El día más importante de tu vida

Así fue como llegué a donde estoy hoy. Días en los que me encargo de tareas que jamás había hecho. Días en los que el sol no da contra mi cuerpo. Estudio mucho. No le dirijo palabra a nadie a no ser que sea Katherine o Peter. Mucho menos a Amanda.

Con el paso de los días ella comenzó a usar muletas, y nuestros encuentros por el pasillo no eran más que coincidencias en los que ella no levantaba la mirada del suelo e ignoraba mi existencia. Pronto comencé a sentirme como un fantasma vagando por la vida de niños felices. Y así me siento hasta la fecha.

Mis días son solitarios, silenciosos, vacíos... Como caminar en círculos. Ya he pensado en más de una ocasión en que quizás esta no es una buena vida. Pero esta es mi única alternativa a la muerte. A pesar de lo que hice para ganar la confianza de Katherine, las cosas no han cambiado mucho y yo no realizo nada más allá de lo doméstico. Cargo a Peter a través del pasillo, su cabello rubio ha crecido en este último mes y ahora es todavía más lindo. Peter es lo único que me queda de mi mundo feliz y pacífico.

Después de tanto tiempo pasado con Peter, terminé por descubrir que el rastreador seguramente se encuentra plantado dentro del cartílago de la oreja, en la parte superior, pues mi pequeño hermano tiene una marca ahí y al tacto se siente que hay algo muy pequeño incrustado. Comprobé que yo mismo lo tengo y todos los demás. Esta información, por supuesto, ya no me sirve de nada. Pero de todas formas me parece curioso.

Salgo por medio de la puerta principal. Un puñado de niños estiran los brazos al cielo y gritan con emoción. Bajo a Peter a la hierba, lo tomo de la mano y lo ayudo a caminar. Yo tengo puesto un abrigo y una bufanda; Peter tiene incluso un gorro.

Extiendo la palma de mi mano y veo los bellos copos de nieve reposar en la misma. Mis labios esbozan una pequeña sonrisa. Le enseño los copos a mi hermano, a la vez que murmuro:

—Está es la primera nevada del año, Peter. Y la primera nevada de tu vida. Seguramente mañana podremos jugar en la nieve si me da tiempo.

Peter toca con la punta de su dedo uno de los copos de nieve, mismo que se deshace.

—Tienes la punta de la nariz bien roja.

Los niños siguen gritando y jugando, me ignoran por completo. Yo ya no los culpo, me temen. Con el paso de los días dejé de alucinar e incluso las pesadillas se volvieron mucho menos frecuentes, pero de todos modos no soy el mismo. Sencillamente, nunca lo seré. Mi comportamiento sigue siendo errático de vez en cuando, tengo arranques de ira, pero supongo que no es cosa mía. Crucé mis límites.

De todos modos, quizás pueda ser feliz si veo a Peter creer... Y luego... ¿Morir?

Escucho unos pasos detrás mío, todavía no me he apartado mucho de la puerta. Veo por sobre mi hombro y me encuentro a Amanda, con sus dos muletas todavía porque la lesión de su pierna fue mucho más grave que la de su muñeca. El pesado yeso está firmado por todos los niños, incluso los que no saben escribir y solo hacen garabatos. Su rostro permanece sombrío y no me permite mirar sus ojos. Me hago a un lado y la dejo pasar. Su cabello cae sobre sus hombros y por su espalda. A diferencia de lo que harían conmigo, los demás niños si reaccionan a ella y corren a acompañarla en su lento trayecto, le cuentan lo que harán para asegurarse de que ella pueda divertirse en la nieve también...

Hace mucho tiempo, cuando Amanda tenía seis años, y Lucas y yo teníamos ocho, recuerdo que armamos un precioso trineo con piezas rotas abandonadas en el ático. Recuerdo que nos lanzamos por una pendiente...

Y a pesar de que ese recuerdo pertenece a un invierno gélido, se siente muy cálido. De verdad. 

Llegada la noche, cuando todos se meten a sus camas, yo estoy en la habitación de Katherine, a un lado de la cuna de Peter. Le pongo la pijama. En realidad, todos los bebés de tres años y menos duermen en la misma habitación con Katherine.

—Aidan —dice ella.

Yo giro la cabeza para mirarla.

—¿Recuerdas que dije que algún día te tendría que presentar a ellos?

—Sí —acosté a Peter y le cubrí con la manta.

—Hoy es ese día —dice con total severidad.

Hago un breve silencio, y después respondo como me es costumbre:

—Entiendo.

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