Extraña ante la sensación incómoda que me provocó la forma en la que me miró.

Necesitas irte a la cama. Me digo a mí misma mientras cierro la puerta, pero, incluso cuando me meto en la cama, no puedo deshacerme de la revolución de emociones que mi interacción con mi primo me ha provocado.





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