12
No puedo moverme.
No puedo pensar con claridad.
Ni siquiera estoy segura de poder respirar como se debe.
Se siente como si tuviera los sentidos embotados; saturados por la fuerza de las emociones que experimento.
El instinto de supervivencia me grita que debo salir de este lugar cuanto antes. Que debo buscar a Enzo y abandonar la iglesia cuanto antes; sin embargo, me quedo petrificada unos instantes más.
El Oráculo no me hace más sencilla la tarea de ordenar las ideas, ya que no ha dejado de susurrar un centenar de cosas en mis oídos. Es tan escandaloso, que ni siquiera soy capaz de comprender una sola cosa de lo que dice, así que trato de lanzarlo lejos, en lo más profundo de mi cabeza, sin mucho éxito.
Cuando por fin soy capaz de conectar el cerebro con el cuerpo, decido que debo ponerme en marcha ahora mismo. Que, si mi tío llega a darse cuenta de que estoy aquí, voy a tener un problema muy grande y, lo más importante: me recuerda que debo llegar a Lydia lo más pronto posible. Debo contarle lo que acabo de presenciar para ponerla a salvo.
Deberías decírselo todo a Iskandar, para que los Guardianes la protejan. El pensamiento es descartado tan pronto como llega a mí.
No puedo hacer eso. Hablarle a Iskandar sobre lo que acaba de pasar, solo pondría el reflector —aún más— sobre nosotros. Sería confirmarle a los Guardianes que los Black, efectivamente, siguen al servicio del Supremo. Que, ni siquiera hace mucho tiempo, uno de nosotros pactó con el mismísimo Lucifer para traer a su heredero a la tierra y que casi lo consigue.
Mi madre casi lo consigue. El pensamiento me turba en demasía. Me hace cuestionarme tantas cosas, que no puedo procesarlas todas al mismo tiempo.
¿Qué clase de Druida era mi madre? ¿Qué clase de poder oculto tenía guardado que la hizo capaz de ser elegida por el mismísimo Supremo del Inframundo para traer a su hijo a la tierra? ¿De dónde viene el linaje de la familia Black, que fue la elegida, entre todas ellas que le sirven a las fuerzas oscuras, para llevar a cabo dicha tarea?...
Por eso huíamos. Pienso. Mi mamá se dio cuenta de que llevaba en su vientre al hijo del Supremo y quería ponerlo a salvo. Ocultarlo de sus hermanos.
A saber a qué clase de atrocidades habrían sido capaces de someterlo con tal de conseguir su objetivo.
Mi mamá no era una mala mujer. No la imagino estando de acuerdo con lo que sea que mis tíos planeaban hacer cuando, por fin, lograran engendrar al heredero del Inframundo; así que tiene mucho sentido para mí que haya hecho una maleta, esperado a que todo el mundo se fuera y huido con nosotros lo más lejos posible.
¿A dónde pensaba llevarnos? ¿Quién era esa mujer que fue a encontrarnos? ¿Ella sabía que mi madre llevaba consigo al hijo de Lucifer? ¿Era alguien en quien podíamos confiar?
Las preguntas se arremolinan en mi cabeza con tanta intensidad que, aunadas al escándalo que ha armado el Oráculo, me hacen doler la cabeza. Me hacen sentirme tan abrumada, que no puedo dejar de darle vueltas a lo mismo una y otra vez.
Debes irte. Me dice el subconsciente, en medio de todo lo que está pasando en mi interior, y sé que tiene razón; así que, sin esperar un segundo más, me pongo en marcha y empiezo a moverme.
Primero, con lentitud para no ser escuchada; pero, cuando estoy lo suficientemente lejos, me echo a correr en dirección al lugar por el cual entré.
El sonido de mi respiración acompaña el de mis pasos apresurados, y casi caigo de bruces cuando la oscuridad oculta un trozo de madera proveniente del marco de una puerta derrumbada y tropiezo con él.
En el calor del momento, echo un vistazo hacia atrás y, con el pensamiento de que he hecho un escándalo, me echo a correr con más fuerza que antes.
Ni siquiera me molesto en tratar de ser silenciosa cuando abandono la iglesia y empiezo a rodear la propiedad para encontrar el campanario.
Llegados a este punto, estoy casi corriendo con el corazón latiéndome a tope y un centenar de preguntas acumuladas en la cabeza.
Las palabras de la mujer —o criatura— que apareció en el pentagrama que trazó mi tío no dejan de resonar con violencia en mi memoria y el terror crepita a toda velocidad por todo mi cuerpo con cada paso que doy.
Me punza la cabeza, el sonido de mi respiración es agitado y apenas tengo tiempo de registrar el estridente grito de advertencia que lanza el Oráculo en mis oídos instantes antes de que una sombra se mueva en la oscuridad de la noche frente a mí.
Mis pies se detienen en seco cuando esto ocurre y me toma una fracción de segundo girar sobre mi eje para volver sobre mis pasos. El terror me forma una bola en la garganta y las alarmas suenan con tanta insistencia en mi interior, que corro lo más fuerte que puedo para alejarme de lo que sea que está acechando el bosque.
No soy más rápida que el movimiento que percibo entre los árboles por el rabillo del ojo y el pánico me sube por el cuerpo hasta casi asfixiarme en ese momento.
Un grito ahogado me abandona sin que pueda evitarlo y, justo cuando estoy a punto de echarme a correr en dirección a la espesura del bosque, algo —o alguien— cae con gracia y velocidad delante de mí.
Es tan rápido que no logro registrarlo de inmediato; pero, cuando lo hago, apenas me toma un nanosegundo reconocer la vestimenta de Guardián que utiliza. Me toma otro reprimir el gemido aterrorizado que amenaza con escaparse de mi garganta.
Sé que no podría escapar así lo intentara una y otra vez, pero, de todos modos, el instinto de supervivencia me hace girarme para echarme a correr en dirección contraria a la que avanzaba.
El Oráculo sisea y otro Guardián cae desde el cielo y se agazapa a pocos metros de distancia. Los pasos acercándose de uno más me hacen girar sobre mi eje y, de pronto, me encuentro rodeada por tres hombres.
Oh, mierda...
Los oídos me zumban, el corazón me va a estallar y el Oráculo no deja de gritar en mi interior. No deja de rugir y sisear en dirección a los tres guerreros que me arrinconan contra la pared de concreto de la iglesia abandonada.
Sin decir nada, pero en completa sincronía, dos de las figuras cargan hacia adelante, para impactar contra mí —o para inmovilizarme. Aún no lo sé.
El Oráculo hace un ruido extraño, profundo, ronco. Como si de un gruñido se tratase. Las manos comienzan a hormiguearme, el pecho se me llena de una sensación cálida tan abrasadora, que casi duele. Casi...
Entonces, viene el estallido de energía proveniente de la nada —o de mí. No estoy muy segura— y todo parece ocurrir en cámara lenta.
Los dos Guardianes salen expedidos lejos. El tercer hombre grita algo que no logro entender y desenfunda una larga espada antes de abalanzarse en mi dirección. El Oráculo gruñe con violencia y, acto seguido, siento cómo el hormigueo de mis manos se convierte en algo más. Algo consistente. Tangible. Como... ¿hilos?...
La espada se detiene a centímetros de mi cara. Contengo el aliento. Las voces canturrean en aprobación, y la hoja se desliza lejos de mí, pero no lo suficiente, ya que alcanza la chaqueta de invierno y la cadena de plata que siempre llevo colgada del cuello.
Durante un segundo, pienso en mi madre. En la Estrella de David; pero el pensamiento fugaz desaparece cuando los Guardianes, en completa sincronía, atacan.
En ese instante, lo siento fluir...
Ya no es un hormigueo. Tampoco es una sensación de calor en el pecho.
Estoy ardiendo.
Mis manos son fuego.
Mi caja torácica es una brasa al rojo vivo quemándome de adentro hacia afuera y las voces son nítidas. Me piden que las deje actuar. Que deje que la energía de la Línea haga lo suyo...
...Y así lo hago.
Por instinto, levanto las manos y los tres hombres se congelan en su lugar. Entonces, me tomo la libertad de mirarlos uno a uno a los ojos.
Están horrorizados. Aterrorizados porque, claramente, ellos no se han detenido por voluntad propia. Lo ha hecho el Oráculo. La Línea. Yo.
Me siento victoriosa. Triunfal... Y poderosa.
Mis manos se alzan un poco más y así, sin más, los Guardianes dejan de tocar el suelo y se elevan cerca de un metro.
El disparo de adrenalina en mi cuerpo es casi tan atronador como el rugido del corazón latiéndome con fuerza contra las costillas.
Hazlo... Me susurra el Oráculo.
Y, luego, los hombres empiezan a gritar.
Al principio no tengo idea de qué diablos está ocurriendo. No puedo conectar el cerebro con lo que veo; pero, cuando el hedor a piel quemada me llena las fosas nasales, lo entiendo.
Están ardiendo. Sin fuego palpable. Ardiendo de pies a cabeza.
Puedo notar cómo se retuercen en el aire. Como sus rostros —sus cuerpos— se deforman al compás de las llamas invisibles que los consumen a una velocidad aterradora.
El horror me llena las entrañas y me hace dudar. Hace que, pese a que el Oráculo canturrea en aprobación, me sienta asqueada. Aterrorizada de lo que es —soy— capaz de hacer.
Entonces, conmocionada, como si hubiese salido de un trance profundo, bajo los brazos.
Los cuerpos caen contra el suelo. Inmóviles.
Inertes.
No pasa mucho tiempo antes de que el peso de lo que acaba de pasar caiga sobre mis hombros con tanta fuerza, que siento cómo las lágrimas me llenan los ojos casi de inmediato. Como el temblor de mis manos llega a ser más intenso que la sensación cálida que todavía me embarga el cuerpo entero.
Me zumban los oídos. Un pitido constante se ha apoderado de mi audición y todo se siente como si no estuviese ocurriendo realmente. Como si solo fuese una espectadora horrorizada de los cuerpos a medio calcinar frente a mí. Una especie de observador que no puede inmiscuirse, pero que puede sentir en cada fibra del cuerpo la impotencia y el terror que la escena provoca.
Una vocecilla en lo más profundo de mi cabeza me dice que debo escapar. Empezar a moverme... Pero no puedo. No puedo mover un solo centímetro del cuerpo porque yo hice esto.
Yo los maté.
A los tres.
Lágrimas densas, calientes y pesadas se deslizan por mis mejillas a toda velocidad, pero no las limpio fuera de mi rostro. No hago otra cosa más que permitir que los rostros —desfigurados, con gestos torturados y dolorosos— de los Guardianes en el suelo se me claven en el subconsciente.
Muévete. Me pide la consciencia. ¡Ahora!
Y me obligo a arrastrar los pies. Primero poco a poco, con lentitud, pero luego a toda marcha. A la velocidad a la que me lo permiten mis piernas.
Me abro paso por el bosque que rodea la propiedad, sin saber muy bien dónde me encuentro o a dónde me dirijo, pero con la certeza de que debo huir cuanto antes.
Tengo la cabeza hecha una maraña inconexa de ideas y el corazón un nudo de sentimientos encontrados y miedo. Mucho, mucho miedo.
Me arden las piernas de tanto correr y los pulmones debido al aire helado que respiro, pero no me detengo. No paro mientras sorteo árboles y arbustos rogándole al cielo que vaya en la dirección correcta.
Me siento tan aturdida, que no estoy segura de haber tomado el camino que me lleva a casa. De todos modos, no dejo de moverme. Debo alejarme de ese lugar tanto como me sea posible. Debo poner cuanta distancia sea posible entre el faro, la iglesia y yo.
Asesiné a tres Guardianes. ¿Cuánto tiempo tardarán en llegar más? ¿En empezar a buscar al responsable de lo que ocurrió?...
Una plegaria silenciosa me abandona los labios cuando pienso en Enzo. Solo espero que los Guardianes no puedan encontrarlo. Que sea capaz de salir de ese lugar sin ningún problema.
Me siento culpable por dejarlo ahí, pero sé que no puedo regresar. No sin arriesgarme a que me atrapen. No después de lo que acabo de hacer.
Tropiezo y caigo sobre mi estómago.
El aire escapa de mis pulmones y me cuesta recuperar el aliento mientras me levanto del suelo; pero no me detengo a averiguar si me hice daño y me echo a correr de nuevo.
El sonido de mi respiración agitada se mezcla con el sonido de mis pasos apresurados. Siento los músculos a punto de reventar y el corazón en la garganta, pero no me detengo hasta que visualizo la familiar brecha de tierra por la que corremos Enzo y yo en las mañanas.
El alivio que siento es casi tan grande como la urgencia que siento por llegar ahí. Por tomar ese camino y apresurarme hasta la casa en la que vivo.
Soy capaz de percibir un ruido detrás de mí. Mi pulso se salta un latido. Apenas tengo oportunidad de pensar en la posibilidad de estar siendo perseguida, pero no puedo ahondar mucho en ello porque, sin más, soy derribada.
El peso de algo —o de alguien— cae sobre mí desde las alturas y me aplasta con violencia contra el suelo.
Al caer, me tuerzo la muñeca y soy capaz de sentir el espeluznante crujido del dedo meñique de la misma mano —la izquierda—. Un grito ahogado me abandona un segundo antes de que mi cabeza impacte contra la tierra y un centenar de puntos oscuros oscilan en mi campo de visión.
Voy a desmayarme, pero no dejo de luchar.
No me importa el dolor punzante que siento en el brazo. Mucho menos el calor entumecido de mis dedos. No dejo de pelear por ser liberada.
Siento algo filoso mordiéndome la piel del cuello y un pinchazo adolorido cuando sigo forcejeando.
Un gemido tembloroso se me escapa casi al instante y siento cómo me doblan el brazo derecho detrás de la espalda para inmovilizarme.
Una rodilla se coloca en mi columna y el dolor que estalla en ella me hace soltar otro ruidito involuntario.
—Sigue luchando y te rompo el brazo. —Dice la voz de alguien contra mi oído y el aliento caliente me eriza la piel de todas las maneras erróneas posibles.
—¿Lo tienes, George? —alguien inquiere en la cercanía y mi cabeza es empujada contra la tierra helada.
Las pequeñas piedras se me entierran en la mejilla y me raspan de manera incómoda.
Lágrimas nuevas —llenas de impotencia— me invaden la mirada, pero hago todo lo posible por retenerlas.
—Dame un lazo y lo amarro como si se tratase de un cerdo. —El Guardián sobre mí se burla y aprieto la mandíbula cuando escucho un par de carcajadas acercándose.
El Oráculo no deja de gruñir en lo más profundo de mi ser. No deja de pedirme que le permita hacer lo suyo una vez más, pero estoy tan aterrada por lo que es capaz de conseguir, que me niego a escucharlo.
Tiran de mi brazo inmovilizado antes de tomarme por el otro y torcerlo; de manera que tengo ambas manos en la espalda.
Un grito adolorido me abandona cuando lo hacen y el escozor de mi muñeca izquierda estalla.
—Quítale el gorro al maldito cobarde. —Una voz nueva habla y me remuevo un poco cuando el material tejido es retirado de mi cabeza.
—¡Pero mira nada más qué tenemos por aquí! —responde el Guardián que se acerca a mí y aparece en mi campo de visión. Es joven, pero no tanto como Iskandar. Tiene el cabello rubio —casi blanco—, los ojos verdes y una cicatriz que le va desde el pómulo hasta la barbilla. Esboza una sonrisa de genuina fascinación—. ¡Una chica! Esto cada vez se pone más interesante. —Hace un gesto de cabeza en dirección contraria a la que corría a toda velocidad—. Tráela. Debemos llevarla con el general Knight.
Acto seguido, soy empujada a la fuerza para empezar a moverme.
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