15



El sonido de la puerta siendo abierta hace que me levante de la cama, como impulsada por un resorte.

Estaba dormida, así que me siento un tanto desorientada cuando las luces se encienden, pero me las arreglo para colocarme de modo que la cama queda en medio de quien sea que haya entrado a la habitación y yo.

No sé por qué me siento tan vulnerable cuando Sylvester Knight —seguido de su séquito habitual de Guardianes— se abre paso en el espacio en el que me he instalado; pero trato de no hacérselo notar mientras parpadeo un par de veces para deshacerme de la pesadez que se ha aferrado a mis huesos.

De manera fugaz, paseo la vista por las personas que se encuentran aquí y, sin que pueda evitarlo, el corazón me da un vuelco cuando noto que Iskandar está entre ellos, inexpresivo como siempre.

—Lamento haberte despertado —dice Sylvester, pero no parece lamentarlo en lo absoluto. Acto seguido, hace una seña en dirección a uno de los Guardianes que le sigue.

El hombre —que luce más joven que Sylvester, pero que definitivamente es más grande que Iskandar— se acerca y extiende un pequeño paquete en mi dirección.

Al ver que no lo tomo, lo lanza con suavidad sobre la cama. Le echo un vistazo.

Es un Tarot de Marsella.

Alzo la vista en dirección a Sylvester.

—¿Qué se supone que es eso? —inquiero, con la voz ronca por la falta de uso, pero con un dejo despectivo en el tono.

—Una baraja de Tarot, para que empecemos a trabajar.

Esbozo una sonrisa burlona.

—No voy a usar eso —digo, tajante—. Necesito mi mazo. Además de sales de protección, velas sin aromas, un mantel morado... y hacerlo en la iglesia esa, si desea que tenga resultados favorables. —Me encojo de hombros—. O, en el peor de los casos, hacerlo en una habitación neutralizada por completo de energía.

—¿Qué hay de malo con este mazo? —Sylvester inquiere, irritado.

—No es el mío. No voy a poder interpretarlo de la misma manera.

Bufa.

—Creí que cualquier baraja era adecuada para hacer lo que sea que hacen ustedes, los adivinadores —dice, con desdén.

—En primer lugar, no soy adivina —replico—. Y, en segundo, con todo el respeto que se merece, General Knight, usted no sabe absolutamente nada acerca del Tarot, ni de lo que soy capaz de hacer con él.

Aprieta la mandíbula.

—¿Cómo diablos se supone que voy a conseguir tu Tarot? —dice, con los dientes apretados debido a la irritación.

—Su hijo debe saber cómo y dónde conseguirlo —digo, sin siquiera mirar a Iskandar—. Encárgueselo a él.

Sé que estoy implicando que Iskandar sabe más sobre mí de lo que aparenta, pero, si ha decidido ponerme a mí en el ojo del huracán, entonces soy yo la que va a ponerlo a él en un poco de aprietos ahora.

Sylvester no dice nada, solo aprieta la mandíbula.

—No juegues conmigo, niña, o si no...

—No estoy jugando con usted. —Lo corto de tajo—. Necesito mi mazo, velas, sales y un mantel morado.

Luce como si quisiera soltar una palabrota, pero no lo hace. En su lugar, mira por encima del hombro en dirección hacia Iskandar.

—Ve por el maldito mazo. —Suena severo y duro, como si estuviese diciéndole algo más entre líneas.

Iskandar no dice nada. Ni siquiera asiente. Se limita a girar sobre su eje y salir de la habitación, cual autómata.

Cuando sale de la habitación, el General Knight me encara.

—Más te vale no estar jugando conmigo.

—No estoy jugando con nadie, señor Knight —digo, calmada y serena—. Pero le recomiendo a usted que tampoco lo haga conmigo. No me ha traído por escrito eso que le pedí. No moveré un solo dedo hasta que lo haga.

El hombre aprieta la mandíbula.

—Estás tentando a tu suerte, muchachita.

—Solo estoy garantizando mi seguridad, señor.

Entorna los ojos.

—Bien. Será a tu manera por ahora —dice, al cabo de unos instantes de silencio—. Vendré más tarde con tu dichoso escrito y tu Tarot. —Suena molesto e irritado, pero trato de no inmutarme en lo absoluto, pese a que tengo un nudo en el estómago—. Alguien te traerá la cena en un rato más.

No espera a que responda nada. Solo se encamina a la salida, con los Guardianes que lo escoltan siguiéndole las espaldas.


***


Sylvester Knight no bromeaba cuando dijo que volvería más tarde con todo lo que le pedí. Debo admitir que le tomó menos tiempo del que esperaba, pero, apenas terminé la cena, entró de nuevo con su brigada —esta vez, sin su hijo presente— con todo lo que le dije que debía traerme: desde el mazo de cartas que guardo en mi habitación, hasta un documento con el sello oficial de la casa Knight y firmado de su puño y letra donde establece que, tras mi ayuda —y sin importar el resultado—, me dejará libre. También, dice que se negociará con mis primos, Lydia y Enzo, para llegar a los acuerdos necesarios que los liberen de cualquier responsabilidad por lo hecho por nuestra familia.

—Espero que esto sea suficiente —dice, con impaciencia, mientras leo el documento a detalle.

Asiento con lentitud.

—Lo es —digo, al cabo de unos segundos más y él hace un gesto en dirección a la mochila que, claramente, tomaron de mi habitación. Esa que contiene todo aquello que llevaba la última vez que salí de casa en dirección a la iglesia para inspeccionar.

—¿También con eso es suficiente?

Tomo la valija y examino el contenido. Está mi mantel morado, mi mazo viejo de cartas, unas cuantas velas y las sales que tomé del local de Madame Dupont la última vez que estuve ahí.

Asiento una vez más.

—Bien —dice—. Vámonos, entonces.

Las alarmas se encienden en mi sistema.

—¿A dónde?

—A la iglesia abandonada, por supuesto —replica él, mirándome como si fuese algo obvio.

El corazón me da un vuelco.

No quiero volver a ese lugar. No después de lo que estuvo haciendo Theodore Black ahí. No a sabiendas que, una vez que la energía es contaminada por la de un ser paranormal, esta no vuelve a ser la misma nunca. No quiero ni imaginarme cómo debe de sentirse ahora que un demonio de un rango mayor se ha hecho presente.

Aprieto los dientes.

—¿Ahora mismo? —inquiero, y no puedo evitar que la voz me tiemble.

—¿Tienes miedo?

—Sería muy estúpido de mi parte el no tenerlo —digo, con irritación.

—No parecías tenerlo hace unos días, cuando merodeabas por ahí —suelta, mordaz.

La irritación me embarga, pero me las arreglo para mirarlo con cada de pocos amigos.

—Eso era antes de saber todo lo que ha ocurrido en ese lugar —mascullo.

—No te preocupes. Habrá tres brigadas de Guardianes ahí, por cualquier cosa que llegase a ocurrir —dice, al tiempo hace un gesto de cabeza hacia uno de sus subordinados.

Este, de inmediato, toma mi mochila y se la echa al hombro, listo para llevársela.

Aprieto los dientes.

No me consuela para nada que sean necesarios tantos Guardianes para custodiar a una chica en una simple lectura de Tarot, pero no lo digo en voz alta. Me quedo callada mientras me calzo las sucias zapatillas deportivas que me quité antes de meterme en la ducha.

Al terminar, me pongo de pie y avanzo por donde se me indica.

Los pasillos grandes e iluminados de la residencia denotan opulencia. Recursos vastos. Las escaleras amplias por las que descendemos están impecables, como si no entrasen y saliesen un montón de personas por aquí todos los días.

Se nota a leguas que la construcción es gigantesca y vieja, pero que ha sido remodelada para adaptarse a las necesidades de todos los que viven aquí.

Gente con la vestimenta reglamentaria de los Guardianes camina de un lado para el otro cuando llegamos al vestíbulo, pero nadie hace más que regalarle al General Knight un asentimiento amable a manera de saludo.

—Señor, está todo listo —dice un chico que se acerca a toda velocidad hacia donde nos encontramos.

El padre de Iskandar asiente.

—Gracias, Phillip. ¿Los Élite ya están en camino a la iglesia?

El chico asiente.

—Las dos brigadas que ordenó, señor.

—Perfecto. —Sylvester suena satisfecho—. Vámonos, entonces.

Acto seguido nos encaminamos hacia la salida de la mansión.

El frío que me azota en el instante en el que abandonamos el calor de la edificación me hace castañear los dientes, pero me abrazo mí misma todo el camino hacia el todo terreno al que soy escoltada.

Una vez dentro, la calefacción hace lo suyo y vuelvo a entrar en calor. Entonces, emprendemos el camino hacia la iglesia.


***


En el instante en el que pongo un pie fuera del todo terreno, me arrepiento de haber accedido a venir a este lugar.

La noche que trataba de escapar no lo noté, pero, ahora que no estoy preocupada porque una brigada de Guardianes vaya a darme caza, soy capaz de percibir cuán turbia se encuentra la energía que emana la edificación abandonada.

No sé cómo explicarlo, o si existen las palabras adecuadas para hacerlo, pero se siente como si, en cualquier momento, algo fuese a ocurrir. Como si, de esas puertas dobles viejas y desgastadas, fuese a salir una horda de demonios carroñeros... O algo peor. Algo similar a lo que habló con mi tío Theo la otra noche.

El solo pensamiento me pone la carne de gallina e incrementa las ganas instintivas que tengo de salir corriendo.

El padre de Iskandar no luce para nada afectado por la forma en la que la energía fluctúa en este lugar y me pregunto si realmente puede sentirla o si, simplemente, está acostumbrado a este tipo de cosas.

La idea de él teniendo experiencia me reconforta, así que me aferro a ella mientras lo sigo a paso rápido hasta la entrada de la iglesia abandonada.

El corazón me late a toda velocidad, pero no sé muy bien por qué. Había venido antes. Incontables veces. Y jamás me había sentido como lo hago en estos momentos.

Las voces en mi cabeza no dejan de susurrar bajo, pero su rumor no me incomoda. No me perturba en lo absoluto. Hablan sobre cautela, cuidado y mantenerse en guardia, pero apenas puedo ponerles atención. Estoy demasiado ocupada mirando hacia todos lados, como si esperase que, en cualquier instante, algo saliera desde los más profundos rincones de la construcción.

Un Guardián muy joven se acerca a Sylvester y, luego de un saludo militar, dice:

—Los sellos de protección han sido colocados, señor.

—¿Y los demás?

—En sus puestos, señor —replica—. Solo haría falta que, los que llegaron con usted, tomen sus respectivos puestos para que el Escuadrón Élite Junior venga a tomar sus posiciones.

—Gracias, Dunne —dice el General—. Puedes ir a decirle a mi hijo que estamos aquí.

Mi pulso se salta un latido ante la mención de Iskandar, pero me las arreglo para mantenerme inexpresiva cuando el hombre gira sobre su eje para encarar a los Guardianes que han venido con nosotros.

—Ya saben qué hacer, chicos —dice el hombre, con gesto severo y voz neutra, pero firme—. Manos a la obra.

Sin decir una sola palabra, los Guardianes, como si hubiesen sido coreografiados, empiezan a moverse cada uno en una dirección diferente y, cuando lo hacen, un puñado más joven que ellos parece acercarse.

Las voces en mi cabeza desaparecen y, a pesar de que no puedo verlo, sé que ahí, dentro de ese grupo de Guardianes, se encuentra él... Iskandar.

No me pasa desapercibida la vestimenta que llevan puesta los chicos que han llegado: pantalones negros tipo militar, botas de combate, camisas de manga larga y cuello alto, y, sobre de ella, una especie de armadura metálica que, pese a que luce firme y resistente, también pareciera concederles movilidad.

Se desplazan con mayor gracia que los que se acaban de marchar y, cada uno de ellos lleva un arma que pareciera sacada de alguna especie de libro de la época medieval: arco, espada, hacha... Incluso, uno de ellos carga consigo una ballesta.

Lucen imponentes. Avasalladores. Listos para acabar con quien sea que se les ponga enfrente; y, ahí, entre todos ellos, puedo verlo.

Lleva la misma vestimenta que el resto, al igual que esa peculiar armadura, pero hay algo en él que lo hace destacar de alguna manera. Hay algo fuera de este mundo en ese chico y no logro descifrar de qué se trata.

De su espalda sobresale la empuñadura de una espada y, pese a que su gesto es sereno, hay algo peligroso en la forma en la que se mueve. Como si estuviese listo para atacar en cualquier momento.

—Necesito que estén preparados para todo. —La voz de Sylvester Knight me saca de mis cavilaciones—. Saben que la energía de este lugar está muy corrompida y no sabemos qué va a pasar cuando la agitemos con lo que sea que nuestra... invitada —me mira de reojo—, está a punto de hacer. Estén alerta y no se pongan en peligro. La prioridad es salir de aquí con vida, y sacarla a ella sana y salvo de aquí, ¿entendido?

—Sí, señor —dicen todos, a una sola voz, cual expresión militar.

Sylvester asiente, pero luce serio y severo.

—Cuídense y que los ángeles los guíen esta noche.

—Así será, por mandato divino —replican todos, como si se tratase de un mantra y, entonces, se posicionan alrededor del presbiterio de la iglesia.

El General de los Guardianes me encara.

—Estamos listos para ti, Madeleine Black —dice—. Cuando desees empezar.

Quiero replicar que no deseo hacerlo, pero me muerdo el interior de la mejilla y avanzo, a paso lento y dubitativo hacia el altar.

Trago duro, pero me obligo a sacar las sales de protección y, mientras recito un mantra Druida que mi madre solía musitar cuando me sentía alterada o asustada, trazo un círculo fino en el suelo.

De inmediato, puedo sentir cómo la energía de la iglesia se inquieta, como si intentase sacudirse lo que sea que le estoy haciendo.

Cuando termino, extiendo el mantel morado al centro y tomo las cinco únicas velas que, por pura suerte, se guardaba en la mochila. Rebusco el encendedor en todos los bolsillos y compartimientos de la valija hasta que lo encuentro y, una vez que las enciendo, tomo el Tarot.

Las voces canturrean en apreciación. Ahora más que nunca puedo entender que les encanta. No puedo culparlas. El Tarot también es una fijación para mí.

Barajeo el mazo, al tiempo que musito otra oración de protección.

El familiar calor que emanan las cartas empieza a llenarme las manos y, cuando menos me doy cuenta, casi empiezan a moverse por su cuenta entre mis dedos mientras las manipulo.

El corazón me golpea con fuerza cuando las extiendo sobre el mantel y, luego, paseo las manos por encima para tomar aquellas que se sienten cálidas al tacto. Esas que tienen algo que decir.

La tirada que echo es sencilla. Nada muy rebuscado. No creo que sea buena idea ponerme las cosas más difíciles con una tirada compleja, así que voy colocándolas con soltura en aquella forma que habla sobre el pasado, el presente, el futuro y el plano espiritual.

Las voces en mi cabeza, llegados a este punto, casi están gritándome en los oídos. Impacientes. Curiosas.

Cuando las tengo todas, coloco el resto del mazo en una esquina y volteo las primeras tres cartas al derecho para observarlas.

El corazón me da un vuelco furioso.

Hablan sobre peligro. Secretos. Revelaciones y situaciones inevitables.

Descubro otras dos cartas.

Muerte. Sangre. Decisiones difíciles.

Entonces, abro las cartas que hablan sobre el plano espiritual.

Destino. Traición. Conflicto. Poder.

Frunzo el entrecejo, con concentración.

—Esto ya me lo dijiste. Necesito más —musito, pese a que sé que, seguramente, luzco como una completa lunática—. ¿Qué está ocurriendo en este lugar?

Tomo otra carta del mazo.

Llegada.

Una más.

Fuerza.

¿Es el lugar de llegada de alguien poderoso?

—Sé más claro, por favor... —susurro, al tiempo que tomo una carta más.

En el instante en el que la pongo junto al resto, el aliento me falta.

Las voces susurran que debo decirle a los Guardianes sobre la naturaleza de este lugar. Que se trata de una puerta.

Me dicen que debo advertirles que algo muy poderoso está observando desde el otro lado...

... Y las cartas lo confirman.

Alzo la cabeza de golpe solo para encontrarme de lleno con la mirada inquisitiva de Sylvester Knight.

—Este lugar... —digo, con un hilo de voz—. N-No es una grieta.

—Eso ya lo sé. —El hombre replica, medio irritado e impaciente.

Sacudo la cabeza en una negativa, al tiempo que digo:

—Es una puerta.

Un destello de pánico atraviesa el gesto del General Knight.

Me falla la respiración, porque la energía de todo el lugar ha comenzado a distorsionarse.

—Y algo... alguien... observa desde el otro lado —apenas puedo pronunciar.

Entonces, todo explota.





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