Capítulo 1: Chica Rica
Kimberly
Siempre he sido la hermana menor, la pequeña. Eso automáticamente me convirtió en la princesita de mamá y papá, pero también en una segundona, así que no se me da bien ser la primera y fue mala idea que iniciara yo contando esta historia. Anyway, alguien tenía que hacerlo.
Bueno, todo empezó más o menos así...
Estaba chateando con Beverly en medio de una clase —cosa que no debería estar haciendo, pero en mi defensa diré que me contaba el chisme más candente de todo el Instituto Anderson— y cuando estábamos justo en la mejor parte, la profesora de biología, la Srta. Fabiola, me quitó mi celular. Sí, justo a mí, tengo suerte para que me atrapen y esa mujer, encima, tenía algo en contra mía.
Me envió a la dirección como de costumbre. Ya era un ritual habitual entre ambas, ¿saben? Yo le prestaba la mínima atención a sus lecciones, ella me atrapaba y me invitaba cordialmente a hacerle una visita al director. Lo normal. Nuestra relación era más estable que la de muchas parejas.
El director me recibió con un precioso ceño fruncido —siempre me ha recordado a Stitch por alguna razón— y permanecí allí mientras esperábamos la llegada de mis padres. Intenté matar el tiempo sacándole conversación a ese viejo gruñón, pero no se tomó muy bien que digamos que comparara el color de las paredes de su oficina con el excremento.
Ahora resulta que su mal gusto en decoración de interiores es culpa mía, pensé mientras me hundía en mi asiento.
Por suerte —o por desgracia— mamá y papá no tardaron mucho en llegar. Obviamente no estaban muy contentos con mi visita a la dirección por...no sé, ¿cuarta o quinta vez? En cualquier caso, ¡estaba muerta! Ellos son unos padres maravillosos, nuestra posición económica y su trabajo nunca han sido impedimento alguno para que me prestasen la atención que merecía, pero cuando se enojan dan miedo; y presentí que se enojarían bastante en esta ocasión.
No me equivoqué.
El director se encargó gustosamente de mostrarles a mis padres cada reporte, ausencia, castigo, regaño e "indisciplina" que había cometido desde que ingresé en el instituto hasta ese bendito día. Y eran cientos. Me habría avergonzado de no ser porque muchas de esas manchas en mi expediente no correspondían del todo a mis "fechorías" y había algún que otro profesor que ya me tenía fichada. Luego le puso la cereza al pastel insinuando que mis calificaciones no estaban a la altura de un colegio de tal prestigio.
Sí, eso acabó de hundirme. No solo ante mis padres sino ante mí misma. Nunca fui mala estudiante. Quizás algo distraída y apática a ciertas materias, pero mi media no bajaba de nueve jamás. Sin embargo, ya no habían nueves, de hecho, mi media era de un vergonzoso siete punto cinco.
¡Qué mal!
Me sentí aún peor cuando mamá y papá me miraron con la decepción irradiando en sus ojos. Odié esas miradas. Si había algo que no podía soportar era la idea de no hacerlos sentir orgullosos.
Luego de una cantaleta más larga que la gran muralla China —cortesía del director—, salimos de allí con papá expulsando humo por las orejas. Mamá estaba igual, pero al menos ella lo disimulaba. Ya me estaba imaginando el castigo: podrían quitarme el auto, no dejarme salir por un mes, congelarme las tarjetas de crédito, confiscar mi móvil, ¡o peor aún!, todas las anteriores juntas. Y lo cierto era que lo merecía, pero eso no hacía más digerible la situación.
Una vez estuvimos en el enorme parking de la institución, abordamos los tres al coche de mi padre sin emitir ni la más mínima palabra. El ambiente estaba súper tenso y yo solo quería que me dieran por fin mi castigo, la atmósfera me asustaba y me irritaba a la vez. Tampoco estaba orgullosa de mi comportamiento, pero ya estaba hecho y no había vuelta atrás. El plan era aceptar los regaños y castigos y esmerarme para mejorar.
Durante todo el trayecto pensé en cómo me las arreglaría para no ser tan reprendida tan a menudo. Dejar de chatear con Beverly en clase encabezaba la lista. Luego vendría evitar dejarme convencer por mi novio para ir a besarnos bajo las gradas del campo de fútbol en lugar de ir a clases. Y quizás también limpiaría un poco mi "récord criminal" que dejase de echarme la culpa de las idioteces que solían hacer mis amigos.
Sí, era un buen plan.
Al llegar a casa, nos dirigimos directo al despacho de papá. No necesitaba que me lo dijeran, sabía que debía ir allí, ha sido mi zona de «estás castigada» desde que tengo uso de razón.
Ocupé mi silla, tal cual acusado en un juicio. Mamá tomó asiento a mi lado y papá en su enorme silla de cuero del otro lado de su buró de caoba que hacía un contraste divino con el tono pulcro del resto de la estancia. A diferencia del director, mi padre sí tenía buen gusto. Después de unos minutos haciendo su «Ritual de relajación para no matar a su princesa», comenzó a hablar por fin.
—Kimberly Adams, ¿puedes explicarme por qué tienes más de veinte reportes en el último semestre? ¿Por qué tienes reprobadas la mitad de las asignaturas? Y sobre todo, ¿por qué, según tú, en la escuela te iba "súper bien"? —interrogó, alzando cada vez más la voz con cada pregunta y con la irritación in crescendo.
—Papá, yo...
—¡No tienes justificación, Kimberly! —me cortó mamá llamándome por mi nombre completo, solo hacía eso cuando en verdad estaba enojada conmigo, cosa que pasaba muy pocas veces.
Ok, me lo merecía. No era que no me interesaran los estudios, al contrario, pero tenía demasiadas distracciones a mi alrededor. El Instituto Anderson no era solo el mejor de Summer Hills, sino también un trampolín que te envíaba directo a las mejores universidades del país. No obstante, desde que tenía novio y me hice socialmente popular, estudiar había dejado de figurar entre mis prioridades. Pero, en ciertos momentos, adoptaba la mentalidad de mis amigos y me decía: "¿Qué mas da? Soy rica y para mí estudiar es solo una formalidad, ¿no?". O al menos eso decían ellos.
—Lo sé, lo siento, yo... —murmuré, genuinamente avergonzada por haber caído tan bajo en cuanto a las expectativas.
—Un «Lo siento» no va a cambiar nada —bramó papá, furioso y podría jurar que vi fuego en sus ojos ámbar—. Tu madre y yo nos lo habíamos planteado el año pasado cuando vimos tus desastrosas calificaciones, pero descartamos la idea porque pensamos que habías mejorado.
—¿De qué hablas? —pregunté confundida.
Mamá compartió una mirada cómplice con papá y luego ambos asintieron serios. Siempre que hacían eso sabía que a continuación vendría una mala noticia.
Me abstuve de morderme las uñas ante la espectación que causó la pausa dramática que hizo papá porque, vamos, estar castigada y tener la manicura arruinada eran más desgracias de las que podía soportar en un mismo día.
Papá me lanzó otra de sus miradas cargadas de severidad justo antes de soltar la bomba atómica justo sobre mí:
—Ya no estudiarás en el Instituto Anderson e irás a una escuela pública en su lugar.
¡¿QUÉ?! ¡¿ESCUELA PÚBLICA?! Creo que voy a desmayarme.
—¡No pueden hacerme eso! —chillé exaltada, levantándome del asiento de un tirón.
Sí, soy algo así como una niña caprichosamente mimada, ¿y qué?
—Claro que podemos —replicó mamá aún conservando su serenidad.
—A ver, todo esto es a causa de mis bajas notas, ¿verdad? —inicié mi alegato de autodefensa—. Entonces, ¿por qué enviarme a una escuela pública donde la educación tiene un nivel más bajo?
—¿Acaso no escuchaste al director? —contraatacó papá—. Tu rendimiento no cabe dentro de los parámetros de un alumno promedio siquiera, prácticamente te expulsaron del colegio, solo que con sutileza y diplomacia. Esto no está a discusión, irás a una escuela pública y punto —sentenció, dando por zanjado el asunto.
—¡Pero eso no es justo! —repliqué, frustrada.
—¿Que no es justo? —intervino mamá, dirigiéndose a mí con una mirada que solo se me ocurrió catalogar como glacial—. Lo que no es justo es que nos hayas mentido con respecto a tu rendimiento académico y que nos creyeras tan tontos como para pensar que no nos enteraríamos de que eres un desastre.
—Mamá, mi intención no era...
—¡No me interrumpas! —espetó, logrando con ello que me sentara de nuevo—. Mereces ir a una escuela pública y cualquier castigo peor que se nos ocurra. ¡Y no voy a admitir discusión!
—Es que...¿por qué a un colegio público? —murmuré cabizbaja.
—Porque tu nivel académico da para eso y poco más —contestó papá—. E irónicamente hay estudiantes en escuelas públicas que merecen las oportunidades académicas que tú no supiste aprovechar. Así que ni siquiera deberías tomártelo como un castigo, sino como una "reubicación" justa.
No es justo.
—Ahora ve a tu habitación, estás más que castigada.
Asentí resignada antes de abandonar el despacho. Con un humor de perros y tratando de asimilar lo que acababa de ocurrir, me dirigí a mi habitación luego de ser privada de todos los lujos que me daban felicidad: mi celular, el auto y las tarjetas de crédito, pero, sobre todo, mi colegio.
El Instituto Anderson es el mejor de todo Summer Hills. Solo la élite de la ciudad asiste a dicha institución. Mis padres estudiaron allí y mi hermano también. Es un pase directo a la Universidad de Kenyon —la más importante de la ciudad— y a la Universidad de Johnson de Emerald Hills. En resumen, el mejor instituto. Y yo perdí mi cupo en él por estupideces.
Tan pronto puse un pie en mi cuarto, me lancé de clavado a la cama para pensar en lo que me esperaba: muerte social. Mis amigos se burlarían de mí hasta el cansancio, sería vista asistiendo a una escuela pública y, por si fuera poco, ya no podría subir lindas fotos a Instatram con el uniforme del Instituto Anderson.
Otro dilema era cómo sería esa escuela a la cual mis padres tenían pensado destinarme. No tenía nada en contra de las escuelas públicas ni de la gente que estudie en ellas, simplemente no quería ser una esas personas. Habilidades sociales siempre me sobraron, pero dudaba mucho que me gustase el ambiente, en especial porque Harold, mi novio, y mis amigos no estarían allí conmigo. Me costó todo primer año ser notada en mi antiguo instituto, incluyendo mis calificaciones, para que ahora mis padres decidieran arrebatármelo de las manos.
Después de quince largos minutos de autoconsuelo inútil, decidí dejar de pensar en lo inevitable, ya que mis padres no cambiarían de opinión, y en su lugar preferí darme uno de mis baños de rosas para quitarme el estrés. Me encaminé hacia mi precioso baño cuyas paredes, suelo y techo estaban recubiertos de mármol rosa y donde los objetos eran dorados. Me dispuse a llenar la bañera y a añadir tanto los pétalos como el gel de baño de rosas hasta obtener el equilibrio y aroma perfectos. Una vez listo, me despojé de mi uniforme y lo miré con tristeza al ser la última ocasión en la cual lo vestiría mientras amarraba mi cabello castaño en una coleta alta.
Tan solo con sumergir un pie en la bañera sentí que todo el estrés abandonaba mi cuerpo. Era terapéutico sentirlo bañado en rosas. Me aseguré de que mi piel se hidratara lo más posible durante el proceso; no era una de esas chicas que solo piensan en su físico, pero sí me preocupo por cómo me veo y me considero una fashionista nata. Tengo la suerte de poseer una complexión delgada que no requiere esfuerzo para mantener la línea, o sea que puedo consumir cuantos carbohidratos desee sin tener que hacerme esclava de dietas y básculas.
Saliendo del baño, ataviada con mi bata y en vista de que ya no poseía mi móvil para poder entretenerme, recordé que podría matar el tiempo mimándome y haciendo una pequeña sesión de skincare. Tomé asiento frente a mi tocador y comencé depilando mis semi-pobladas cejas, suele ser un trámite difícil deshacerme de aquellos pelillos rebeldes que se esparcen sobre mis ojos marrones. Con esa misión cumplida el resto se torna más fácil.
Concluida la sesión de skincare, cepillé mi cabello, me vestí —un hermoso vestido floreado que compré la semana anterior— y me posicioné frente a mi espejo de cuerpo entero para admirar el resultado. Estuve a punto de tomarme una fotografía imaginaria cuando me di cuenta de que no tenía mi celular.
¿¡Por qué mis padres son tan crueles!?
Sí, sí. Ya sé. Puedo llegar a ser un poco dramática.
—De lo que se perderá el Instituto Anderson a partir de ahora —suspiré en un intento de autoconsolarme por la horrible situación.
¿Qué me esperará en esa escuela pública? No lo sé, y tampoco quiero averiguarlo.
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¡Hola!
¿Qué? ?Esperaban que después de meses con la novela en borrador acabarían dedicándole «Noviembre sin ti»? Pues no, mis cielos.
¡Ya la historia está de regreso! Espero que, para los antiguos lectores, las mejoras sean de su agrado y, para los nuevos, que decidan quedarse por aquí. Voy a estar actualizando cada viernes —pinky promise—, así que las esperas largas y la incertidumbre no la hallarán aquí.
Ahora bien, ¿qué les pareció Kimberly?
Besos de Karina Klove 😘
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