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"El sufrimiento es lo que lleva a los artistas a expresarse con mayor energía" —Vincent Van Gogh.


Las últimas semanas no fueron las mejores. Para la señora Adams, el pequeño de cabellera plateada había caído en depresión por la ausencia de su padre. No era para menos, el pequeño siempre se veía alegre a la tarde y solía correr por la calle a recibir al hombre.


Claro que no era siempre, en las largas semanas de viaje en que se ausentaba, el niño siempre llevaba una cara larga, muy parecida a cómo se encontraba ahora, solo con la pequeña diferencia que ahora él sabía que su padre no entraría por la puerta.


George se mantenía viendo por la ventana, el día estaba gris y bastante frío. Entonces fue cuando Aiden entró junto a Jayden entre risas a la habitación, ambos parecían divertirse jugando con los pequeños autitos de colores.


—¿Quieres jugar George? —preguntó Jayden con una sonrisa inocente.


Aiden rodeó sus ojos al ver las actitudes de su hermano, siempre tan inocente que no notaba que George, ya no era el mismo. El pequeño, de melena rizada y ojos verdes, reconocía que su fiel amigo desde aquel verano que volvió de Alemania actuaba distinto. Siempre estaba demasiado ocupado jugando solo, se escondía en lugares insólitos y disfrutaba de ver el rostro aterrado de ambos.


—Oh, vamos Jay —lo jaló del brazo— Sabes que no jugará, pasa frente a esa ventana.


—No seas grosero Aiden —protestó el más bajo de los hermanos— Mamá ha dicho que seamos amables.


George se cansó de que hablaran de él como si no estuviera allí, bajó sus delgadas piernas y se puso sus pantuflas color azul.


Pasó entre ambos hermanos que cruzaron miradas sin entender nada, el peliblanco muchacho se detuvo al lado de ambos y los miró con cierto desprecio.


—Ustedes son demasiado molestos, no me dejan descansar —continuó caminando sin más.


Al cruzar la puerta lo abrazó un olor a estofado que hizo rugir su estómago de manera audible, casi era mediodía y el almuerzo se sirve a la hora en la casa de los Adams.


Cuando todos estaban en la mesa y disfrutaban de las delicias, «mucho mejores que los platillos que su madre preparaba» pensó el pequeño con cada bocado que probaba, la mujer permanecía en silencio viendo cómo los niños disfrutaban.


Sin embargo, George, cada que pasaba la comida, notaba la mirada inquietante de la mujer; esta se disolvía al instante en que deposita sus ojos en la señora.


—George, querido, hoy quiero llevarte a un lugar especial —a pesar de sus dulces palabras se notaba nerviosa.


George le resto importancia en sus palabras, no tenía elección, ya casi era Navidad y en su mente estaba claro que tendría que fingir felicidad.


Ya desganado terminó el almuerzo, la mujer que es tan hacendosa dejó la casa hecha un lío y arrastró a los tres muchachos a la vieja camioneta Ford. Condujo con cuidado, ya que la época nevosa no les favorecía, era justo la época donde los neumáticos más resbalaban por la carretera mojada, y más se sabía de accidentes por lo mismo.


El chico de cabellera blanca miró extrañado por la ventanilla, aquello parecía un edificio de las películas de terror, solo ellos dos bajaron, la mujer se acercó a los chicos y les dijo que no salieran de allí.


La mujer tomó con su mano robusta la del pequeño, no le pidió autorización al mismo para hacerlo. George tampoco se opuso, ya que estaba demasiado ocupado observando sus alrededores. Al entrar se encontró con un lugar tan apagado que le dieron deseos de salir corriendo de allí, las paredes blancas y los pisos beige no le daban la mejor de las pintas al sitio.


Caminaron por los largos pasillos, había tantos que casi podría perderse, pero para su fortuna la mujer no lo soltó hasta estar frente a una puerta marrón.


La abrió con cautela, pero no bastó más que ver al hombre que se mantenía al lado de una vieja ventana sentado en una silla de metal, y George corrió a su encuentro.


Lo abrazó fuertemente y el hombre besó su frente como lo solía hacer, la sonrisa que ambos llevaban le dio tranquilidad a la mujer de que hacía lo correcto. El hombre llevaba unas ojeras marcadas y se veía un tanto más avejentado, al escuchar la charla que mantenía con el niño le quedaba ciertas dudas a la señora Adams si tenía cordura alguna.


Sin embargo, el pequeño recobró el brillo en los ojos, aquello era lo que más reconfortaba a la mujer a pesar de sus dudas.


...


El camino de regreso a casa fue un tanto incómodo para la mujer que tan solo conducía, los pequeños gemelos se regocijaban haciendo planes para sus juegos nocturnos y George tan solo veía los primeros copos de nieve del día caer. Siempre estaba tan perdido en sus pensamientos que se le olvidaba que había personas a su alrededor; pero hoy era diferente, se encontró con unos ojos azules pegados a la ventanilla cuando la camioneta se detuvo, una piel pálida y pecosa.


—Sam —murmuró entre dientes con la quijada apretada.


La pequeña que concurre a su mismo instituto, para George tan solo había una palabra con la cual la describe «indeseable», Sam siempre estaba husmeando todo sobre los demás.


Muchas actitudes siempre irritaban al peliblanco de ojos grises, al cual le gustaba la tranquilidad, y casualmente la niña era todo lo contrario.


Restando importancia a su presencia, el pequeño puso los pies en el suelo y en su cabello al instante comenzó a sentir la nieve, le congelaba aquel clima que, para ser sinceros, no era el que más le gustaba. No tardó en inclinarse la madre de la niña, la cual le llenó las mejillas de húmedos besos; eso le recordaba a las ancianas del club de tenis al que su madre estaba apuntada, siempre solían llenar las mejillas de saliva sin permiso alguno.


Cuando la mujer se dispuso a saludar a la señora Adams, el ojigris se decidió a hacer una de sus maldades favoritas.


—Qué desagradable, como tú —le dijo apenas audible a la niña con un tono burlesco.


—Al menos mi madre está aquí, ¿Tú que tienes? —la mueca de la niña y aquel parpadeo de sus ojos azules lo exaspero— Un padre enfermo que ni siquiera está aquí.


Escuchó su pequeña risita y le dio una puntada en el pecho, George solía ser un niño molesto, pero detestaba cuando jugaban con su dolor.


La pequeña no lo entendió, pero el niño peliblanco sonrió con malicia y eso solo indicaba una cosa, ella sería arte.


Todos entraron a la casa y los pequeños invitaron a la niña a jugar en el jardín, estaban los tres haciendo muñecos de nieve cuando George se acercó.


—¿Puedo hacer uno? —se aproximó con una bola de nieve entre sus manos.


—Ayúdanos con el nuestro —Jayden sonrió tomando su mano.


Estaban concentrados formando un gran muñeco, Aiden le colocó su bufanda alrededor y Sam unas ramas como brazos.


—George hagamos un castillo mejor —dijo el más pequeño de los gemelos al ver que solo los otros dos construían el muñeco.


—Iré por las herramientas —George se ofreció.


Casi corrió puertas adentro, pero se detuvo en seco al escuchar una conversación, como solía hacer y que su madre tantas veces lo recriminaba por esas "malas costumbres".


—No lo puedo creer, ¿¡En serio lo llevaste!? —escuchó el sonido de la taza contra la mesa.


—Si lo hice, se veía tan feliz como no tienes idea, Grissel —suspiró de manera audible.


—Ese hombre está enfermo, no está bien mentalmente —se quejó refunfuñando.


El pequeño con las lágrimas al ras de sus ojos presionó sus puños, deseaba volverla arte, pero más le gustaba la idea de que sufriera justo como ahora lo estaba haciendo él.


Respiró hondo en un rincón por unos breves minutos más y salió, entonces se ganó la mirada del más pequeño, quien lo esperaba para continuar las obras.


—¿No irías por las herramientas? —suspiró con cierta decepción en su mirada.


—No sé donde las has dejado, hace mucho que no juego con ustedes —mintió con descaro.


La señora Adams se asomó por la ventana de la cocina, los miró jugar todos juntos y se sintió aliviada de verlos con una sonrisa, aunque la de George en lo personal era fingida.


—Hay chocolate y galletas, entren niños hace mucho frío —les gritó llamando su atención.


—Muero por un chocolate caliente —Aiden dio un brinco alegre.


—También yo —Sam caminó tras él.


Por último, Jayden entró tras ellos, algo desganado y congelado por el frío que se colaba en su pequeño cuerpo. George se quedó fuera sentado en un escalón, justo al lado de la vieja fosa de donde sacaban el agua antiguamente.


Mientras tanto, dentro de la casa, la mesa estaba ya lista, para que se sentaran y disfrutar de las delicias, los chocolates humeantes y las galletas recién sacadas del horno.


—¿George, dónde está? —preguntó Grissel viendo la sala.


—Seguro se ha quedado afuera —rodeó los ojos la niña— Iré por él antes que mi chocolate y el suyo se vuelvan hielo.


Corrió por el largo pasillo y sintió el frío congelante que entraba sin previo aviso por la puerta media abierta, el pequeño tenía la cabeza apoyada en sus rodillas y no dejaba ver más que su cabellera.


—George, ¿Estás bien? —a paso lento se acercó.


El niño solamente levantó su cabeza con sus ojos cristalizados, esta vez la pequeña fue quien sintió el puntazo en el pecho, tal vez era la culpa que le carcomía por decir aquellas palabras tan duras. Sin darle tiempo a pensarlo mucho, el chico que se puso de pie y caminó a la fosa, se asomó viendo el agua que dejaba ver el reflejo de su rostro, fue entonces a que su mente ideó el gran plan.


—¿Sabías que aquí dentro hay muchos peces de colores? —la miró de reojo y la niña se acercó con desconfianza en la mirada.


—Pero si es una fosa vieja —rodeo sus ojos.


—La señora Adams puso muchos peces de colores, ¿quieres ver? —le cedió el lugar.


La niña se acercó lo más que pudo y vio su rostro en el reflejo del agua, se veía un tanto sucia y con pequeños rastros de nieve que se disolvió poco después de tocarla. El rostro de George estaba junto al suyo, un tanto sonriente y una mirada penetrante.


—Yo no veo absolutamente nada —protestó con el ceño arrugado.


Las dos manos del niño le dieron con fuerza en la espalda, la niña gritó de una manera brutal.


—Las niñas groseras como tú no merecen ver cosas bonitas —murmuró.


Las manos de la niña se movían y burbujas de agua se formaban, era como música para sus oídos el sonido del agua inquieta.


La contempló por unos minutos, cuando vio que ya no se movía, corrió dentro de la casa con el rostro pálido y el aliento humeante.


—Sam se ha caído a la fosa —gritó con un gesto de horror en el rostro.


Las mujeres corrieron al jardín, pero ya no había ni rastros de vida, tan solo flotaba el cabello castaño de la pequeña. Para George eso era un alivio, ya no tendría que soportar a la pequeña entrometida y sus insinuaciones que últimamente eran demasiado osadas.

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