PRÓLOGO



"Yo no soy como otras personas, me estoy quemando en el infierno, en el infierno que soy yo mismo" —Charles Bukowski.


George se lanzó al sofá con una sonrisa victoriosa y una paz interior que nada ni nadie le podría quitar. Contempló una vez más su preciada obra de arte y aspiró aquel olor metálico que le sentaba tan bien.


—¿Qué has hecho? —escuchó el grito del otro lado de la sala y contempló el gesto de horror que se apoderaba del rostro de su madre— ¿¡Cómo pudiste hacerle eso al cachorro!?


Ahogó una carcajada para no empeorar la situación; la realidad es que ya se le hacía insoportable aquel animalejo que recorría la casa, agitando su rabo. Se le hacía repulsivo que lo siguiera por toda la casa y lo mirara desayunar con sus brillosos ojos color miel.


—Solo es un animal, algún día iba a morir ¿No?


Para el pequeño niño de cabellera platinada, Yaneth no era más que una mujer sensible y sentimental, pero le divertía ver como aquella situación le sentaba tan mal.


Se regocijaba al ver la palidez en su rostro, una mujer que tal vez «casi seguro» en su vida jamás había visto un animal desmembrado y mucho menos probable, por un niño.


En muchas ocasiones por la mente del pequeño pasaba la idea loca de hacer arte con su madre, aunque siempre logró contener esos deseos.


George se caracterizaba ante la vista de los demás por ser el típico hijo único, la clase de niño que recibe todo de parte de sus padres. Pero no era exactamente así como funcionaban las cosas; su padre, Frank, era un hombre amoroso que veía las actitudes del pequeño con total normalidad, mientras que Yaneth, una mujer sin escrúpulos que siempre buscaba la excusa perfecta para sacar las garras contra su propio hijo.


—Quiero que subas a esa habitación y no te atrevas a aparecer por aquí hasta la cena —su rostro se irritó más al ver aquella sonrisa de labios cerrados que el pequeño infiernillo llevaba— Te volviste todo aquello que aborrezco George.


En aquel momento su madre se preguntó en qué instante el pequeño adorable había dejado de disfrutar las largas horas de juego con los gemelos Adams y comenzó a disfrutar de cosas morbosas como matar, quemar hormigas, cortar lombrices, entre otras.


El niño subió aquellas escaleras con lentitud maldiciendo a la rubia mujer, se sumergió horas en el blanco de su habitación y daba vueltas en aquella silla de oficina esperando a la hora en que su padre hiciera sonar sus refinados zapatos en el piso de madera. Él sabía que apenas su padre pasara aquella puerta, la psicótica de su madre comenzaría a levantar su voz, no perdería la oportunidad para tratar de dejarlo como la peor escoria o mejor dicho "un monstruito" como ella solía llamarle.


Y así sucedió, cuando su padre pasó aquella puerta, Yaneth estaba furiosa de brazos cruzados caminando con los nervios de punta de un lado a otro. Frank tocó su cabeza semicalva, no necesitó más que ver a aquella mujer en aquel estado para saber que su amado hijo, una vez más, hizo alguna travesura.


—Frank ya no puedo más —decía afligida secando su rostro con un pañuelo bordado— No sé que más debe suceder para que dejes de apañarlo.


—Está en una edad difícil, es normal, deja de dramatizar, ¿Qué hizo esta vez? —aflojó su corbata y se quitó el saco.


—¿¡Normal!?, mató al perro —sus ojos se quedaron fijos en los del hombre quien estaba perplejo— Necesita de un especialista.


—Es precipitado Yaneth, tú sabes lo que sucede ahí adentro —se sentó en el sofá agotado y miró la mancha aún fresca de sangre en el piso de la sala— Le daré un castigo adecuado.


—No quiero un monstruito por toda la casa —se exasperó.


Un silencio se apoderó de toda la sala, George escuchó toda la conversación y aquel odio que sentía en su interior por la mujer, incrementó.


—Esta no es tu casa, este no es tu lugar —murmuró al bajar el primer escalón cuesta abajo.


La mirada del pequeño atravesó la nuca de la mujer y luego se fijó en la mirada de su padre a quien le brillaban los ojos con tan solo verlo, no debías ser muy inteligente para divisar que aquel hombre se sentía orgulloso de su hijo.


—Te dije que no bajaras —replicó la mujer volteando medio rostro.


—Perdón por molestar con mi apetito —sarcásticamente le respondió apoyado sobre el sofá de un cuerpo.


El puño de Yaneth se hizo firme y los deseos por darle el golpe que jamás se le había permitido darle le ganó, la mejilla del infiernillo se quedó como una manzana fresca.


La mujer cubrió su boca horrorizada, por lo que sus impulsos le llevaron a cometer; sin embargo, no hubo lágrimas ni reproches, tan solo una mirada fría que atravesó su alma y le causó el temor que nunca nada le hizo tener.


—Lo siento George —su voz se suavizó.


No le dolía ni le asombraba aquel acto, pero no perdería la oportunidad de ver la culpa en sus ojos y de disfrutar como su padre le veía como si estuviera cometiendo el peor crimen de su vida.


—Tú no lo sientes de verdad, tú ni siquiera me quieres —permaneció inmóvil con una sonrisa de melancolía— ¿Debería decir la mayor prueba de ello?


Dejó aquel sabor amargo en la boca de ambos y subió nuevamente a su tan insípida habitación, se recostó sobre su suave colcha de terciopelo mientras disfrutó de la discusión reñida en la sala.


La cena se aplazó hasta que las cosas estuvieron ya más calmadas, no obstante nadie fue capaz de pronunciar palabra alguna, se notaba aún la tensión entre los adultos y a él solamente le reconfortaba la situación.


No es que amara el conflicto, pero tan solo el recordar las actitudes de su madre le causaban ganas de clavar el cuchillo que sostenía, en su cuello. No podía hacerlo, no frente a su padre que aún tenía esa mirada de culpabilidad.


Acabó su cena y se despidió solamente del hombre, quien le dio un abrazo tan fuerte que sintió que ya casi no respiraba, mientras que a la mujer no fue capaz de verla siquiera.


Una vez en la cama no lograba conciliar el sueño, solo le pasaban por la cabeza una infinidad de maneras en las que podría hacer arte. Él amaba a su odiosa madre, o al menos una pequeña parte de él la amaba.


Puso sus pies descalzos en el suelo, aquel pijama, unas tallas más grandes, ocultan gran parte de sus manos y pies. No le causaba miedo caminar en medio de la oscuridad, conocía aquel lugar como si fuese él mismo y la luna no le permitía a la noche apoderarse por completo de la casa.


Bajó a la cocina y de una gaveta tomó la cuchilla favorita de su padre, justo con la que solía prepararle el filete favorito a Yaneth.


Volvió a su cama y con la luz de noches encendida sostuvo la cuchilla entre sus manos contemplando su grandeza. Sus manos se quedaban pequeñas al sostenerla y podía ver su reflejo al ponerla frente a sus ojos.


Escuchó pasos que se aproximaban y la puso bajo la manta, sabía de quién se trataba. Su pobre padre necesitaba de pastillas para dormir y con el cansancio del viaje, estaba más que seguro de que en estos momentos se encontraría en el mundo de los sueños.


Miró a la puerta y la rubia mujer asomó su larga cabellera lacia, sus ojos estaban hinchados, parecía que llevaba horas llorando sin poder conciliar el sueño.


—Te hacía dormido ya —susurró dulcemente.


—¿Qué es lo que quieres? —volteo para no verle el rostro.


La mujer se sentó al borde de la cama con un pijama tan largo y suelto que ocultaba su delgado cuerpo.


—Hijo, yo te amo, no soy la madre más demostrativa —su voz sé semi quebró— Pero sin duda quiero lo mejor para ti, entiendo que estés cambiando y es que estás creciendo. Aunque eso no justifique lo que sucedió esta tarde, no quiero que te conviertas en alguien que en un futuro te arrepientas.


—Me gusta hacer arte —volteó medio rostro con una sonrisa— George, te ama.


La mujer se paralizó al ver que de las cobijas sacaba la cuchilla afilada y su labio inferior no paraba de temblar como cada parte de su cuerpo.


—¿De dónde lo has sacado? —su voz tembló viendo hacia los lados— ¿Qué harás con eso?


—De la gaveta de la cocina —murmuró— Haré arte.


Ella tomó una almohada de plumas, la cual se destrozó en lugar de su cuerpo, las mismas volaron por los aires y con los nervios a flor de piel retrocedió. El pequeño casi corrió tras ella y vio su flácido cuerpo chocar contra la ventana.


—El rojo es un color maravilloso, ¿no crees? —vio el miedo apoderarse de sus ojos y un cosquilleo recorrió su estómago.


—George, amor cálmate —negaba con su cabeza.


—¿Amor? ¿Tanto es el miedo que tienes?, tranquila serás una hermosa obra.


Tarareó una canción infantil hasta llegar a donde se encontraba y sin dudarlo siquiera un momento abrió su abdomen hasta donde le permitía su altura. El rostro de la mujer quedó pálido al instante, bajó la mirada y pudo apreciar como el pequeño retiraba la cuchilla. Se desplomó en el suelo casi de inmediato, su respiración había aumentado un tanto más y por breves instantes presionaba sus ojos con fuerza.


La sangre se escurría sobre las plumas que abundaban en el suelo, George aún miraba sus pequeñas manitos rojas y pegajosas. La mujer casi sin energías cubría el ancho y largo corte, como cuando hay una pérdida de agua, tratas de cubrirla con las manos y siempre se termina filtrando entre los dedos.


Poco a poco sus ojos perdían la vida y en el suelo corría aún más la sangre.


El pequeño se sentó a los pies de la cama, justo donde la sangre no llegaba, disfrutó ver hasta el último momento en que la mujer perdía la vida y cuando ya su cuerpo no se volvió a mover ni un poco, se aseguró de borrar las evidencias de por donde había tomado la cuchilla. Se encargó de borrar las evidencias de que él tuviese alguna clase de culpa, al día siguiente le tocaría hacer el papel de víctima, como tantas veces había visto en las series policiales en la televisión.

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