capítulo 24.

– ¿Así que serpientes con moquillo? –Es lo primero que dice al verme.

Enarco una ceja y detengo mi paso en medio del pasillo. Noviembre comenzó y el ambiente es una mezcla entre frío y húmedo, nadie lo ignora pues la mayoría de estudiantes andan estrenando sus accesorios de invierno.

– ¿Disculpa? –Pregunto, observándola.

– ¿No te acuerdas? –Parece recriminarme y niego.

– No tengo idea de qué hablas, no hablo loco –es lo único que respondo.

Doy media vuelta y decido avanzar a mi salón. La cabeza me duele por no dormir bien, tengo frío y me siento cansado. Amo a Amanda, pero no estoy listo para juegos de adivinanzas.

– Ayer lo parecía –dice y vuelve a ganar mi atención–. Perdón, no debí hacerte desvelar –niego.

– Me gustó mucho hablar contigo, de verdad.

Ella sonríe y se acerca a mí. Le acaricio la cabeza con cariño y avanzamos despacio hacia su salón. Luce bonita aunque algo más delgada, seguro es por el frío.

– ¿De qué hablé ayer? –Indago.

– De que existe una discriminación entre las letras "c", "s" y "z" –responde.

– ¿Qué? –Río y ella copia mi acción.

– Eso mismo dije yo –quiero golpearme por ser tan idiota al hablar–. Me diste muchos argumentos a favor, hasta te creí. Luego me dijiste que si a las serpientes no les dará moquillo –suelta una carcajada y, aunque me le uno, muero de vergüenza–. Y casi te echas a llorar, pero te enojaste.

– Joder –cubro mi rostro con mis manos y siento mis mejillas arder.

De pronto los ojos dejan de arderme y los párpados de pesarme. Me río con toda la pena del mundo y el momento me resulta más acogedor de lo normal. Me siento bien. Con Amanda siempre es confuso cómo debo sentirme, pero sentirme bien a su lado es como el premio máximo.

Lamentablemente, el momento no nos dura porque su celular suena. Lo saca cuando llegamos al lugar indicado. La observo mientras algunos chicos entran sin prestarnos mucha atención. Los que ya se encuentran dentro parecen más concentrados que los demás. Relamo mis labios cuando la veo sonreír.

No necesito que diga nada para saber de quién se trata. Me niego a sentirme mal por verla feliz. ¿Qué clase de persona dice amar a otra y no es capaz de ser feliz con su felicidad? No. Yo quiero feliz a Amanda, sea conmigo o sin mí.

Sonrío cuando la veo volver a guardar el celular y me observa con los ojos brillantes. Qué linda se ve así. Feliz e ilusionada. Quizá es lo mejor. Quizá el mundo entero sabe que yo no sería capaz de hacerla sentir como lo merece y eso está bien. Algunas cosas son oportunidades y no solo fracasos.

– Me alegra verte feliz –admito.

Mi último pensamiento de la madrugada vuelve a mí: ella me querrá. Claro que me querrá, pero a su ritmo y su tiempo. Puedo esperar. Al menos unos días.

– Gracias –su sonrisa se expande y me fijo en sus hoyuelos.

– Cuídate, ¿Sí?

Sin esperar a que responda, doy vuelta y me marcho. No deseo escucharla. Algo en ella me molesta hoy. Quizá saber que estuvo conmigo toda la madrugada, que me celó aunque no lo haya aceptado y que no me dejó. Quizá que me hace sentir importante y especial en su vida solo para después aniquilar mis emociones y esperanzas.

Pero está bien, ella está siendo amable, ¿No? No tiene la culpa de que mi corazón inestable lo confunda todo con cariño. Está bien.

Me sigo repitiendo eso cuando ingreso al salón y logro cazar algunas miradas.

– Luces horrible –menciona Gonzalo y le indico que se calle con un ademán–. No. De verdad, luces horrible ¿A qué hora dormiste?

Suspiro, cerrando los ojos. La cabeza vuelve a dolerme y me jode saber que seguro sí me veo del asco. No me ayuda a mí autoestima pensar que tengo bolsas negras en los ojos.

– Estás al tanto –le recuerdo para que tenga una idea de qué hablo.

– Lamento eso –es todo lo que dice.

Sabe que estos meses son difíciles. Sabe que papá es lo primero que llega a mi mente al despertar y lo último que tengo retenido aún en la memoria cuando finaliza el día. Quizá incluso sueño con él. Es normal. Me pasa cada cierto tiempo. Ya ni recuerdo qué dijo el psicólogo sobre esto y no me importa, la verdad. Estoy tratando de no pensar en nada.

Perdí mi charla larga y necesaria con papá. La cambié por una humillante conversación de la que no recuerdo y que, aunque le causa gracia, no parece importarle a Amanda. Ella no lo nota porque quizá para ella es normal, pero para mí es muy delicado el haberme dormido en una llamada. El simple hecho de haberle respondido cuando estaba con papá significa un esfuerzo enorme. Y aún así, es nada.

– ¡Hola! –Saluda una chica a la que no conozco de nada.

Mi primera reacción es ponerme a la defensiva. No respondo. Solo la observo.

– Jandry, ¿Cierto?

La observo mejor. El cabello castaño. Los ojos grises. Las pecas pequeñas en su nariz y los labios finos. Sigo sin querer responder cuando Gonzalo me proporciona un golpe en el brazo. Me quejo por lo bajo y gruño antes de sonreír como si me encantara conocer gente nueva cada día.

– Sí, ¿Y tú?

– Emily –se presenta y asiento.

– Un placer –respondo.

– Igual –sonríe–. ¿Te parece si hoy pasamos el receso juntos?

– Claro.

Su sonrisa se expande. Y me gusta aquel gesto. Me gusta su sonrisa. Me recuerda a la de Maximiliano, aquella sonrisa que transmite seguridad y paz. Nunca me he fijado si Amanda tiene la misma sonrisa. Nunca me he detenido a apreciar qué me causa verla sonreír. Alegría. Felicidad. Satisfacción. Pero, ¿Calma?

Es más, ¿Qué refleja mi propia sonrisa?
Veo a Emily regresar a su asiento y Gonzalo suelta una risa llena de emoción.

– ¡Muy bien! Es una cita –señala con entusiasmo.

– Paso los recesos contigo y no es un cita –le recuerdo y él suspira.

– Eres un aburrido.

– Amargado –le corrijo y sonrío.

El profesor entra hablando en su inglés fluido. Hace un chiste sobre haberse equivocado de salón y el ambiente se llena de risas americanas con el mejor tono. Todos tienen risa de que nadan en dinero y, la verdad, la mayoría sí tiene para sostenerse.

Las horas pasan conmigo recostado sobre mi pupitre. Observo a Gonzalo seguir con sus clases normales. Prestar atención y apuntar algunas cosas cada tanto. Yo me siento completo y satisfecho con escuchar y fingir que puedo entender solo después.

La verdad, la mayor parte del tiempo no entiendo nada ni aunque me expliquen.

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