Capítulo XXXIV: Los acueductos de la ciudad
Dylan
Abrí los ojos, angustiado, con la sensación de haber tenido un mal sueño que ya no recordaba. Unos segundos después volví a cerrarlos. Acababa de despertar y, sin embargo, me encontraba agotado, sin ánimos de levantarme o pensar, mucho menos enfrentarme al mundo. No noté el momento exacto en el que empecé a llorar en silencio, solo la humedad corriendo por mis mejillas me alertó de que lo hacía. Deseé cerrar los ojos y nunca más abrirlos. Volví a cubrirme con el cobertor. Dormido, el mundo no era tan horrible, no se fragmentaba, los pedazos de realidad no me cortaban.
Pero mientras intentaba volver a dormir, un pensamiento irrumpió en mi mente. Me descubrí, giré y no encontré a Matt. ¿Y si me había dejado? ¿Y si decidió abandonarme de nuevo? El cansancio y la pena quedaron en segundo lugar ante el horror de haberlo perdido otra vez. La idea de que él, finalmente, se hubiera hartado y marchado, me heló la sangre. Mi mente se ofuscó, empezó a dolerme el estómago. Me levanté de un salto con la garganta apretada y, descalzo, vistiendo únicamente el pantalón del pijama, salí de la habitación para encarar la cruel realidad de que estaba solo.
Bajé las escaleras casi corriendo y me tropecé de frente con Mery.
—Señor Dylan. Buenos días, justo iba a buscarlo.
—Mery, ¿Matt se fue? —le pregunté con lágrimas retenidas que ardían en mis ojos.
—No —respondió ella extrañada—, está en la cocina, desayunando.
Alivio inmediato. Los colores regresaron, mi corazón se tranquilizó y las espinas que me retorcían el estómago aflojaron la presión. Estaba mal, lo sabía, pero no podía hacer nada para evitarlo. Necesitaba de Matt al igual que del aire.
—Señor, quería decirle que me ausentaré un par de días.
—¡Oh! ¡Claro! —exclamé intentando sobreponerme al mareo que me habían dejado el miedo y la ansiedad—. ¿Tienes algún problema?
—Mi hermana me necesita, tuvo un accidente.
La hermana de Mery vivía en otra ciudad. Sabía que aunque las separaba la distancia física, ellas eran cercanas. Mi ama de llaves acostumbraba de vez en cuando platicarme sobre ella e ir a visitarla varias veces al año.
—¿Y está bien? Quiero decir, si necesitas algo, no dudes en avisarme, Mery.
—Gracias, señor. Está delicada, pero estable. Regresaré lo más pronto que pueda. ¿Estará bien sin mí?
—No te preocupes, tómate el tiempo que desees. No te he dicho, pero he aprendido a preparar algunas cosas en la cocina. —Sonreí un poco—. Sobreviviré.
—Sé que sí, señor. Usted es muy fuerte.
Mery sonrió con calidez, me dedicó una mirada llena de empatía y cariño que me conmovió estúpidamente. Una lágrima se desbordó del llanto que a duras penas mantenía a raya. Iba de mal en peor. Agradecí que no se demorara mucho tiempo mirándome, Mery continuó hacia su habitación, me limpié el rostro y yo seguí a la cocina.
Entré y en efecto, Matt, sentado a la isla, desayunaba huevos revueltos y tostadas.
—Buenos días —lo saludé expectante de cómo reaccionaría. Todavía temía que quisiera irse y dejarme, que el te amo de la noche anterior hubiera sido un espejismo cruel.
Matt me miró. A pesar de la sonrisa que me dedicaba, imaginé cómo me veía ante sus ojos: alguien inestable, con cabellos despeinados, medio desnudo y descalzo. Me llevé las manos al pelo e intenté arreglarlo un poco.
—Buenos días, ¿cómo te encuentras? —La sonrisa afable, los ojos cálidos de miel y limón—. ¿Lograste descansar?
—Sí. Estoy bien. ¿Y tú, cómo estás? —Mi ansiedad escalaba de nuevo.
—Pasé la noche reflexionando en todo lo que me contaste. Tomé una decisión.
«Una decisión».
Otra vez el mareo. El miedo. El temor a que Matt lo hubiera pensado mejor y hubiera decidido irse. Al detallarlo, me di cuenta de que no desayunaba en pijama, vestía vaqueros y camisa. Iba a salir.
Me dejaría.
Tragué grueso. Conteniendo las lágrimas, me acerqué con cuidado hasta la isla. Las notas cítricas y amaderadas de su perfume me envolvieron como si se tratara de una mortaja.
—¿Cuál decisión? —pregunté muy bajo temiendo la respuesta.
—Te dije que quería investigar, ¿recuerdas?
Investigar.
No iba a marcharse.
Suspiré aliviado, aunque persistía la visión un poco borrosa debido a la ansiedad que sentía. Pasé saliva e intenté tranquilizarme. Era absurdo que continuara martirizándome luego de que él me confesara que me amaba.
«Matt me ama. Él es sincero, no va a dejarme».
Abrí el refrigerador sintiendo el fuerte golpeteo de mis latidos en el pecho, saqué el yogurt líquido y las frutas picadas. Cuando me senté, él ya me había servido café.
—Será peligroso —le contesté—. Esas personas son muy poderosas, son intocables. Hay políticos y policías involucrados, es mejor no hacer nada.
—No puedo dejarlo pasar, flaco. Tengo que hacer esto y averiguar la verdad.
—Entonces iré contigo —le dije decidido.
—Dylan... —Matt me miró preocupado.
—Quiero ir contigo, por favor. Mery se va de viaje, no quiero estar aquí solo... pensando. —«En suicidarme. En que algo malo puede pasarte o que terminarás por irte» quise confesarle, mas no lo dije—. Déjame acompañarte, por favor. Si estoy ocupado, la ansiedad disminuirá.
—Hay otras maneras de mantener a raya la ansiedad, Dylan.
—No. Estaré pensándote, muriéndome de los nervios, temiendo por ti. Por favor, Matt.
Él dudaba. Si no aceptaba sería un infierno las solitarias horas que pasaría esperándolo, atrapado en mi mente.
—De acuerdo —cedió por fin.
Matt detuvo el auto cerca de la estación del subterráneo en donde Marguerite murió. Uno de los policías que trabajaba en mi caso le había conseguido un mapa de los drenajes de la ciudad, así se dio cuenta de que el subterráneo y estos se conectaban en esa estación.
Esa línea del subterráneo no era muy concurrida, ya que se encontraba casi a las afueras de la ciudad. Eso y que fuera un domingo por la noche eran las razones de que no hubiera prácticamente nadie en los alrededores. Entramos y descendimos a los andenes. Luego de que el primer tren recogió a los escasos pasajeros, caminamos hasta el punto que el mapa señalaba como el acceso al acueducto.
Tenía miedo, no dejaba de pensar que aquello era una mala idea. Recordé al indigente y su enorme cuchillo, nosotros solo teníamos pistolas eléctricas y una linterna.
Seguimos las vías hasta dar con el recodo, que según el mapa, llevaba a los drenajes y donde los rieles tomaban otra dirección. Las aguas servidas discurrían por un canal central. Matt y yo caminábamos por una especie de hombrillo más alto, donde no había aguas negras, pero sí ratas y cucarachas que se espantaban con nuestros pasos.
La penumbra causada por la luz de la linterna traía consigo sombras. Era como si por segunda vez descendiera al infierno y sus demonios me dieran la bienvenida, felices de reencontrarse conmigo.
—Dylan, no te quedes atrás.
«Son solo sombras, no son reales» me dije. Aparté la mirada de las figuras fantasmagóricas que reptaban por las paredes y me apuré en alcanzarlo.
Caminamos alrededor de media hora y en todo ese tiempo luché contra el mareo que me producía la ansiedad. Evitaba mirar sobre mi hombro, o prestar demasiada atención a los ruidos que producía el chapoteo de las ratas en el drenaje y que a mí me parecían pasos de entes infernales acechando. Cada vez que una de esas sombras se me acercaba demasiado, cerraba los ojos y contaba hasta tres antes de abrirlos, entonces contemplaba aliviado que ya no estaban. Mi mente era una trampa, no estaba bien, pero al menos ahora sabía que mis temores no eran reales.
Luego de recorrer varios metros, reconocí el lugar donde me había enfrentado con el indigente, porque allí estaban las escaleras empotradas en la pared que daban a la alcantarilla de la calle.
—Es por aquí —dije—, estamos cerca.
Matt asintió, sin embargo, el acueducto no cambiaba. Calculaba que a esa altura era donde se hallaban las celdas con los niños, no obstante, las paredes de concreto estaban lisas, no había nichos, mucho menos calabozos.
—No lo entiendo. —Me detuve y miré a mi alrededor, desconcertado—. Era por aquí, estoy seguro de que era en este tramo donde estaban las jaulas.
El corazón comenzó a latirme con fuerzas, dudaba de mí y mi cordura. La oscuridad se me hizo opresiva ¿Y si era cierto, como todos decían, que no había nada ahí abajo? ¿Qué mi mente enferma lo había inventado? Giré hacia Matt, temeroso de ver en sus ojos la duda con la que me habían observado los policías que tomaron mi declaración días atrás. No quería encontrarme con una expresión decepcionada en su rostro, no lo soportaría.
—Te juro que era por aquí —me justifiqué ansioso—, O... tal vez más adelante. Sigamos.
Caminamos algunos metros más, pero todo seguía igual: un drenaje como me imaginaba que eran todos los drenajes del mundo.
Antes, muchas veces tuve miedo de la soledad, de los demonios que luego de ingresar al culto me asediaban, pero el pánico que sentía en ese momento era incomparable, porque se debía al hecho de darme cuenta de que realmente, tal y como todos creían, yo estaba loco y nada de lo que me atormentaba había sido real, ni el culto, ni Marguerite, ni los niños en las jaulas.
—Matt, no sé qué está pasando —dije con la voz quebrada por el llanto contenido—. No lo entiendo, te juro que todo era real. Había niños aquí, en calabozos empotrados en esas malditas paredes. ¡Tienes que creerme!
Iluminé su rostro con la linterna. Fue como si un mazo me golpeara al ver la duda en sus ojos. Él no me creía. Y lo peor era que no podía reprochárselo, porque también yo dudaba de mí.
Matt avanzó y me iluminó con la linterna.
—Apártate, Dylan.
Hice lo que me pidió, amedrentado por el tono severo que empleó al hablar. Él se acercó a mí con la linterna en alto y empecé a temblar sin saber muy bien porqué. Matt se detuvo frente a la pared a mis espaldas y pasó la mano por su superficie.
—Este tramo no es igual —dijo y caminó hacia el que estaba unos metros más atrás. Volvió a deslizar la mano sobre la pared—. No. Mira, aquí el concreto está desgastado. Este, en cambio, parece nuevo.
Tragué y me acerqué a su lado. Hice lo que él había hecho antes de pasar la mano por la pared y noté lo que decía. No era igual, ni el concreto, ni el frisado.
—¡Es nuevo! —exclamé sorprendido.
Matt asintió.
—Seguramente —contestó—, aquí había una de esas celdas que dices. Te apuesto que si continuamos avanzando veremos muy seguido este contraste entre la pared nueva y la pared vieja.
Sus palabras me tranquilizaron. Desde que ingresé al culto y empecé a tener alucinaciones, mi peor temor fue constatar que verdaderamente había perdido la cordura, que mi mente había colapsado y que terminaría sin saber quién era yo o que era real y que no. Saber que uno está loco es de las peores cosas que existen, porque, aunque quieres controlar tu mente y tus reacciones, no puedes. Pierdes el control de ti, la realidad deja de ser y se convierte en agua que se escurre entre las grietas de la razón.
Eso que dicen de que la felicidad está en la locura, que es un alivio estar loco y otras estupideces más, lo afirman personas que no comprenden la angustia que vive el que padece algún trastorno mental.
Estar allí en ese momento y que Matt dijera que sí había habido una jaula, pero que alguien la cubrió con concreto, era un triunfo. No estaba loco.
Él sacó una cámara y disparó algunas fotos.
—Sigamos.
—Matt. —Lo detuve. Tenía los ojos anegados en lágrimas, la voz se me quebró cuando hablé de nuevo—: Gracias.
Me abracé a su cuello llorando. Él rodeó mi cintura.
—¿Qué sucede? —preguntó angustiado—. ¡¿Por qué estás llorando?!
—Lo siento, no es mi intención llorar, pero esto... que creas en mí... es...
—Shhh, tranquilo, Dylan. Claro que creo en ti. Llegaremos al fondo de esto, ya lo verás.
Me sujetó con fuerza, la calidez de su abrazo era como un refugio luego de andar perdido en una noche fría. Matt me transmitía seguridad, paz y bienestar. No era lo mismo luchar solo que hacerlo al lado de alguien que te ama y cree en ti.
—¿Estás mejor? —preguntó él separándose un poco y mirándome a la cara—. ¿Quieres que sigamos?
Asentí y me limpié el rostro, ya más sereno.
Continuamos avanzando, pero durante el trayecto no logramos encontrar ninguna de las celdas que vi esa noche, ya no estaban, todas habían sido tapiadas. Caminamos hasta que el acueducto se volvió una catacumba medieval con olor a moho y humedad. Debíamos estar cerca de la mansión.
No me hice ilusiones de encontrar la entrada al sótano. Si ya las celdas no estaban, tampoco lo estaría ese pasaje.
Y así fue, llegamos al final del túnel, una pared recién construida lo sellaba.
—Ellos borraron sus huellas —dije apesadumbrado.
Decenas de niños seguramente fueron llevados a otro sitio, no había forma de dar con ellos o con el maldito culto. Si yo volvía me matarían, no podía infiltrarme.
—Eso parece. Llevaré las fotos con el detective Anderson, le contaré lo que encontramos aquí. No nos daremos por vencidos.
Asentí. Regresamos sobre nuestros pasos por el drenaje y luego al subterráneo. Subimos al auto rumbo a casa. No teníamos pruebas de nada, pero yo había conseguido una gran victoria sobre mi propia mente.
Era bastante contradictorio, aunque no hallamos las jaulas o alguna evidencia contundente que probara la existencia de ese culto o la red de trata de blancas, me sentía optimista y feliz.
No estaba loco, Matt creía en mí y se encontraba a mi lado, nada en el mundo podía ser mejor que eso.
Luego de entrar a nuestra casa y activar otra vez el sistema de alarma, fuimos a la cocina.
—¿Tienes hambre? —pregunté—. Tal vez podría cocinar.
Abrí el refrigerador y miré qué había que pudiera usar para preparar algo de comer. Sentí a Matt casi de inmediato detrás de mí, abrazándome por la espalda. Su cabeza buscó mi cuello y dejó un beso allí.
—Estabas melancólico más temprano —dijo sin separarse—, creí que el no haber encontrado esas jaulas te deprimiría, me alegra mucho ver que no fue así.
Me giré y coloqué los brazos alrededor de su cuello. Los ojos de Matt eran hermosos, brillaban con destellos dorados. Sonreí.
—Es un alivio saber que no estoy loco. A pesar de que no encontramos las jaulas, tú piensas que estuvieron allí. Crees en mí y eso significa mucho.
Lo besé en los labios, él respondió, apasionado. Teníamos varios días sin hacer el amor y la abstinencia comenzaba a pasar factura. Los besos fueron escalando en intensidad y yo comencé a desabotonar su camisa.
—No. —Matt me detuvo—. Vamos al dormitorio, no quisiera que alguno de los guardaespaldas nos viera.
Subimos en medio de besos y caricias, apenas si cerramos la puerta antes de abandonarnos al deseo.
Mientras él me besaba y me acariciaba, llegué a la conclusión de que solo Matt me importaba. El hombre que devoraba mi piel conocía mis más oscuros secretos, mis demonios, mis errores y aun así era capaz de estar conmigo, de quemarme con sus besos y disfrutar de los míos. Darme cuenta de eso me hizo entender lo maravilloso que era tener a alguien a mi lado que me apoyara de manera incondicional. El culto y lo que implicaba perdía importancia, el mundo también. Era feliz porque él estaba conmigo y si él se quedaba yo sería invencible.
Luego de hacer el amor, no supe en qué momento me dormí. Desperté porque tenía hambre. Al girarme, sobre la almohada a mi lado, había una nota de él.
«Flaco, tuve que salir, no tardaré».
—¿Cuál sería el motivo que lo llevó a salir de casa de nuevo? Por la ventana se colaban algunos pálidos rayos del sol, debía estar amaneciendo. Suspiré y me levanté para ducharme. Continuaba sintiéndome tranquilo, era como si tener la confianza de él fuera todo lo que necesitaba. Una persona en el mundo pensaba que no estaba loco, creía en mí y era todo lo que me bastaba.
El agua caía por mi cuerpo y yo reflexionaba sobre mi situación. La dependencia emocional y mis problemas de apego seguían rampantes. Sin embargo, mientras Timothy me hizo mucho daño y solo se aprovechó de mí, tenía la seguridad de que con Matt no pasaría igual. Él era bueno y honesto, me quería sinceramente a pesar de todo el daño que le había hecho.
Tomé la decisión de esforzarme más en sanar, tenía que convertirme en mi mejor versión. Matt había demostrado amarme con todos mis defectos y sombras, pero no era justo hacerlo sufrir por mis problemas. Debía mejorar por mí y por él, porque ambos lo merecíamos.
Salí de la ducha con ánimos renovados. Me coloqué un pantalón deportivo, una camiseta y bajé a la cocina para prepararme algo de comer.
La casa se sentía sola sin Mery, los hombres de seguridad que Matt había contratado, a menudo me parecían invisibles, nunca notaba sus presencias. Abrí el refrigerador y como era habitual, me serví yogur líquido y algunas frutas que Mery había cortado antes de irse. Sonreí al pensar en buscar recetas sencillas para preparar. Cocinar me agradaba.
Mientras comía, empecé a revisar mi teléfono, tenía varías notificaciones en Twitter sin revisar. Al entrar en la red social el alma se me cayó a los pies. Una noticia sobre Nils decía que había sido encontrado muerto en su departamento. No mencionaba la causa ni las circunstancias de la muerte, sin embargo, no hizo falta para que yo supiera cuál había sido: Ellos.
Lo habían silenciado.
Apenas un par de días antes me había llamado alertándome, pidiéndome que me cuidara porque vendrían por mí.
A mi mente vino la cena en la casa de Matt. ¿Su padre me recordó y decidió silenciarme de una buena vez? Había comenzado por Nils.
—¡Dios! ¡Dios!
Llevé mi cabello hacia atrás y nervioso le marqué a Matt. No contestó.
Temí por él. ¿Sería capaz su familia de hacerle daño si se enteraban de que él iba tras el maldito culto de mierda? Ese auto desconocido la noche anterior nos persiguió y luego nos chocó tratando de sacarnos del camino. Sí, serían capaces. Volví a marcar, una y otra y otra vez. Él no contestaba.
Si algo le pasaba a Matt sería mi culpa, jamás iba a perdonármelo.
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