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—Ay, Dios... —Leroy susurra a mi lado y mi cabeza se alza de inmediato.

Mi vista localiza rápidamente el motivo de la expresión de mi amigo y siento cómo un puñado de piedras se me asienta en el estómago. Aprieto la mandíbula solo porque Iskandar Knight se acerca por el corredor principal y tiene la mirada fija en un punto en específico: el lugar en el que me encuentro.

Una palabrota amenaza con abandonarme, pero la reprimo mientras, disimulada, me concentro en terminar de sacar el impermeable.

La jornada escolar ha terminado y hoy es mi día de descanso en la tienda, pero debo esperar a Enzo —que está en práctica de baloncesto— afuera del gimnasio dentro de un par de horas. Es por eso que he quedado con Leroy de ir al centro por un café para matar un poco de tiempo y esperar a que mi primo salga para ir a casa con él.

—Maddie...

—Cállate —siseo en su dirección, porque sé que estaba a punto de decirme que Iskandar Knight viene hacia acá y le dedico una mirada venenosa cuando, apresurada, cierro el casillero de un portazo y me giro, dispuesta a echarme a andar.

Es evidente que estoy huyendo, así que ni siquiera me molesto en ser discreta.

Leroy, mirándome como si hubiese perdido la cabeza, echa un vistazo en dirección al pasillo antes de avanzar detrás de mí.

—¡Maddie! —exclama—. ¿No vas a...?

—No. —Lo corto de tajo.

—Pero...

Lo hago callar con una seña, al tiempo que me enfundo en el impermeable.

Cuando salimos al estacionamiento helado de la preparatoria, casi siento el alivio recorriéndome las venas. La bocanada de aire que me abandona crea una nube cálida alrededor de mi rostro y me abrazo a mí misma porque estoy muriéndome de frío.

En otro momento, me habría puesto el abrigo —ese que olvidé en el casillero por salir corriendo— dentro de las instalaciones escolares y me habría puesto encima la chamarra para la lluvia. Ahora debo conformarme con la sudadera, la blusa de mangas largas y la ropa térmica que llevo debajo y nada más.

—¿Qué demonios pasa contigo? —Leroy dice sin aliento detrás de mí, al tiempo que disminuyo la velocidad solo porque no sé dónde ha dejado aparcado el auto de su mamá. Él rápido nos hace llegar ahí y, mientras busca las llaves dentro del bolsillo de sus vaqueros, añade—: ¡Joder! ¡Si Iskandar Knight camina directo hacia ti, lo esperas! ¡Es Iskandar, jodido, Knight!

El Oráculo enmudece.

—Y puedo presentarme como es debido, si así me lo permiten. —La voz ronca y profunda a mis espaldas hace que un escalofrío me recorra entera, y cierro los ojos con fuerza antes de girarme sobre mi eje para encararlo.

Frente a nosotros —vistiendo solo la gabardina reglamentaria de los Guardianes y el cabello apelmazado por la humedad sobre la frente—, se encuentra el chico al que he evadido todo el día. Ese por el que el Oráculo tiene una extraña fijación que no comprendo del todo.

—Iskandar Knight. —Extiende su mano en dirección a Leroy y esboza una sonrisa que me deja sin aliento durante un segundo.

Maldigo para mis adentros cuando me encuentro analizando el único hoyuelo que se dibuja en su mejilla derecha y la rectitud de su dentadura.

—Leroy Williams. —Mi amigo, embelesado, extiende su mano de regreso para saludarlo—. Ella es Madeleine Black.

—¡Leroy! —siseo, al tiempo que tiro de su chaqueta para hacerlo callar.

La sonrisa de Iskandar se torna tan genuinamente divertida que sus ojos —azules e impresionantes— se iluminan con humor.

—¿Qué tiene de malo? Solo estoy siendo cortés —Leroy susurra hacia mí y aprieto la mandíbula mientras le pido al universo que me haga desaparecer.

Iskandar se aclara la garganta.

—Lamento importunar, sobre todo con esta lluvia, pero me preguntaba, Madeleine, si podías concederme el placer de llevarte a tu trabajo. —Me saca de balance la forma en la que se expresa, como si estuviese hablando con algún diplomado o algo por el estilo.

—Hoy no trabajo —respondo, de mala gana, girándome con la intención de dar por terminada nuestra interacción.

—Entonces, ¿podría llevarte a casa?

—Estoy esperando a Enzo. Gracias.

—Puedo invitarte algo mientras esperas.

—Ya quedé con Leroy. Gracias.

—Yo no tengo problema con que te vayas con él —Leroy interviene y lo miro con cara de pocos amigos.

—Pero quiero ir contigo —sentencio, dirigiéndome enteramente hacia él.

—Madeleine... —Es el turno de Iskandar de intervenir—. Por favor, concédeme una hora. No te quito más.

Me giro para encararlo, sintiéndome turbada por la insistencia.

—Dijiste que no volverías a molestarme.

—Dije que no te molestaría en tu trabajo —puntualiza, con una sonrisa taimada en el rostro.

Una punzada de irritación se mezcla con la extraña calidez que me provoca su gesto sabiondo y juguetón.

—No quiero ser aguafiestas, pero estamos mojándonos aquí —Leroy se queja—. ¿Podrían decidir si van a salir o no? Necesito saber si voy a ir a casa o a quedarme aquí.

La vergüenza tiñe mi rostro.

—Si vienes conmigo, estarás aquí a la hora que desees —Iskandar asegura, como si eso fuese alguna clase de premio, y bufo al tiempo que ruedo los ojos al cielo.

—Por supuesto que estaré aquí a la hora que desee —mascullo, medio indignada, pero ninguno de los dos especímenes frente a mí parece notar el motivo de mi molestia.

—¿Entonces? —Leroy insiste.

—Por favor, Madeleine...

Suspiro.

—No puedo decirte de qué hablaban las cartas porque en realidad ni siquiera pude preguntar —digo, exasperada—. No sé qué era eso que no querían que supieras.

—No es acerca de eso sobre lo que quiero hablarte —dice, adoptando una postura seria—. Es otra cosa, pero necesito que me acompañes.

Leroy se acomoda la capucha del impermeable, tiritando de frío y yo me abrazo a mí misma.

La curiosidad pica en mi interior, pero dudo.

Aprieto la mandíbula.

—Prometo que no volveré a molestarte después de esto si así lo deseas. —Esta vez, la voz de Iskandar es baja y... ¿suplicante?

Me muerdo el labio inferior.

—¿Es una promesa?

—Es una promesa.

Me abrazo a mí misma.

—De acuerdo —digo, con recelo, e Iskandar asiente con una solemnidad que me descoloca.

Luego, hace una seña en dirección al lado opuesto del estacionamiento y hago un ademán de avanzar cuando, sin más, Leroy pone su mano sobre el pecho de Iskandar.

Horrorizada, miro a mi amigo —que apenas es unos centímetros más alto que yo—, quien mira a Iskandar con un gesto que jamás había visto en su rostro, pero que no estoy segura de qué significa. Creo que trata de lucir amenazador, aunque no tengo la certeza de ello.

—Ella se va contigo. Eres la última persona que la ve. Si no recibo una llamada suya antes de que termine el día, voy a exponerte en redes sociales. —La vergüenza y el pinchazo de calor que me provoca su comentario es apabullante—. Te lo advierto, Knight, tengo casi treinta mil seguidores.

Iskandar entorna los ojos y, no estoy segura, pero creo que está reprimiendo una sonrisa.

—No te preocupes. Ella se comunicará contigo cuando la deje en este mismo lugar, dentro de un par de horas.

—Una hora —sentencio.

—Una hora. —Divertido, me mira de soslayo.

Leroy parece más conforme con la situación ahora y asiente, dejando ir el pecho de Iskandar —quien le saca casi una cabeza entera.

Luego, nos echamos a andar en dirección a donde este chico ha aparcado su vehículo.

¿Qué demonios estoy haciendo?

—Por aquí —Iskandar instruye y, arrepintiéndome un poco de la decisión que acabo de tomar, lo sigo.


***


Iskandar no conduce un vehículo de última generación, pero sí uno peculiar y llamativo. Creo que es una especie de todoterreno, pero no estoy muy segura.

El interior es espacioso y cálido por el radiador que ha encendido.

Sé que me vio tiritar y por eso hizo algo al respecto. Con todo y eso, no me permito bajar la guardia y he pasado todo el tiempo poniéndole atención a todos sus movimientos.

De repente, haber aceptado a venir con él se siente como una completa estupidez.

—Si quisiera hacerte daño, ya lo habría hecho.

Sé que trata de ser tranquilizador o algo por el estilo, pero sus palabras no me alientan ni un poco. Al contrario, me ponen los vellos de punta.

—No te ayudas en lo absoluto, ¿lo sabías?

Durante un segundo, parece tomado por sorpresa y sonríe.

Maldita. Sea.

—Pretendía que eso te diera un poco de seguridad.

—Pues no lo conseguiste, campeón. Inténtalo de nuevo.

Iskandar sonríe un poco más.

El corazón se me va a salir del cuerpo.

—Eres brutal, Madeleine Black —dice, mirándome con fingido dolor, pero sin dejar de sonreír—. Me agrada.

No quiero agradecerle el cumplido; en primer lugar, porque es un Guardián y, en segundo, porque no sería muy «brutal» de mi parte mostrar algo de emoción por su juicio sobre mí.

Por eso decido que la conversación ha terminado por ahora y clavo los ojos en el camino frente a nosotros.

Las calles y las casas se han vuelto cada vez más esporádicas y empezamos a adentrarnos en la carretera que da a la reserva natural de la isla. Una de las pocas que quedan ya.

Con toda la devastación del Pandemónium y la propia mano del hombre, son pocos los lugares como este en el mundo, así que son muy preciados e intocables.

Antes era fácil hacerte de un pedazo de tierra y urbanizarlo. Ahora, deben considerarse los riesgos ambientales que cada finca representa. Si quieres tener una propiedad en un lugar como este, debes heredarlo —como ha hecho la familia Black— o debes comprobar que, más que un riesgo para el mundo, tu construcción será beneficiosa —que pondrás una granja y no explotarás los recursos naturales, sino que vas a ser autosustentable al cien por ciento y, si es posible, generarás algo para la comunidad: trabajarás las tierras y las cultivarás o algo por el estilo.

Y quizás suena como demasiado, pero no podemos darnos el lujo de perder estos preciados bosques. Estos árboles que nos proveen de oxígeno en un mundo que está contaminado en toda la extensión de la palabra: tanto terrenal como espiritualmente.

—Ten... —La voz ronca a mi lado me saca de mis cavilaciones y parpadeo unas cuantas veces, mientras vuelco la atención hacia el chico a mi lado.

Sostiene el volante con una mano y mantiene la mirada al frente mientras, con la otra, me ofrece un bulto de tela que luce pesada.

La miro unos segundos antes de fruncir el ceño y clavar la vista en él.

Es hasta ese momento que noto que se ha quitado la gabardina y está ofreciéndomela.

—No, gracias —digo, tajante.

—Estás temblando. Esto lo aliviará.

Lo observo, recelosa, y entorno los ojos en su dirección.

—¿Ahí dentro guardas todas tus armas?

Se queda un segundo en silencio, pensando muy bien sus siguientes palabras.

—La gran mayoría. Sí —dice, finalmente.

—Bien —digo, tomándola entre los dedos.

Él sabe a la perfección porqué la he tomado y yo, fingiendo que no muero por ponérmela encima —porque de verdad estoy muriendo del frío—, me la coloco luego de retirarme el impermeable.

Me sorprende cuán cálida y seca está por dentro y me quedo un segundo en el aire, maravillándome con la sensación de la tela suave.

—Te hará entrar en calor en unos minutos —Iskandar asegura.

—¿De qué está hecha? —inquiero, fascinada por el calor que emana, pese a que no es una prenda voluminosa.

—No sabría decirte a ciencia cierta —dice, y yo lo observo, solo para verlo mirarme de reojo y esbozar una sonrisa sabionda—. En esencia, es solo... tela. Pero hay magia muy compleja en ella. Angelical.

—Una herencia de Miguel Arcángel a su estirpe —musito, observando el material.

—Algo así —concuerda—. No nos permite pasar frío, tampoco calor excesivo. Es bastante práctica, si me lo preguntas.

—Con razón es lo único que utilizan, así caiga nieve —digo, más para mí que para él—. Creía que lo hacían por la pose. Ya sabes: verse rudos aguantando el frío inclemente y esas cosas.

Una carcajada ronca abandona al chico a mi lado y entorno los ojos en su dirección. Muy a mi pesar, estoy reprimiendo una sonrisa.

—¿Quién en su sano juicio haría algo como eso? —Se burla.

—¡Ustedes están dementes! ¡Pelean con demonios y esas mierdas! ¡Yo que voy a saber!

La carcajada regresa.

—Bueno, pues te lo informo —dice, mirándome con un gesto tan socarrón y atractivo al mismo tiempo, que no sé si quiero golpearlo o suspirar—: No nos aguantamos el frío. El calor tampoco.

Hago un mohín en mi lugar.

—De cualquier manera ¿A dónde vamos? ¿Planeas llevarme al bosque para asesinarme?

Él duda un segundo.

—Planeo llevarte al bosque... —La mirada fugaz que me dedica hace que un nudo se instale en mi vientre—. Pero no para asesinarte. Lo prometo.

Aprieto la mandíbula.

—Haces muchas promesas para ser un Knight —mascullo, con desconfianza.

—Y, para tu buena suerte, las cumplo todas. Ya casi llegamos.

Hago otro mohín, pero ninguno de los dos dice nada más en un largo momento.

—¿Qué les pasó a tus amigos? —inquiero, en voz baja y mirando hacia la ventana.

No sé por qué le estoy preguntando esto, si se supone que no me interesa, pero de todos modos estoy aquí, siendo una completa metida, preguntándole por sus compañeros de Élite que no han ido a clases desde el incidente con Henry.

Silencio.

—Henry fue enviado a casa. Habrá un juicio en su contra pronto —dice, sombrío y es lo único que necesito para darme cuenta de que es algo más turbio de lo que suena—. El resto está suspendido hasta nuevo aviso.

—¿Qué pasará con ellos?

Otro largo silencio.

—Es complicado. Al parecer, uno de ellos sabía lo que había hecho Henry y no se lo dijo a nadie, así que están haciendo las averiguaciones pertinentes. —Hace una pequeña pausa—. Pero, es posible que nunca más puedan llamarse a sí mismos Guardianes. Eso en el mejor de los casos.

Un escalofrío me recorre entera. Quiero preguntar a qué se refiere con «En el mejor de los casos» pero no lo hago. De hecho, no digo nada más. No sé si hay algo que se pueda decir luego de eso, así que mantengo la vista en la carretera, mientras trato de asimilar lo que acaba de contarme.


***


No sé a dónde vamos, pero estoy muy nerviosa.

La espesura del bosque es cada vez más densa, y la carretera se vuelve más solitaria conforme subimos la pendiente de la montaña.

Ya no tengo frío, pero la neblina indica que afuera está helando.

Sorprendentemente, no es eso lo que me tiene así de ansiosa. Ni siquiera es la presencia de Iskandar Knight a mi lado es lo que me perturba de esta manera. Es la densidad en el ambiente lo que lo hace. Una sensación pesada y asfixiante que solo consigue ponerme alerta.

—¿Lo percibes? —El chico a mi lado me saca de mis cavilaciones y lo miro de reojo.

—Sí —replico, entre dientes—. ¿Qué es?

—Ya lo verás.

Mi ceño se frunce ligeramente.

—Me llevas al lugar donde nace esta energía. —No es una pregunta. Lo afirmo mientras lo observo.

Asiente.

—¿Por qué?

Se moja los labios con la punta de la lengua.

—Primero déjame mostrarte eso que necesito que veas y, luego, respondo cualquier pregunta que tengas —dice, y una punzada de inquietud me embarga.

Aprieto los dientes y me abrazo a mí misma.

—De acuerdo —mascullo, porque no tengo de otra y trato de relajarme en el asiento.

Nos toma alrededor de cinco minutos más tomar una pequeña brecha en medio del bosque. A simple vista, sería imposible identificarla de no saber, exactamente, donde se encuentra. Es lo único que necesito para saber que Iskandar ha estado aquí antes. Me atrevo a decir que muchas veces.

Diez minutos después, la sensación inquietante se vuelve casi insoportable y el camino cada vez más estrecho.

Finalmente, nos detenemos frente a una antigua edificación que soy capaz de identificar de inmediato. Es la iglesia abandonada junto al faro. Esa en la que el hermano mayor de mi madre —Timotheus— falleció hace seis meses.

De inmediato, las alarmas se encienden en mi interior y me tenso por completo.

¿Por qué me trajo aquí? ¿Quiere tratar de sacarme información sobre lo que hacía mi tío? ¿Cree que yo tengo una maldita idea de lo que tramaba ese hombre loco?

Sin decir una palabra, baja del auto.

No me muevo de mi lugar. Solo lo observo abrirse paso hasta la iglesia. Acto seguido, empuja la pesada puerta y lo pierdo de vista cuando se adentra en el edificio sin siquiera echar un vistazo en mi dirección.

Una palabrota se construye en la punta de mi lengua, pero me la trago mientras, luego de pensarlo unos segundos, bajo del vehículo.

El frío, por sorpresa, no me molesta. Solo siento la nariz congelada, pero es todo.

Me arrebujo dentro de la gabardina y, de inmediato, un aroma fresco y jabonoso me llena los sentidos. Huele a perfume de hombre y lluvia, y casi me maldigo a mí misma cuando me descubro olisqueando la suave y deliciosa fragancia.

Ha dejado de llover hace rato, pero el suelo está muy mojado, por eso me muevo con precaución hasta llegar al lugar indicado.

Estoy a punto de adentrarme en el espacio abierto entre las puertas dobles de la entrada, cuando Iskandar aparece en mi campo de visión, haciéndome ahogar un grito.

—¡¿Por qué demonios no haces ruido?! —chillo, aterrorizada, y noto cómo reprime una sonrisa al tiempo que sus cejas se alzan.

—Lo lamento —dice, pero no parece lamentarlo en lo absoluto. Al contrario, parece bastante entretenido con mi reacción.

Sin decir nada, hace un gesto al interior del edificio y dudo unos segundos antes de seguirlo.

Al instante, todos los vellos de la nuca se me erizan. Hay algo erróneo en este lugar. Como si estuviese a punto de desmoronarse.

Miro hacia todos lados.

Las bancas llenas de polvo y tierra solo le dan un aspecto tétrico al ya oscurecido escenario. Los vitrales —unos rotos y unos completos— están llenos de suciedad y humedad y se siente como si en cualquier momento fuese a aparecer una criatura aterradora.

—¿Lo sientes? —inquiere, pero me tomo unos instantes más digiriendo la energía turbia que invade este lugar.

Asiento.

—¿Qué pasó aquí? —Hablo en voz baja solo porque se siente como si cualquier cosa pudiese disturbar lo que sea que se encuentra cambiando la energía en el ambiente.

—No lo sé, pero está empeorando. Y rápido —Iskandar responde y vuelco mi atención hacia él.

Tiene la vista fija en el altar, con el entrecejo fruncido y la mandíbula apretada con preocupación.

—Están mandando llamar a todos los Guardianes veteranos —dice, y el corazón me da un vuelco.

—Creí que era por la gala.

Los ojos del Guardián siguen fijos en la nada.

—No existe tal gala —dice, sombrío—. Están mandando llamar a todos y no nos están diciendo por qué.

—¿Cómo sabes que los están llamando a todos?

—Al principio no estaba seguro, pero ayer lo confirmé. —Me mira—. Incluso los Sato están en camino.

Un nudo se instala en la boca de mi estómago solo porque sé que los Sato no harían un viaje así de largo de no ser necesario. Son la segunda familia de Guardianes más importante que hay y, como tal, tienen muchas responsabilidades en su territorio.

Son una familia tan respetada y honorable como los Knight, pero no suelen abandonar sus tierras. Nunca.

—¿Estás seguro?

Iskandar esboza una sonrisa tensa.

—Esta mañana hablé con Takeshi Sato —dice y, pese a que no puedo asociar el nombre a una cara, de inmediato, sé de quién se trata: el heredero del Clan Sato—. Llegan mañana al mediodía.

—Sospechas que este lugar tiene que ver con lo que está pasando con los tuyos... —No lo estoy preguntando.

Él asiente.

—Mi padre volvió a casa hace seis meses y me prohibió venir a no ser que él lo autorizara —dice—. Me quedé con los Sato y los demás Élite hasta que mi padre nos dio la orden de venir. —Hace una pequeña pausa—. Cuando regresé, de inmediato sentí la diferencia en la energía. Fue cuestión de días para que me diera cuenta de que mi padre venía a este lugar casi todos los días.

—¿Cómo sabes que los están llamando a todos?

—Takeshi no vino con nosotros porque estaba recuperándose de una lesión, pero, al parecer, la urgencia ha sido tanta que, de todos modos, lo mandaron llamar. —Me mira—. Para los Guardianes, tu cuerpo es tu templo. Primero sanas por completo y, solo entonces, regresas a pelear. Que le hayan pedido que venga dice demasiado acerca de la situación.

Un escalofrío de terror puro me recorre la espina.

—¿Por qué me cuentas todo esto? ¿Qué tiene que ver conmigo?

La mirada de Iskandar se oscurece.

—No soy estúpido —dice y un pinchazo de nerviosismo me anuda el estómago—. Sé que haces algo más que leer las cartas. La energía de la Línea cambia cuando haces lo que sea que haces cuando las lees.

Abro la boca para decir algo, pero la cierro de inmediato.

—Sé que lo tuyo va más allá de la intuición y de la lectura del Tarot —dice, con certeza—, y necesito que me ayudes a averiguar qué, en el infierno, está pasando.

Me muerdo el interior de la mejilla, aterrorizada de lo mucho que es capaz de intuir este chico con apenas unas cuantas interacciones entre nosotros, y lo expuesta que me siento ahora mismo.

Sé que no tiene idea de qué se trata. Sé que no sabe que es el Oráculo el que susurra verdades en mis oídos; sin embargo, sabe que existe. De alguna manera, ha podido... sentirlo.

—¿Y qué gano yo ayudándote a averiguar qué ocurre? —digo, a la defensiva, al tiempo que me abrazo a mí misma.

—Puedo mantener a los Guardianes tan lejos de ti y de tu familia como me sea posible —dice—. Puedo garantizarlo en la isla entera. Ningún Guardián se meterá con ustedes. Ni siquiera los mirarán.

Aprieto la mandíbula.

—No es suficiente.

—Puedo ganarles tiempo.

—¿Tiempo? —inquiero, confundida.

—El suficiente para que salgan de aquí —dice, en voz baja, acercándose un poco más—. Escuché a mi padre decir que los Markov están moviendo sus fichas para sacarlos del país. Con todo lo que está ocurriendo, fácilmente puedo comprarles algo de tiempo para que se marchen.

—Nosotros no somos esos Black.

Iskandar arquea una ceja.

—Me bastaron veinte minutos a tu alrededor para darme cuenta de que no eres una chica común y corriente —dice, con diversión—. ¿Crees que mi padre no se dará cuenta de la sangre que corre por tu familia? Son Druidas muy poderosos.

Sacudo la cabeza en una negativa.

—Te equivocas —digo, con un hilo de voz—. Yo no soy una Black. Al menos, no del todo.

La confusión tiñe sus facciones.

—¿A qué te refieres?

Recelosa, dudo si debo o no contarle tanto sobre mí; pero, luego de unos instantes, decido que es mejor dejarlo en claro de una vez, por si eso puede ayudarme en el futuro.

—Mi madre, Theresa Black, se enamoró de un humano común y corriente. —Me señalo a mí misma—. Soy el producto de esa relación. Mi sangre no es Druida al cien por ciento.

El ceño de Iskandar está profundamente fruncido.

—¿Estás segura de ello?

Alzo el mentón.

—Completamente.

—Debes haber heredado mucho de la familia de tu madre, entonces, porque jamás me había topado con alguien como tú. Ni siquiera entre los Guardianes.

Su declaración me saca de balance unos instantes.

—Si crees que alagándome voy a acceder a ayudarte estás muy equivocado —digo, para quitarle un poco de tensión al momento y él esboza una sonrisa inevitable.

—Sé que no tienes motivos para confiar en mí —dice, al cabo de unos segundos de silencio—, pero, si aceptas a ayudarme, prometo que haré lo que esté en mis manos por mantener a tu familia a salvo.

—¿Por qué quieres hacer algo por nosotros? Somos Druidas —inquiero, con un hilo de voz.

Silencio.

—Porque... —Espera unos segundos, como si no estuviese seguro de lo siguiente que va a salir de su boca—. Porque no me parece justo que ustedes paguen por los errores de otros.

Trago duro, enmudecida por su declaración.

Ninguno de los dos dice nada más. De hecho, no hablamos en lo absoluto, ni siquiera cuando vamos de regreso al auto.

Una vez dentro del vehículo, Iskandar enciende el motor y maniobra para tomar de nuevo la brecha por la que llegamos, pero no es hasta que salimos a la carretera que digo en voz baja:

—De acuerdo. Te ayudaré. Le preguntaré a las cartas.

Él no responde de inmediato. Parece digerir lo que acabo de decirle.

—Bien. —Asiente, al tiempo que mira hacia el espejo retrovisor. La luz del sol se ha ido por completo y ahora todo luce lúgubre y tenebroso—. Gracias.

Trago varias veces, para deshacerme de la sensación de malestar que me embarga, pero no tengo éxito.

La mortificación no hace más que incrementar cuando me doy cuenta de la hora y de la cantidad de llamadas perdidas que tengo de Enzo.

Mierda...

—¿Qué pasa?

—No había visto la hora. Van a matarme.

Silencio.

—¿Necesitas que te lleve a casa?

—¡¿Perdiste la cabeza?! ¡Imagínate lo que van a pensar en casa si me ven llegando con un jodido Guardián! —digo, horrorizada y él esboza una sonrisa suave.

—Pensarán que eres audaz.

—Pensarán que soy estúpida. Yo misma creo que lo soy un poco, por estar aquí, contigo.

Esta vez, la sonrisa que esboza es lobuna y enmarca su hoyuelo.

—Puedo dejarte cerca de casa. Lo suficiente para que no tengas que caminar demasiado.

Dudo unos segundos.

—De acuerdo —digo, al cabo de un rato, pero sueno más malhumorada de lo que pretendo.

Él sonríe un poco más, pero no dice nada. Entonces, comienzo a decirle hacia dónde debe ir para llevarme a casa.





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