capítulo 22.
El tiempo vuela cuando te diviertes. Eso escuché una vez en una serie infantil sobre superhéroes. Hoy le doy la razón. La semana se pasó demasiado rápido y no pude notar cuando, de pronto, habían transcurrido ocho días. Es lunes, otra vez.
Las casas están adornadas en su totalidad por enormes calabazas, esqueletos, fantasmas, luces y telas de araña falsas. Por suerte las arañas son igual de falsas porque me dan un miedo horrible.
Amanda llega puntual a la zona de encuentro que agendamos en un grupo de WhatsApp. Le sonrió al igual que los demás y juntos subimos al carro donde Augusto espera. Tomo asiento como copiloto y me entretengo observando la neblina translúcida que va perdiendo presencia con cada hora que pasa. El ambiente es un poquito más frío cada vez aunque en las tardes vuelve a ser templado, el sol ha desaparecido casi por completo esta semana.
Observo por la ventana el movimiento de las hojas danzantes que se quitan del camino cuando las llantas recorren la calle. Las casas pasan de forma rápida y solo puedo admirar lo bonito que luce todo cubierto de naranja. Hay niños que ya están preparando sus disfraces y, aunque todos decidimos saltarnos la clase de hoy, sé que en los salones seguro también todos están organizando lindos detalles.
El coche frena cuando llegamos al local establecido. Sus vidrios están cubiertos de tela blanca y fina con unas cuantas arañas de plástico. Bajamos y el frío nos envuelve un poco. Sonrío sin apartar la mirada del esqueleto que está pegado en una pared. Hay pequeñas calabazas colgadas en la parte de adentro y una enorme fuera junto a un cartel de bruja en que se lee el mensaje, traducido al español, "Que tengan un tenebroso día".
– Me llama cuando desee que los recoja, niño Williams –me pide Augusto y sonrío.
– Claro, Agus, gracias
Cierro la puerta detrás de mí y los cinco ingresamos al lugar. Dentro todo tiene un diseño rústico, los asientos y mesas son madera tallada. Las paredes están pintadas de naranja, rojo y amarillo como las hojas de los árboles, en una pared están colgadas las máscaras del Joker, el muñeco de Saw, Jason y un payaso que no consigo identificar. Las luces son cálidas y le da al lugar un aspecto completamente hogareño y maximalista.
Tomamos asiento rodeando una de las mesas nada uniformes. No es redonda, es como abstracta. Y aquel pensamiento me hace desviar la vista hacia Amanda. Ella es abstracta como la mesa en la que nos encontramos. Así, colorida, rara y fuera de lo común, pero no por eso menos bonita. Es como una belleza única.
Me quedo viendo a Amanda un rato más, no puedo evitar sonreír al imaginarla como una mesa. O pensar qué me diría si supiera que la estoy comparando con un objeto raro. «¿Me estás diciendo pinocho, Williams, o por qué me comparas con algo de madera?»
Río para mis adentros al pensar en aquella frase saliendo de sus labios, pero cualquier emoción se borra de mí cuando notó que ella tiene la mirada fija en la pantalla de su celular. Seguro habla con aquella chica que le gusta. Pensar en eso me cierra la garganta y crea una sensación urgente de salir y llorar. No lo entiendo. Cómo es posible que ella esté en otra cosa justo ahora.
Comprendo, la comprendo, está hablando con la chica que le gusta y eso está bien, pero no siento que sea justo que me deje de lado. Soy su amigo, eso dijo ella. Quizás no me quiere más allá de lo que debe y eso está bien, pero ¿No merezco también cinco minutos de su valiosa atención?
Suspiro con pesadez y niego. Me siento irritado, confundido y triste. Carajo.
Desvío la mirada hasta conectar con la de Gonzalo. David se encuentra a su lado, le sigue Oswaldo y finalmente Amanda, a lado de la que me encuentro yo. Observo la mesa y sus colores tratando de no enfocar toda mi energía mental en la chica que tengo a lado. Noto que David y Oswaldo comienzan a susurrarse cosas en inglés, no me tomo el tiempo de intentar saber qué dicen, aunque una que otra frase logro cazar y se resume en: qué raros están.
El mesero llega con unas cartillas. Nos entrega tres y comenzamos a observarlas entre todos. No sé en qué momento Amanda abandona su celular, pero de pronto se encuentra a mi lado, muy cerca de mí, tan cerca que puedo escuchar su respiración pausada y siento mi piel erizarse.
Parece observar la cartilla con determinación y a mí se me olvida cómo respirar. Qué digo. Qué hago. Quiero ignorarla, a ella y al dolor que lleva a cuestas esto que estoy sintiendo. Esto que se crea cada vez que me toca, pero no lo consigo. Es como si por cada momento en que trato de enfocar mi mente en otra cosa, Amanda me regresara a la realidad. Como un ancla que me mantiene eternamente conectado a la realidad y me impide alzar la vista.
– Oreo –informa Gonzalo y alzo la mirada hacia él–. ¿Tú qué quieres?
Lo observo en silencio. Amanda apoya su brazo sobre mi hombro para leer mejor la extensa variedad de malteadas que hay y siento mi respiración acelerarse. Si solo ella tuviera la capacidad de notar lo que me causa. Quiero decir algo gracioso o alejarla de alguna forma, pero mi cabeza está en blanco, los nervios me paralizan aunque sé que no se me nota. Es que igual no sé qué decir. ¿Y si digo algo y se aleja? Quiero que se aleje, pero no que se vaya o que le ponga incómodo algo. Yo solo quiero lo mejor para ella y temo decir alguna cosa que ponga en tela de juicio mis intenciones.
– Hey, Amanda –la llama Gonzalo–. Toma la mía, escoge –desliza su cartilla despacio hacia ella y sonríe.
Amanda se aleja de mí, le agradece y comienza a susurrar los nombres de los batidos. Le sonrío a Gonzalo y este me da una palmada en el hombro. Expulso el aire que estaba conteniendo y me enfoco en la variedad a escoger. O al menos lo intento porque, la verdad, mi mente se encuentra en todas partes menos en mi cabeza.
– Coco –informa, al fin, Oswaldo–. ¿Qué opinas, Amanda? ¿Coco?
Los cuatro pares de ojos se detienen en ella y responde con un carraspeo incómodo.
– No sé, la verdad. Soy alérgica al coco –menciona y Oswaldo lo da por válido.
– Yo quiero chocolate –informa David.
– Yo también –se apresura a comentar Amanda y entonces me observan a mí.
Tengo el estómago hecho un puño y, la verdad, no deseo consumir nada. De pronto y sin mí consentimiento mis emociones bajan y no se qué me sucede.
– No sé, cualquiera –confieso y Gonzalo no luce feliz con mi respuesta.
De hecho, si estudio a detalle sus expresiones, nadie luce feliz con mi respuesta.
Me da igual y la sostengo. Finalmente, Gonzalo opta por pedirme una malteada de oreo igual que la de él. Cuando el camarero toma nuestro pedido y retira las cartillas antes de retirarse, el ambiente se sume en un silencio bastante tenso. Todos nos observamos entre nosotros. No sé qué decir y tampoco qué hacer. El celular de Amanda suena cada tanto indicando notificaciones nuevas y me remuevo incómodo en mi asiento.
Gonzalo, Oswaldo y David intercambian miradas entre ellos. Es mi oportunidad para mostrarles que Amanda es mejor persona de lo que ellos creen. No sé cómo lo haré, pero conseguiré que la quieran, sobre todo ahora que yo la quiero.
– ¿Qué hicieron el fin de semana? –Me atrevo a preguntar.
– Compras de Halloween –responden los tres al unísono y sueltan una carcajada.
– Jandry, estuvimos el fin de semana juntos –me recuerda Gonzalo–. Te quejaste durante horas del color de las calabazas y gritaste en el pasillo de los insectos –afirma y la mesa se llena de risas.
– ¿En serio? –Pregunta Amanda a mi lado y niego sintiendo la vergüenza recorrer mi cuerpo.
– Claro –Gonzalo responde con una sonrisa en el rostro–. ¿No te ha contado que es un miedoso de primera cuando se trata de insectos?
Uno de los brazos del castaño pasa sobre mis hombros, me inclina hacia su cuerpo y remueve mi cabello.
– Basta, Gutiérrez –le ordeno entre risas–. No me dan miedo, solo las arañas, los demás insectos me causan incomodidad, ¡Tienen patitas pequeñas y peludas! –Me defiendo y una segunda oleada de risas no tarda en llegar.
– ¿Hace cuánto tiempo se conocen ustedes cuatro? –Pregunta Amanda.
Parece interesada en la conversación y me resulta gratificante saber que no la está pasando del todo mal. O al menos que me está prestando más atención de la que demuestra.
– Conocí, lamentablemente, a Jandry hace cuatro años en un cambio de salón –confiesa Oswaldo–. No me los he podido quitar de encima a ninguno de los dos desde entonces, no sabía que estaban de promoción al 2x1
– David, pégale por mí –pide Gonzalo y el susodicho acata la orden. Todos reímos.
– Yo los conocí recién este año –añade mientras Oswaldo lo mira mal tras el golpe–. Bueno, conocí a Oswaldo, pero a mí me alegra la promoción que me tocó. No son taaan malas personas –alarga ese «tan» con sarcasmo, se nota.
– ¡Pégale! –Le decimos, a Oswaldo, entre risas Gonzalo y yo.
Un golpe seco se escucha. David se queja. Oswaldo y Gonzalo se parten de risa y yo los observo con una sonrisa. Amanda se limita a copiar mi acción. En ese momento regresa el camarero, lleva una bandeja ancha en la mano y de ella baja las cinco malteadas. Con una excepción, una de ellas no es una malteada. Es un largo y ancho vaso que contiene una extraña mezcla verde, tiene los bordes cubiertos de sal, un trozo de limón y una lata de cerveza en el interior. Un pequeño y bonito sorbete lo adorna y, aunque no es lo que pedí, quiero darle un trago.
Antes de que pueda poner mis labios sobre el borde salado que me exige atención. Gonzalo me detiene, halando de mi oreja como si yo fuera un niño que se porta mal.
– Este no es nuestro pedido –le confiesa Oswaldo al camarero.
– Sí, aquí no pedimos nada con limón –se le une David y el hombre, avergonzado, recoge las bebidas.
– Yo no le veo el problema –confieso.
– Jandry, cállate –ordenan los tres y bufo.
Las demás órdenes están bien por lo que ellos deciden continuar bebiendo hasta que llegue el mío. Le hacen preguntas a Amanda. Cosas básicas que yo ya sé.
"¿Qué quieres estudiar?" diseño gráfico. "¿Tienes algo hobbie?" fotografías y estresar a Jandry. "¿Te gusta alguien?" espero el inminente «sí, una chica súper increíble que es más sociable que Jandry», pero no llega. Solo hay un silencio un poco prolongado.
– Podría decirse –responde y el tono de duda en su voz vuelve a darme esperanza.
¿Y si le gusto yo? No. Niego cuando la idea se hace presente y suspiro para calmar mi propio cerebro. Ya me dejó en claro que no. Por favor, cabeza, entiende.
– ¿Y ustedes? –Nos señala la mujer–. ¿Ustedes cómo se conocieron?
– Oh, no nos conocimos –responde Gonzalo con tranquilidad–. Crecimos juntos. Nuestros padres fueron grandes amigos y decidieron que sería lo mismo para sus hijos, yo conocí a Jandry cuando llevaba tres meses dentro de Laura y yo apenas uno dentro de mí mamá.
Gonzalo da un sorbo a su bebida y suelta un sonido de placer antes de sonreír.
– Está súper bueno, quiero besarme a esta malteada –dice y soltamos pequeñas risas.
– Bueno –regreso mi mirada a Amanda–. A nuestros padres les salió mal porque Amy y Jacob, el hermano de Gonzalo, no se llevan nada bien.
– Esos dos se odian a muerte –añade Oswaldo antes de volverse a pegar el sorbete en los labios.
Quizá es la mirada o la sonrisa que esboza Amanda, pero algo en su lenguaje corporal me dice que ella no se cree nada de esa profunda rivalidad entre los segundos hijos de las familias amigas. Quiero pensar que lo sé porque la conozco.
Y un pensamiento se forma, crece y se enreda en mí como las plantas que al hacerlo dañan todo a su paso. Quiero pensar que es normal porque a veces hay belleza también en el desastre. Aunque muy pocas veces.
E igual, me pregunto, ¿Esa chica que Amanda quiere... sabrá leerla como yo? ¿Sabrá entender lo que no dice con palabras, pero sí con gestos, como yo? ¿La querrá como lo hago yo? ¿Ella habrá visto ya ese brillo en los ojos que la caracteriza cuando cuenta algo que la emociona? ¿Sabrá lo abstracta e incongruente que es cuando se trata de expresarse? Y, lo más importante, ¿Querrá, tanto como yo, que ella se ame?
Las preguntas siguen y siguen mientras me limito a observar por los vidrios que reflejan el exterior. El aire fuera luce frío aunque dónde estamos es cálido. La charla continúa e incluso cambia de ritmo, pero las voces se vuelven lejanas.
Solo espero que el invierno llegue pronto para así tener una excusa y no salir de cama.
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