II - VI


Aiki había regresado al hotel donde se hospedaban la tropa, y tocó la puerta dónde se alojaba Hayley junto con Samirina. Al abrirse, contestó la última.

—¡Hola! ¿Qué pasa? —inquirió Samirina.

—¿Se encuentra Hayley? —preguntó Aiki con otra pregunta.

—No —contestó Samirina—, me dijo que iría a Plaza Mercado. ¿Por?

—Nada, quería saber algo.

—¿Estás buscando el néctar de fungito? —preguntó Samirina—; sabía encontrarlos en Norkele, pero este lugar es nuevo para mí. Es probable que los encuentres en algún valle, siempre están en los valles. —agregó, intentando adivinar dónde hallarlos. Entonces emitió una sonrisa encantadora y pícara ante su propio desconcierto, como si hubiese hecho una travesura, sin embargo, solamente estaba intentando desviar la atención ante el hecho de que no sabía dónde hallar a aquellos seres.

—Está bien —dijo Aiki—, muchas gracias.

Aiki se alejó y se dirigió hasta el vestíbulo para luego cruzar la puerta hacia la calle. Caminó por unas cuadras hacia Plaza Mercado, y buscó ahí a Hayley, hasta que la encontró; estaba acostada en el césped mirando el cielo.

—Hayley —llamó Aiki.

—¡Hola, Aiki! —saludó Hayley— ¡Suerte que nos encontramos!

—Samirina me dijo que estabas aquí. —contestó Aiki.

—¿Me buscabas para algo? —preguntó.

—¿Acaso sabes dónde encontrar unos bichos que se llaman... fungitos?

Hayley se sentó en el lugar, y observó a Aiki.

—No lo sé —contestó Hayley—. ¿No intentaste ir a algún pueblo cercano a buscarlos? Suelen huir de la ciudad por la aglomeración.

—¿La qué? —preguntó Aiki.

—La cantidad de gente toda junta. —contestó Hayley.

—Bueno, supongo que eso es lógico —contestó Aiki—. Yo también querría alejarme si fuese uno de esos; a ver si me pisan.

—Además de eso, odian el ruido —agregó Hayley con frialdad—; te aconsejo ir al pueblo más cercano; Verdemonte. Ahí quizás haya varios.

—¡Muchas gracias! —contestó Aiki, entonces se fue.

Caminó lentamente hasta salir del parque, cruzó la calle y recorrió otras dos cuadras hasta regresar al hotel; a la vuelta se hallaba el establo donde estaba Serif, su caballo. Entró y jaló de sus riendas.

—Muy bien, Serif —dijo Aiki—, es hora de marchar. —agregó, y entonces montó en él. Ambos salieron del establo, y Aiki cabalgó encima de Serif por toda la ciudad, al inicio en una marcha lenta, pero cuando sintió que estaba saliendo de ella comenzó a galopar. Ambos salieron en aproximadamente una hora de ahí y recorrieron el camino de transición que iba a Verdemonte, un pueblo pequeño cercano a Agorápolis. El camino no era tan largo, pero fue lo suficiente como para ver un par de figuras humanas reconocidas en él. Estaban Cedro y Tilo caminando en él al lado de sus caballos y con un par de bolsas de tela que llevaban en los lomos de ellos. Aiki se acercó inmediatamente a ellos y se dieron cuenta de su presencia.

—¡Hola, Cedro, Tilo! —saludó Aiki.

—¡Hola, Aiki! —contestaron ambos.

—¡Han pasado días sin verte! —dijo Tilo—, ¿Qué te trae a éste camino? ¿Es algo para el ejército?

—Me encargaron encontrar un nido de unas criaturas, no sé si ustedes saben de ellas. —explicó Aiki.

—¿Acaso te refieres a los fungitos? —preguntó Cedro—, creo que son las únicas criaturas del pueblo Verdemonte las cuales necesitarías encontrar su nido para algo.

—Concuerdo contigo, Cedro, hermano —contestó Tilo y después se dirigió hacia Aiki—, estamos buscando lo mismo, sabemos que en éste pueblo hay gente que los cría; en la gran ciudad en cambio es imposible encontrarlos. ¿Podemos ir contigo?

—¡Está bien! —asintió Aiki—. Supongo que ustedes sabrán de esto más que yo.

—Por supuesto que sabemos. —contestó Cedro y ambos montaron sus respectivos caballos, siguiendo el camino.

—¿Todo bien con Luna? —preguntó Cedro mientras los tres cabalgaban por los valles hacia Verdemonte.

—Supongamos que sí —contestó Aiki—, pero a veces es algo rebelde. Se suele escapar y...

—Es normal escapar en los gatos —contestó Cedro—, nosotros tuvimos uno una vez, sin embargo hace unos años que murió por su edad.

—Si le das de comer, te aseguro que volverá. —contestó Tilo—, eso pasaba con el nuestro; era un gordo fofo.

—Sí, siempre vuelve, por suerte. —agradeció Aiki.

El trío cabalgó hasta que llegó a Verdemonte. El pueblo contaba con casas de madera, un tanto baratas a comparación con las grandes edificaciones de la ciudad, pero le daban un estilo único. Pasaban personas con Camúes y caballos con carretas.

—Tengo entendido que por aquí cerca hay un hombre que cría fungitos —avisó Tilo—, un amigo de nuestro primo, el que se halla trabajando en el ministerio de economía en la gran ciudad.

—Parece que hacen un buen trabajo —añadió Cedro—, después de todo, venimos de un gobierno autoritario como lo fue el del faraón Haiger, y nos llevó a una crisis.

—Haiger, ¿Qué hizo en su gobierno? —preguntó Aiki—, además de perseguir a los morganianos, claro.

—Obligaba a las empresas del país a tener entre su CEO a gente del gobierno controlando la producción, además de haber emitido mucho dinero —respondió Cedro—; si hay más de algo, menor es su valor. Es por eso que el agua es más barata que los diamantes, y a su vez más vital.

Cabalgaron por el pueblo hasta llegar a una de las calles interiores, dónde se hallaron una cabaña un tanto antigua, la cuál tenía un patio cercado.

—Es aquí. —contestó Cedro.

Bajaron de los caballos, Aiki ató al suyo en la valla mientras oía a los hermanos tocar la puerta para llamar a quien sea que se encontrase dentro del lugar, y entonces se abrió. Aiki se acercó, observó a un anciano algo calvo y encogido salir. El mismo vestía una toga de color grisáceo oscuro con detalles dorados y traía un bastón mágico muy similar al que usaba Akane para realizar conjuros y encantamientos.

—¡Hola, señor Herrero! —dijo Cedro.

—¡Hola, Cedro, Tilo! —contestó el señor Herrero en un tono bajo y ronco— ¡Tanto tiempo!

—¡Ha pasado mucho! —contestó Tilo.

—¿Vienen por más néctar barato de fungito?

—Adivinaste. —repuso Tilo, Aiki estaba encorvado, pero al enterarse de que Tilos lo observaba, se enderezó torpemente. Los tres pasaron a la cabaña. Dentro parecía una choza bastante vieja, con abrigos de piel en todas partes, de alguien que quizás haya sido cazador en algún momento. Aiki se sorprendió mucho al ver la cantidad de armas que había colgadas en un estante, entre ellas: Un hacha, una espada —quizás encantada—, y varios bastones mágicos. Miró a su alrededor por un pequeño rato, hasta que el hombre le llamó.

—¿Te gusta lo que tengo? —preguntó Herrero—, mis padres eran herreros y fabricaban todo tipo de armas; yo heredé el apellido de ellos.

—Oh, ¡Qué bien! —contestó Aiki, algo sorprendido por ser esa vez el centro de atención.

—Oye, ¿No es ese el uniforme del ejército de Skirmofe? —preguntó Herrero—. Necesito que me ofrezcan su ayuda, yo en cambio les daré el néctar gratuitamente...

Aiki sintió como que esas palabras entraron directamente desde sus oídos a su cerebro, le llamó la atención y se la prestó al hombre. Los dos hermanos Baum hicieron lo mismo, aunque probablemente usen la pócima para distintos fines.

—Una banda de criminales quiere tirarme el negocio —dijo Herrero—, parece que ellos trafican con animales mágicos; y quieren llevarse todos los fungitos que tengo en mi criadero. Ellos no sabrán tratar a los pobres, y probablemente se encuentren en malas condiciones.

—Voy a ayudarle —contestó Aiki—, aunque tendré que buscar a unos amigos de tropa.

—Nosotros te ayudamos. —dijo Cedro. Ambos hermanos expresaban algún tipo de lenguaje no verbal que Aiki simplemente no conocía, pero sabían entenderse mutuamente sin decir una sola palabra, y por eso ambos estaban de acuerdo con la idea de colaborar.

—Esto puede ser muy peligroso para alguien que no es del ejército —explicó Aiki con cierta seriedad—, si ni siquiera a nosotros quieren meternos en éstos asuntos.

—Nosotros fuimos parte del ejército de Dako una vez, pero nos retiramos —contestó Cedro—. Además, creo que más peligroso es luchar contra los dunnhitas Akomar.

—Esos asesinos... ¿Por qué estarán tan convencidos de que hacen lo correcto? —preguntó Aiki.

—Los malos siempre suelen encontrar la forma de convencerse de que lo que hacen es lo correcto —interrumpió Herrero—. Palabras como justicia, igualdad o paz son muy mal usadas por quienes quieren beneficiarse de otros. Los dunnhitas Akomar buscan apoderarse de otras naciones para imponer su ideología, y algo parecido pasó con Haiger cuando estaba vivo.

—Supongo que tienes razón —contestó Aiki—. Ellos, en la última pelea que tuvimos, solían hablar de paz, pero mataron a tanta gente...

—Así es la vida. —contestó Herrera.

—Esta bien, te ayudaremos. Contaré ésta vez con Cedro y Tilo. —contestó Aiki.

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