capítulo 9.
Ella me besa y no hago nada para detenerla, aunque algo en mi cabeza me exige pedirle que se detenga. No obedezco a esa voz interior.
Cierro los ojos, me dejo llevar, sus manos se deslizan hasta la bragueta de mi pantalón y suelto un suspiro sin poder controlarlo.
Aunque yo diga que no me gusta seguir con esto, mi cuerpo reacciona de formas que no controlo. Y pierdo el completo control de mi cuerpo cuando Nicole se acomoda sobre mi regazo a la vez que se alza la falda hasta las caderas. Echo la cabeza hacia atrás observando aquel cabello rubio y sedoso que posee. Ella se muerde sus labios rosados y pierdo la noción del tiempo cuando baja la cremallera hasta dar con el bóxer, cuela su mano bajo la prenda y en cuestión de segundos un escalofrío me recorre el cuerpo hasta paralizarme cuando ella saca mi miembro erecto y se desliza en él.
La veo morder sus labios con fuerza reprimiendo los gemidos que desea dejar salir, aquello consigue fastidiarme porque debido a ella tengo un problema con eso de escucharla.
Acaricio sus piernas con fuerza mientras ella cabalga sobre mí y yo me limito a pensar en si es verdad que los cangrejos son inmortales. Con el tiempo me di cuenta que es la única forma que tengo para durar más de lo que podría debido a la forma loca, arrebatada y sexy que tiene Nicole de disfrutar del sexo. Es como si lo sintiera de manera más sensible cada vez y ver la forma en que lo disfruta me causa aún mayor placer a mí.
Tras unos minutos continuando con lo mismo, siento su cuerpo temblar sobre mí. Recarga su frente contra mi pecho y emito un pequeño jadeo antes de dejarnos ir al mismo tiempo. Cuando se aparta de mí, logro ver cómo su entrepierna chorrea y me controlo para no reír porque la escena me resulta graciosa.
Esas cosas no sucedían cuando era yo el que usaba el condón, pero desde que descubrió que existe el de mujeres y lo usa, varias veces suele terminar así.
– ¡Deja de reírte! –Dice y hasta ese momento me doy cuenta de que estallé en carcajadas–. Aún me cuesta un poco, pero me siento cómoda –señala y sonrío.
– Y eso está bien. Si te hace feliz, por mí, bien.
La veo perderse tras la habitación que da al baño, me limito a rodar hasta una esquina de la cama para quedar a lado de su mesita de noche. Abro el primer cajón y encuentro las toallitas que estaba buscando. En cuestión de segundos termino de limpiarme y vuelvo a ubicar cada cosa en su lugar. Ella sale solo poco después, su conjunto otra vez está completo e impecable.
Juntos limpiamos la habitación lo más posible y sacamos algunos cuadernos antes de tirarlos sobre la cama. Nicole abre la ventana, según ella para que desaparezca el “olor a sexo”, si existe, claro. Sonrío, pero evito comentar lo idiota que suena aquello.
Mi relación con Nicole es buena. Somos amigos. La quiero. No sé si más de lo que debería, pero me da miedo la simple idea de pensarlo. E igual, decido que es momento de decirlo porque a veces es necesario hablar, a veces es necesario cerrar los ojos y tirarte al vacío aunque te dé miedo porque solo así sabrás cuánto duele la caída o si el vacío es eso: un vacío en el que vas a caer, caer, caer, sin fin.
– Nicole –la llamo, pero no me siento capaz de verla.
– Cuéntame, ¿Sucede algo? –Indaga con cierto tono de preocupación.
– Sí, de hecho –respondo y la observo–. Pasa que ya no quiero que sigamos haciendo esto –confieso y ella emite un sonido que parece “ou”, pero no dice nada más.
Me da miedo haber jodido algo así que me limito a observarla. No puedo evitar pensar en qué haría papá si estuviera en mi situación. No, papá jamás se habría dejado enredar en esta situación. Era tan bueno, amable, empático, sensible y original. Papá valoraba mucho la originalidad, quería que todos sus hijos fueran únicos y no solo unas copias impuestas por la sociedad para poder ser aceptados.
– ¿Te enamoraste? –Su pregunta me toma por sorpresa y la observo–. ¡No me mires como si estuviera loca! –Me reprocha y sonrío.
– ¡Es que lo estás! Es más, ¡Loquísima! –Admito y ambos soltamos una suave risa– No, claro que no me gusta nadie. Sabes que no me siento cómodo con esa idea, pero te diré si aquello cambia. Solo, –hago una pausa– solo ya no me siento cómodo con esto. No, no sabría explicarte las razones. Lo siento.
– No te disculpes, está bien –me tranquiliza y suelto un suspiro–. Eres más que un chico guapo con el que tengo sexo. Jandry, eres mi amigo, te cuento todo lo que pasa en mi vida y espero que tú me puedas tener confianza –la verdad no completa, pero sí bastante–. No me importa de qué manera, pero me importas y te quiero en mis días –sonríe.
Lo mentalizo un segundo. Sí somos amigos. Sí soy importante para ella. Sonrío. Siempre tuve la teoría de que me tomaba como juguete sexual, pero escucharla decir aquello me tranquiliza, me llena de paz y me pone feliz.
«¿Quién es el inocente ahora?» pienso, pero me deshago de ese pensamiento automáticamente. Yo confío en Nicole.
– Eres una cursi –me quejo y ella ríe.
– Tú también, solo que más reservado –resoplo como respuesta y ella remueve mi cabello–. Hazme caso, lo eres. Solo falta que llegue alguien que toque esa parte sensible y dulce de ti, entonces no tendrás remedio.
– Qué dios, el universo, los astros o quien nos controle, no te escuche –pido y ella vuelve la mirada a sus libros.
– No comprendo este ejercicio –me indica y observo por encima antes de mirarla con curiosidad.
– Es un tema que te expliqué ya hace mucho, Nicole. Se supone que eres mayor, yo no debería explicarte tus clases –le recuerdo.
– Te quejas por todo –indica y asiento restándole importancia.
Un frío se cuela por la ventana abierta y clavo la mirada en el paisaje exterior, da una vista perfecta a la casa de a lado y el cielo opaco de otoño. Ese cielo gris que hace contraste con las hojas entre verdes y naranjas que se desprenden de los árboles debido a las fuertes corrientes de aire.
– Es que soy amargado, como los viejitos –me limito a responder.
Ella me da la razón y vuelve a hundir la cabeza en sus apuntes. Yo, por mí parte, me recuesto sobre la cama y observo el techo blanco, pulcro. No tiene ni una sola pegatina. Nada. Pero igual sonrío. No por lo que veo, si no por lo que viene a mi mente.
Su sonrisa de hoyuelos, sus chistes malos y sus comparaciones tontas. Su inoportuna presencia en mi vida, su bonita risa y su escandalosa forma de ser. Aquella obvia falta de autoestima y ese anhelo que se le ve en los ojos, en las palabras, en las acciones, de vivir y comerse el mundo.
Y ahí, recostado una tarde de otoño, sin querer evitarlo, pienso en Amanda.
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