Capítulo 16: Lucha, Muerte y Sangre - Parte 3
Mi meta era un capítulo al semestre y, dado que estamos a julio (y mi segundo semestre parte en agosto), en mi libro no la he roto todavía (sí claro). Veremos qué pasa con eso. Y ya no sé qué más iba en estas notas de autor.
Nota 1: los rangos imperiales están basados en los romanos, pero por diversos motivos no son de una época específica, sino que están agregados y usados a conveniencia (tienen un orden detrás, de eso no se preocupen). Solo deben saber que, si un cargo tiene "Imperial" en el nombre, es superior al que tiene el mismo nombre, pero se apellida "Militar".
Nota 2: dejaré en los comentarios la traducción para los diálogos en otros idiomas. No serán una traducciones exactas, pues sería difícil preservar la esencia del mensaje si lo traduzco literal (cosas como expresiones son difíciles de traducir, por ejemplo), pero de esta forma se entiende qué se quiere decir.
Nota 3: respecto a los militares japoneses del canon, algunos de ellos tendrán los rangos cambiados (por temas de la historia) y otros no aparecerán (Kuribayashi y Kurokawa, siendo precisos).
Nota 4: habiendo ya terminado de escribir el cap, y como sé que hay gente a la que le interesa saber el largo de estas cosas, pues solo diré... si no es el fragmento más largo que haya escrito, está bastante cerca. Eso.
Ah sí, ¿y quién diría que ha pasado más de un año desde que comencé este capítulo? (El Capítulo 16 completo, no esta parte 3). Cosas de la vida, supongo.
Disclaimer: "GATE thus the JSDF fought there!" no me pertenece. Todos los derechos a su creador original, esta es una historia basada sueltamente en dicha obra sin fines de lucro.
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Capítulo 16
Lucha, Muerte y Sangre
Parte 3
"Pensé que sentiría muchas cosas cuando los Imperiales abandonaran su asedio de Alnus. Felicidad, euforia y energía, eran algunas de mis sospechas. En su lugar, no sentí nada. Solo me senté en el suelo, manchado con sangre y hierro, y observé la salida del Sol por el horizonte. Un alivio me conquistó por completo, sin que pudiera evitar el echarme a llorar. Estaba vivo. Habíamos ganado."
-Soldado estadounidense anónimo.
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Sala de Guerra, Cuartel General Soviético, Alnus
El capitán Khoakin Chumikov entró con pasos calculados a la habitación, que más que una sala de discusiones tenía la apariencia de un juzgado donde sus superiores eran los juez y verdugo. Reconoció a quien presidía la ocasión: teniente general Vatutin, un hombre joven para su rango que gozaba del favoritismo de Stalin. Contuvo las ganas de girar los ojos: si él le acusaba de algo, no tendría mucho con qué defenderse, eso sin contar el hecho de que estaban literalmente en otro mundo.
Decidió guardarse sus comentarios para después de la reunión.
—Capitán Chumikov —hasta el tono que usaba le molestaba, pero al menos era tolerable. Si Viratovsky le hubiera hablado de esa forma, seguro estaría ante un pelotón de fusilamiento por haberle roto la cara. Habría valido la pena, de todos modos—. Asumo que, como ayudante del comisario Chemikov, usted está al tanto de la situación que se desarrolla allá en Itálica, ¿verdad?
Asintió, vigilando de reojo las reacciones de los oficiales que le rodeaban.
—Estoy al tanto del asedio imperial sobre la ciudad.
—Bien. Ahora, escúcheme bien y que esto no salga de estas cuatro paredes —Chumikov asintió nuevamente, tensándose en su puesto. El cómo reaccionara a lo que fuera que le dijeran posiblemente determinaría el resto de su carrera allí en Falmart—. Unas horas atrás, cerca de la medianoche, hubo un ataque concentrado de artillería imperial enemiga. Los muros de Itálica fueron perforados en dos ubicaciones.
Tensó su mandíbula para evitar emitir sonido alguno o abrir su boca, pero sus ojos traicionaron su impresión durante algunos segundos.
—¿Capitán? —Vatutin le llamó la atención ante su falta de respuesta. Khoakin tomó la oportunidad para reafirmarse en su puesto.
—Esas no son buenas noticias, camarada general, si se me permite decirlo —su respuesta no salió tan firme como hubiese querido, pero al menos no flaqueó. Decidió dar el siguiente paso él—. ¿Qué requieren de mí? ¿Tiene relación con dicha situación en el norte?
Vatutin parecía cómodo ante la reacción positiva del oficial. El resto en la sala lo imitaba o mantuvo una expresión neutral.
—Hace cosa de media hora hemos sido contactados por el coronel Viratovsky del Fuerte Kentucky. Nos indica que reorganizó las tropas del fuerte y los Equipos de Reacción en tres grupos distintos en la operación "Oso Meridional", con lo cual planea apoyar a Itálica y hostigar las tropas imperiales. Los equipos de reacción están en el Grupo Atlántico, conformado por las cuatro unidades y algunos exploradores soviéticos como avanzada.
Khoakin sintió un "pero", especialmente tras el silencio del general.
—¿Ocurre algún problema con dicho Grupo Atlántico?
—El comandante del Grupo Atlántico es un norteamericano. —Khoakin entendió de inmediato cual era el problema, rápidamente recordando quienes comandaban los Equipos de Reacción. Ninguno era un oficial "limpio" para estándares soviéticos, y seguro que Viratovsky odiaba la idea de delegar el mando en "occidentales capitalistas"—. Ninguno de los oficiales presentes es de confianza. Capitán, ¿tiene usted algún reparo en ser enviado a Itálica?
—Ninguno, camarada general, salvo que me permitan recoger mis pastillas antes de partir. —Si bien había sido herido el mes anterior y ya estaba terminando de recuperándose, aún había ocasiones en que la zona le molestaba—. No tengo impedimento en salir dentro de poco.
—Excelente. —La aprobación brillaba en los ojos de sus superiores. Tal parece que se había salvado del pelotón de fusilamiento una vez más—. Capitán, recoja lo que necesite, además de un ayudante, y preséntese ante el oficial de transporte en la estación de ferrocarril. Tiene media hora.
Apenas bajó la mano de su sien, Khoakin salió disparado del cuartel general. Sin aminorar su paso entró a los barracones y echó en su bolsa las pocas cosas que necesitara: cargadores para su pistola, algunas pastillas para el dolor, un silbato por si debía nuevamente hacer de comisario del NKVD y un paquete de cigarrillos occidentales de contrabando que tenía escondidos bajo su catre.
—¡Chernov! ¡¿Dónde carajo estás?!
—¡Aquí! —Se escuchó una voz desde el otro lado del barracón. El oficial que fuera su segundo al mando como parte de los Equipos de Avanzada apareció tras unos largos segundos de espera, su uniforme sucio, pero bien puesto. Chumikov no le dio tiempo para excusarse ante la demora en aparecer.
—Chernov, toma tus cosas y ve ante el oficial de transporte en la estación que va a Itálica. Tienes diez minutos para estar allí listo.
—P-p-pero... ¡si solo el llegar allí son cinco minutos!
—¡Pues ve empezando, pedazo de inútil, que el tiempo apremia! Yo me encargo de las armas.
Dejando al teniente atrás, Khoakin hizo su camino por los pasillos subterráneos escasamente alumbrados hasta la armería soviética, una estructura reforzada a medio enterrar que era el segundo edificio soviético con más tránsito de personas, después del cuartel general de Vatutin. Colándose por una puerta semiabierta lateral a la zona principal, Khoakin se encontró con uno de los oficiales a cargo del recinto.
—¡Frolov!
—¿Chumikov? ¿Qué carajos hiciste esta vez?
—Eh, ¿a qué viene eso?
—¿Me vas a decir que esta vez no metiste la pata y te enviaron a hacer alguna tarea de muerte segura solo para volver al cabo de unos días prácticamente intacto y con un estandarte saderiano entre manos?
—Oye, que eso solo fue una vez.
—Sí, pero el papeleo que tuve que pasar por el arma que sacaste "informalmente" y luego perdiste me hace pensar que fueron más.
—Detalles, detalles... dejando eso de lado, necesito que me hagas un fav-
—No te entregaré un PTRS con municiones para tres días de combate, si es lo que preguntas.
Khoakin chasqueó la lengua, molesto al verse atrapado.
—¿Algo más?
—Bueno, en ese caso, necesito dos subfusiles con municiones. Tengo otro encargo y mi ayudante y yo necesitamos armas.
—Eso es algo que puedo hacer. ¿Dos PPSh-41 sirven?
—¿No pueden ser PPD-40?
—A los del NKVD aún les gustan esas. A menos que quieras deberle un favor a Chemikov o a otro comisario, te recomendaría que te mantengas alejado de esas.
Khoakin gruñó por lo bajo, pero asintió, guardando su pistola en la bolsa y recibiendo los dos subfusiles de Frolov. Este, por su parte, anotó en un documento sobre los dos subfusiles "perdidos" en bodega.
—Puedo añadir también unos M1891/30 si gustas.
—¿Y eso?
—Hay tantos partiendo y llegando del frente que se nos han perdido varios. Un par más o menos no levantará sospechas.
—Pero si son subfusiles levantan cielo y tierra, ¿no es así?
—¿Los quieres o no?
—Bueno, siempre es mejor tener al menos uno a mano. Los llevaré.
—Bien... pero trata de devolver aunque sea uno de esos subfusiles, ¿quieres?
—Lo dudo. Me están enviando al norte, y si regreso con este significa que o ganamos la guerra o la magia me llevó hasta aquí.
—Me da igual si tienes que ir a Sadera y golpear al emperador en la cara, quiero esos de vuelta si es que empiezan a fisgonear que pasa con las armas perdidas.
—Sí, sí, lo que sea. Nos vemos.
—Ajá.
Khoakin llegó pronto a la estación de ferrocarril, aunque no sin antes ocultar los subfusiles en su bolso de viaje, con Chernov esperándole allí junto al oficial de transporte. Este estaba revisando su reloj, una ceja levantada al ver aparecer al capitán.
—¿Y esas armas?
—No vamos a ir desarmados a una zona de guerra, ¿verdad? —Entregándole uno de los fusiles Mosin-Nagant y una bolsa de peines con municiones a su subalterno, Khoakin se paró frente al oficial de transporte—. Aunque sí debo preguntar... ¿cómo saldremos de aquí? Tengo entendido que el tren aún no regresa de Itálica...
Su rostro se desvió al punto donde apuntaba el sonriente oficial. Sus ojos se abrieron como platos, lentamente volviendo a encararlo.
—Tiene que estar de broma.
—Me temo que no.
—Sí sabe que lo cazan como a patos si es que los pillan, ¿verdad?
—No es mi problema. Vayan subiendo, que el tiempo apremia. —Con un gesto apuró a ambos oficiales a acercarse a la pista, dándole una señal a los pilotos para que encendieran los motores de los dos PS-43, nombre dado a los Vultee V-11 de propiedad soviética—. Supongo saben usar un paracaídas, ¿verdad?
Cualquier queja del dúo fue silenciada por el ruido de los vehículos y ambos subieron a uno de los aviones, con el otro llevando a otros dos ayudantes asignados por el alto mando. El oficial de transporte, viéndolos partir mediante la improvisada pista de despegue con tablones de madera, restos de concreto y reparaciones de emergencia, fumó tranquilamente un cigarrillo en lo que apreciaba el espectáculo que eran las luces antiaéreas de la base apuntar a otros lados para evitar que los dragones saderianos notaran los aviones que silenciosamente se escapaban del cerco.
Cerco que, no sabiéndolo él, ya estaba roto.
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—Avance con cuidado, señora. Aunque no ha habido mucho combate por la zona, aún hay explosivos sin detonar enterrados.
—Las municiones mágicas no detonarán si no lo hicieron ya al impactar con el suelo, optio.
—Las nuestras no, es verdad, pero las enemigas sí que pueden explotar con demora. Creemos que lo hacen a propósito, la verdad. Han sido demasiadas ocasiones para ser solo coincidencias...
Arpeggio ignoró al optio imperial que seguía hablando (más bien divagando a esas alturas) sobre las municiones enemigas, en su lugar comprobando nuevamente que su chaqueta no tocara el suelo barroso gracias a la humedad, pese a ir a caballo. La noche seguía presente, pero ya algunas horas habían pasado de la oscuridad total y ahora había cierta claridad. La suficiente como para ver que dicho barro no ensuciara sus ropas.
Hey, que eran ropas caras. Ser la sublíder de armamento mágico imperial tenía sus privilegios, después de todo.
—Optio, ¿puede concentrarse en a lo que vinimos? Me gustaría terminar lo antes posible. —Lo interrumpió una vez comprobara la limpieza de su atuendo. De ser por ella no estaría en el campo, pero no tenía forma de hacerle el quite: los magos allá en Rondel querían saber cómo se desempeñaban los último modelos de cañones que habían desarrollado para enviarle un informe a sus superiores allá en Sadera, y como daba la casualidad de que se hallaba cerca del frente ("cerca" solo de forma relativa: originalmente estaba lejos de Alnus, pero mucho más cerca que otros altos cargos de la división) fue asignada para la labor. Para evitar la vigilada Vía Itálica tuvo que dar un largo rodeo por Alnus, bajando por el este, viajando por el sur y ahora subiendo por el oeste, todo para comprobar unos cañones instalados en esta última zona del cerco debido a que "la tranquilidad hacía que pudieran ser instalados sin dificultades".
Ahora, ella no era una experta militar, pero dudaba que el enemigo se quedara quieto si ellos instalaban cañones diseñados para destruir el único camino para llevar suministros a Itálica. Pero bueno, tampoco era de su preocupación: su labor era de comprobar su funcionaban y enviar un reporta a Sadera y Rondel, nada más.
—...claro, señorita Arpeggio. Una vez atravesemos la zona de la XXVI. Legión estaremos cerca de la zona donde instalaron los cañones. Espero le sea útil, tiene una buena vista del caballo de hierro enemigo. Podrá revisar los efectos de las armas a placer sin temor a represalias. —El tono del optio era tranquilo, pese a que claramente no le era agradable que Arpeggio le interrumpiera su monólogo. De todas formas, y era algo que esta última agradecía, no dejaba que interfiriera su trabajo, continuando con su labor de escolta.
—Gracias.
Siguieron avanzando por la oscuridad menguante. Había suficiente luz como para empezar a ver siluetas en el horizonte, pero aún era imposible distinguir cualquiera cosa más allá de eso. De vez en cuando, Arpeggio y su escolta desviaban la cabeza hacia la derecha, observando los proyectiles y llamas que se alzaban producto del brutal enfrentamiento entre las tropas imperiales y sus enemigos del otro mundo. Arpeggio no había pisado un campo de batalla aún, pero confiaba en que sus acompañantes sí: algunos, para su disgusto, ni siquiera se habían removido las manchas de sangre y tierra de sus uniformes.
—Optio.
—¿Diga?
—¿Por qué no usan armaduras? ¿Es porque son de las Escuadras?
Pequeño detalle que siempre debía recordarse: estos hombres pertenecían a las Escuadras de Zorzal, no al Ejército Imperial. Si bien el príncipe heredero había ya abandonado Alnus hacia dos semanas con sus tropas personales, camino de la capital imperial, algunos destacamentos para labores específicas quedaron en el lugar. El que la escoltaba era parte de dichos destacamentos, con la labor de escoltar y asistir al personal de la División de Armamento Mágico Imperial.
Por Elange, como le gustaba ese nombre.
—Las armaduras son de poca ayuda en este nuevo estilo de guerra, señorita. —El tono del optio era grave, y dejaba en evidencia como era su experiencia la que hablaba por él—. Si sirvieran de algo, habríamos expulsado al enemigo de Falmart desde el inicio, cuando los ejércitos chocaron aquí en Alnus hace ya dos años atrás.
—¿Estuvo usted aquí? Quiero decir, en la primera batalla de Alnus.
El optio le miró con dureza, algo que asustó a la joven maga.
—Así fue. Pertenecía a las tropas de la VII. Legión Imperial que fueron a reforzar a los restos de la VI. Legión tras la fallida expedición tras las puertas. No tuvimos oportunidad alguna. La II. Flota fue aniquilada pese a estar reforzada con magia, y nosotros, aunque tuvimos pequeños avances, fuimos aniquilados por el destacamento enemigo, que usó un arma de aire verde que dejó indefensas a nuestros hombres. Fue una masacre sin igual.
Había escuchado antes la historia: sobre como un destacamento explorador enemigo, que en total no debía superar los cinco millares, aniquiló a más de setenta mil legionarios y una flota sin problemas. Pero escucharlo de un superviviente era otra cosa: su rostro por momentos escapaba de las facciones endurecidas y mostraba a un adulto joven asustado y traumatizado, que vio caer a los suyos por miles sin compasión alguna. Arpeggio tuvo la certeza de no seguir preguntando por el tema, en su lugar volviendo su mirada al frente.
Siguieron avanzando en silencio por el campo, los ruidos de la batalla a lo lejos, durante varios minutos. Pasado un rato, uno de los jinetes de al vanguardia del grupo se acercó al optio, que comandaba el destacamento, y ambos entablaron conversación en voz baja con miradas entre preocupadas y extrañadas. Tras varios segundos tensos de charla a bajo volumen, el jinete partió de vuelta al frente de la formación.
—¿Ocurre algo, optio?
—Es sobre aquellas colinas, señorita. —El legionario de las Escuadras apuntó a una de las formas que se distinguían entremedio de la oscuridad, el promontorio haciéndose notar contra el cielo azulado de la madrugada—. Seguimos en el sector de la XXVI. Legión, pero si se fija, en aquellas tres no hay ni estandartes ni banderas, ya sea de la legión correspondiente o del Imperio. Es lo primero que es extraño.
—¿Por qué es el que no haya banderas de la legión extraño?
—Varios comandantes del Ejército Imperial "olvidan" levantar la bandera del Imperio, pero siempre alzan la bandera o estandarte de su legión. Es un asunto de orgullo. Que no haya ninguno de esos es algo muy raro. —Se llevó la mano a la barbilla, pensativo—. Algo debe haber pasado, pero ¿qué? ¿Qué los llevaría a bajar incluso su propia bandera?
—¿Y si a lo mejor se aburrieron, empacaron sus cosas y se largaron? Es un sector tranquilo del frente, después de todo.
—... señorita, guárdese sus malas bromas para después. Los del Ejército Imperial serán no siempre tan brillantes como las Escuadras, pero al menos saben que cometer dicha imprudencia es un suicidio en letras capitales. Algo debe haber ocurrido...
La conversación fue interrumpida por el mismo jinete, quien se acercó y murmuró unas palabras al optio, antes de salir en otra dirección. Arpeggio observó como la mandíbula del veterano se tensaba de golpe, a la vez que murmuró algo inentendible, pero que por la forma debió ser una maldición.
—¿Qué sucede? ¿Adónde fue el jinete?
—Fue a avisarle al resto.
—¿Qué cosa?
—Hay un perímetro imperial adelante, y quieren evitar que pasemos. Esto no es bueno. ¿Un perímetro tan atrás de las colinas y sin señal de combate alguno? Algo raro pasa...
El grupo avanzó hasta hallar dicho perímetro, encontrándose con los exploradores de la escolta. Allí les esperaban, a oscuras salvo por una antorcha casi enterrada en el suelo y tras una trinchera improvisada con tierra compacta apilada, legionarios atentos a sus alrededores y un tribuno imperial, impaciencia escrita en su rostro ante la velocidad del grupo. Al arribar a la trinchera, dicho tribuno casi echó al suelo de un movimiento al escolta frente a ella, urgiendo con gestos rápidos a Arpeggio y al optio a bajar de sus caballos también. Lo consideró durante varios segundos, pensando en el lodo y su fina chaqueta militar, pero al ver como dos legionarios se acercaban no con buenas intenciones, decidió obedecer y echar pie a tierra.
...
Ouch. En retrospectiva, quizás si debiera haber sabido como bajar de un caballo sin hacer el ridículo. Al menos la oscuridad ayudó a camuflar el episodio vergonzoso.
—Tribuno, señor. ¿A qué se debe este corte en el cami-
—¡Cierre la boca y baje del caballo, o lo bajo yo a golpes! —El optio estuvo con ambos pies en la tierra en cuestión de segundos, tomando las riendas de su caballo y manteniéndolo junto a él mientras se colocaba junto a ella. El tribuno apagó la antorcha de una patada—. Segundo, ¿Qué clase de idiotas atraviesa esta zona de Alnus ahora? ¿Son todos los de las Escuadras tan imbéciles, o les pagan por enervarnos los nervios a los del ejército de verdad?
Arpeggio le dedicó una mirada de muerte ante el calificativo usado contra su escolta (después de todo, ¿quién osaría criticar a las tropas que la guardaban? Era así mismo un insulto a ella), pero el jefe de su escolta no se dejó amilanar.
—¿Pertenecen a la XXVI. Legión?
—Sí, todo el perímetro pertenece a la legión. Estamos en la zona sur, y quizá la más segura por ahora. ¿Y qué los trae por aquí? ¿No se habían retirado las Escuadras con el príncipe heredero hace dos semanas?
—Estamos en misión de escolta para llevar a la señorita Arpeggio El Lelena, de la División de Armamento Mágico Imperial, hasta la Vía Itálica para revisar la prueba de nuevo armamento llegado desde Rondel. Debido al fuerte combate al norte tuvimos que dar un rodeo por el sur de Alnus. Por dicha razón, debemos pasar por este perímetro.
—¿Es imperativo que lleguen a la salida norte del cerco?
—Así es, y lo antes posible. Si los informes son fiables, podríamos tener un arma con la que finalmente destruir el fuerte a la salida norte.
—Si es así, me temo que han escogido el peor momento posible para hacer el camino. —El tribuno dio un suspiro pesado, masajeándose el temple—. Desvíense al oeste y sigan hasta más allá del perímetro, digamos, unos diez minutos. Luego podrán seguir al norte, y probablemente no tengan problemas.
—¿Puedo preguntar el porqué de este perímetro? ¿Está relacionado con la falta de estandartes en las colinas que rodean Alnus?
—... ¿en serio no han escuchado las noticias?
—Hemos estado viajando sin pausa desde el otro lado del cerco sin acercarnos a las guarniciones. Cualquier información sobre el estado del frente se agradecería.
El tribuno abrió la boca, mas ningún sonido salió. Eso debido a que, justo en ese momento, la cabeza del optio explotó.
Arpeggio se quedó helada. Carne, hueso, sangre y masa cerebral, cosas de las que ella solo había estudiado hacia algunos años, salieron disparadas en todas direcciones, oscureciendo su ropa y manchando su rostro. A lo lejos, en una de las colinas sin estandartes, un soldado del Grossdeutschland accionaba el cerrojo de su rifle, una línea añadida en la hoja a su lado uniéndose a las ya allí presentes.
Para la comitiva y el perímetro imperial, el impacto de la ocurrido terminó de calar en sus mentes cuando el sonido del disparo llegó hasta sus oídos.
—¡Tirador Largo!
Arpeggio fue agarrada por uno de los miembros de la escolta y arrojada al suelo, el legionario cubriéndola con su cuerpo. A los pocos segundos, aquel soldado anónimo también cayó fatalmente herido, impactando el suelo con un agujero en la base del cuello a la vez que el sonido llegaba nuevamente. Arpeggio observó, ojos abiertos como platos, como aquel legionario se ahogaba en su propia sangre, luchando vanamente contra aquel daño hasta que finalmente cedió, la fuerzas abandonando sus músculos. Un tiempo indeterminado pasó, tiempo en el que la maga temió realmente la muerte por primera vez en su vida, hasta que escuchó, claramente, un grito venir a lo lejos desde el oeste.
—¡Fuego!
Un ruido ensordecedor irrumpió el pánico del ambiente, los cañones imperiales apostados más lejos de la colina rugiendo hambrientos de sangre. Arpeggio levantó la mirada, temerosa, buscando las armas. Negó internamente para sí misma: no golpearían la cima, o cualquier parte de la mitad superior de la colina en realidad. Pero grande fue su sorpresa al ver el efecto de los disparos: en lugar de la destrucción que esperaba, vio grandes volúmenes de humo cubrir la falda de la colina. Ella no había diseñado esos proyectiles. ¿Los habrían improvisado los legionarios? ¿O fue alguien más del que ella no tenía idea? Había varios magos trabajando en Alnus haciendo mantenimiento y estudiando las armas desarrolladas por la División de Armamento Mágico, pero ¿habrían ellos desarrollado aquello?
Fuera lo que fuera, quedaría para después gracias al miembro de su escolta que le agarró del brazo y levantó forzadamente. Arpeggio observó a los legionarios prepararse para el combate en la trinchera: los soldados imperiales esperaban agazapados tras la escasa cobertura, escapando de la vista enemiga, mientras que algunos valientes se mantenían observando desde lugares preparados de antemano para la tarea, disimulando su silueta lo más posible. El miembro de su escolta le hizo subir a su caballo apresuradamente, subiendo luego al propio e indicándole que le siguiera, arrojándose al galope camino del sur.
—¡Salgan de aquí! ¡Saquen a la maga cuanto antes! —escuchó les gritaba el tribuno desde la trinchera—. ¡Aunque muera el último de ustedes, que la maga salga con vida!
Varias detonaciones se oyeron a la distancia. Arpeggio giró sus ojos hacia la ahora colina enemiga, observando varias luces aparecer. Los legionarios locales y de su escolta se afirmaron en sus puestos. Aquel gesto no le dio seguridad, y decidió aferrarse a su caballo igualmente.
Explosiones ocurrieron a su alrededor, relinchos y gritos de dolor mezclándose con el silbido de los proyectiles que caían e impactaban a la distancia y los envolvían con humo, polvo y tierra. No levantó la mirada y siguió aferrándose al caballo que galopaba, solo frenando cuando logró oír el grito de otro legionario y una de sus manos le remeció el hombro. Frenó la marcha, al menos lo suficiente como para moverse de manera controlada. El segundo al mando del optio la revisó con la mirada, asintiendo al poco tiempo.
—No está herida. Vámonos, tenemos que salir de aquí.
—Pero las armas...
El legionario negó con la cabeza.
—Olvídese de ellas. Diablos, olvídese de Alnus. El enemigo rompió el cerco en nuestra zona más débil, y probablemente incluso con refuerzos de las legiones XXV. y XXVII. no logren contenerlos.
—...e-eso... eso quiere decir...
—Alnus está perdido. Seguramente ya hayan enviado a un mensajero para comunicárselo al comandante Marcus. Vamos, tenemos que evacuar el lugar antes de que nos atrapen las patrullas enemigas.
—¡P-pero soy una maga! ¡Seguro puedo hacer algo contra ellos! ¡Si volvemos-
—Señorita Arpeggio. —La gravedad en la voz del soldado le hizo parar de golpe—. Llevamos meses de lucha contra ellos. Han muertos cientos de magos, y aun así nunca lograron parar los esfuerzos enemigos por mucho tiempo. ¿Cree, honestamente, que uno más, aislado del resto, tomado por sorpresa y en mitad de un campo abierto, haga alguna diferencia contra un enemigo que logró romper nuestras líneas?
El silencio fue su única respuesta. El legionario le volvió a palmear el hombro, apuntando al sur.
—Vámonos. Cambiaremos de caballos con la LV. Legión y proseguiremos hacia el norte. Al anochecer debemos haber llegado al campamento y nos largaremos mañana al amanecer. ¿Alguna objeción?
La maga no hizo ninguna, y así el grupo se alejó. Tan absorta estaba Arpeggio en contemplar la magnitud del desastre que se avecinaba, que no notó la falta de la mitad de su escolta hasta encontrar tropas amigas.
Lejos de allí, en la cima del Hill 042, el oberst Hörnlein observó, mediante sus prismáticos, cómo otra defensa imperial se desmoronó ante sus hombres.
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Fuerte Kentucky
—Odio volar aquí en Falmart.
—¿Por qué, si puede saberse eso?
—Yo solo digo que, si tengo que matar a otro jinete de lagartija voladora con un fusil desde la cabina de un avión mientras estoy volando a dos kilómetros de altura, alguien va a tener que invitarme a una botella de vodka o darme una medalla.
—Bueno, camarada capitán, por sus palabras veo que llegó bien. Y también parece tuvo diversión en su viaje. —Khoakin cerró la boca de inmediato al reconocer la voz frente a él. El coronel Viratovsky le observaba sonriente, y el capitán y su ayudante, muy reticentemente el primero, se llevaban la mano a la sien.
—Dah, camarada coronel. Aunque fue un vuelo agitado.
—Me imagino. Salir de Alnus por aire es casi un suicidio, pero al menos ahora es posible. Si logran romper el cerco entonces podrán empezar a enviar aviones a apoyar Itálica. —A un costado del grupo, los pilotos ayudaban a los ingenieros a llenar de combustible los tanques de los aviones—. De todos modos, lo que nos reúne es otra cosa. Capitán, ¿conoce usted la situación en Itálica?
—He sido informado por el general Vatutin sobre la situación en general y que se necesita de mí, con órdenes específicas. ¿Posee alguna información adicional?
El gesto agrio de Viratovsky fue casi una obra de arte para el capitán. Las palabras de Vatutin le ataban: llevarle la contraria significaba un castigo para él, y por ende no podría salirse con la suya fácilmente.
Claro, puede que no tuviese órdenes "específicas" de Vatutin, pero Viratovsky no tenía que saber eso, ¿verdad?
—El Grupo Atlántico se encuentra al sureste de Itálica, detrás de las tropas de caballería alemanas, pero ya separándose de ellas cuando se reportaron hace quince minutos. Ustedes se lanzarán en paracaídas con los suministros que lleven y usted, capitán, tomará el mando de la unidad. Las órdenes generales son las mismas: crear caos en la retaguardia imperial, que supongo son las mismas del general. ¿Algo más que necesite?
—¿Tendremos apoyo artillero o aéreo para nuestras operaciones?
—El teniente nazi de Baum estará en el aire con sus Stuka disponible para misiones de apoyo, pero tendrán que peleárselo con los otros soldados y las tropas de Itálica. Artillería, solo los morteros que lleven los equipos.
—Con eso me basta y sobra. ¿Algo más, coronel?
—... no, creo que eso sería todo.
—Perfecto. Y vaya, creo que los aviones terminaron de cargar su combustible. Si nos permite...
Khoakin hizo una venia hacia su superior y empujó a Chernov hasta los vehículos, apresurando a las tripulaciones con su sola presencia (y una muy generosa demostración de su pistola). En tiempo récord las aeronaves ya estaban en el aire, con el capitán ruso por fin relajándose ante la idea de no tener que soportar al coronel de ego inflado.
Que sí, puede que todos los oficiales de los Equipos de Reacción que quedaban tuvieran el ego igual o más inflado que ese coronel, pero al menos ellos no podían mandar a fusilarlo a él.
...
O al menos eso esperaba.
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Alnus
—¡Corran! ¡Corran, maldición! ¡Corran!
—¡Legionario, alto y cállese! —El centurión a cargo del puesto le detuvo de golpe al agarrarlo de su armadura, arrojándolo al suelo. El resto de los legionarios se mantenía apegado a sus defensas improvisadas, sus ojos atentos escudriñando la oscuridad menguante que les rodeaba—. ¿Qué demonios le pasa?
—¡Son cientos, miles! ¡Tenemos que huir!
—¿Huir de qué?
—¡Los enemigos del otro mundo! ¡Son como demonios, nada los detiene! ¡Han aniquilado a todos, y nosotros somos los siguientes!
El centurión miró a sus hombres, que le devolvieron la mirada sonrientes.
—Cálmate, amigo. El enemigo nunca logrará romper tan fácilmente las dos líneas defensivas de la legión antes de esta. Quien sabe, puede que incluso los contengamos con menos, o nosotros paremos su avance. "Los héroes imperiales", ¿eh? No quedaría mal una condecoración, ¿verdad?
Los soldados rieron en voz baja ante la idea.
—Señor —le llamó la atención uno— se acerca un grupo. Además, está aclarando. Ya podemos ver a la segunda línea.
—¡Hasta nunca, imbéciles! —El legionario que había sido detenido aprovechó al distracción para largarse corriendo. El centurión se inclinó de hombros y se giró hacia el grupo que llegaba, esperando que aportaran mejor conversación que el asustadizo hombre que juzgaba era un desertor. Tal como indicó el hombre bajo su mando, a cierta distancia podía observar un grupo acercándose a las ahora visibles defensas improvisadas de la segunda línea defensiva de la XXV. Legión, sus legionarios moviéndose de un lado a otro terminando sus defensas.
Su expresión se congeló al ver como dicha posición defensiva desapareció en explosiones y nubes de humo, la formación desintegrándose en segundos. Y lo peor: de entre el polvo vio aparecer figuras con cascos redondos y armas largas, las mismas que estaban en el grupo que se aproximaba inicialmente.
Grupo cuyos cascos no eran imperiales.
Cualquier otra apreciación fue interrumpida por un estampido, y el centurión cayó muerto con un agujero en la cabeza. Sus hombres corrieron el mismo destino minutos después, los desafortunados que quedaran con vida siendo repasados por las bayonetas de sus atacantes sin oportunidad de rendirse o retroceder.
Las tropas del Grossdeutschland, sedientas de sangre ante las penurias de sus camaradas en Alnus, avanzaron sin piedad por entre sus restos, dispuestos a cazar a cualquier imperial que se atravesara en su camino a la victoria.
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"Uno, dos, tres... ¿hasta cuanto debía contar?" Varios segundos pasaron mientras pensaba. Al final, el próximo suelo decidió por él. "Bueno, ni que me pagaran por pensar."
Y con esas palabras, tiró de la anilla que liberó la seda de la que estaba hecho su paracaídas.
Tras aguantar el tirón producto del abrupto freno de la velocidad y rodar al llegar a la tierra, el capitán Khoakin Chumikov cortó las cuerdas en lo que revisaba su alrededor: Chernov estaba igualmente cortando sus cuerdas y los dos hombres aportados por el alto mando soviético terminaban de caer en aquel momento, aunque ellos en árboles. A un par de docenas de metros de distancia se encontraban los contenedores con suministros arrojados por los aviones, por suerte intactos.
—Fue un descenso tranquilo, capitán.
—Así parece, Chernov. Pero no te confíes: estamos en territorio enemigo. Cualquier cosa podría atraerlos como polillas a una lámpara.
La vegetación tras ellos se sacudió, y en un fluido movimiento el capitán preparó su pistola y apuntó a los arbustos. La oscuridad no le dejaba ver mucho, pero aun así podía distinguir la figura imperial que se acercaba.
La forma del fusil y el casco adornado no ayudaban mucho a disimularlo tampoco.
Los tres hombres se miraron entre sí, la tensión escalando por cada segundo que pasaba, y parecía que el saderiano iba a dar el primer tiro...
¡BAM!
...solo para caer muerto de un disparo que le atravesó el cerebro.
De entre los árboles al costado del grupo apareció una figura cuyo dueño el capitán soviético reconoció, aunque si por él fuera preferiría no volverlo a ver en su vida.
—Ese fue un buen tiro, hauptmann Schmidt.
Pero hey, daría crédito donde crédito había.
—Honestamente no pensé que te volvería a ver con vida, Chumikov. —El capitán alemán, que portaba una Kar 98k asintió, dando el permiso no verbal para que sus hombres apareciesen desde la arboleda—. Tal parece que Alnus no es muy duro si hasta una lacra comunista como tú puede sobrevivir.
—¿Qué puedo decir? Cuando te hacen oficial de retaguardia, las oportunidades para morir no son muchas.
—En eso estamos de acuerdo.
—¿Kapitán Chumikov? ¿Qué demonios significa esto?
El comentario provino de uno de los árboles, donde los dos suboficiales del cuartel general soviético estaban aún atrapados. Uno de ellos pareció cansarse de estar allí, dado que sacó un cuchillo y empezó a cortar las ramas que le restringían.
Schmidt miró a Chumikov con una ceja levantada, el capitán soviético negando con la cabeza.
—¿Te importa? —preguntó mientras apuntaba al dúo. Khoakin se encogió de hombros.
—Adelante.
—Feuer.
El escuadrón alemán levantó sus armas y descargó una ráfaga de fusilería. Los dos suboficiales fallecieron al instante, las balas terminando el trabajo iniciado por el cuchillo y permitiendo que aquel que intentara liberarse cayera con un ruido sordo. Chernov observó petrificado el acto, pero Khoakin se limitó a acercarse y revisar el uniforme del fallecido caído.
—¿Estamos de acuerdo en que los fusilaron los imperiales al quedarse atrapados en el árbol? Eliminamos una patrulla aquí hace poco, así que no sería raro.
—Sí, no lo cuestionarán mucho. Seguro que allá en Alnus ni siquiera tienen idea de que ocurre fuera del propio edificio de mando.
—¿Tan mal están?
—Solo los míos. Creo que los alemanes y británicos están más organizados... —Continuó hurgando los bolsillos y bolsa del muerto, finalmente encontrando lo que buscaba—. Bingo.
—¿Qué hallaste?
—Déjame ver. —Fue pasando de una mano a otra su "botín"—. Un mapa con marcas inútiles y desactualizadas, raciones occidentales de contrabando, un revolver Nagant que por lo visto pertenecía a un comisario político, instrucciones para eliminarme si muestro cualquier hostilidad a la causa firmadas por el coronel Viratovsky... oh, esto es bueno. —El último comentario fue dirigido a un encendedor Zippo norteamericano, encontrado en el bolsillo interno del uniforme—. Sabía que no eran tan leales a la madre patria como decían. Si lo hubieran atrapado con esto en Alnus lo hubieran fusilado de todas formas. Digamos que simplemente "aceleramos" el proceso.
—Cómo digas. ¿Y esos contenedores?
—Municiones, raciones, armas... ya sabes, lo típico. Si tenemos suerte habrán incluido cigarrillos.
—O alcohol.
—Meh, el alcohol puedes requisarlo de los locales.
—Sí, pero al final la cerveza es una sola y es alemana.
—Cómo digas.
Pasados varios minutos (en los que Khoakin instruyó a su ayudante Chernov a "no abrir el pico" si le preguntaban sobre los suboficiales), el resto del Grupo Atlántico apareció en la zona. Con la llegada final de García el grupo estuvo reunido y los cinco capitanes tuvieron una conferencia.
—Tal parece que Alnus no es tan duro si una lacra comunista como tú logró sobrevivir, ¿eh? —Fue el saludo de Butler a Chumikov. Este giró los ojos.
—¿Verdad que sí? —Schmidt no se quedó atrás, chocando el puño con su par británico—. Lo mismo pensé yo cuando vi cual era el oficial soviético de refuerzo.
—¿Y vino solo él? No me creo que los rusos tengan tan pocos hombres.
—No vine solo. Mi ayudante Chernov está aquí. —Apuntó al oficial que se encontraba a cierta distancia, hablando con el teniente soviético a cargo de los centinelas motorizados—. También había un par de suboficiales del cuartel general.
—¿Y dónde están?
—Digamos que... "indispuestos", si entiendes lo que digo. Decidieron acelerar su carrera en Falmart hasta la mínima expresión.
Butler observó los árboles que les rodeaban.
—¿Fusilados al caer sobre los árboles con municiones que son extrañamente similares a las Mauser alemanas?
—Tú lo dijiste.
—Por mucho que me guste que nos llevemos bien discutiendo el cómo murieron dos rojos en extrañas circunstancias por acción de balas demasiado parecidas a las nuestras, tenemos trabajo que hacer. —García interrumpió, llamando la atención con un par de palmas—. Los aviones rojos dejaron caer dos bolsas de carne de tamaño humano, cuatro contenedores con armas, municiones y raciones, y dos intentos de aborto que nacieron de todas formas-
—¡Hey!
—...por lo que, una vez que nos organicemos, tendremos suficiente equipo como para destrozar las posiciones de retaguardia imperiales unas tres veces cada una.
—¿Cómo sacaste ese cálculo? Ni siquiera sabemos cuántas son.
—Es un decir. Ahora, creo que las instrucciones de Viratovsky eran de... darle el mando a Chumikov, ¿no?
—Meh, por mí reténganlo ustedes. Solo con salir de Alnus me doy por pagado.
—Hum. ¿Schmidt, Butler, Donoso?
—Yo no. —Anunció el español moreno.
—Mucha molestia para mí. —Desvió el asunto Butler. Schmidt, que se encontraba revisando su pistola de servicio, los miró a los tres con odio.
—Váyanse a la mierda.
—Pero si ya estamos en la mierda. ¿No viste donde estás parado? Para llegar a la civilización hay que literalmente cambiarse de mundo.
—...touché.
—Bien, por voto unánime, Schmidt toma el mando. Butler, ¿te molesta ser el segundo?
—Para nada.
—Bien, ahora que ya tenemos definido eso, viene la pregunta que nos importa: ¿cómo abordamos el asunto?
Butler extendió un mapa sobre el terreno, el cual alumbraron con una lampara portátil. La ciudad de Itálica destacaba en el centro, con líneas que denotaban la Vía Itálica claramente saliendo hacia el sur.
—Sabemos que el enemigo hasta ayer mantenía el asedio activamente con unas seis legiones y tenía al menos cinco en reserva.
—Siete en reserva según el último informe. —Acotó Butler.
—Gracias. En total, trece legiones, cuando menos. Podemos actuar como un solo gran grupo, o dividirnos y cada uno actuar por su cuenta. La seguridad radial no es relevante, dado que no pueden interceptarlas, pero no tienen mucha distancia tampoco. ¿Ideas?
—Es mucho terreno por cubrir, y si de verdad hay trece legiones esos son muchos miles que distraer. —Observó el británico—. Es prácticamente un ejército entero asediando esa ciudad.
—Y aunque estén ya combatiendo dentro de la ciudad y los hombres de Fieger distraigan a la mitad, aún quedarán muchos afuera. —Añadió Donoso—. Acercarse será peligroso.
—Si bien nos detectarán si nos movemos juntos, creo que aquí los números son nuestra mejor opción.
—¿Y eso? ¿Acaso no confías ya en tus armas?
La burla de Khoakin fue contestada por un giro de ojos del alemán.
—Si armas solas pudieran ganar guerras, ustedes habrían arrollado a Finlandia en el '39.
—Oye, nosotros ganamos eso.
—¿Y cuánto les costó?
—...
—Exacto. Como decía... —El grupo volvió a enfocarse en el mapa—. Nuestra seguridad se basará en tres cosas: la superioridad de nuestras armas, nuestra coordinación por radio, y en aprovechar la segunda para movernos de noche. Los imperiales solo usan antorchas, por lo que podemos acercarnos hasta el borde de sus campamentos sin que se enteren si vamos en silencio.
—¿Y si no logramos el silencio?
—Salimos con los tanques en cabeza y arrollamos todo lo que se nos cruce. Sería como la redada a esa vanguardia imperial de hace unas horas: el silencio sería idóneo para saber a qué diantres nos enfrentamos, pero una vez lo sepamos podemos arrasar todo. Prenderle fuego a lo que quede si queremos estar seguros de que se quedará abajo.
—Fuego... me gusta. Sería una buena oportunidad para probar este Zippo que casualmente encontré en un paracaidista muerto.
Risas bajas se escaparon ante el comentario de Khoakin.
—Eso dicho, ¿estamos todos de acuerdo? —El grupo asintió unánimemente—. Bien. Lastimosamente ya está amaneciendo, así que perderemos el factor sorpresa. Nos trasladaremos hasta el borde del bosque, ocultaremos los vehículos, montaremos una guardia y descansaremos para recuperar el sueño perdido. Nos moveremos a las quince horas en dirección a Lancia y luego giraremos hacia el camino a ver a que presa nos encontramos, enviaremos a los vigías soviéticos a explorar y comenzaremos a atacar puestos imperiales con la puesta de sol. ¿Objeciones? —Nadie hizo gesto alguno—. Perfecto. Nos vemos a la salida del bosque. Hasta luego, señores.
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Campamento de Huéspedes, Puesto de Mando Imperial, Alnus.
Atardecer
Lelei seguía leyendo sentada dentro de la tienda. Hace días que había llegado allí por obra y gracia de su hermana, a quien debía acompañar a la fuerza desde su captura en Lancia. Con el tiempo se había acostumbrado: ya podía ignorar la presencia permanente de los guardias en la entrada, y estos le tenían suficiente confianza como para permitirle moverse libremente por el campamento con una sola escolta. Confiaban en su juicio de no darse a la fuga.
Y tenían razón. Con la Coalición reducida a una estrecha franja rodeada por tropas imperiales, huir era un suicidio.
Pero, pese a la situación, encontró que aún podía aprovechar su forzada estancia entre los imperiales de Sadera. Su hermana había sido generosa en sus explicaciones, en gran parte motivada por su ego, sobre qué hacía y por qué.
Rondel, oficialmente, se había aliado con el Imperio.
Al principio le extrañó. Las relaciones entre la ciudad mágica y Sadera siempre habían sido difíciles, por decir algo, durante los últimos setenta años o más. Mimoza había sido bastante clara en el breve periodo en el que vivieron juntas sobre cómo, cuando ella era apenas una adolescente, ya había roces constantes entre Rondel y el Ejército Imperial. Entonces, ¿cómo? ¿Qué había movido al consejo que dirigía Rondel a formar una alianza formal con el Imperio con el que habían chocado cabezas durante casi un siglo?
Bueno, la razón era sencilla.
Rondel, por muy poderosa que fuera, era solo una ciudad. El Imperio, en cambio, se extendía por toda la tierra y tenía presencia en tres continentes. La riqueza era incomparable, y las aventuras con posibilidades de riquezas solían atraer a muchos magos, lo que dio origen a los famosos magos de batalla del Imperio, repudiados en Rondel gracias al éxito que tenían sin la necesidad de docenas de años de estudio.
Entonces, con el fin de la Primera Guerra contra la Coalición, el Imperio se acercó a Rondel y les hizo una oferta: a cambio del desarrollo y venta de armas mágicas que funcionaran similar a las enemigas, cuyo funcionamiento algunos imperiales habían ya descifrado, Sadera aportaría dinero, conocimiento, recursos y estatus, así como libre tránsito para motivos relacionados. Para una ciudad que se especializaba en el estudio académico y cuyo escaso comercio fue brutalmente afectado por efecto de la guerra (especialmente debido al corte del suministro de comida proveniente de Itálica), esa era una oferta demasiado buena como para ignorarla.
Desde entonces, indicó Arpeggio (y como ella pudo comprobar más tarde, cuando ambas hermanas visitaron la ciudad como parte de las laboras de esta), las comitivas militares imperiales no eran raras en Rondel. Había un flujo constante de personas saliendo y entrando a la ciudad, producto del transporte de armas y recursos y el proceso de prueba de estas. El negocio hotelero empezó a fluir nuevamente ante las constantes visitas de la nueva División de Armamento Mágico Imperial, y el dinero fluía ante los pagos del Imperio por los fusiles y cañones diseñados en Rondel. Las investigaciones y estudios derivaban cada vez más en temas armamentísticos o relacionados a la guerra, todos esperando atraer la fortuna que se ofrecía por un nuevo sistema armamentístico para combatir al enemigo. La ciudad pasaba por un momento de riqueza y bonanza como nunca antes en su historia, y sus ciudadanos estaban dispuestos a extraer la mayor cantidad de riqueza posible de la oportunidad frente a ellos.
Era algo triste. Ver la otrora independiente ciudad, dedicada al estudio académico profundo de la magia para lograr un mejor mundo, sucumbir a los deseos imperiales y la codicia, creando armas y equipo de destrucción sin pausa... se preguntó qué sería de Mimoza y Cato, los ancianos que fueron sus maestros. La última vez que los vio no estaban involucrados en el negocio de la guerra, pero eran parte de una minoría. Creía en su integridad moral, pero eran solo dos entre la multitud. Rezaba por su bienestar cada semana, pero no tenía noticias.
Era difícil conseguir noticias durante la guerra.
Suspiró y cerró el libro en sus manos, teniendo cuidado de colocar una pequeña tablilla para marcar la página. Aunque desaprobaba en lo que la comunidad mágica de Rondel se había convertido, no podía decir que no lo entendía. Cuando su hermana la tomó bajo su ala tras su captura le pidió que se uniera a ella en la investigación de armas. Incluso le había ofrecido hacerla su igual, uno de los subjefes de la ahora aclamada División de Armamento Mágico. Era una oferta tentadora: dicha división se dedicaba a investigar requisitos para nuevas armas, analizar los diseños y productos llegados desde Rondel y probarlos en el campo, formada por un consejo superior (los "jefes", según su Arpeggio) y distintos "subjefes" que lideraban cada una de sus subdivisiones. Tener aquel cargo podría darle toda la riqueza que quisiera, además de una ciudadanía imperial de alto nivel, la capacidad de trabajar en el estudio de la magia y hasta un título de noble, si es que servía bien. Pero Lelei se rehusó una y otra vez. Viendo sus esfuerzos negados y que las tropas seguían avanzando, su hermana solo exigió que se mantuviera con ella ("para protegerte", le había dicho), y le dio libre acceso a toda la información que traía con ella.
Cosa que agradecía, pues las copias de los libros imperiales que traía Arpeggio consigo, aunque en su mayoría relacionados al uso de piedras y minerales mágicos (el campo de estudio de su hermana, y uno de los elementos centrales del nuevo armamento usado por el Imperio), seguía siendo información que desconocía, hasta hace apenas un año atrás encerrada en las bibliotecas imperiales y fuera del alcance de Rondel.
Había escuchado antes de los múltiples tomos de estudio mágico en la Biblioteca Imperial en Sadera. Si bien Rondel era el mayor centro de estudio de Falmart, y su fuerte estaba en el estudio de las ciencias mágicas, el Imperio tenía un enfoque mucho más práctico en su estudio: a diferencia de la ciudad mágica, Sadera no estudiaba la teoría, sino la práctica. La combinación del enfoque práctico imperial con los métodos teóricos de Rondel le había dado un impulso a la magia que no se había visto en muchos años, juzgando por las palabras que había escuchado de varios magos mayores que ella.
Lelei sospechaba que podría haber aprendido mucho más por parte de los que venían del otro lado de la puerta, pero su negativa a compartir información y la falta de actividad de sus líderes probaron ser grandes obstáculos para ello.
Guardó el libro en su bolso y se puso de pie, masajeando sus hombros por unos segundos. Le llamó la atención el alboroto que comenzó de repente afuera de la tienda de campaña que compartía con su hermana. ¿Habría ocurrido algo en el frente? Apenas y sabía que ocurría allí: la información era celosamente controlada por el Ejército Imperial, y solo un vistazo al terreno que separaba el campamento con la zona del frente le quitaba cualquier deseo de acercarse, incluso con magia. Había visto a varios partir a la ardua tarea de llegar al frente y atravesar la Tierra de Nadie, como le decían el terreno entre ambos bandos, en busca de una salida de Falmart hacia el mundo al otro lado de la puerta. Si los rumores eran para creerse, ninguno lograba llegar al perímetro de la Coalición. De vez en cuando aparecía en el campamento alguien que venía del frente. Sus descripciones del lugar variaban, desde "brutal" hasta "violento", pasando por "desolador" y "horrible." Pero, pese a siempre diferir dependiendo de la persona, había tres palabras que eran siempre las mismas. Un legionario las resumió en su paso por el lugar, tomando un descanso en lo que quitaba la venda de la herida abierta en su brazo para que un mago lo sanara:
"Alnus no es más que un pozo donde se mezclan Lucha, Muerte y Sangre."
Si ya había observado a varios magos morir en el camino al frente, creía que era mejor darle la razón a aquel hombre. Luego de sanar sus heridas, reunió a su grupo y partieron de nuevo a la refriega. No supo más de él, pero era probable que hubiese muerto.
El bullicio fuera se hizo más notorio, y su hermana apareció en la entrada. Iba a saludarla, pero esta no le dio tiempo. Pasando de ella a paso veloz, empezó a tomar los libros sobre su mesa de noche y catre y a echarlos en bolsas de viaje. Sus objetos de investigación fueron colocados cuidadosa pero rápidamente en un cofre, el que cerró con llave, y empezó a quemar papeles varios que ya no entraban en dichas bolsas. En un momento se detuvo, mirando a Lelei a la cara.
Lelei luego admitiría que le asustó ver la expresión desesperada en el rostro de su hermana.
—¿Qué haces parada ahí...?
—No entiendo que quieres dec-
—¡Despierta Lelei! —Arpeggio le agarró de los hombros, remeciéndola brevemente—. ¡Echa todo lo importante a la bolsa y destruye lo demás! ¡Rápido!
—¿Por qué?
—¡Nos largamos de Alnus! ¡Rápido, nos vamos en media hora!
El ruido en el exterior aumentó. Lelei decidió guardarse sus preguntas por el momento, haciendo caso de su hermana y echando en su pequeña bolsa de viaje sus libros y escritos sin terminar, incluido el estudio basado en sus observaciones sobre las armas imperiales. Se colgó su bastón al hombro y ayudó a quemar los distintos documentos dispersos en la tienda, hasta que no quedó nada más que su equipaje. Con un grito de Arpeggio dos legonarios entraron y empezaron a sacar las bolsas, las dos hermanas abandonando el lugar. Finalmente, Lelei pudo observar la causa del bullicio que ocurría afuera.
El campamento entero estaba en frenesí, con varias tiendas imitando lo que había hecho Arpeggio en la de ellas. Había legionarios y magos arrojando archivos a distintas fogatas en diversos puntos, otros arrojaban bolsas y cofres a carruajes, algunos desarmaban las telas que hacían las carpas y los últimos contaban aceleradamente que nada quedara atrás. A un costado, en la dirección a Sadera, se estaban formado distintas caravanas, con al menos dos ya perdiéndose en la distancia. Lelei salió de su trance al agarrarla Arpeggio del brazo y tirar de ella hasta una de estas, en la que un par de legionarios terminaba de cargar el cofre con llave.
—¿Tienes todo contigo? —Le preguntó su hermana.
—S-sí.
—Bien. Vámonos.
Subieron al carruaje con sus cosas, con Arpeggio haciendo un gesto a un legionario que anotaba cosas. Este asintió y pasó al siguiente carruaje, donde la escena se repitió. Al cabo de un rato este hizo unas rayas en la tablilla que tenía en manos y dio un grito.
—¡Tercera caravana lista! ¡Permitida la salida!
Un chasquido de riendas de oyó. El carruaje empezó a moverse, lento al principio, más veloz a medida que salían a campo abierto y los animales tenían más libertad. Lelei observó atrás suyo, hacia Alnus. El cielo ya oscurecía, pero las luces del combate seguían iluminando como si fuese mediodía. Usando un poco de magia, amplió su visión para observar el combate. Su mirada recayó en un signifer, el portaestandarte de una centuria, quien se encontraba cerca de la cima de una colina del frente.
El hombre señaló el estandarte, lanzó lo que parecía ser una arenga, y cargó acompañado de los legionarios tras él. Una vez llegó a la cima, levantó el estandarte una última vez, clavándolo en la punta, solo para desaparecer en una explosión justo después.
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Marcus observó al portaestandarte desaparecer en la explosión, negando con la cabeza y volviendo a centrarse en la mesa frente a él. El mapa militar de Alnus señalaba las posiciones de las dieciséis legiones imperiales ubicadas en el cerco imperial o mantenidas como reserva, y Marcus tenía ante sí a la mitad de los comandantes de dichas legiones. La situación no era fácil, pero ya todos sabían que seguía.
—El cerco está roto —anunció finalmente, una vez todos dejaran de fijarse en la colina donde el legionario con estandarte falleciera valientemente en combate—. El enemigo irrumpió por la zona de la XXVI. Legión y conquistó una colina por completo, y al amanecer ya había tomado dos más. Sus tropas se lanzaron al campo tras las colinas y empezaron a rodear nuestras posiciones. En lo que va del día ya han reducido a la XXVI. Legión a dos mil hombres, y las legiones XXV. y XXVII. han recibido fuertes daños. Hace una hora, mis exploradores confirmaron lo peor: no solo rompieron el anillo de hierro con el que los manteníamos encerrados, sino que además crearon y reforzaron un pasillo para salir de este. En cuestión de días tendremos a los carros de hierro enemigos saliendo en grandes cantidades y rodeando nuestras colinas, para luego ir eliminándonos uno a uno.
—¿No podemos dispararles con nuestros cañones desde la altura? Nuestros jinetes dragón también pueden atacarlos desde arriba. —Expuso uno, aunque se notaba la duda en su rostro—. Antes logramos arrinconarlos aquí con esas tácticas. Si lo repetimos ahora...
—Míranos. —Marcus pasó su mano por sobre el mapa con fichas militares—. No somos el mismo ejército de hace tres meses atrás. Nuestros hombres están cansados, y nuestras armas, gastadas. Apenas tenemos refuerzos, pero el enemigo puede seguir trayendo una cantidad posiblemente infinita desde el otro lado de las puertas. Y no son el mismo enemigo que enfrentamos al encerrarlos en Alnus: antes eran una masa de soldados desorganizados que actuaban sin ton ni son. ¿Ahora? Ahora están en pleno pie de guerra. Tiran abajo nuestros dragones. Destrozan a nuestros soldados. Pueden moverse de noche. Se comunican mediante dispositivos incomprensibles. Nos bombardean desde la distancia. Sus armas tienen cinco veces el alcance que las nuestras, si es que no más. No podremos mantener la presión en Alnus por mucho tiempo.
Los comandantes imperiales se vieron entre sí nerviosos. Estaban perdidos, sin rumbo. Marcus tragó saliva antes de seguir hablando. Se sentía horrible. Fatal. Era peor que aquel sentimiento de inferioridad que le atacó tras la primera derrota de Alnus, hacía ya casi dos años atrás. En aquella ocasión, al menos pensó, motivado por las palabras de Zorzal y sus pares, que era solo un traspié del momento. El Imperio era invencible, después de todo, y aunque hubieran sido derrotados, volverían después, más fuertes e imponentes, para vengarse de quienes les habían humillado.
Y habían cumplido. Hicieron todo lo posible. Formaron una alianza con Rondel, su otrora enemigo. Reclutaron gente de afuera del Imperio, de modo de aumentar sus números. Las colonias tuvieron beneficios por aportar hombres y mano de obra a la maquinaria de guerra imperial. Obtuvieron las armas más avanzadas en la historia de Falmart, si es que no de su mundo. Desplegaron a todos los magos de batalla de los que disponía el Imperio. Reformaron la mismísima estructura del ejército, buscando extraer hasta la más mínima mejora de potencial bélico. Hicieron las selecciones lo más rigurosas posibles, buscando formar un cuerpo dentro del ejército que fuera solo de lo mejor que podía ofrecer Sadera, legionarios que se debían imponer al resto para ganarse el derecho a portar las nuevas armas, dando como resultado a la mejor tropa que haya alguna vez tenido el honor de tener bajo su mando. Y cuando todo eso no les pareció suficiente, fueron e hicieron más.
Pero al final del día, pareció ser todo en vano. El enemigo resistió sus embates, semana tras semana, mes tras mes. Miles de saderianos lucharon y cayeron, con miles más siguiéndoles posteriormente. El Imperio tomó una apuesta, una muy arriesgada, que Zorzal y sus generales meditaron, pensaron y repensaron durante meses. Un desertor de los magos provocó que el secreto peligrara, y no tuvieron más opción que seguir adelante, colocando todas sus fichas en dicha apuesta. Debían echar a la Coalición de Falmart, de este lado del GATE, en una campaña de no más de cuatro meses o habrían fracasado. Pasado ese tiempo, los artesanos no podrían seguir el ritmo de las pérdidas ni los recursos dar abasto. Hasta el número de hombres que reclutar en Falmart se vería cortado de golpe, ante las constantes levas usadas para incrementar el tamaño del ejército, y no se podía extraer reclutas del resto de las legiones antiguas sin hacer peligrar la mano de hierro del Imperio en el resto de su territorio.
¿Pero y ahora? Ni siquiera habían durado esos cuatro meses. Fueron noventa días de combate encarnizado, disputando cada pedazo de tierra, pero al final habían sido derrotados. El enemigo rompió su asedio y no tenían fuerzas para reponerlo. En el resto del frente la situación no era mejor. Itálica seguía en manos enemigas, y el caballo de hierro enemigo seguía transitando entre ambas localidades. Ni siquiera habían podido expulsar al enemigo del Río Roma, al sureste, pese a casi lograrlo hace poco. Habían reducido al enemigo a sus bases principales, pero no lograron conquistar ninguna.
Era un sentimiento horrible. Impotencia. Rabia. Temblaba de solo pensarlo. Tomó la copa con agua a su lado, bajando el contenido de un trago. El agua era conocida por ser insípida, pero en aquella ocasión, solo sintió amargo.
Era el principio del fin del Imperio. La Coalición se aseguraría de que así fuera. No habría piedad, y no tenían nada para negociar como la vez anterior. Ninguna nación sobrevivía para siempre, y a Sadera le había llegado su turno. Él solo jugaría su parte en los hechos, y se aseguraría de que fuera un final honorable. Uno del que se hablara con admiración y respeto, así pasara una milenia tras el suceso.
Estaba seguro de que el resto presente en la sala lo haría también. Todos se embarcaron en la empresa sabiendo lo que arriesgaban, y sus consecuencias para la nación a la que servían.
—Será un final glorioso... ¿no es verdad?
Uno de los ayudantes en la tienda cambió su vaso: en lugar del agua que solían tener en sus discusiones, un vino de color oscuro con tintes rojizos ocupó su lugar. Cada Comandante Imperial en la sala recibió su propia copa. Todos se miraron entre sí, ansiosos. Marcus apretó su puño de su izquierda, tanto que sus nudillos se hicieron blancos y sangre salió de entre sus dedos, la uña habiendo perforado la piel. El súbito dolor le permitió calmarse. Alzó la copa con su diestra, mirando brevemente a los ojos a cada uno de los presentes. Estos le devolvieron la mirada, cada uno levantando su copa a su vez.
Con un último aliento, brindó con la copa en alto.
—Por el fin del Imperio.
—Por el fin del Imperio.
El vino se fue rápido, y las copas se estrellaron contra el suelo. Daba igual. No habría tiempo a recogerlas, y seguro que se perdían si las dejaban allí. Era preferible destruirlas antes que permitirle al enemigo el placer de capturar tan fino juego de copas de cristal. Con la calma que le daba el alcohol, Marcus dio la orden que carcomió su cabeza durante las últimas veinte horas:
—Señores, preparen a sus legiones y quemen todo lo que no se puedan llevar con la máxima celeridad. Nos largamos de Alnus.
El plan ya estaba trazado. Zorzal, Marcus, Julius y otros comandantes habían estudiado y simulado varias veces la situación en Alnus, y habían preparado un plan dado el caso. Zorzal le había autorizado para llevar a cabo el plan antes de marcharse hacia Sadera, en caso de que el enemigo revertiera la situación de la batalla. Era hora de ponerlo en acción.
—Las legiones que tenemos descansando en reserva saldrán al amanecer de mañana y crearán defensas en el camino de evacuación de modo que podamos frenar al enemigo si nos persigue. Las legiones que estén al oeste tendrán que retirarse combatiendo, dado que el enemigo les pisa los talones. En las tres áreas tendremos que sacrificar tropas para que el resto pueda retirarse, pero confío en que sabrán que es para el bien mayor. Es imperativo lanzar ataques de distracción para retrasar el enemigo y darnos tiempo a levantar los campamentos. Saquen a todos los magos del frente y hagan que ayuden a llevar el equipo pesado. Una vez lejos de Alnus podremos reagruparnos con las legiones que venían en camino y las que están reformándose para construir nuevas defensas en el camino a las ciudades principales.
—¿Por dónde debemos retirarnos?
—Las legiones del oeste irán en línea recta hasta las montañas que hay en esa dirección, donde podrán defenderse mejor del enemigo si es que les persigue. Si no es el caso, girarán al norte y tendrán como destino Ligs, donde se reagruparán y formarán una costra defensiva.
—¿Cómo sabe que el enemigo irá hasta Ligs?
—Es el único gran puente para cruzar el Río Row en mucha distancia, y el camino más directo a Rondel que no atraviese las Montañas de Romaria. Irán tarde o temprano.
—Entiendo.
—Las legiones del sur se retirarán paralelo a las Montañas Tybe, pero sin entrar al bosque de Schwarz ni enfrentarse a tropas de la Coalición. No queremos enojar a esos elfos oscuros más de los necesario... si es que quedan. Si les persiguen pueden usar las montañas como defensa natural. Su destino es el Reino de Elbe, que es aliado nuestro desde la coronación del príncipe Arzlan. Se encuentra levantando un ejército para apoyarnos, pero aún no está sólidamente en el trono. Nuestra presencia allí le ayudará a ser más estable, y nos proporcionará una base de operaciones amigable. ¿Dudas?
—Ninguna.
—En cuanto a las legiones del este, nos retiraremos camino a Sadera. Atravesar las Montañas Duma es difícil, pero lograble. La VI. Legión se retirará por el sur siguiendo el Río Roma para reforzar a la III. Legión de las Escuadras y a las demás legiones regulares que se encuentra en la zona. El resto atravesará las montañas.
No había nada más que hablar. Marcus se llevó la mano al corazón.
—Que Emroy, dios de la guerra, nos acompañe en esta travesía.
Y, con esas palabras, el grupo abandonó la tienda.
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Puesto de observación británico, Itálica
Atardecer
"Seeker 5, report."
"No specials news to report, Beret King. Battlelines still in the same place, over."
"Any sign on imperial reinforcements?, over."
"Uh, negative, Beret King. Enemy reserve troops still camping outside of the walls, over."
"What about their canons?, over."
"Still in the same place, fewer shots than usual. Must be due to the presence of friendlies. Mostly concentrated on firing on the surrounding area of the breaches with no success. Our guns still dominate the field, over."
"Understood. Prepare coordinates for imminent friendly fire support on the east side of the city, in and outside the wall. Prioritize infantry and gun concentrations and enemy headquarters. Beret King out."
El corporal inglés colgó el teléfono y murmuró una maldición, arrastrándose hasta la rendija de visión del puesto de observación donde sus compañeros seguían ojeando atentamente el exterior.
—¿Qué dijo el cuartel general, cabo?
—Indicaron que tomáramos coordenadas en la parte este de la ciudad, teniente.
—¿Ah? ¿Coordenadas? —El cabo asintió, sentándose en su parte de la rendija de observación—. ¿Para morteros o artillería convencional?
—No especificaron. Solo dijeron fuego de apoyo amigo.
—Seguramente ni sepan con qué les van a dar —comentó por lo bajo el soldado, el último en aquella posición.
—¿Cree que usen armas químicas, teniente?
—Lo dudo. No tenemos mascaras con nosotros, y los magos esos podrían empujar el gas de vuelta con el viento.
—Cierto. Bueno, voy a anotar. El frente sigue igual que antes de la llamada, ¿verdad?
—Si con "antes de la llamada" se refieres a que dominamos toda la ciudad excepto dos triángulos con base en las brechas y cuyas puntas se extienden camino al castillo central, sí, cabo, sigue igual.
—Al menos nos hacen la vida más fácil con eso.
—En eso estoy de acuerdo. Soldado, atento a las coordenadas que le voy a dar.
—Entendido, teniente. Aunque... ¿no sería solo repasar las que ya tenemos?
—Mejor confirmar que sigan siendo las mismas. Queremos matar romanos, no vacas. No somos el Bomber Command en el '40.
—Cierto.
—Partiré por el exterior. Cabo, vigile la ciudad.
—Como ordene, teniente.
—Bien. Ahora... primera exterior. Artillería enemiga, dos baterías, coordenadas Sugar Fox 56-47. Siguiente. Artillería, una batería, coordenadas...
Y así, el trío británico pasó la siguiente media hora repasando las coordenadas anotadas, así como corrigiendo algunas y agregando un par surgidas del constante combate en la ciudad. Si bien el lugar era incómodo por lo reducido de su tamaño, no podían negar su ventaja: las dos colinas rocosas al norte de Itálica, detrás de las cuales había una bajada empinada y un río mediano con apenas un puente para cruzar a la ciudad, ofrecían la oportunidad de posiciones de observación con capacidad para observar todo el campo de batalla de una ojeada, a la vez que frenaba sencillamente cualquier avance imperial desde dicho punto cardinal. Precisamente reconociendo dicha ventaja estratégica era que el alto mando británico había mandado a construir puestos de observación bajo la roca apenas un mes antes del estallido de la segunda guerra contra el Imperio. Una ventaja aún más explotada por el hecho de que los soldados de la Coalición, a diferencia de los imperiales, tenían mejores dispositivos de comunicación, como lo eran los teléfonos por cable instalados de antemano en dichos puestos de observación y usados por sus ocupantes para relegar importante información sobre movimientos enemigos antes de que estos pudieran relegarse.
No era exagerado decir, que era gracias a la radio y el teléfono que Itálica se mantenía viva. La velocidad con la que las tropas se traspasaban información entre ellas y con sus respectivos mandos, así como la capacidad de estos para coordinarse con la infantería, la artillería, zapadores y observadores había permitido la formación de un perímetro defensivo que desgastaba más el ímpetu imperial por cada hora que pasaban en la lucha. Incluso en aquel momento, casi dieciocho horas después de que las tropas de Sadera rompieran las murallas en un ataque nocturno sorpresa, su avance apenas se medía en manzanas, siendo frágiles perímetros nacientes desde las brechas que se mantenían en igual parte gracias al constante flujo de hombres de refresco y la cantidad de munición limitada de los terrícolas.
Todos los altos mandos de la Coalición en Itálica pensaban que el comandante imperial debía estar arrancándose el cabello de rabia ante la falta de progreso.
Estaban terminando de comprobar las posiciones saderianas en la ciudad cuando el teléfono sonó de nuevo. Indicándole a sus subalternos que terminaran la labor, el teniente se arrastró hasta el dispositivo.
"Seeker 5, report."
"Seeker 5 here, we are finishing the list of enemy positions. Only two remaining, over."
"Understood, Seeker 5. Be advised, we are preparing a full-scale counter-attack on the enemy positions, so have that list ready, over."
"Copy your last, Beret King. Interrogative: with what are we attacking them?, over."
"Red King and Yellow King have gathered an assortment of troops for spearheading a counterattack, soon followed by soldiers from other Kings. Coordinates provided by you and Seeker 6 will seek to soften the enemy and knock-out most of their support guns, over."
"Received, Beret King. What do we have for us to work with?, over."
"Do you still have your radio, Seeker 5?"
"Affirmative."
"Turn it on and put frequency number 4. All further communications will be provided there. Beret King out."
El teniente se quedó mirando el teléfono con una ceja levantada.
—Bugger. Cabo, venga aquí y encienda la radio. Ponga la frecuencia número 4. Yo cubriré su puesto de observación.
—Como ordene.
El cabo se arrastró hasta la radio del puesto y la encendió, manipulando la antena para lograr sacarla mediante el hueco diseñado para ello y que salía a una posición camuflada en el exterior. Esperaba que aquello funcionase, dado que parecía que las radios trabajaban solo cuando querían. "Igual que los políticos," pensó al tener ese pensamiento. Se encogió de hombros y probó la señal una vez la antena estuviera lista.
"Beret King, this is Seeker 5. Come in, over."
"Seeker 5, this is Beret Command. Signal clear, how copy?, over."
"Signal clear, Beret King. Ready for instructions."
—Pero que... —El cabo giró la cabeza hacia la rendija con sus compañeros, notando sus rostros extrañados—. ¿Esos son stukas?
"Seeker 5, you have one battery and a squad of dive bombers, both in frequency number 8. Designate your targets and rain fire, over."
"Understood, Beret King. Seeker 5 out."
Empezó a cambiar de frecuencia en lo que llamaba a sus compañeros de búnker.
—Teniente, tenemos un escuadrón de bombarderos en picado y una batería. El alto mando quiere que los usemos.
—Así que a eso se referían, eh... bien, lo que sea. —El teniente ayudó al cabo a llevar la radio hasta el rendija del puesto de observación, el teniente tomando el micrófono mientras observaba.
"Seeker 5 to all units on this net, how copy?"
"Seeker 5, this is oberleutnant Baum from Adler squadron, over."
"Seeker 5, here is Baker Battery at your orders, over."
El teniente sonrió para sí mismo.
"Alright, gentlemen, get ready, because we're going to blow these wankers off to kingdom come." Llamó la atención del cabo y apuntó a los binoculares, logrando que este entendiera el mensaje y empezara a observar el exterior. Pronto empezó a encerrar coordenadas de la lista con un lápiz rojo. "Adler squad, bomb inside the walls, east side of the city. Targets are enemy field HQs and infantry groups in close quarters. Coordinates follow..."
No era un sádico, pero después de lo que le habían hecho sufrir los saderianos, bien podía darse el gusto de sentirse bien.
"Baker Battery, targets are enemy artillery and headquarters positions, as well as some light targeting to reserve elements. Coordinates follow..."
Unos segundos después de terminar, llegó la respuesta de ambos grupos.
"Adler squad/Baker Battery confirms targets, engaging/firing, over."
Los tres británicos rieron al ver los famosos stukas, que tanto daño les habían hecho en Francia, descender sobre sus enemigos, las sirenas de Jericó paralizando el campo de batalla al completo al inundar los tímpanos con su característico ruido que helaba la sangre.
La Coalición pasaba al contraataque, y el objetivo eran las murallas.
XXXXXXXXXX
Su ametralladora Bren disparaba sin parar hasta que su mano llegó a sentir la temperatura del barril casi ardiente. Chasqueando la lengua, dejó que el arma reposara y buscó su fusil entre los casquillos. Lo encontró semihundido entre los restos de la munición, tibio gracias a la temperatura de estos. Chasqueó la lengua de nuevo y accionó el cerrojo, colocando una bala en su recámara, levantando el arma y disparando a lo primero que se moviera enfrente suyo.
Otro imperial cayó con un agujero cortesía del fusil Lee Enfield británico. Sonrió para sí mismo. Incluso si las ametralladoras estaban fuera unos minutos, con los fusiles les sobraba y bastaba.
—Pero... ¿por qué estamos nosotros aquí? ¿No es esta la zona de los americanos? —preguntó confundido, levantando una ceja tras eliminar a otro legionario que pensó que cargar de cabeza con una espada contra una posición defendida por armas de fuego posteriores al siglo diecisiete era una buena idea.
—Pues lo es, pero de todos modos nos trasladaron aquí —replicó su compañero, tomando a su vez la vida de otro legionario—. Escuché que trajeron tropas de todos los países aquí, excepto de los alemanes.
—Ellos vigilan la entrada del ferrocarril, ¿no? Tiene sentido que no los muevan. Pero nosotros... ¿por qué? Los americanos no pueden estar tan mal.
—Ni idea...
La conversación de ambos soldados se vio interrumpida cuando el cabo al mando de su sección llegó hasta la posición, deslizándose el último par de metros y esquivando por poco un tiro por parte de un francotirador saderiano.
Bueno, eso si se le podía llamar francotirador a alguien con un arma de fuego cuyo alcance efectivo, incluso con todas sus mejoras, no sobrepasaba los 250 metros en el mejor de los casos.
—Bien, señoritas, traigo noticias y de las buenas.
—¿Nos vamos a casa?
—No, mejores: contraatacamos.
—¿Qué? —Ambos soldados le miraron como si le hubiera crecido una segunda cabeza, pero no sin antes eliminar cada uno a un legionario más.
—No me miren así, órdenes del alto mando.
—Discúlpeme la insolencia, cabo, pero debe estar de puta broma. ¿Cómo vamos a contraatacar si estamos moviendo tropas solo para seguir defendiendo?
—Eso es lo que fui a averiguar. —El cabo gestionó para que se acercaran, cosa que ambos hicieron tras cerciorarse de que no había enemigos cerca. Eso no indicaba, sin embargo, que no hubiera constante fuego de fusilería, pero estos venían de otras calles paralelas a la que cubría su sección—. Los americanos redesplegaron sus tropas a los costados de la penetración enemiga y nos pusieron a nosotros como barrera para frenar el avance. Los japs y los rojos van a lanzar un contraataque después de una barrida de artillería o algo así, y luego nosotros y los americanos iremos tras ellos para asegurar el territorio y asegurarnos de echar a los imperiales de esta zona de la ciudad. Los sappers irán tras nosotros para cerrar la brecha una vez esté todo despejado.
—Todo muy bonito, cabo, pero ¿por qué no lideramos nosotros la carga? ¿De verdad Monty les dejará a los japs y commies llevarse la gloria?
—A menos que quieras ser tú el que regresa en un ataúd, entonces sí.
—Me conformo con ese argumento.
—¿Funcionará ese contraataque? —preguntó el otro soldado, ojeando por sobre la barricada improvisada con muebles y piedras. El resto de la sección estaba por la calle más adelante, tomando cobertura en pórticos y ventanas de las casas laterales.
—Diría que sí, pero seguramente sea una masacre. Seguro que los usan a ellos para que tomen el grueso de las bajas —comentó el cabo, encogiéndose de hombros—. Pero no todo sería malo: los rojos tienen bastantes subfusiles, y los japoneses usan mucho sus bayonetas. Creo que será el mejor uso que les hemos dado a sus hombres desde que comenzó la guerra.
—Me parece lo mismo.
—Bueno, ¿alguna idea de cuándo será este contraataque? Porque ya está empezando a oscurecer y-
Las palabras del trío se vieron interrumpidas cuando un sonido inundó el aire. Los ruidos del combate cesaron casi por completo, todos los presentes quedándose helados ante el himno proveniente desde el cielo que anunciaba una muerte segura a todo aquel ser terrestre que se le opusiera. Era, a su vez, un sonido que los británicos conocían muy bien, habiéndolo escuchado durante buena parte del año 1940.
Los stuka comenzaron su descenso, disparando sus cañones de veinte milímetros, soltando sus bombas a pocos metros del suelo y elevándose por los aires, arrancando gritos de dolor y agonía por parte de las filas imperiales. Al cabo de unos segundos, el estruendo de los cañones QF de 18-libras británicos inundó la ciudad, sus tiros explotando a la distancia y sembrando el caos en las filas enemigas.
Poco después, un pitido se oyó en varias calles cercanas, y la sección de tommies observó como varios soldados japoneses, bayonetas caladas y liderados por sus oficiales con sables desenvainados, se lanzaban a la carga contra las posiciones imperiales. Estos reaccionaron con lentitud, pero la amenaza de una cada vez más próxima muralla de bayonetas los llevó a organizar sus defensas a toda prisa, alineando lanzas y disparando los fusiles que estuvieran listos, todos creando una pequeña barricada o buscando un arma para defenderse de la estampida que se les venía encima. Finalmente, ambas fuerzas chocaron.
Las tropas de La Nación del Sol Naciente pasaron por encima de las aturdidas posiciones saderianas, a base de disparos y bayonetas erradicando cualquier tipo de defensa que se hubiere alcanzado a levantar, brutalmente asesinando a cualquier que se les opusiera y no dejando casa ni recovo sin revisar. El cabo británico alcanzó a ver como una especie oficial saderiano levantó lo que parecía ser una rudimentaria pistola nativa, disparando y dando muerte al abanderado de la avalancha nipona. Ni diez segundos habían pasado, y el saderiano había perdido su pistola, el brazo y la cabeza. Otro japonés tomó la bandera, previamente echándose su arma en banderola, y siguió avanzando con sus compatriotas por la calle, repitiendo se la escena de barbarie y brutalidad con la que habían eliminado la posición saderiana.
—...
—...
—...
—Estos japos están locos...
—Tú lo dijiste. No importa. —El cabo abarcó con la mirada a sus hombres, revisando que estuvieran todos. Contó al grupo completo, por lo que asintió satisfecho—. Señores, calar bayonetas. Iremos tras ellos. Revisaremos la zona, recuperaremos inteligencia, comprobaremos si dejaron algo de utilidad o algún trofeo, y tomaremos prisionero al que haya sobrevivido a... esto.
Los soldados asintieron, colocando en la punta de sus fusiles Lee Enfield las bayonetas quienes no lo hubiese hecho ya, y, con el encargado de la ametralladora llevándola apoyado con una correa, avanzaron por la desolada calle que había sufrido el poder de la embestida oriental.
La escena se repitió a lo largo del saliente imperial, con resultados igual o más brutales como producto de lucha encarnizada entre las masas de soldados soviéticos, japoneses y saderianos.
Las bajas de la noche no hacían más que empezar.
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"Adler squad, good effect on target, I repeat, good effect on target. Enemy's HQ is no more, over."
"Copy your last, Seeker 5. We'll be returning to base to refuel and rearm. Good luck, Adler squad out."
"See ya, you german magnificent bastards."
El teniente cambió su mirada hacia las colinas al exterior, soltando un silbido de apreciación ante el espectáculo presente.
"Baker Battery, Seeker 5."
"Come in, Seeker 5."
"That was a bloody good job out there. Is like half the enemy artillery is gone. I would estimate at least 40% casualties, at least regarding the cannons. That was a damn fine job, over."
"Glad to hear that, Seeker 5. Any other fire missions?, over."
"Hold on."
El teniente se giró hacia el cabo, quien observaba igualmente el exterior. Este bajó sus binoculares y apuntó hacia la muralla oriental.
—Parece que se preparan para contraatacar. Veo movimiento cerca de la brecha en el muro.
—Es casi como si quisieran que les dispararan —comentó el soldado raso desde un costado, anotando el efecto del ataque en las posiciones afectadas.
—Pues les daremos el gusto.
El teniente volvió a tomar el micrófono de la radio.
"Baker Battery?"
"Come in, Seeker 5."
"We got enemy movement in the outer part of the breach, lots of infantry moving around. If you squeeze your eyes a bit, it's actually a target sign, over."
"Sounds lovely. Coordinates?, over."
"Just shot everything in a two hundred-yards radius from the point of the breach towards the outside. There's no friendlies nearby either way, over."
"Understood, firing in one minute. Sit tight and enjoy the fireworks, over."
"Will do, Baker Battery. Seeker 5 out."
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Carretera Imperial, varios kilómetros al este de Itálica.
En esos momentos...
Khoakin detuvo su andar, prestando atención al ruido ambiental. Ante la reacción extrañada de su acompañantes, levantó el índice y apuntó en dirección a Itálica.
—¿Escuchan eso? —Sus hombres se tomaron unos segundos para hacer lo propio, dando reacciones mixtas—. Hay algo de ruido en el ambiente. La fiesta debe estar animada en Itálica.
—Y más que animada, si me preguntas. —Butler acotó, su fusil en bandolera colgado del hombro—. Estoy casi seguro de que esos son los obuses de 18 libras británicos.
—¿Cómo mierda los reconoces? Yo apenas sé que son artillería.
—Los he escuchado desde que entré al ejército, y el Imperio Británico los ha usado por casi cuarenta años. Raro sería que no los reconociera.
—Touché.
Ambos oficiales siguieron avanzando, vigilando que sus hombres emitieran el menor ruido posible (y este fuera, dentro de lo permitido, camuflado por el de los vehículos) mientras se adentraban tras las filas saderianas.
—¿Cuánto falta para llegar al punto de encuentro?
—Un par de minutos, creo. Esa parece ser la colina que usamos como referencia.
—La veo. Deberíamos estar cerca.
Como predijera el británico, dos minutos más tarde el dúo se reencontraba con el resto del Grupo Atlántico, habiendo estos llegado antes al claro.
—Hasta que llegan. Pensamos que se los habían cargado. —Los recibió Schmidt rodando los ojos, revisando un mapa con la escasa luz solar aún presente.
—Si se han cargado algo, es a los imperiales en Itálica. La artillería nuestra ha rugido durante ya varios minutos.
—Si de verdad mandaron a los Stuka para allá, tampoco debe quedar mucho para que golpeen. —Extendió el mapa sobre el capó del jeep que usaba como vehículo de mando, gestionando para que todos los capitanes se acercaran—. Hemos hallado dos posiciones saderianas cerca en lo que esperábamos. Una es lo que parece ser un almacén de suministros, con varios carros y una guardia decente. Debe haber algo jugoso allí. El segundo es un campamento imperial: muchas tiendas y una cantidad igualmente notable de armas. Wyverns patrullan la zona también.
—Deberíamos ir por el almacén primero —sugirió Chumikov.
—No, si lo hacemos alertaremos a todo el campamento imperial. No sería bonito hacer batallas campales tan temprano en la campaña —acotó Butler, su mano en su mentón.
—¿Cuántos hombres tiene ese campamento?
—Estimamos que alrededor de un millar, podría ser un millar y medio. Como sea, no es buena idea enfrentarlos si están preparados con nuestros medios.
—Entones supongo que atacaremos el campamento. —Schmidt cerró el mapa tras anunciar la ubicación de dicha posición, ordenándole a uno de sus hombres que prendiera su radio—. Si tenemos suerte tendremos apoyo aéreo. No tenemos nada contra esos wyvern, así que, si podemos quitárnoslos de encima ahora, más que mejor.
—Eso dicho, ¿no podría ir yo contra el almacén y ustedes contra el campamento? —Ante las cejas levantadas de su comentario, Khoakin se apresuró a explicar—. Solo tengo infantería ligera conmigo, a lo más un par de morteros. Y lo mejor sería atacar ambos lugares al mismo tiempo para que ninguno tenga tiempo a reaccionar. ¿No les parece?
El cuarteto de capitanes se miró entre sí, consultándose con la mirada en silencio.
—Yo digo que sí —anunció Donoso.
—Por mi bien —indicó García. Butler y Schmidt se miraron entre sí, antes de encogerse de hombros.
—Bien, los kommunisten pueden ir contra el almacén. Está a un par de kilómetros al oeste del campamento imperial, unos cien o doscientos metros al norte de la Carretera Imperial.
—Con eso me basta. ¡Chernov! —Se giró buscando a su ayudante—. ¡Prepara los camiones, nos largamos!
—Escuadrón Hunter, este es Blitz-0, ¿me recibe? —se escuchó que un soldado alemán llamaba por radio en lo que los soviéticos se alejaban a la distancia. Repitió el mensaje un par de veces más hasta que por fin tuvo respuesta.
—Blitz-0, este es el escuadrón Hunter. A la espera.
—Escuadrón Hunter, tenemos una posición imperial con wyverns como protección. Necesitamos que realicen una pasada y los eliminen para preceder con la eliminación del campamento, cambio.
—Recibido Blitz. Esperamos coordenadas. Avisamos que queda poca luz natural, tendrán que apresurarse, cambio.
—Blitz recibe. Coordenadas son...
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¡RATATATATATATATATA!
Las ametralladoras de los cazas norteamericanos no cesaron su traqueteo hasta que los dragones imperiales hubieran caído del cielo o, en el caso de otros, ni siquiera pudieran despegar. Los disparos que no alcanzaran su objetivo tuvieron el efecto adicional de crear caos y muerte en el campamento imperial, algo que demoró y enredó su reacción a lo que ocurría. Aquello armó una ventana de oportunidad para los terrícolas, una que no tardaron en aprovechar.
¡PUM! ¡PUM!
Los morteros de los Equipos de Reacción empezaron con sus rondas de bengalas, iluminando claramente el campamento imperial. Con sus ametralladoras y fusiles aún a oscuras en las colinas y elevaciones cercanas, las tropas veteranas de la Coalición no demoraron en afinar su puntería y crear una verdadera carnicería en las filas imperiales, casi todas las balas encontrando un blando entre la masa desordenada de humanos, bestias mitológicas, caballos y bestias de carga. En palabras de García, "It was a big, fucking, turkey shot." No hubo eventualidades en el ataque al campamento, como observaron los cuatro capitanes desde la posición central de sus respectivos equipos, salvo cuando en una zona de base imperial, cerca del centro, hubo un punto que resistía notoriamente más que el resto. Eso, irremediablemente, llamó la atención de los cuatro.
—¿Qué carajos es eso en el centro? Ninguna bala les afecta —preguntó Schmidt por radio, observando aún mediante sus binoculares el fenómeno. Si bien los morteros tiraban rondas de iluminación de vez en cuando, la visión no era tan nítida como si fuera de día.
—Apostaría que son magos con sus clásicos hechizos de protección. Es una forma demasiado regular como para ser natural —indicó Butler.
Justo en ese momento una esfera salió de la formación misteriosa, elevándose en el cielo antes de "estallar" e iluminar la zona como si fuera de día. Los soldados de la Coalición quedaron igualmente expuestos a la iluminación, cosa que hizo a los cuatro capitanes chasquear la lengua simultáneamente.
—Son putos magos. Ordenen a todos los morteros y tanques que les disparen a la vez. No salen de aquí con vida —ordenó Schmidt.
—¿Y si alguno sobrevive a esa brutalidad que les arrojaremos? —preguntó García.
—¿Acaso dude? Los quiero muertos, y muertos van a quedar. —Schmidt notó como el comandante de uno de los Panzer IV le observaba desde su escotilla con una ceja levantada. Por toda respuesta apuntó a la formación de magos—. Feuer!
El estruendo del cañón de 75mm, hasta ahora en silencio debido a las órdenes de ahorrar munición, fue la señal que necesitaban los otros blindados para liberar su propia forma de muerte y destrucción. Del grupo de magos no quedó mucho después, más que un montón de carne y huesos en deplorable estado.
Tras la aniquilación del único faro de salvación entre sus filas, los imperiales se dispersaron en la noche abandonando sus armas y equipo. Algunos grupos, que en ocasiones se contaban por docenas, intentaron plantar intentos de defensa en diversos puntos, pero fueron rápidamente eliminados por las ametralladoras y fusiles de la Coalición que, aprovechando el campo abierto, abusaban sin vergüenza de su mayor distancia efectiva, así como del mayor entrenamiento de tiro de los miembros de las unidades presentes. Tras media hora, el campamento imperial había sido arrasado, los supervivientes dispersados por el campo y los heridos, ante la imposibilidad de tratar a tantos o tomarlos prisioneros, fueron pasados por las armas allí mismo.
—Vaya que somos humanitarios, ¿eh? —comentó con sorna Butler ante la ocurrencia. García y Donoso giraron los ojos, mientras que Schmidt soltó una risa corta antes de hablar.
—Estos tipos no tenían cañones, así que no debe haber sido una vanguardia. Creo que acabamos de despojar a una legión de un buen porcentaje de sus hombres.
—Entonces es probable que el almacén que los commies están asaltando sea parte de su tren de suministros. Es un buen golpe inicial —notó García.
—Efectivamente, una buena forma de empezar la empresa. Por ahora prendamos fuego a lo que queda del campamento y vamos a comprobar que el ruso este siga vivo.
—¿No deberíamos buscar algo de inteligencia? —la pregunta de García se vio contestada cuando Butler levantó una pequeña bolsa, una sonrisa con sorna en su rostro.
—Digamos que me adelanté a ustedes. Y según estos datos, esta es la segunda vez que despojamos a la XVI. Legión Imperial de un millar de hombres en una semana. Jajajajaja.
El español-norteamericano giró sus ojos, dándose una pequeña sonrisa de superioridad ante la que sería su respuesta.
—Por supuesto. Como todo buen inglés, primero el saqueo y luego la responsabilidad.
Donoso se rio tras él mientras que Butler le miraba de muerte y Schmidt ordenada la quema del lugar.
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Colinas occidentales de Alnus.
Día siguiente.
La artillería occidental rugió sobre sus cabezas, machacando sin parar la colina frente a ellos. Contuvo su respiración, aguantándola unos segundos antes de exhalar, buscando relajarse. No era un gran fanático de la táctica que iba a usar, pero no podía negar que era, quizás, la más conveniente para la tarea a mano.
No lo hacía más placentero de ninguna forma. A su lado, el teniente Kuwahara le dio un pequeño asentimiento.
—Aaahhh... aun con todo este poder de fuego, no puedo evitar pensar que esto es un suicidio —comentó por lo bajo, masajeándose los hombros.
—¿Acaso no ha hecho esto antes? —la pregunta de su subordinado le arrancó poco agradables memorias, cosa que empujó de vuelta a su subconsciente con un gruñido.
—Varias veces, especialmente en China. Pero en aquellas ocasiones el enemigo eran chinos con equipo deficiente y mala disciplina, no romanos con buen entrenamiento, suministros y atrincherados. Al menos se repite lo del equipo obsoleto, pero los saderianos también tienen abundantes armas blancas que hacen más difícil el pelear contra ellos a corta distancia.
—Cierto. Pero creo que usted en China nunca tuvo apoyo artillero de esta magnitud, ¿verdad?
—¿No estuviste tú en China igualmente, Kuwahara?
—Combatí allí en varias ocasiones, pero estuve más tiempo en el Ejército de Kwantung antes de volver a la isla principal.
—Huh... pero sí, tienes razón. En China nunca tuvimos un apoyo de fuego como este. —Itami observó impasible como las explosiones y la metralla seguían inundando la figura de la formación natural que estaba a punto de asaltar, tragando saliva en un acto de reflejo—. La artillería occidental es formidable. No he visto nada así en mi vida. Tantas armas concentradas en disparar a un solo lugar, y aún así hay suficientes como para apoyar ataques en todo el resto de Alnus... es increíble.
—Solo agradezcamos no ser nosotros los que estamos al otro lado de esas armas.
—Tienes razón, Kuwahara.... Tienes razón...
Un pitido sonó a cierta distancia del dúo, dando la señal para iniciar el ataque. Itami cercioró que su espada estuviera firme en un cinto y comprobó su subfusil, ordenando al teniente con un gesto que volviera a su puesto en la línea.
—Te veo en la cima.
—Lo espero allí, capitán.
—Para eso tendrás que correr más rápido que yo.
—No será difícil. Ha flaqueado en su ejercicio.
—Al menos no soy un viejo.
—Eso dolió.
—Pero es la verdad. —La mirada de Itami se encontró con los ojos serios del mayor Kuroishi, cuya impaciencia era fácilmente transmitida de una forma que hizo temblar al capitán—. C-como sea, nos vemos luego.
—Sí señor.
Itami se apresuró en tomar su lugar entre las tropas que asaltarían a la bayoneta la colina con banderas imperiales. La intensidad del fuego occidental estaba menguando, lo que significada que su ventana de ventaja para aproximarse se reducía por cada segundo extra que demoraran. Colocó el cargador en la ranura de su subfusil, jaló el cerrojo y esperó que zafara con vida nuevamente de las batallas que debía sufrir en aquella extraña dimensión, tan cerca y a la vez lejos de casa.
—Tennoheika Banzai!
El grito provino de Kuroishi. Tomó aire en sus pulmones para luego proceder a gritar, junto a todas las tropas que tomarían parte en la empresa de conquistar dicha colina:
—Tennoheika Banzai!
XXXXXXXXXX
De entre el humo y el polvo dejado por las explosiones artilleras surgió una zanja. Una trinchera, reconoció tras observar su extensión a ambos lados. Arengó a sus hombres y los observó lanzarse con la bayoneta calada por delante dentro, él mismo siguiéndoles poco después. Los movimientos enérgicos y sus brutales ataques dejaron pasmados a los aturdidos defensores saderianos, quienes apenas intentaron oponer resistencia. Al cabo de un par de minutos la zona había sido despejada, y con un grito lideró a sus hombres colina arriba buscando la siguiente concentración de enemigos.
Se preguntó para sus adentros si no quedaría afónico por un par de días ante tanto griterío para hacerse oír por sobre los ruidos del combate. Empujó ese pensamiento lejos de su mente, concentrándose en la tarea enfrente suyo. Los proyectiles con humo arrojados por la artillería occidental al finalizar su bombardeo habían facilitado mucho el asalto, y planeaba sacarles el mayor provecho posible. A un costado de su visión notó una pequeña abertura en el terreno: al acercarse, comprobó que era la entrada a un complejo subterráneo enemigo, uno que no parecía ser muy profundo. Les habían indicado que aquel tipo de instalaciones era común en las posiciones saderianas: usualmente se usaban para resguardarse de la lluvia y prender fuegos sin que fueran notados por los vigías terrícolas. Había que despejarlo, pero no se atrevía a desviarse del camino a la cima.
—¡Teniente Tomita, tome una escuadra y despeje este recovo! ¡El resto, siga hacia la cima!
Kuroishi le iba a matar si no llegaba al punto de reunión cuando menos justo después que él.
Tomita le dio confirmación verbal de haber recibido la tarea e Itami siguió liderando a sus hombres colina arriba. Otra zanja se les apareció, pero nuevamente fue despejada en poco tiempo. A la tercera oportunidad tuvieron algo de dificultad: dos de sus hombres fallecieron por disparos saderianos y tres más cayeron por armas blancas, dos de ellos muertos, pero los culpables fueron rápidamente ejecutados, y los demás defensores, exterminados sin remordimiento. Itami chasqueó la lengua: la resistencia se estaba reorganizando. Al llegar a la cuarta trinchera se hallaron un bloque de legionarios esperándolos, y una descarga cerrada de sus fusiles provocó notables bajas en los soldados que lideraban el avance. Itami se echó al suelo y llamó a que sus soldados hicieran lo mismo.
—¡Granadas! —gritó, dando el ejemplo y activando una. Sus hombres captaron el mensaje y los que tuvieran el dispositivo explosivo a mano le imitaron en prepararlas—. ¡Ahora!
La lluvia sincronizada de granadas pilló desprevenidos a la improvisada defensa saderiana, y pronto esta se vio dispersa con grandes pérdidas gracias al efecto de los explosivos entre sus filas. Itami se puso de pie, ametrallando a los pocos que quedaran enfrente suyo, y arengó una vez más a sus hombres.
—¡Vamos, avancen! ¡A por la cima!
Sedientes de sangre, los japoneses se arrojaron cual jauría de lobos contra los legionarios, quienes intentaron defenderse con armas blancas y sus puños. Poco tuvieron que hacer frente a las bayonetas orientales y nuevamente la trinchera estuvo despejada en cuestión de minutos. Itami se limpió el sudor de la frente, observando la figura que ya veía resaltar por entre el humo que se dispersaba.
—¿Q-qué es eso, señor? —quien preguntara era el sargento Kurata, que se encontraba a su lado. Comprendía su reacción. De cerca, se veía imponente.
—Eso es el reducto saderiano de la cima. Es el puesto de mando de la XXVI. Legión Imperial, y el lugar que debemos asaltar ahora. —Incluso con todo el ruido del combate a su alrededor, Itami logró escuchar claramente como su subordinado tragaba saliva—. Tranquilo, si la artillería occidental es la mitad de fuerte como su ruido da a entender, entonces no quedará mucho de ellos de todos modos.
—Y-y entonces... ¿qué esperamos?
—A que el mayor Kuroishi nos dé la señal para el ataque final... —Se giró a su costado al escuchar una respiración entrecortada, notando a un teniente arribar controlando su respiración—. Veo que estás bien, Kuwahara.
—En excelente estado, capitán. Apenas un ligero trote. —El trío rio en voz baja ante el comentario del anciano oficial—. Veo ustedes tampoco tuvieron problemas.
—Nada destacable.
—¿Dónde está Tomita?
—Le encargué que despejara una pequeña excavación, debería llegar dentro de poco. —En concordancia con sus palabras, el teniente con cuatro soldados a su zaga arribó en ese momento—. Hablando de él...
—Zona despejada, capitán. —El teniente se llevó la mano a la sien, bajándola tras un gesto apremiado de Itami—. ¿Señor?
—No me saludes así, o cualquier saderiano que siga con vida sabrá que debe dispararme primero que al resto.
El grupo rio ante la ocurrencia de su oficial, este dando un suspiro.
—Si me permite que se lo diga, señor, esto de dar el ejemplo no se le da.
—Y que lo digas. Lo que sea, solo esperamos que el mayor se apresure en dar la señal. Ya me estoy cansando de esperar aquí en esta zanja llena de cadáveres romanos... —En aquel momento, un pitido se holló a lo lejos. Itami revisó su subfusil antes de salir de la zanja, seguido de sus subalternos—. Yo y mi boca.
—Al menos atacamos.
—Lo sé. Acabemos con esto. —Poniéndose de pie, el capitán levantó su subfusil mientras volvía a arengar a sus hombres—. ¡Vamos, a por su última fortaleza! Tennoheika Banzai!
—Tennoheika Banzai!
El reducto del cuartel imperial estaba mejor defendido que las trincheras que habían asaltado hasta ahora, eso se notó de inmediato. Su perímetro estaba formado por restos de equipo, barricadas y tierra endurecida, estaba lleno de zanjas irregulares que dificultaban el moverse por el terreno y había una zona sin cobertura entre el perímetro exterior e interior, zona en la que los atacantes no tenían forma práctica de defenderse de los disparos de sus enemigos. En cuanto a la guarnición, esta estaba formada por hombres entrenados y bien armados: una muralla de fusiles protegida por otra de lanzas, con un par de cañones que disparaban a quemarropa cada vez que un escuadrón se acercaba demasiado a las puertas. Para complementar aquel aparato defensivo, un grupo de magos lanzaba constantemente hechizos de fuego y tierra sobre las tropas niponas. Era, en todo sentido, una posición difícil de asaltar para la infantería ligera japonesa.
—¡Esto es un suicidio! ¡No podemos tomar esto por nuestra cuenta! —el grito de Kurata reflejaba el pensamiento de varios de los que sobrevivieron las primeras descargas de los fusiles y cañones imperiales. Pegándose a la tierra como si fueran bichos y agachando la cabeza cada vez que los cañones lanzaban sus ataques, se estaban quedando sin ideas y atrapados en el lodo creado por el agua arrojada por los magos saderianos.
—Esto tenía que salir mal, ¿verdad? —Itami se permitió negar con la cabeza, dándose lástima a sí mismo—. Lo que sea. ¡Furuta!
—¡Señor!
—¡Ve donde el mayor Kuroishi y pregúntale qué diablos hacemos ahora! ¡Debería estar por la entrada sur!
—¡Sí señor!
El soldado desapareció entre las balas y la tierra que volaban de un lado a otro, por lo que Itami decidió, por el momento, cambiarse de zanja ante la cercanía de la última bola de fuego. Allí se encontró a Kuwahara, quien observaba con ojo atento la defensa saderiana.
—¿Alguna noticia, Kuwahara?
—Ninguna, capitán. Más allá de que logro ver que están en barricadas especiales y solo asoman sus fusiles, no hay mucho más. También logro ver que esos cañones parecen estar operando a mediana capacidad. Me pregunto si sus operadores estarán ayudando con la defensa.
Este último comentario llamó la atención del oficial superior, quien asomó la parte superior de su rostro por la tierra. Efectivamente, los cañones imperiales parecían operar solo con cuatro personas en lugar de las siete u ocho que se suponía era lo habitual. Pero no era eso lo que le había llamado la atención.
—Kuwahara, préstame tu rifle.
—¿Señor?
—Solo hazlo.
Confundido, el teniente le cedió el arma a su superior, quien apuntó por unos segundos y dio un único disparo. Este se perdió entre la lluvia de metralla que había entre ambos bandos, pero impactó al costado de una de las ruedas del cañón. Inmediatamente después de comprobar el efecto de su disparo, y de notar que nadie pareció reaccionar a aquello, Itami volvió a ocultarse dentro de la zanja.
—¿Señor?
—Ten. —Devolviéndole su arma al teniente, Itami empezó a pensar en voz alta—. Esos cañones no tienen defensas mágicas frente a ellos, y están por su cuenta en las puertas.
—¿Exacto...?
—Lo que quiere decir, que están indefensos.
Kuwahara abrió los ojos levemente, volviendo a observar el frente. Los artilleros saderianos seguían disparando su arma sin preocuparse mucho de sus alrededores, sin otros defensores a la vista y ciertamente sin mucha atención aparente del resto del aparato defensivo.
—Podemos eliminarlos y entrar al perímetro enemigo. —Observó.
—Solo si logramos medir bien los tiempos. Aún no sabemos qué hará el mayor con este desastre. —Al tiempo que Itami decía esas palabras, el soldado Furuta se deslizó en el lugar, habiendo regresado de su misión.
—¡Señor!
—Reporte.
—¡El mayor Kuroishi indica que utilizará ametralladoras pesadas para suprimir al enemigo, y que ataque la posición enemiga cuando comience! ¡La compañía del capitán Sakurai hará lo mismo por el oeste!
—Ya veo... —Itami volvió a asomarse de la zanja, observando la posición enemiga brevemente—. Eso nos dará una ventana de tiempo para avanzar sobre el enemigo. ¡Kuwahara! —El teniente dio un gruñido para indicar su atención—. Informa a los demás que, a mi señal, abriremos fuego sobre los artilleros del cañón y avanzaremos sobre el enemigo. Y nada de tomar cobertura: si perdemos esta oportunidad, no tomaremos este lugar nunca.
—Sí señor.
Kuwahara se perdió por las zanjas, repartiendo instrucciones y haciendo lo posible por realizarle el quite a las balas. Itami, por su parte, aún acompañado de Furuta, seguía observando las posiciones saderianas. Las tripulaciones artilleras operaban sin ningún cuidado en el mundo, ignorando los pocos disparos que llegaban cerca de ellos, y detrás de sus posiciones logró distinguir lo que creyó era una formación de magos enemigos. Si había más magos o esos eran los únicos, no lo sabía, pero quería apostar porque no hubiera suficientes para cubrir todo el reducto simultáneamente. Tendría que esperar a que dirigieran su atención a otra parte, quizás a la compañía de Sakurai que atacaría por el lado contrario.
Una cortina de proyectiles cubrió a las tropas japonesas, las ametralladoras pesadas del batallón haciéndose notar con su fuego de supresión sobre las trincheras imperiales. La intensidad de los disparos enemigos descendió algo, lo suficiente como para que el capitán pudiera observar con facilidad el perímetro que iba a asaltar.
—Furuta, ¿tienes un buen brazo?
—¿Señor?
—¿Qué tan lejos puedes tirar una granada?
—Diría que la distancia esperada de uno, señor, aunque me considero bastante controlado respecto a lo que puntería se refiere.
—¿Crees poder alcanzar las barricadas enemigas?
—Hum... —Furuta se arrastró hasta el borde de la zanja y asomó su rostro, observando la distancia que les separaba—. Tendría que acercarme un poco, pero debería poder acertarles. ¿Necesita que caiga dentro?
—No, solo que los ciegues unos segundos. Ten. —Itami le entregó un par de cilindros blancos al sargento.
—¿Qué es esto?
—Granadas de humo occidentales que encontré abandonadas en el camino. Me parece que son estadounidenses. Por lo que he visto, funcionan igual que sus otras granadas, así que no deberían ser complicadas de usar. Tu solo arrójalas frente a las trincheras para que podamos empezar el ataque.
—Entendido.
Furuta ajustó su casco y abandonó la relativa protección de la zanja donde se encontraban, arrastrándose por sobre la tierra en dirección a las defensas saderianas. Itami observó sus alrededores: sus soldados y oficiales le devolvían las miradas con anticipación, esperando la orden de ataque. Podía suponer que Kuroishi le estaría presionando con la mirada para que presionara el ataque, pero por él no se movería de inmediato. Prefería tomarse un tiempo y vivir que atacar a lo loco y morir, aunque triunfara (claro que no podía decir eso libremente, no fuera que le escucharan y enviaran a un pelotón de castigo).
Furuta había recorrido un tercio del camino que le separaba originalmente de las trincheras enemigas. Le dio una última mirada de confirmación, a la que Itami asintió para luego ver como los cilindros volaban por los aires camino a la fortificación enemiga, cayendo frente a esta. Tras varios segundos que se sintieron muy largos, Itami por fin pudo comprobar que, gracias al humo, apenas distinguía la forma de las barricadas.
Era la hora.
Tomo el silbato que traía consigo y lo hizo sonar.
—¡Apunten al cañón!
Dio el ejemplo levantándose levemente y quedando apoyado en su rodilla hincada, liberando el contenido de su cargador sobre los artilleros que operaban el cañón enemigo. Sus hombres le imitaron, sus fusiles Tipo 99 enviando una lluvia de metal sobre el cuarteto de saderianos al descubierto. Apenas confirmara que todos fueron impactados, Itami se puso de pie y arengó a lo que quedaba de su compañía.
—¡Avancen! ¡Rápido, por la puerta, antes de que reaccionen! ¡Ataquen!
Con un grito de guerra, los infantes orientales abandonaron sus coberturas y se arrojaron en una loca carrera para alcanzar el perímetro interior del reducto saderiano. Con los artilleros muertos por la lluvia de balas y los defensores principales cegados por el humo, el tribuno imperial a cargo de la defensa en el sector no logró reaccionar a tiempo, solo notando el avance cuando los japoneses se encontraban ya sobre las entradas a las defensas saderianas.
—¡Pasar a lanzas! ¡Pasar a lan-agh!
Su orden de transformar los fusiles en lanzas acoplando un tapón con cuchillo a la boca del cañón, tal como los propios terrícolas hicieran unos siglos atrás, fue silenciada cuando su pecho fue atravesado por el centro por una de dichas bayonetas. El soldado japonés le dirigió una mirada de odio, aplicando más fuerza para asegurarse de que no pudiera liberarse.
Poco sabía que, al igual que él, al tribuno no le preocupaba el volver con vida.
—¡L-larga vida al *cough* emperador!
Y prendió con una antorcha una mecha que sobresalía de sus ropas, haciendo estallar la pequeña bolsa con pólvora que llevaba atacada consigo.
Varios soldados cayeron con el explosivo, aumentando la rabia y furia de los atacantes. Pronto la barricada fortificada estaba despejada, cuerpos agujereados de japoneses y saderianos regando el suelo con su sangre, y los orientales dirigieron sus armas hacia el centro del reducto, donde un reducido grupo de magos observaba pasmado la brutalidad de estos. Sin mediar palabra, los fusiles se levantaron y abrieron fuego.
Los escudos combinados de los magos resistieron el primer embate de las balas. El segundo también. Ya el tercero, con granadas incluidas y fuego de fusilería a quemarropa, no logró aguantar el embate, y los magos fueron masacrados por los atacantes. Itami lideró a sus hombres, subfusil por delante, derribando a cualquier legionario que se le cruzara. Cuando arribaron donde se encontraran los magos, cerca del centro, notó a los hombres de Sakurai asaltando el lado contrario del perímetro. Una pequeña sonrisa se coló en su rostro: si era el primero en llegar al cuartel enemigo podría refregárselo en la cara al otro capitán por un buen tiempo. Debía aún devolverle la mano por una jugarreta pasada.
—¡Continúen! ¡Teniente Morita, asalte la tienda de mando saderiana! ¡Teniente Kuwahara, conmigo a la cima!
—¡Sí señor!
Dividiendo a sus tropas, Itami lideró junto al veterano teniente la carga contra los enemigos que quedaran en la cima. Allí, en un pequeño reducto formado por restos de transportes y animales, una veintena de enemigos disparaban con la mitad de fusiles, el resto preparando armas blancas para su defensa. Suprimiéndolos mientras se acercaban, con los cañones de sus armas ya ardiendo por la cantidad de disparos emitidos, los asaltantes no dudaron en saltar sobre las barricadas y clavar sus bayonetas hacia abajo, buscando el contacto que les permitiera arrebatar la vida de sus oponentes. En cuestión de un par de minutos, la cima era de ellos.
Un soldado ató una bandera japonesa a un palo de gran tamaño y, ante la vista de los hombres de la compañía rival que estaba recién llegando a la zona, la alzó apoyado por sus compañeros, marcando la colina como conquistada y a las tropas de Itami como las ganadoras.
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—¡Mierda mierda mierdaaaaa! ¡Este es el equipo Eagle a cualquier unidad aliada que reciba esto, necesitamos ayuda!
—¡García, deja de gritar como una PUTA!
—¡Cierra el hocico maldita lacra nazi y VEN A AYUDARME! ¡Debemos tener media caballería imperial tras nosotros y no deseo unirme a los que ya dejamos en el suelo sin piernas!
—¡Tal vez eso no pasaría si no fueras tan imbécil!
—¡En mi defensa, no pensábamos que al noble ese le importara tanto su caballo y arrojara a miles a perseguirnos!
—¡¿Qué hiciste QUÉ?!
—A ver, a ver, ¡SILENCIO LOS DOS, PAR DE IMBÉCILES! —el grito de Butler silenció la conversación (también a gritos) que mantenían García y Schmidt— Y segundo, García, danos tu ubicación para apoyarte.
—Respecto a eso... puede que quieran buscar un cuello de botella y preparar defensas allí. Podríamos despoblar toda Sadera con la cantidad de jinetes que nos persiguen.
—Tienes que estar de coña...
El comentario de Donoso fue respondido por un asentimiento de Chumikov. Ambos capitanes se hallaban en misión de observación en una colina al sur de la Carretera Imperial, a cierta distancia al este de Itálica, y habían escuchado toda la conversación radial entre sus pares en el Grupo Atlántico.
—¿No tenemos artillería o apoyo aéreo? —la pregunta de Butler fue respondida por Chumikov.
—Olvídalo, los aviones están dedicando todo lo que dan sus motores a bombardear a los imperiales en Itálica. Esas dieciséis legiones no desaparecerán solas.
—¿No habían ido seis a combatir a Fieger?
—Lo que significa que aún hay diez asediando Itálica. Los aviones son más necesarios allá, y todo el apoyo artillero irá a Fieger. Solo tenemos nuestros morteros como apoyo.
—Muy bonito y todo, ¡pero si no diseñan algo pronto esa tropa de caballería nos pasará encima apenas se nos acabe el combustible! —la exclamación de García hizo poco más que enervar a los comandantes de los equipos, lo que, irónicamente, hizo que se pusieran a trabajar, aunque fuera solo que para quitarse las quejas del capitán español-ahora-norteamericano. Chumikov tomó la iniciativa, agarrando un mapa de la zona y arrebatándole la radio a Donoso.
—García, métete a la Carretera Imperial-
—¡Ya estoy en ella!
—Me importa un carajo. Como decía, te metes a la Carretera Imperial y te diriges camino a Itálica. A no mucha distancia habrá algunas colinas donde esperaremos nosotros para emboscar a la partida de caballería. Plantaremos algunas minas en la zona, por lo que cuando lleguen avísennos para indicarles por donde pasar.
—¡Entendido!
—Seguro no hace falta que lo mencione, pero todos usen formaciones erizo. No queremos que nos rodeen y exterminen —advirtió Schmidt.
—¿Crees que puedan?
—Si son tantos como dice García quizás puedan, y prefiero no correr el riesgo.
—Ese argumento me sirve.
Schmidt y Butler no se encontraban muy lejos de las colinas al norte de la carretera, por lo que Chumikov decidió aprovechar el lapso de tiempo para plantar minas en el camino y por la falta de los cerros que ocupaban en el costado sur. Terminaban de enterrar las últimas cuando los grupos alemán y británico aparecieron, dedicándose estos a hacer lo propio mientras el grupo soviético-español empezaba a instalar defensas de campo en las colinas, así como cavar zanjas y plantar obstáculos para dificultar aún más la subida de los jinetes hacia las colinas.
—Eh, Álvaro. ¿Están los morteros instalados?
—Todos en el centro. Sus tripulaciones están colocando sacos de arena alrededor de sus armas.
—Bien. Recuerda que deben calcular bien las distancias, ya que los de ustedes tienen menos alcance.
—Sí, sí, ya lo sé.
Khoain entonces se fue hasta el puesto de mando improvisado, donde su ayudante Chernov vigilaba a los equipos de mando.
—¿Alguna noticia del par de inútiles en las colinas de enfrente?
—Parecen haber terminado de instalar minas. Están empezando a colocar obstáculos e instalar sus ametralladoras.
—Bien, a este ritmo podremos-
—¿Hola? ¡¿Ho-laaaaaaaa?!
—¡García, te dije que dejaras de gritar como una perra!
Los soldados dentro del puesto de mando, todos familiarizados con los gestos y costumbres del capitán soviético, temblaron levemente al verlo masajearse el puente de la nariz.
—Estos imbéciles van a provocar que me salgan canas a los treinta.
—¿A los treinta...? Con todo respeto, pensé que ya tenía esa edad, capitán.
—¡No soy tan viejo! Aunque tratar con inútiles si te hace aumentar los años, ¿eh? —Seguido de eso, tomó la radio—. ¡Silencio par de inútiles! García, ¿dónde mierda estás?
—¡Acercándome!
—Bien, una vez llegues a las colinas, pega tus vehículos al lado izquierda de la carretera. La mitad derecha está minada.
—¡Entendido! ¡Por cierto, puede que quieran empezar a cargar sus armas! ¡Estos jinetes no han disminuido en número más allá de unos que volamos en pedazos!
La actividad en los puestos de combate aumentó febrilmente, solo para luego morir de forma súbita. Todos controlaban su respiración y se pegaban a sus defensas particulares, de modo de hacer parecer que estaban abandonadas. A la distancia, ayudado por el súbito silencio, se escuchaban los motores norteamericanos casi ahogados por una gran estampida, cosa que llevó a los soldados y oficiales por igual a pensar a que alto cargo imperial había molestado García. Unos minutos más, y lograron visualizar a la distancia al equipo norteamericano, así como la masa de jinetes que les perseguía.
No pudieron evitar tragar saliva.
Sus perseguidores se contaban por los cientos, si es que no por los miles. Había jinetes y caballos apareciendo sin cesar por sobre la loma, la figura de los tanques y semiorugas de García quedando pequeña a medida que pasaban los segundos. De forma paulatina, los conductores norteamericanos fueron apegándose al lado izquierdo del camino, de forma de no llamar la atención sobre su cambio, y pasaron a alta velocidad por el trecho entre ambas colinas. La masa imperial se abrió, dividiéndose en tres grupos que empezaron a dirigirse por los lados, las dos salientes, y por el centro, la de en medio, de los cerros.
Schmidt se asomó por sobre su cobertura, su Kar 98k mostrándose levemente junto con él a medida que analizaba la progresión de su enemigo. Las minas estaban ubicadas algo atrasadas respecto del centro, de modo que cuando las primeras estallaran los jinetes estuvieran ya profundamente entre los campos de fuego cruzados. Se fijó en uno de los líderes de la formación, cuyo uniforme adornado denotaba cierto rango entre la tropa.
Cincuenta metros.
Aún cegado por la persecución, notó como sus ojos se escapaban hacia los costados, analizando el entorno extraño en el que se encontraban. Notó también como su expresión facial cambiaba, probablemente notando los elementos no naturales sobre ambas colinas.
Veinte metros.
Sus miradas se encontraron, y Schmidt, incluso con la distancia entre ellos, notó como sus ojos se abrían como platos ante la realización de la trampa sobre la que se habían adentrado.
Dos metros.
Sus labios se separaron, si iba a murmurar una maldición o dar la orden de retirada, nunca lo supo. Afinó su puntería, colocando su mira sobre el centro de masa del jinete, aun sabiendo que era probable que no necesitara realizar el tiro.
Un metro.
Una rápida sucesión de explosiones acalló el griterío de los imperiales, los impactados que alcanzaron a reaccionar viendo como sus primeras líneas en los tres grupos en que se habían separado desaparecían bajo nubes de polvo que estallaban desde la tierra. Varios más cayeron por no poder detener sus caballos a tiempo, añadiendo más muertos y heridos al caos provocado por las minas que estallaban bajo las patas de los encabritados caballos.
Y con las últimas explosiones, como activados por un botón que presionó alguien, los soldados de la Coalición abrieron fuego sobre el resto.
Butler era quizás el que más sintió compasión por aquellos hombres, aunque no necesariamente por su destino. Él había galopado en una buena cantidad de caballos en su vida, y sabía lo peligrosos que podían ser de primera mano (uno, una vez, casi le rompió la cadera de una patada al acercarse por detrás). ¿Una estampida de caballos encabritada por el ruido del combate, entre medio de una lluvia de balas y metralla, y además sacudidos por minas ocultas? Pobres bastardos los que sufrieran de aquello.
Ese sentimiento, sin embargo, no hizo mucho por evitar que alineara a otro imperial más en la mira de su Lee Enfield y disparara, cobrándose otra vida. Cuando menos, pensó, les ahorraría la miseria de sentir como sus cuerpos eran desmenuzados por las patas de la caballada.
De vez en cuando disparaba a un caballo herido que hallaba por ahí. Les ahorraba el sufrimiento, y la carne podía servir para no tener que seguir comiendo raciones militares.
Le tomó varios centenares de víctimas a la masa reaccionar ante la emboscada, intentando entonces rodear y atacar a los soldados en la cima de los cerros. Lastimosamente, la inclinación de la subida y los constantes disparos de los rifles y ametralladoras significaron que avanzar resultaba casi imposible, dado que cada jinete o caballo que caía muerto dificultaba el avance de los que iban tras él. Fue al cabo de varios minutos (más de diez, si es que lo medido por Butler significaba algo) que lo que quedaba de los oficiales imperiales ordenó la retirada, con las balas y morteros de la Coalición persiguiéndolos hasta que escaparon a su rango de tiro. Sin confiarse, Chumikov envió a parte de sus exploradores a las colinas cercanas con bengalas, con órdenes de solo dispararlas si observaban una formación enemiga acercarse. Como al cabo de media hora no apareciera otra a la distancia, finalmente el Grupo Atlántico decidió que era hora de levantar sus puestos de combate y largarse, so pena de volverse víctimas de una concentración mayor de enemigos.
—Maldita sea... ¿cuántos matamos? —preguntó Donoso, una vez los capitanes se reunieran tras la refriega.
—No lo sé, pero creo que cuando menos unos quinientos. —Khoakin se veía calmado respecto al asunto, de vez en cuando ojeando los centinelas apostados en las colinas y dunas circundantes a la distancia.
—Más, diría que incluso arrebatamos otro millar a los imperiales. —El cálculo de Schmidt hizo poco por calmar los ánimos, los cuatro capitanes presentes sumidos en sus pensamientos. García fue el único que expresó los suyos, lanzando en voz baja una pregunta:
—Joder.... ¿Cuántos muertos más tenemos que provocar hasta que termine esta guerra? Solamente en esta última semana nuestros equipos han matado a tres mil imperiales. ¿Es que acaso no hay fin?
—Probablemente no lo haya por un buen tiempo. —Butler arribó con una tabla con número en su mano, una expresión amarga en el rostro—. Gracias a Alnus e Itálica, un par de millares de muertos no son la gran cosa. Es cosa de todos los días, si es que no peor.
—¿Y esa tabla? —preguntó Schmidt, una ceja alzada. Era raro ver a Butler tan dedicado a algo que no fuera "creerse el aristócrata", como se burlaba de él el resto.
—El estado de los caballos imperiales. No son purasangres, pero en su mayoría son buenas bestias —explicó, terminando unos cálculos—. Aunque la mayoría está deforme por las minas y los morteros, hay algunos animales a los que les dimos tiros de gracia y otros cuyos cuerpos están en relativamente buen estado. Podemos canibalizarlos por carne fresca.
—¿Carne fresca? Suena bien. Esas porquerías de raciones me harán morir joven antes de que me maten esos saderianos —comentó por lo bajo Chumikov, el resto asintiendo.
—Fuera de eso, encontramos un total de 96 caballos en buen estado y otros 73 levemente heridos que pueden usarse con una leve recuperación. ¿Qué hacemos con ellos?
—Pues no podemos llevarlos con nosotros. No tenemos el espacio —señaló Schmidt.
—Ni llevárselos a la guarnición de Itálica, dado que tienen el sitio imperial. Podrían usarlos como comida —indicó Chumikov.
El grupo pensó en silencio unos segundos, hasta que Donoso levantó la mirada.
—Oigan, ¿y el tren? Va y viene a la ciudad, y está aún custodiado por nuestras tropas. Si queremos que entren a Itálica, solo debemos colarlos dentro.
—¿Y cómo lo haremos? —preguntó Chumikov, cruzándose de brazos—. Viratovsky se los quedará todos para él si tan solo ve esos animales, y hará pasar el resto como regalo suyo cuando entregue los veinte que no le gustaron.
—Solo debemos parar el tren en el camino y subirlos. Así no se enterará hasta después del hecho.
—Y como planeas lograr que frenen, ¿eh genio? Dudo que simplemente paren porque ven a unos soldados en el camino.
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Vía Itálica
—Me trago todas mis palabras.
Fue el comentario hecho por el capitán soviético al ver cómo, simplemente ondeando una bandera española, el ferrocarril de la Coalición que transitaba la Vía Itálica se había detenido en el trayecto.
—Los guardias y personal son españoles. No es muy difícil que nos ayuden. No somos muchos en esta tierra extraña de todos modos —respondió Donoso encogiéndose de hombros. En ese momento el último vagón donde hubiesen subido a los animales se estaba cerrando, y García intercambiaba unas últimas palabras con el chofer.
—¡Le dan nuestros saludos a Montgomery y a los de Itálica!
—¡Seguro! ¡Nos vemos!
Con un fuerte chirrido, la locomotora que arrastraba múltiples vagones arrancó nuevamente, dejando atrás al Grupo Atlántico. Sus integrantes, viendo cumplida su labor, dieron media vuelta y se dirigieron al Fuerte Kentucky para reaprovisionarse de municiones, combustible y equipo médico. Sus espíritus estaban en gran ánimo, y no era para menos: la tripulación del ferrocarril les había contado que el cerco de Alnus había sido roto, y con eso venía una muy certera posibilidad, esperada por todos, de que el combate en la zona terminara pronto.
Solo un poco más, y terminarían también su parte.
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Alnus
—¡Ataquen, ataquen! ¡Vamos, vamos!
Con los infantes alemanes atacando en la planicie con la infantería del Grossdeutschland en cabeza, cayendo uno a uno los reductos imperiales en la cima de las colinas gracias a esfuerzos soviéticos y japoneses, con los soldados norteamericanos atacando los puntos vitales y la artillería y fusileros británicos haciendo presión donde fuera que se necesitara, era solo cuestión de tiempo que el frente del Imperio de Sadera se rompiera. No importaba qué medidas tomaban los comandantes imperiales, ni que defensas crearan, o los obstáculos creados con magia o la tenacidad de los mejores legionarios que pudiera ofrecer Sadera en su historia. Nada parecía ser suficiente para frenar, por más que un par de horas, la avalancha que eran los hombres de la Coalición de Naciones de la Tierra. Ya fuera con sus rifles, ya fuera con ametralladoras, ya fuera con granadas, ya fuera con sus bayonetas. Nada parecía estar fuera de límites para usar como arma, la rabia de estar durante meses bajo asedio liberándose de golpe ahora que el frente ganaba movilidad nuevamente. Innumerables crueldades se cometieron, ambos bandos buscando sobreponerse al otro, en el final de aquella batalla decisiva para la historia del Imperio.
Aquel Comandante Imperial, líder y jefe de la VIII. Legión Imperial, bien sabía que era inútil. Como bien dijera Marcus hacia unos días, habían perdido la batalla. Ahora solo ganaban tiempo. Solo quedaba una opción sobre la mesa para la supervivencia de Sadera, y esta era apostar por ocasionar tantas pérdidas a sus enemigos que renunciaran a eliminar la existencia del Imperio. En base a esa idea, esa minúscula posibilidad que les quedaba, se habían trazado las órdenes que dio Marcus en su tienda de mando.
La VII. Legión Imperial, al igual que algunas otras, había sido escogida por diversos motivos para quedarse atrás en Alnus, cortando el impetuoso avance de sus enemigos y permitiendo que las otras legiones en la zona pudieran retirarse hacia el este. Una labor tan fundamental como suicida, motivo por el cual solo se seleccionó a las legiones más confiables para la tarea. La octava era parte de ese selecto grupo, y bajo el experto ojo de su comandante, la cumplían lo mejor posible, cobrando caro cada palmo de terreno cedido a su enemigo en la brutal lucha que les enzarzaba y llegaba a su pronto fin.
Una explosión ocurrió al lado suyo, que le hizo saltar en su lugar de la sorpresa. Tomó una bocanada de aire para calmarse, y comprobó que las dos pistolas siguieran sobre la mesa. Era armas cortas enemigas, habiendo encontrado la primera arrojada en el suelo durante una inspección del frente y la segunda recuperándola de un cadáver enemigo, lo que presumió era un nombre grabado en ella. Ya había decidido qué hacer con ambas. La pistola con el nombre grabado estaba sobre un paño en la mesa, con una nota que detallaba el cómo la había encontrado al costado. La otra, una probablemente impersonal asignada a algún soldado en cuestión, tenía su cargador de ocho proyectiles lleno, y estaba completamente dispuesto a usarlo.
La entrada de la tienda voló, y un legionario, un optio, reconoció, se arrodilló frente a él.
—Señor, el enemigo se acerca. Debe evacuar cuanto antes.
—¿Qué tan cerca está?
—De las cuatro colinas que ocupaba nuestra legión, solo queda esta y otra más, pero aquella la están asaltando. Debe escapar antes de que cierren el cerco sobre esta y eviten que llegue a Sadera.
La preocupación de sus hombres le conmovía, y le hacía preguntarse cómo hombres podían mantener tales sentimientos en su persona y a la vez luchar como poseídos por demonios contra sus enemigos. Pero, independiente de lo que pensara respecto al asunto, no quitaba el hecho de que hubiera ya tomado una decisión, una que mantendría hasta el último momento.
—Soy un Comandante Imperial, y como tal lucharé hasta el final —declaró, su mirada de hierro enfrentándose a la preocupada de su subordinado. Sus escoltas se miraron entre sí emocionados, orgullosos de servir bajo el que era su líder—. No huiré ante lo que el destino me tiene reservado, y si hemos hecho bien las cosas, nos encontraremos todos en el más allá.
El legionario tragó saliva, seguramente comprendiendo la gravedad de lo que su comandante decía. Inclinó la cabeza una vez más antes de ponerse de pie, llevándose la mano al corazón.
—Que estén los dioses con usted, comandante.
—Y contigo, soldado.
Le observó abandonar el lugar con paso apresurado, probablemente a transmitir el mensaje de que no huiría. Miró a su escolta y ayudantes: todos estaban armados con fusiles imperiales de un muy limitado modelo, uno solo producido a pedido personal para altos cargos imperiales. ¿Su peculiaridad? Tenía dos cañones, uno sobre el otro, lo que le permitía disparar dos veces antes de disparar. Producirlo era más caro que los modelos regulares y en el largo plazo el arma se desgastaba más rápido, motivo por el cual no era usado por el ejército, pero para la situación en la que se encontraban su desempeño a lo largo de días de combate no era algo relevante.
Se dirigió a su ayudante.
—Empaquen los papeles vitales que puedan y envíenlos a Sadera a caballo. Quemen todo lo demás. No debe quedar nada que sea de utilidad al enemigo.
—Como ordene.
Una orden simbólica, puesto que dichas instrucciones ya las había dado cuando Marcus ordenó la retirada. En lo que sus hombres desmontaban la tienda y volvía a estar bajo la luz natural que se colaba tras las nubes que cubrían el cielo, recordó su trayectoria de vida. Oriundo de la capital imperial, pertenecía a la alta burguesía que no era parte de los nobles. Un título nobiliario menor ganado por su padre, uno no hereditario, le aseguró los contactos necesarios para ingresar en el ejército imperial con un buen rango. Tuvo una trayectoria sin incidentes, salvo por su participación en una de las legiones que tomaron parte en la guerra de subyugación de las Guerreras Conejo, en la cual recibió una recomendación para ascender. Era apenas un Centurión cuando estalló la Primera Guerra contra la Coalición, una en la que no combatió al estar asignado a la I. Legión Imperial, acantonada en Sadera. No fue hasta que Zorzal tomó el control del Ejército Imperial y comenzó su renovación que vio su momento de ascender.
La mayor parte de los oficiales mayores fueron expulsados o enviado a territorios lejanos que seguían con el viejo sistema. En el nuevo núcleo del Ejército Imperial, donde la meritocracia súbitamente tenía un peso real y la amenaza reciente de la Coalición seguía en el horizonte, logró ascender puestos rápidamente con el rápido aumento de legiones al disminuirse su tamaño. De Centurión pasó a Tribuno Militar, y de ahí a Tribuno Imperial, finalmente abandonando Sadera camino a Alnus como Legado Militar. Orgulloso de su rango, cumplió sus obligaciones diligentemente hasta se encontró con la cruda realidad de la guerra contra el enemigo de otro mundo.
El impacto había sido brutal. Cada día se hacía más complicado llevar la administración de la legión, arrojada esta a un combate sin comparación en la historia del Imperio, y cada vez más tomaba más responsabilidades relacionadas al combate. Cuando su jefe, el anterior comandante de la legión, murió tras un ataque de artillería enemigo, fue nominado por el resto de Legados para asumir el mando. Conmovido, aceptó, y lideró a sus hombres durante las semanas siguientes, siendo testigo y partícipe de lo que sería la mayor batalla en Falmart hasta la fecha.
Y ahora todo eso llegaba a su fin.
Otra explosión le hizo volver a la realidad. Revisó a sus alrededores, encontrando a su escolta lista. Sus ojos fueron a parar al perímetro interior del reducto, donde notó a algunos de los últimos legionarios bajo su mando combatiendo cuerpo a cuerpo contra enemigos con uniformes verde oliva. No podía evitar pensar en la ironía: aunque al principio desecharon casi toda la armadura corporal por considerarla obsoleta, el combate cercano en Alnus, con constantes peleas con armas blancas, le había devuelto el uso. Vaya, habían sobrepasado su defensa. Era de esperarse: eran incontables. Tantos que no estaba seguro de que tuvieran fin.
Su escolta preparó sus fusiles. Él arrastró el brazo por sobre la mesa a su lado, dispersando las fichas militares y arrojando el mapa con notas al fuego a su lado. Esperó que los jinetes con el material sensible hubieran escapado, pero eso era todo lo que podía hacer por ellos. Levantó su propio fusil, un paso delante del resto de sus hombres, y apuntó al soldado enemigo más cercano. Este, que parecía ser un oficial dado el símbolo que llevaba en su casco, ausente del que llevaban sus similares, notó la acción un segundo antes de que jalara el gatillo, liberando el proyectil que se incrustó en el rostro de su oponente.
Sus hombres hicieron lo mismo, liberando una lluvia de muerte sobre las filas enemigas. Volvieron a apretar los gatillos al distinguir la siguiente formación aproximándose, desechando los fusiles que no tendrían tiempo de recargar. Desenvainando sus espadas, la escolta se arrojó a la lucha contra los soldados que avanzaban, aprovechando la confusión provocada por sus descargas. Les observó luchar y caer uno a uno, llevándose consigo más víctimas. ¿Cuántos más tendrían que morir en aquella guerra? No lo sabía, pero ya no era algo que le fuera pertinente. El último acababa de caer, su arma quebrada en dos clavada firmemente en el estómago de su oponente, y los ojos que irradiaban furia se concentraron en él, abalanzándose cual fieras sobre su persona. Levantó la pistola, apuntando al más cercano, y abrió fuego.
Uno, dos, tres. Se giró sobre sus pies, liberando otro disparo. Cuatro. Puntería perfecta. Se dio la vuelta, encajando dos tiros más en distintos oponentes. Cinco, Seis. Quedaban dos balas, pero solo mataría a un enemigo más. Observó a uno preparar lo que parecía ser una granada, por lo que decidió en aquel medio segundo cual sería su objetivo. Siete. La granada activada cayó en el suelo, detonando y acabando con varios soldados cercanos. Sonrió para sí mismo: diez enemigos no estaba mal.
Notó que seguían viniendo, pero no había ninguno cerca. Le tenían a la vista, y sabía que, si hubieran tuvieran pleno uso de sus facultades mentales, no cegados por la ira, ya le habrían disparado con sus armas. Quizás querían acabar con él con sus propias manos. Pero él ya había decidido como se iría, y no dejaría que le arrebataran esa elección. Llevándose la mano a la sien frente a todos, como observó que ellos hacían para saludar a sus compañeros, la bajó luego de unos segundos para tomar la pistola con la última bala en el cargador. Apoyó el cañón al costado de su temple y murmuró:
—Larga vida a Sadera.
¡BAM!
El Comandante Imperial cayó muerto por su propia mano. Los norteamericanos que le rodeaban se miraron entre sí, confundidos ante el hecho, antes de lentamente dedicarle un breve saludo militar. Uno cubrió el cadáver con una manta cercana, prosiguiendo luego el grupo a su siguiente objetivo.
La batalla casi acababa. No había tiempo que perder.
XXXXXXXXXX
Apuntó y disparó. Un legionario cayó. Accionó el cerrojo y disparó, añadiendo otro muerto más. ¿En cuantos estaría la cuenta? No sabía, dejó de contar luego de que llegaran a veinte los caídos por su mano. Otro legionario apareció de la tierra, disparándole por reflejo. Cayó, pero otro venía tras él. No había tiempo de accionar el cerrojo: clavó la bayoneta con todas sus fuerzas en el estómago de su oponente, girando el arma para provocar el máximo dolor. Luego, aprovechando la pausa en el movimiento de su rival, accionó el cerrojo y disparó, finalmente matándolo y liberándose de él.
Comprobó su recámara: sin balas. Extrajo un peine de su bolsa de municiones, y estaba en proceso de cargar su arma cuando sintió un leve golpe en el hombro. Girándose, se encontró con su superior, quien le indicó una posición saderiana cerca de la cima. Estaba dentro del reducto central, lo que significaba que sin duda había una cantidad notoria de legionarios defendiéndola.
—¿En serio vamos a asaltar eso?
—Es la última. ¡Vamos! ¡Solo queda esa!
Supuso que podía hacer un último esfuerzo. No le sentaría bien haberse retirado tan cerca del triunfo de todos modos.
—Bien... ¡pues vamos, mierda!
—Así me gusta. —Su superior tomó una pistola, llamando la atención de todos sus compañeros cercanos. ¿Eran siquiera todos de la misma unidad? Probablemente no, pero dudaba que a alguien le importara a ese punto—. ¡Vamos, soldados, carguen! ¡Un último esfuerzo! ¡Vamos, adelante! ¡Carguen, carguen!
Empujados por las palabras de su improvisado líder, la masa de uniformados se lanzó colina arriba contra la posición imperial. Saltaron sobre zanjas y se deslizaron sobre barricadas, acribillaron a quien se pusiera enfrente y agujerearon con las bayonetas una vez se acabaran las balas. Era una carrera en frenesí, todos dispuestos a ser los primeros en llegar a la cima de la última colina dominada por los saderianos. Disparo, bayoneta, cerrojo y disparo de nuevo. No necesitaba pensar en nada más que en avanzar, y en eliminar a aquel que no portara su uniforme.
Pasaron el perímetro exterior del reducto, dejando tras ellos un montón de cuerpos irreconocibles. Saltaron el perímetro interior, usando granadas y explosivos para forzar las fortificaciones reforzadas con magia. Ametrallaron a quemarropa a los magos que se les opusieran, y una granada incendiaria prendió fuego a las pocas tiendas que se encontraban a un costado del campamento. El último punto que quedaba en manos enemigas, en el centro del reducto y el punto más alto de la colina, estaba defendido por una docena de enemigos: el mástil con la bandera de Sadera. La recordaba bien: aquella fue la primera bandera imperial en ser alzada en Alnus, y ahora, poética e irónicamente, era la última que quedaba en pie. Podía sentir la ansiedad en sus compañeros, y estaba seguro de compartirla él también.
Un poco más. Solo un poco más, y esa batalla habría acabado.
Se abalanzaron como águilas sobre su presa, tomando impulso con escombros de la zona para saltar sobre la barricada. Disparo, bayoneta, cerrojo, disparo. Disparo, bayoneta, cerrojo, disparo. Cuatro imperiales estaban muertos. Seis de los suyos habían caído. Los que quedaban formaron un perímetro de hierro alrededor del mástil, liberando una descarga de sus fusiles sobre la masa atacante. Sintió a otro de los suyos caer, y respondió disparando su propia arma sobre ellos. Disparo, cerrojo, dispa- ¿eh?
Su arma le devolvió un ruido sordo. Se había quedado sin municiones. No había tiempo para recargar, por lo que afirmó su fusil y se lanzó contra los que custodiaban la bandera. Uno había caído por su disparo, otro por una cortesía similar de sus compañeros. Esquivó la espada del que tenía enfrente y le clavó su bayoneta hasta que la madera del arma se tiñó color sangre, quitando el ahora cadáver con la ayuda de su pie. Otros dos luchaban contra sus compañeros, y observó al último abalanzarse sobre él, espada en mano, dispuesto a arrebatarle su vida tras sesgarla del soldado que estaba tras él.
Arrojó su rifle hacia el legionario, desestabilizando su trayectoria, y se arrojó al suelo por su costado. La espada se clavó junto a él, a pocos centímetros de su cabeza. Desenvainó el cuchillo que traía de emergencia, abalanzándose sobre el enemigo enfrente suyo. Intentó apuñalarlo, mas este atrapó su brazo unos centímetros antes. Forcejearon durante varios segundos, ninguno dando el brazo a torcer, jugándose la vida en aquel intercambio. Ambos veían la furia en los ojos del contrario, e incrementaron la fuerza utilizada. Una rodilla al estómago, y observó el aire y las fuerzas abandonar al legionario. Con un último esfuerzo clavó su bayoneta en su pecho, observando como la vida lentamente escapó de sus ojos a medida que el acero desaparecía en su carne. Tomándose dos segundos para respirar y recobrar fuerzas, liberó su arma blanca de su residencia temporal y se dio la vuelta, avanzando contra el objetivo por el que habían sacrificado a tantos de los suyos.
Con un fuerte corte, la cuerda cedió. Con la ayuda de sus compañeros y con una cuerda que encontraran en la zona, tomaron su propia bandera y empezaron a alzarla lentamente por el mástil, notando como sus fuerzas les abandonaban ahora que no había peligro inminente. Pero, aún así, no podían ceder ahora. Era por lo que había luchado tanto, ¿cómo podían fallar en aquel momento?
Los vítores que inundaron Alnus les indicaron que su labor estaba completa. Con un último nudo hecho por manos temblorosas, se alejó unos pasos para contemplar su obra maestra. La bandera alemana ondeaba orgullosa en la cima de la colina, reemplazando a la última saderiana que quedara. Secándose las lágrimas y el sudor de su rostro, giró el rostro, observando el área llena de militares aliados alumbrarse gracias al Sol que abandonaba la cobertura de las nubes, inundando con su calidez a los soldados de la Coalición.
Sus rodillas cedieron, y tuvo que sentarse en una de las barricadas para evitar colapsar sobre el suelo. Un orgullo inexplicable le inundaba por completo, y tenía que sujetarse con las escasas fuerzas que le quedaban para no perder la consciencia. Lo habían logrado. Habían ganado. Con un último esfuerzo, miró nuevamente el campo que se extendía a sus pies, en dirección a Sadera.
Finalmente, el infierno de Alnus llegaba a su fin.
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...
Bueno... eso fue una experiencia. Creo que esto es el fragmento más largo que escrito hasta la fecha, y no es ni siquiera un capítulo completo (es solo la parte tres). Más de sesenta páginas de Word, aunque bueno, eso no vale de mucho cuando consideras cosas como el tamaño de letra y espaciado. ¿Debería subir una versión con todo el capítulo 16 completo? Ustedes me dicen, aunque no creo que quieran.
¿Qué más...? Bueno, ni idea. Para rellenar, solo decir que con esto marco el final del capítulo 16 (pero eso ya lo sabían), pero no del arco 4. Falta aún el capítulo 17 (Retirada Imperial) para cerrar el arco, pero al ritmo que voy bien pueden esperar hasta Diciembre. Además de temas académicos, estoy en otros asuntos de la universidad que me tomarán tiempo, así que eso. También, probablemente al publicar el siguiente capítulo empiece a editar los primeros, de modo que la lectura sea más fluida y no haya tanto contraste con los últimos (y de esa manera mantener nuevos lectores interesados). No sé si logre traerlos al estándar actual, pero con una mejora sustancial me conformo.
Ah sí, y usar nightcore de canciones algo antiguas y Sabaton para escribir fics arroja mejores resultados de los esperados. Quién lo diría.
Bueno, eso. No tengo nada más que decir (que yo recuerde), así que espero les haya gustado, dejen su review y nos leemos en otra ocasión.
En fin, nos leemos,
RedSS.
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