Capítulo 1: Cuando la manzana cae del árbol.
Había un corto instante de silencio cuando un fruto caía de los árboles.
Los animales volteaban con estrépito, y antes de que parpadeara, la manzana ya había sido devorada.
Solo quedaban los restos esparcidos, que enterraba bajo un bulto de tierra, esperando sirviera como abono. Hice eso unas 50 veces, hasta que mi abuela me abofeteó por no haberlas recogido antes.
—¿Eso te parece bien? —Me cuestionó Hamlet.
Suyen.
¿Cuál es tu más grande deseo?
«Que ya me recoja Dios», fue la breve respuesta de mi abuela. 82 años soñando, trabajando, quebrándose la espalda por un deseo que al final del día se resumía en muerte. Me cuestioné si valía la pena, se sintió aterrador imaginar que mi larga vida terminaría así.
Desear puede ser una maldición; al final, nada podía llenarnos tanto.
Se podía percibir el suspiro entre la calle y el agua, las gotas que caían lentamente hasta formar charcos y empapar las hojas verdes sin lastimarlas.
Era temporada de lluvia, el agua parecía cristal roto que iba tronando poco a poco sobre sombrillas y cabezas jóvenes. Las gotas de lluvia, deslizándose por la ventana; si las observaba demasiado me sentía como una, solo golpeando contra lo invisible hasta desaparecer con el sol.
—Itsuka Tsutaetai. —Susurré, sacudí mi torso sobre la silla mientras marcaba con mis movimientos los compases de la canción.
—Suyen. —Oí mi nombre salir de la boca de Rubén, quien se sentó en el escritorio frente a mí.
Elevó su mano para cruzar la división. Detuve mi felicidad junto a la rocola de Animal Crossing y me quité el audífono atorado en mi cabello.
—¿Qué pasa, Ruru? —Cuestioné, elevando una ceja.
—Tus audífonos no están conectados —se rió, observó a los demás profesores que tenían el ojo sobre mí—. No mames, ¿estás jugando de nuevo con tu Nintendo? Van a regañarte, pinche putaku.
Putaku...
Di un brinco hasta golpear mi rodilla con el escritorio, el libro del frente que me cubría de los demás cayó al suelo y reveló la única inversión importante que había hecho en mi vida: mi switch. Lancé un quejido de terror, lo escondí dentro de mi cajón y oculté la cabeza entre mis brazos mientras me arrepentía de tomar mis descansos en el área de maestros.
No entiendo porqué todos duermen en el mismo lugar, no es motel.
—Deberías aprovechar a descansar tus ojos. —Rubén habló de nuevo. Elevé la vista para ver sus dedos cortos que se sacudían sobre mí—. Has trabajado horas extras la semana pasada por culpa del tutor del club de cocina.
—Deberías centrarte en agrandar tu negocio nocturno de alitas. —Bostecé, apartando el cabello negro de mi rostro para reparar en el asiento.
—Mujer —me habló brusco al ponerse de pie, agrandó su boca de forma anormal hasta conseguir que sus granitos se corrieran—, también vendo HAMBURGUESAS. DOCTORES, PAN, LECHUGA, A VECES PIÑA.
—Ah. —Levanté mi pulgar, desviando la mirada a todos los papeles que tenía sobre el escritorio.
Es lo mismo. Son de pollo.
—Me hieres, cariño. Ya me voy, necesito pasar a la cafetería antes de la reunión general. —Tomó su saco del perchero junto a la puerta. Volvió a caminar por el pasillo en medio del resto de puestos asignados e hizo varios sonidos raros con sus pies para captar la atención de algunos profesores dormidos con los libros en sus caras—. Ustedes también, pónganse decentes. Luego el director o el presidente del club escolar vendrá a ladrarnos. Tremenda cogida dan en las revisiones así que oculten igual sus medicamentos si cargan con mota.
Pinche wey con experiencia.
—Ese chamaco estúpido de presidente, ¿a quién se le ocurrió que sería bueno tener a un Gigantismo en ese puesto? —Giré el cuello al escuchar a mi compañera despertar de mal humor. Era una señora de más de 50 años con pésima decoloración en el cabello y que masticaba con cada palabra—. Las enfermedades hormonales dan miedo, pero ese chico entra como si nada tirando cualquier cosa que se topa sin tenernos en cuenta.
—Señora Elena, su ensalada... —Señalé el empaque rosa junto a su brazo, apunto de caerse. No entendía porqué rayos combinaba el betabel con cacahuates y toronjas, era dañino.
Es chorro seguro.
Me levanté del sitio con el teléfono en la mano, preguntándole a mi compañero de apartamento, Bel, si hoy llegaría tarde a casa. Respondió de inmediato, indicándome que pasaría la noche en su instituto pero que antes de abandonar dejó bastante comida en el tazón de mis gatos.
La única razón por la que seguía trabajando y cobrando mi sueldo, eran mis bebés peludos.
—Me retiro antes. —Levanté la mano para despedirme de Elena y el resto que también se reincorporaba.
El salón de maestros era bastante grande, conocía a todos los profesores aunque poco les trataba. Rubén era el más cercano a mí, y a Elena tenía que sonreírle pues estábamos sentadas junto a la otra, pero para ser sincera a veces quería meterle un tiro y huir a otra ciudad porque decía cada comentario de persona mamadora que me hacía cuestionar cómo carajo no estaba en prisión.
Qué miedo que das, Suyen.
Al salir al pasillo con mi saco rosa, metí parte de mi camisa negra dentro de la falda. Me aseguré de que tenía ambos aretes puestos, las zapatillas aún no comenzaban a lastimar mis tobillos y no tenía las medias rasgadas como era costumbre. Estaba presentable para la reunión general de maestros.
Al ritmo de la canción Bubblegum K.K. en mi cabeza, comencé a marchar por el blanco pasillo que carecía de manchas por las limpiezas continuas. Me puse mi cubrebocas amarillo, saqué los guantes de mi bolso y aceleré el paso frente a los casilleros.
Los alumnos estaban por salir, o en realidad, los inhumanos.
Mi nombre es Suyen Solomon.
Antes conocida como el síndrome de Solomon, estudié en la academia bilingüe de síndromes: Savant. Mis padres insistieron en registrarme allí ya que fui diagnosticada por trauma, más tarde, a la edad de 20 años me nombraron "síndrome recesivo".
Hace años la muerte por enfermedad, trastorno o síndrome, disminuyó drásticamente. Aunque tuvimos que pagarlo de otra forma: enfermando todos a la edad de 10 años, sin cura, sin tratamientos por completo efectivos; y tendríamos que soportarlo hasta los 20. Como si un sabio rey hubo ordenado en el pasado que las personas debían encarnar como problemas de salud o mentales.
Es así que nos dividimos en: extraordinarios, niños sanos hasta los 10 años; genios, enfermos adolescentes hasta los 20; y personas comunes, quienes después de los 20 son considerados mayores de edad y tienen derecho a un nombre, el que sea, a excepción de los apellidos.
Los apellidos no existen para la clase media, para diferenciarnos necesitamos segundo nombre o algún puesto importante que nos defina, o de lo contrario nos identificarán solo con nuestro número de ciudadano. Yo soy Suyen Solomon porque no me fue dada la opción de quitarme el Solomon. Debido a que soy un síndrome recesivo, es necesario alertar a los demás de que aún sigo bajo la influencia de mis problemas.
Que no soy común ni sana por completo, que no se me puede considerar una humana en su totalidad.
Ahora, profesora en una escuela para trastornos y enfermedades. Cuando el timbre sonaba, los alumnos comenzaban a evacuar como salvajes de el reino animal, lanzándose mochilas y gritándose por peleas internas mientras otros corrían para alcanzar buenos sitios en el comedor.
—¡Lo siento, profesora! —Hipertiroidismo chocó contra mi hombro, logrando que mi tobillo se doblara pero no me impactara contra el suelo—. ¡Tengo prisa, hoy es martes de tacos!
—¡¿Es martes?! —Grité, obteniendo que quienes venían detrás de él me lo confirmaran. Sentí que mi alma se iba a escapar.
Puta madre, ¿faltan 5 días para el fin de semana?
—¡Espérenme, hijos de de la verga! —Otra chica golpeó contra mi espalda, pero siguió de largo sin importarle haber tirado mi bolso.
Me agaché para recogerlo con la esperanza de que no pisaran mis dedos. Rubén, quien venía de esa dirección con prisa, me alentó a apresurarme; se tardó mucho buscando su café.
—¡Arre, mujer! —Me dio una nalgada, echándose a correr por el pasillo mientras yo le perseguía para golpearle.
—¡No vuelvas a poner tus manos ahí! —Arrojé mi bolso al no ver ningún alumno cerca, pero giró en el segundo pasillo donde nos habían citado para la reunión.
Corrí con más fuerza y el cansancio abrumándome. Las zapatillas comenzarían a lastimar mis tobillos.
—En serio, qué mierda le pasa. —Volví a agacharme, ahora cubriendo mi trasero con una mano. Recogí mi bolso, pero seguí enojada maldiciendo entredientes—: Ojalá se le caiga la verga, o de nuevo lo linchen los profesores.
Di media vuelta, chocando el rostro contra su hombro. Lo empujé, enfoqué, y tarde me di cuenta de que no era Rubén el chaparro.
—¿Permiso? —Formó una mueca, entrecerró los ojos y me miró de arriba abajo antes de soltar un suspiro.
En serio quiero renunciar.
—Mi error, le confundí con alguien más. —Traté de responder calmada, apartando mis manos de su saco mostaza.
Sacudí mi bolso mientras daba pasos cortos al frente, incómoda por haber chocado precisamente con la única persona con quien no me comunicaba jamás. No era la primera vez que me inspeccionaba con la mirada, o que habíamos cruzado breves palabras sin presentarnos. Siempre vestía igual, playera negra, saco mostaza y gorra que contenía debajo su cabello oscuro de rizos cortos.
Seguimos juntos por el mismo pasillo hasta llegar al salón de reuniones que en la profundidad se hallaba gris y taciturno. La lluvia afuera sonaba más que nuestros pasos.
Él se apartó para dejarme entrar primero. Hice un ademán como agradecimiento.
Caminé alrededor de las mesas largas y cuando vislumbré la cabeza de Rubén y un asiento vacío a su lado, levanté mi mano con el bolso y golpeé su cuello de forma intencional cual gallina muerde pescuezos. Él volteó asustado pero no dijo nada, observó cómo me sentaba.
—Lo siento, lo siento, lo siento —repitió entre murmullos—. Tu mirada penetra, mujer. No me mires así, ah~
—Cállate ya. —Levanté las cejas para indicar que el director estaba entrando a la sala.
Detrás del abuelo de corta estatura, Gigantismo le seguía el paso. Era un chico de cabello rubio muy corto y ojos pequeños, tenía una gran sonrisa y siempre elevaba los dedos para brindarme un saludo a lejos. Me agradaba.
El director se sentó en la última silla, a su costado el presidente del club y en el otro extremo se hallaba el tipo con quien choqué. Se quitó su gorra, posó sus codos sobre la mesa, se encorvó y dirigió una mirada a todos mientras mantenía entre sus labios y su nariz un lapicero azul.
—Antes de comenzar a dar los anuncios, le agradezco a Suyen por ser suplente de Luis la semana pasada —asentí, escuchando al empleador—. Algunos ya sabrán que el profesor del club de cocina se ha ausentado mucho estos últimos días, nadie sabe qué sucedió.
—Hay rumores de que abandonó la ciudad porque su hija enfermó en la Colonia de estrellas. —Opinó la profesora de educación física.
—Gigantismo me ha presentado la opción de buscar un nuevo profesor, pero la señorita Elena —señaló a la señora que ataba su cabello como cebolla—, opina que es mejor cerrar el club. Ha sido una gran pérdida de dinero invertir en los campeonatos escolares pues parece que el club de Savant nos supera a creces.
¿Cerrarlo?
—Disculpe, director —Rubén levantó la mano—. No creo que sea la mejor decisión, han estado haciendo muchos cortes y los alumnos no se encuentran tan felices. Somos escuelas privadas, es normal que tengamos grandes clubes para mantener contentos a todos, y creo que quitarlo de pronto daría una mala impresión.
—Pero no hay dinero para seguir buscando profesores, saben que es pesado hacer entrevistas, de paso, el club de fotografía también debería ser echado —opinó el profesor de biología—. Miren, si alguien se molesta solo significa trabajo para el club de consejeros. Ese se fundó hace 12 años y ha dado mejores resultados, teniendo en cuenta que solo gastan en aseo, luz y bocadillos. No podemos preocuparnos por dar malas impresiones cuando ya estamos cortos.
—El festival deportivo y recreativo es nuestra mayor fuente de ingresos así como de patrocinadores. —Gigantismo comenzó a leer sus papeles—, pero faltan meses para ello, apenas comenzamos nueva generación. Podemos solo aplazar algunas actividades por ahora y luego retomarlas.
—Hay una cena igual para patrocinadores... —El director balbuceó, golpeando el hombro del desconocido que era parte de la reunión—. ¿Tú que piensas?
Ellos dos hablaron en bajo tono. Le pregunté a Rubén quién rayos era y porqué tenía que aparecer cada dos meses para discutir problemas del lugar donde ni trabajaba.
—No recuerdo bien su nombre pero creo que es el hijo del director —me informó, eso tenía sentido—. Lo trae como consejero ya que es bastante cauteloso. Es la verga.
Suspiré.
—Señorita Suyen, usted estudió en Savant, ¿cierto? —Reparé en el director al escuchar que se dirigía a mí. Le arrebató algunos papeles a Gigantismo, supe que era mi expediente—. Le pagamos esta semana horas extras por haber apoyado en el club debido a que hizo un diplomado de dos años en gastronomía. ¿Le parece permanecer allí después de clases? Se le pagará doble salario a fin de año, y el próximo puede decidir si tomarlo sabático.
Para evitar rumores de explotación, eh.
—Uh... —Rubén echó aires. Otros profesores me miraron con seriedad.
Habría aceptado de inmediato pues amaba ese club, me recordaba a mis tiempos de estudiante. En verdad lo quería, pero debía pensarlo dos veces. Ir a casa, consultarlo con mi prometido por llamada, cuestionar a Bel y llamar a mis amigas.
Pero ni siquiera hice eso.
—No, disculpe —me reí un poco—. Terminé mi carrera en pedagogía. No me gustaría entrar en cocina ahora.
Rubén me miró con impacto, pero la incomodidad me acechó cuando vi detrás de él, a lo lejos, la mirada del hijo del director. Dejó caer el lapicero sobre su boca y esbozó una sonrisa natural.
—Bueno, ya lo esperábamos. No se preocupe. —Gigantismo y el director accedieron. Iban a cambiar de tema.
—Suyen Solomon, ¿de verdad no quiere el aumento y vacaciones pagadas? —Me habló por mi nombre completo, levantándose de su silla mientras volvía a ponerse su gorra—. Esta fue mi idea, pero si tanto le molesta ganar más que el resto de profesores en L.A. supongo que de verdad lo odia. Entiendo, no podemos hacer nada ante la incapacidad personal de...
—Hamlet. —El director le brindó una mirada fría con intención de cortarlo allí.
—Sí, me retiro primero. Hasta dentro de dos meses, profesores. —Nos miró a todos de soslayo y abandonó la reunión.
Su nombre era Hamlet, pero ni siquiera tenía presente eso en mi cabeza, solo la forma en que se dirigió a mí. Rubén me preguntó si me encontraba bien al terminar, él juraba que había sido un acto de discriminación a mi gen recesivo, porque supo mi nombre completo.
—Hablo en serio, es ofensivo usar el apellido. Qué verga pensaba, con el culo seguro. —Rubén era positivo mientras torcía una sonrisa enorme y sus palabras se apilaban contra las otras—. Pero como dije, hay que verlo como experiencia de vida.
—Sí, ya, solo deja de mencionarlo, ¿quieres? —Le di el avionazo.
Ya no me importaba el tema, era mejor no agradarle a alguien a quien poco veía, que incomodar a los profesores que me rodeaban. Solo quería volver temprano a casa por mis gatos tras terminar clases. Pasé a recoger mi trabajo sobre el escritorio, empaqué todo en mi caja y salí de la escuela.
~•~•~•~
El atardecer estaba presente, atravesando los cristales de el autobús a lo lejos y reflejándose en los charcos de agua. Me senté a esperar el que me dejaba en el centro, aunque fue en ese corto periodo de tiempo que vi detenerse al extraño Hamlet en el mismo sitio para fumar. Siempre lo veía ir en carro, pero no quise cuestionarle si acaso estaba en reparación o algo así.
—Profesora, ¿va directo a casa? —Tomó asiento a mi lado, soltando un poco de humo que subía hacia sus ojos. Sin abrigo lucía fachoso.
—Claro. —Me levanté, estirando la mano al autobús que vislumbré cerca. Frente se hallaba el parque La catrina, de allí se oían algunos gritos de niños ahogados por el sonido del motor—, ya me retiro.
Puse un pie sobre el escalón. El bigotudo chofer me saludó feliz al reconocerme.
—Profesora —rodé los ojos antes de voltear a verlo, tendido en el asiento sin ánimos y con pocas horas de sueño reflejadas en sus ojeras—, es cansado verla.
—Que tenga una linda tarde. —Pronuncié con el ceño fruncido, abordando por completo en el autobús hasta sentarme en la primera fila.
Las puertas se cerraron y arrancó. El chofer preguntó en voz alta cómo me había ido, no habían muchos pasajeros y los pocos eran ancianos que veía comúnmente. Solté una carcajada irritante, puse la caja entre mis pies y me ahorré explicaciones.
—Quería ser independiente, ahora solo quiero comer en casa y no pensar en el trabajo. —Me quejé.
Puse el podcast de una clase perdida corriendo en mis audífonos, 40 minutos de viaje, escuchando sobre cosas de poco interés que debía enseñar y sobrevivir unos semestres más. Mi ceño no dejó de estar fruncido hasta que me detuve afuera del edificio donde vivía, donde el elevador siempre estaba ocupado y me forzaba a usar las escaleras.
No esperaba mucho de la vida, menos de la muerte. Pero encontrar mi apartamento con claras señales de allanamiento y finalmente a uno de mis gatos pateado hasta morir, me dejó un solo pensamiento:
Es cansado y no vale una puta pena esforzarse en vivir bien.
• • •
¡ÁMONOS! Bienvenidos a Geranios, Hamlet y Solomon. Otra sátira mientras busco las razones de porqué nos esforzamos en la vida.
Estoy muy emocionada con este proyecto. ¿Les ha gustado el primer capítulo? :')
¿Qué les ha parecido Suyen?
¿Hamlet parece un cagapalos?
En esta historia tenemos tres personajes principales. No tardarán en identificarlos pues saben que amo intercalar narraciones. ¡Espero les guste también el concepto!
¿Algún comentario que quieran dejar de su día o experiencias que les han hecho pensar que no tiene sentido haberse esforzado tanto?
¡Ojalá nos leamos pronto! <3
~MMIvens.
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