39
El sonido de mi respiración agitada es lo único —además del rumor incesante en mi cabeza— que soy capaz de escuchar mientras corro con todas mis fuerzas. El ardor de mis piernas es cada vez más intenso y la desesperación que me embarga cuando los pies se me entierran en el lodo fangoso en el que se ha convertido el suelo del bosque debido a la tormenta, es cada vez más atronadora.
Trato de correr más rápido, pero se siente como si cada vez avanzara con más y más lentitud. El faro parece contemplarme en la lejanía, como si se burlara de mí. Como si estuviese seguro de que no llegaré a él a tiempo y me muerdo el interior de la mejilla para no gritar.
Algo se me atraviesa en el camino y tropiezo; apoyando las rodillas y las manos sobre el suelo humedecido. Un grito se construye en mi garganta cuando me doy cuenta de que, lo que me hizo perder el equilibrio, ha sido el brazo de alguien. De un Guardián.
Siento la bilis subiendo por mi garganta, pero me la trago mientras que me incorporo, lanzando lejos la sensación de turbación y shock que me provoca, antes de echarme a andar una vez más.
No he dejado de correr, sorteando demonios y guardianes por igual. No he dejado de esquivar a toda criatura viviente que se me pone enfrente con la firme intención de llegar a mi destino.
Un demonio gigantesco se me atraviesa en el camino y, justo cuando estoy a punto de exigirle que se marche, la energía a mi alrededor se flexiona un segundo antes de que Iskandar, blandiendo su espada, se interponga entre nosotros para luchar contra él.
Mi primer impulso, es el de intentar ayudar al chico que combate con brutalidad contra la criatura aterradora; sin embargo, aprieto la mandíbula y me digo a mí misma que él estará bien. Que para eso está acompañando mis pasos y que tengo que llegar a mi destino.
No te preocupes. Susurran las voces de mi cabeza, al unísono. Él no necesita de nosotras.
No sé porqué, pero escucharles decir aquello, me llena el pecho de un alivio extraño; así que me aferro a él y me echo a correr una vez más.
El rugido del océano me hace saber lo cerca que estoy del acantilado. La estructura de concreto, que se alza cual fantasma en medio de la nada, hace que el corazón me dé un vuelco furioso cuando me detengo delante de ella.
Estoy aquí. He llegado a mi destino y los oídos me zumban. El corazón se me va a salir por la boca y las manos me tiemblan de manera incontrolable.
Me tomo un segundo para contemplar la edificación en ruinas. Las palabras de Bess retumban en lo más profundo de mi cabeza y el Oráculo pareciera que ha empezado a tararear una melodía extraña a mis oídos pero que, de alguna manera, me provoca algo de paz. De resolución.
Avanzo una vez más.
Esta vez, mis pasos son lentos. Deliberados.
El oleaje del mar es tan alto y antinatural, que sobrepasa el límite del acantilado y me moja por completo cuando me acerco a él.
El sabor a sal me llena la boca cuando otra ola gigantesca estalla contra la piedra rígida del lugar, y un relámpago lo ilumina todo, antes de que el rugido que estalla después me ponga los vellos de punta.
Allá, en el océano, soy capaz de ver cómo las olas se lanzan hasta alcanzar alturas imposibles para este lugar y, más que eso, soy capaz de sentir cómo algo ha comenzado a cambiar en el ambiente. Como algo ha empezado a revolver la energía que nos rodea.
Las voces en mi cabeza sisean, como si se sintiesen amenazadas y, justo en ese momento, otro rayo ilumina el cielo.
La energía de todo el lugar se revuelve. La oscuridad empieza a abrirse paso a través de cada poro de mi piel y, poco a poco, empiezo a sentirlo...
Algo se tensa... Y se afloja. Se estira con violencia... Y se rompe.
El Oráculo grita en mi cabeza y tengo que cerrar los ojos debido a la intensidad del chillido.
De nuevo, soy capaz de sentir cómo algo se estira en mi interior para luego romperse. En ese momento, el grito en mi interior regresa y, esta vez, me duele tanto, que tengo que llevarme ambas manos a la cabeza.
Es justo en ese instante, cuando me doy cuenta de lo que está ocurriendo.
Los hilos... Las hebras de energía que lo cubren todo se están... rompiendo. Algo los despedaza uno a uno; y, con cada movimiento violento de la energía que lo cubre todo, la oscuridad incrementa. Se vuelve abrumadora. Insoportable.
El Oráculo mismo se estremece ante el poder atronador que ha empezado a emanar desde el océano, y me quedo sin aliento durante unos instantes antes de que las voces en mi cabeza me ordenen que me mueva de aquí y suba al faro.
No me pasa desapercibido lo débiles y urgentes que suenan; como si estuviesen siendo acalladas una a una y ellas lo supieran a la perfección.
Aprieto los puños ante la realización de este hecho, pero no me muevo de donde me encuentro. No puedo hacerlo. Solo puedo clavar la vista en el océano. En ese punto en el que las olas se elevan hasta alcanzar alturas imposibles y forman figuras extrañas y aterradoras.
Un relámpago parte el cielo con tanta violencia, que podría jurar que el trueno que le sigue es más el rugido de una bestia descomunal, que producto de la madre naturaleza.
Una ola revienta en el acantilado y es tan gigantesca y poderosa, que me empapa de pies a cabeza y me empuja, como si tratase de hacerme caer hacia el abismo.
Las voces en mi cabeza no dejan de sisear y de pedirme que me mueva de aquí, pero me tomo unos instantes más asimilando el cambio abrumador en la energía que nos rodea antes de echarme a andar hacia el faro.
No me toma mucho tiempo encontrar la puerta metálica de la entrada a la torre; sin embargo, está sellada con un candado oxidado y no puedo acceder a ella tan fácilmente.
El Oráculo me ordena que me deshaga de él, y así lo hago.
Trato de localizar los hilos —flácidos y débiles— y trato de envolverlos alrededor de la placa de metal. Entonces, los tomo con cuidado antes de palpar su fuerza.
Se sienten diferentes. Como si fuesen fideos lánguidos a punto de romperse. Con todo y eso, me las arreglo para tirar de ellos.
El candado se abre tan pronto como la presión que ejerzo es suficiente, pero no es hasta que lo retiro del cerrojo con las manos temblorosas por la adrenalina que me recorre el cuerpo, que me adentro en la oscuridad de la edificación de concreto.
El polvo y la humedad me llenan las fosas nasales, y toso con fuerza mientras que, sin perder tiempo, me echo a correr hacia la escalera que lleva hasta la parte más alta del faro.
Me toma apenas unos minutos alcanzar la cima, y me toma unos segundos más llegar al punto que da hacia el acantilado.
Todos los vidrios de protección se han roto por completo, así que me es sencillo escurrirme a través de ellos para llegar a la barandilla exterior. Esa que da al balcón del faro y que se encuentra completamente al aire libre.
El salto que tengo que dar para llegar a la plataforma exterior, es de alrededor de metro y medio, y el vértigo que me provoca la posibilidad de fallar y lanzarme al vacío para morir trágicamente, me hace contemplar mis opciones durante más tiempo del que me gustaría admitir.
Aun así, trato de no pensar en los escenarios más fatalistas que se dibujan en mi cabeza cuando me tiro al vacío y caigo sobre el balcón exterior.
El alivio viene en oleadas grandes mientras que me incorporo y vuelvo a mirar hacia el mar.
En ese momento, el mundo ralentiza su marcha. El universo entero se detiene una fracción de segundo porque algo —alguien— está creando una especie de tornado a la mitad del mar. Está haciendo que las olas alcancen tamaños sobrenaturales.
El corazón me golpea con violencia contra las costillas; un sonido aterrador y profundo —diferente a cualquier cosa que haya escuchado antes— me aturde. Reverbera en toda la isla, como si tuviese vida propia e intentase llegar a todos y cada uno de los rincones de ella.
Todos los vellos del cuerpo se me erizan, el corazón me late con tanta brutalidad, que temo que pueda hacerme daño, y me quedo sin aliento ante la sensación apabullante que la oscuridad que lo envuelve todo me provoca.
Esto está mal. Muy, muy mal.
El instinto me dice que debo salir de aquí cuanto antes, pero no me muevo. No puedo hacerlo. Solo puedo contemplar, con el pulso rugiéndome detrás de las orejas, como todos los demonios que luchan en tierra gritan, aúllan y gruñen en señal de victoria.
Entonces, sucede...
Otro sonido aterrador.
Un relámpago violento.
El rugido del cielo...
Y el sonido aterrador regresa. Esta vez, es tan atronador, que me hace encogerme sobre mí misma mientras que contemplo cómo el océano se revuelve con más violencia que nunca.
Estoy aterrorizada. Horrorizada ante lo que estoy viendo y tiemblo de pies a cabeza debido al frío. Debido al pánico que me embarga.
Las voces en mi cabeza no dejan de sisear, no dejan de gruñir, como si se sintiesen amenazadas.
Un gruñido profundo y ensordecedor empieza a emerger desde lo más hondo del mar, allá en la lejanía, y todos los vellos del cuerpo se me erizan debido al terror que me invade.
Entonces, lo escucho fuerte y claro.
Ruge. El océano ruge como jamás lo había hecho y se extiende cada vez más y más.
Es en ese momento, que lo veo...
Un grito se construye en mi garganta. Las rodillas me fallan y me aferro con fuerza a la barandilla que rodea el faro mientras que observo cómo una criatura gigantesca empieza a salir del mar.
Es una especie de dragón escamoso de un tamaño descomunal. Más grande que el faro mismo. Una bestia aterradora con cuerpo de serpiente y cuernos que se alzan hasta el infinito.
Sus ojos son dos orbes oscuras y desoladoras, y el rugido que emite de su boca es ronco, profundo y me aturde por completo.
Es gigantesco. Su cuerpo parece emerger desde todas partes dentro del océano y no parece tener fin. Es una criatura sacada de la peor de las pesadillas y está aquí, en la isla, determinada a acabar con todo.
El Oráculo no deja de pronunciar su nombre, como una cantaleta incesante en lo más profundo de mi cabeza:
Leviatán. Leviatán. Leviatán.
Aprieto la mandíbula mientras permito que la resolución de este hecho se asiente en mis huesos. Es el Leviatán. La serpiente marina. El demonio mayor. El príncipe del Infierno más incontrolable de todos. Aquel que no puede ser dominado. Ese que solo le debe lealtad al mismísimo Lucifer: el único capaz de controlarlo.
La chica de mis sueños estaba equivocada. No puedo detener a un demonio como este. Jamás podré detener a esta bestia descomunal.
Todos en esta isla vamos a morir y no hay nadie en este plano que pueda evitarlo.
Lágrimas aterradas me inundan la mirada, al tiempo que doy un par de pasos lejos de la barandilla.
La respiración me falla, el pánico se arraiga en mis venas con tanta violencia, que apenas puedo mantenerme en pie. Mi mente corre a toda velocidad y en lo único en lo que puedo pensar es en que debí escapar de aquí cuando tuve oportunidad.
¡Detente! Me gritan las voces de mi cabeza, porque saben a la perfección a qué lugares oscuros están yendo mis pensamientos. ¡Detente ahora! ¡No puedes irte! ¡Tienes que detenerlo! ¡Debes ordenarle que se vaya!
Niego con la cabeza con frenesí.
—¡Esto es una locura! —digo a la nada, pero no me importa lucir como una completa lunática en estos momentos—. ¡Esa bestia no va a escucharme a esta distancia! ¡Es el Leviatán! ¡No va a escucharme de ninguna manera!
Eres Madeleine Black. Eres la criatura más poderosa del Averno. En tu sangre está la respuesta y el Leviatán te escuchará si le hablas de la manera adecuada.
Niego una vez más.
—N-No puedo... —pronuncio, sin aliento.
Sí puedes. Hazlo. ¡Ahora!
Lágrimas aterradas se me escapan, pero las limpio con el dorso de mi mano.
El terror me atenaza las entrañas con tanta fuerza, que temo que pueda vomitarme encima. Mi corazón se contrae con cada latido estruendoso que deja escapar y tengo que tomarme unos instantes para dejar que el horror me hierva dentro del cuerpo unos segundos.
El Leviatán deja escapar un gruñido estentóreo y me encojo sobre mí misma unos segundos más antes de atreverme a encararlo.
La criatura se abre paso con lentitud hacia la isla, destruyendo cualquier tipo de piedra gigantesca en su camino. Cualquier obstáculo que se le atraviese enfrente.
De su boca, escapa una llamarada de fuego; sin embargo, este no se parece en lo absoluto al que he conocido toda la vida. Es azulado y no parece apagarse cuando toca la humedad del agua.
Escucho, en la lejanía, a los Guardianes y los demonios gritar y luchar con todas sus fuerzas; y, es en ese momento, cuando me doy cuenta...
Este es el ejército del Príncipe del Infierno al que nos enfrentamos. Esta es la Legión que sigue al Leviatán y estaban aquí para abrirle el camino. Para indicarle el lugar al que debía llegar.
¡Concéntrate! Me gritan las voces de mi cabeza al unísono ¡Necesitas concentrarte, Madeleine!
Tomo un par de inspiraciones profundas, solo para calmar el temblor aterrorizado de mi cuerpo y, entonces cierro los ojos unos segundos antes de volver a encarar la escena que se desarrolla delante de mis ojos.
Cierra los ojos.
Así lo hago.
Visualiza los hilos.
Una red lánguida se dibuja con lentitud en mi pensamiento.
Localiza aquellos que rodean al demonio, pero no tires de ellos. Solo... tómalos.
Casi puedo sentir cómo las voces en mi interior empiezan a moverse a través de mi cuerpo, como si tuviesen vida propia y, entonces, siento el calor dentro de mi pecho que se extiende hasta alcanzar mis extremidades. Mis manos. Las yemas de los dedos...
Entonces, alzo las manos con lentitud y las cierro con suavidad entre las hebras suaves.
Ellos son tu canal de comunicación. Ellos te van a conectar con el demonio. Tira de ellos hasta que puedas sentir el poder del Príncipe.
Me falta el aliento, me duele la cabeza, el calor que me cubre el cuerpo es ahora tan abrumador, que siento que ardo de adentro hacia afuera mientras que estiro los hilos hasta que soy capaz de sentir la oscuridad. El poder descomunal. La imponente presencia de este demonio en el orden energético de esta isla que, ahora mismo, se siente diminuta e indefensa.
—Escúchame... —digo, en un susurro, y siento cómo, a través de los hilos, un destello de energía me recorre entera.
Abro los ojos.
El Leviatán sigue avanzando hacia la costa.
—Príncipe del Inframundo.
La bestia ni siquiera se inmuta, pero no me detengo. Vuelvo a intentarlo.
—Destructor de mares. Escúchame...
Otro disparo de energía me invade el cuerpo y, justo cuando creo que tengo que volver a intentarlo, la criatura se detiene.
El corazón me va a estallar dentro del pecho cuando la bestia gira la cabeza en dirección al faro.
Uno.
Dos.
Tres segundos pasan...
Y el Leviatán vuelve a moverse. Esta vez, en dirección al faro.
La adrenalina me invade el cuerpo a manera de disparo violento y siento como si un puñado de piedras se hubiese asentado en mi estómago cuando la criatura suelta un gruñido tan ronco y profundo, que siento cómo el suelo debajo de mis pies se cimbra ante su fuerza.
Mis dedos se aferran a los hilos de energía que sostengo y trago duro antes de decir, con toda la firmeza que puedo:
—Debes marcharte de aquí. Este no es tu lugar.
No estoy segura de que la criatura pueda escucharme, pero el destello de energía que percibo a través de las hebras me mantiene hablando.
—Regresa al lugar al que perteneces, Leviatán, Príncipe de las Tinieblas y Rey de los Océanos.
Otro rugido aterrador me aturde cuando la bestia descomunal comienza a destruir todo lo que le impide el paso hacia el faro.
El resto de la iglesia abandonada es destrozada por una llamarada de ese fuego azul que le sale de la boca y siento cómo los oídos me zumban debido al terror cuando su inmensa anatomía parece volverse más y más grande conforme se acerca.
Soy diminuta. Un insecto diminuto en una selva gigantesca. Una pequeña hoja aferrada a su raíz débil, capaz de ser arrancada hasta por el viento más suave.
—¡Detente ya! ¡Te lo ordeno! ¡Detente ahora mismo! —grito, conforme se acerca, y tenso un poco más las hebras que sostengo.
El Oráculo empieza a susurrar algo que parece un cántico. Un rumor en un idioma que no reconozco, pero que se siente familiar. Una melodía que suena arcaica, tan vieja como la tierra misma, y que me llena de una emoción poderosa e indescriptible.
El calor dentro de mí es cada vez más insoportable. Las manos me tiemblan descontroladamente y se siente como si, en cualquier momento, pudiesen estallar en llamas.
La bestia no deja de avanzar y ahora está tan cerca, que puedo sentir cómo todo dentro de mí se estremece debido al terror paralizante que me invade.
Las voces incrementan el volumen en que cantan, como si fuesen en crescendo, con cada metro que recorre el Leviatán.
—¡Detente ya! —grito, sin bajar los brazos y, entonces, estalla.
Mis manos se vuelven oscuras, como si se hubiesen teñido de la pintura más negra existente; venas rojas y luminosas, como si estuvieran hechas de lava, sobresalen de la piel ennegrecida.
Estoy quemándome de adentro hacia afuera. Ardo. Me fundo y me hago una con las voces atronadoras que ahora sostienen una nota larga, disonante y poderosa.
Entonces, ellas hablan por mí:
—Yo te lo ordeno —decimos al unísono, pero la voz que me abandona los labios no suena como mía—. Y es tu deber obedecerme.
El demonio se detiene.
Está tan cerca y es tan grande, que solo puedo ver la piel escamosa de su nariz, y bien solo necesitaría abrir la boca para devorar el faro en el que me encuentro.
La bestia abre la boca, sus inmensas fauces me hacen temblar de pies a cabeza y el hedor a azufre que emana me penetra las fosas nasales hasta llegarme al cerebro.
Se acabó. Va a lanzar una llamarada de fuego y me va a asesinar. Va a devorarme viva. Va a tragarse el faro entero y voy a morir aplastada; atrapada entre su paladar y su lengua...
Entonces, ruge.
El sonido es tan estridente, que me aturde por completo.
Me va a reventar los tímpanos. Me van a estallar los oídos.
Las voces en mi cabeza rugen de regreso y, cuando me doy cuenta, yo misma estoy gritando de regreso. Mis manos se aferran a las hebras que sostienen y tiran de ellas con violencia. Las venas enrojecidas de mis brazos se encienden cada vez más, como si estuviesen siendo iluminadas de adentro hacia afuera, y el Leviatán se remueve, como si pudiese sentir cómo estiro aquellos hilos que lo atan a mí. A todo lo que se mueve en la tierra.
Estoy ardiendo. Soy envuelta en un fuego invisible. Soy capaz de sentir cómo cada célula de mi cuerpo se funde con la energía que recorre los hilos que sostengo con todas mis fuerzas y no dejo de gritar. No dejo de emitir este sonido estridente que no parece provenir de mí, pero que pareciera necesitar escapar lejos de mi sistema.
La bestia se resiste, pero tiro con aún más fuerza que antes, de modo que puedo sentir como la energía que rebota de un lado a otro dentro de los hilos empieza a estabilizarse; como si estuviese dejando de pelear. De... resistirse.
El demonio se detiene, pero un gruñido bajo retumba en su garganta. No me atrevo a apostar, pero podría jurar que luce confundido.
—Regresa al lugar al que perteneces —decimos las voces y yo al unísono, y el Leviatán vuelve a gruñir con más intensidad; como si no estuviese de acuerdo con mi petición; sin embargo, no hace nada por continuar avanzando. Solo se queda ahí, quieto, mirándome como si intentase ver en lo más profundo de mi alma.
Tiro un poco más de las hebras que sostengo entre los dedos y la criatura inconmensurable que tengo frente a mí se acerca un poco más. Tanto, que puedo sentir su aliento caliente golpeándome en la cara.
Se aparta y nos miramos a los ojos.
Entonces, suelta otro rugido estridente; sin embargo, esta vez, suena diferente. No es amenazador. Es como si... me reconociera. Como si me respetara.
—Debes irte ya. —Le digo, con la voz enronquecida, sin apartar los ojos de él y sin soltar las hebras que aprieto entre los dedos—. No puedes estar aquí.
La criatura suelta otro sonido; similar al de una queja. Una protesta.
—No está a discusión. —Me sorprende lo resuelta que sueno—. Te lo he ordenado y debes obedecerme.
El Leviatán suelta otro rugido violento y poderoso, pero, cuando termina, empieza a retroceder.
Primero, poco a poco; pero, luego, con más determinación.
Con todo y eso, no me atrevo a dejar ir los hilos de energía. No hasta que empieza a desaparecer en el interior del mar. No hasta que puedo ver cómo desaparece su cuerpo en la inmensidad del océano.
Y, cuando desaparece por completo, aún me quedo aquí, quieta, con los ojos clavados en el punto en el que se ha marchado; esperando a que regrese a destruirlo todo.
Finalmente, me dejo caer de rodillas contra la plataforma metálica y cierro los ojos con fuerza.
Estoy temblando de pies a cabeza. El corazón me late a toda velocidad y apenas puedo respirar. Lágrimas aliviadas se me escapan de los ojos y me permito llorar unos instantes, solo porque no puedo creer que esto haya ocurrido. Solo porque no puedo creer que esté viva luego de haber estado cara a cara frente al mismísimo Leviatán.
Me limpio la cara con el dorso de la mano.
Aún estoy temblando. Aún tengo el cuerpo agarrotado y las manos teñidas de oscuridad y fuego.
Finalmente, al cabo de lo que se siente como una eternidad, me pongo de pie y, acto seguido, hago mi camino hacia la salida del faro.
Para cuando pongo un pie fuera de la edificación, me siento agotada. Tan cansada, que las piernas apenas me responden; sin embargo, me las arreglo para hacer mi camino en dirección al campo de batalla.
Muchos demonios han empezado a retirarse; como si estuviesen siguiendo las órdenes del Leviatán; sin embargo, muchos otros siguen luchando. Peleando por permanecer en este lugar que no les corresponde.
Hay guardianes y demonios por todos lados, pero ahora, la batalla pareciera estar siendo ganada por los herederos de la sangre celestial.
El alivio viene a mí en oleadas grandes cuando me percato de ello, pero no dejo de sentirme preocupada por Iskandar. No puedo dejar de pensar en los demonios aterradores contra los que estaba enfrentándose él solo.
El Oráculo no deja de susurrarme que no debo parar. Que debo seguir avanzando lejos de aquí, pero me tomo mi tiempo buscando con la mirada al Guardián de Élite que me escoltó hasta el faro.
Alguien me toma con fuerza por el brazo y mi corazón se salta un latido de la impresión; sin embargo, el alivio me llena el cuerpo cuando me encuentro de frente con el rostro de un Iskandar alarmado. Urgente.
Sus manos ásperas me acunan el rostro y me mira de arriba abajo, como si tratase de cerciorarse de que me encuentro bien.
—Estoy bien —le digo, en un susurro, al tiempo que esbozo una sonrisa suave; sin embargo, su gesto no se suaviza en lo absoluto.
Al contrario. Su mandíbula se tensa y su ceño se frunce en un gesto contrariado y urgente.
—Debes irte de aquí —dice—. Quítate la armadura Guardiana de inmediato y huye al bosque.
Sacudo la cabeza, confundida.
—¿Qué? ¿Por qué? ¿Qué está pasando?
—Te veré en el puerto al amanecer; pero, antes, debes ponerte a salvo. Huir. Refugiarte.
—Iskandar, ¿qué...?
—Mads, escúchame bien —dice, mirándome a los ojos—. Necesitar irte de aquí ahora mismo. Si no lo haces, van a matarte.
—¿De qué estás hablando? —La confusión es cada vez mayor.
—Mi padre va a mandar asesinarte si no escapas ahora mismo, Madeleine.
El terror empieza a invadirme el cuerpo por completo.
—¿Qué? —Niego con la cabeza—. Pero, ¿por qué? Se supone que tenemos un trato.
—¡Ese trato ahora mismo no vale nada para él, Madeleine! ¡¿No lo entiendes?! —Iskandar eleva el tono de su voz—. ¡No después de esta noche!
—Is...
—¡Mads, escúchame! ¡Controlaste al Leviatán! ¡Al jodido Leviatán! ¡¿Sabes quién es el único que puede controlarlo?!
Lágrimas horrorizadas se me escapan, pero sigo sin entender a dónde quiere llegar.
—L-Lucifer.
Él asiente.
—Solo el Supremo del Inframundo puede controlar al príncipe de los Océanos. Solo el mismísimo Lucifer... su sangre... es capaz de detener a una criatura como a la que acabas de mandar de regreso a su lugar de origen.
En ese momento, las piezas empiezan a embonar.
—¿S-Su sangre?
Él asiente.
—Su herencia. —Traga duro—. Su heredero...
—P-Pero yo no...
—Madeleine, mírame a los ojos —dice, con urgencia—. ¿Por qué puedes utilizar el poder de la Línea? —Silencio—. ¿Por qué puedes controlar demonios de cualquier jerarquía? —Estoy temblando de nuevo—. ¿Es tan difícil creerlo para ti? Porque, para mí, está bastante claro.
Trago duro.
—L-Lucifer es...
Él asiente.
—Lucifer es tu padre, Mads —dice, y suena horrorizado y asombrado en partes iguales—. Y, si yo pude llegar a esa conclusión, puedo asegurarte que mi padre también lo hizo. —Hace una pequeña pausa—. Debes irte ahora, antes de que sea demasiado tarde.
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