45. Juego terminado 2/2
—¡Billy Anne! —grito cuando sale corriendo a través del estacionamiento, dejando la puerta del pasajero abierta.
Con una maldición me estiro a través del asiento y la cierro. Saco la llave del tablero y me bajo tan rápido como puedo del Jeep. Lo rodeo viendo la figura de la chica ser engullida por las puertas del hospital, pero antes de que pueda avanzar más una voz me congela en mi lugar.
—¿Jay-jay?
Giro para ver a mi sorprendida madre apoyada contra el capó de un viejo Mustang gris del 2002. Es mi coche, el que me robó cuando estaba en la preparatoria. Me extraña que no lo haya vendido para conseguir drogas en su momento.
—¿Qué...? —empiezo confundido, pero mis ojos vuelven hacia el edificio y niego con la cabeza—. Debo irme.
Mi prioridad es Billy. Acaba de enterarse a través de las noticias que su familia tuvo un accidente y una de las personas que cenó en nuestra mesa de la cocina esta noche acaba de morir. Al pensarlo parece producto de mi imaginación. Todavía no creo que sea real. Espero que se trate de un malentendido, que se hayan confundido de camioneta, que quien sea que murió haya sido —y me iré al infierno por pensar esto—, una persona del otro vehículo involucrado.
Comienzo a trotar para alejarme.
—¡Jaden, espera! —Urgencia repentina nace en la voz de la mujer, como si acabara de ver un tornado viniendo a toda velocidad.
—No tengo nada que hablar conti...
Me quedo sin palabras cuando me toma del brazo y tira de mí para que estemos cara a cara. Su agarre es firme y nervioso. Frunzo el ceño y por primera vez me pregunto qué diablos hace en el estacionamiento del hospital a esta hora.
Al mirarla de cerca veo sus ojos inyectados de sangre.
—¿Está drogada? ¿Viniste a robar drogas a un hospital?
—¿Qué? No, no es...
—¿Estás teniendo una recaída? ¿No deberías tener un padrino o como sea que se llame para ayudarte? —acuso, exponiendo mi fibra sensible en cuanto se trata de su adicción.
—No, Jaden, no estoy aquí por nada que tenga que ver con drogas —dice más triste que ofendida—. ¿Por qué no nos sentamos y te explico?
Eso me hace zafarme de su agarre para empezar a caminar en reversa. Quiero entender qué hace en medio de este lugar y por qué llora, pero Billy Anne me necesita —y aunque no lo haga quiero que sepa que estoy ahí—. A su vez, a diferencia de mi madre, ella se quedó a mi lado siempre que tuve un problema. Me apoyó y me toca hacer lo mismo sin ir soltando información sensible, personal y de la que no estoy seguro a esta mujer que apenas conozco.
No le debo explicaciones, y aunque alguien te las deba no significa que tengas que quedarte a oírlas. Me repito que no necesito las suyas en mi vida.
Tuvo su momento para darlas.
Sin embargo, al verla al borde de las lágrimas siento una punzada en medio del pecho. Un presentimiento extraño me obliga a tragar con fuerza y freno de golpe al recordar fragmentos de la discusión con Ibeth cuando apareció en mi departamento.
«Quiero que ambos perdonen a mamá y vengan a vivir con nosotras a Nueva York.»
«Me contactó hace unas semanas.»
«Se disculpó por todo. Tú no la escuchaste, pero yo sí. Creo que merece una oportunidad.»
«La drogadicción es una enfermedad.»
«Esta vez va a quedarse todo el tiempo que le queda. Lo siento en los huesos.»
Mi hermana no dijo el nombre de nuestra madre durante años. La odió en silencio. Me enseñó que no la necesitábamos y nunca mostró ni el atisbo de querer perdonarla o defenderla, pero es universal que las tragedias pueden disolver casi todos los rencores.
—Te estás muriendo, ¿verdad? —digo con un nudo en la garganta.
Lleva sus manos a su corazón como si pudiera recoger los pedazos a medida que van cayendo. Abre la boca pero ningún sonido sale de esta. Cada célula de mi cuerpo me anima a acercarme porque quiero abrazarla. Los pensamientos que tuve hace unos segundos se evaporan ante la posibilidad del fin de su vida, sin importar cómo me hizo sentir o lo que me hizo.
—¿Jaden? ¿Qué rayos haces aquí? —La voz de Ibeth proviene a mi espalda.
El ritmo de sus pisadas son rápidas mientras me pasa para llegar junto a mamá y ponerse frente a ella como un escudo humano. Le pasa una bolsa de plástico y me mira expectante mientras se acomoda el cabello tras los hombros y cruza de brazos.
—¿Por qué no me dijiste que estaba enferma? —reprocho a la recién llegada.
—Hijo, por favor, no hagas esto ahora —implora la mujer—. Tu hermana quería...
—¡No era tu decisión ocultarlo, Ibeth! —estallo.
Ella mantiene la cabeza en alto. Su rostro es serio mientras la señora a su espalda llora en silencio.
—En realidad, sí era mi decisión —dice en voz baja pero firme—. La que se está muriendo no es ella, soy yo.
«¿No quieres que tus hijos tengan una abuela como la que tenemos nosotros?» Incluso después del aborto existía una mínima posibilidad de que pudiera embarazarse. También podría adoptar, pero dijo «tus», no «nuestros». Se extirpó a sí misma de nuestro futuro, sabiendo que podría no estar en él.
«A veces mierda es lo único que tienes, y algo es mejor que nada.» ¿Vivir sabiendo que vas a morir pronto?
«Todo en la vida te lastima, Jaden. Solo que algunas cosas y personas lo hacen más que otras.» Si algo puede superar el dolor que nos causó Ginny, es esto, lo mismo por lo que Ibeth probablemente la perdonó.
«Esta vez va a quedarse todo el tiempo que le queda. Lo siento en los huesos.» Hablaba de su tiempo, no el de mamá. Lo sentía en los huesos porque solo un inhumano se aleja de su hijo cuando este se está muriendo.
Miro a Ibeth sin reacción. Examino cada centímetro de su rostro y noto que su frente luce extraña. Retengo el aliento al darme cuenta que no se estaba acomodando el cabello, sino una peluca.
—¿Tienes...? —Ni siquiera puedo decirlo.
—Cáncer, como papá.
Desde que tengo memoria me pareció estúpido decirle a un persona que es fuerte o débil por enfrentar o vivir ciertas cosas, porque les hacemos entender que siempre son fuertes o débiles, sin punto intermedio cuando en realidad vivimos en una cuerda floja entre ambos. Somos seres humanos. Ahí debería terminar la caracterización.
Estamos hechos de una fortaleza y debilidad donde no puedes separar el comienzo de una y el final de la otra.
Por esa razón, mientras apoyo las palmas y frente en la pared del corredor y doy una bocanada de aire con cada centímetro de mi cuerpo temblando sin control, no me doy ánimo diciendo que puedo hacer esto.
No me digo que soy fuerte porque si somos vulnerables incluso comentarios de extraños sobre nosotros mismos, lo somos mil veces más en cuanto a las personas que amamos nos concierne.
No quiero dejar de escuchar a papá tararear las vitaminas de las frutas mientras las corta en verano para hacer licuados, ni que deje de invitarme una y otra vez a correr a pesar de saber cuál es mi respuesta. No podría soportar que dejemos de enviarnos mensajes con datos curiosos para ver quién encontró el más extraño, o no oírlo decirme lo orgulloso que está de mí incluso si lo mejor que hice en el año fue cortar una papa.
¿Y qué se supone que haga sin mi madre? Necesito ver sus tazas de café vacías alrededor de la casa para juntarlas a regañadientes. Quiero que discutamos acerca de quién conducirá el Jeep en la excursión a Blair's Place. No quiero que deje de poner los ojos en blanco o pare de contarme sus aventuras universitarias por más que las sepa al derecho y al revés. Necesito escucharla tocar el piano mientras papá y yo bailamos y el abuelo se queja.
¿Qué es una vida sin Bill Shepard?
Quiero oírlo insultar. Necesito que repita la palabra trasero hasta el cansancio y se jacte de que hace la mejor salsa del mundo. Quiero apoyar la cabeza en su hombro cuando estoy triste y ver repeticiones de los partidos de los Chiefs mientras como su pasta. Quiero reír cuando levante un vibrador creyendo que es una batidora, me obligue a levantar los sacos de cebolla para sacar músculo y me aconseje cuando todo marche mal.
Los amo demasiado a los tres como para pretender que una muerte dolerá menos que otra.
Siento náuseas. Las arcadas llegan con una ola amarga y me inclino hacia adelante hasta que estoy viendo mis zapatos. Me siento mareada, con nudos invisibles en la boca del estómago, la garganta, el pecho y detrás de los ojos. Inhalo hondo y recuerdo que el cuerpo humano es un envase. Puedo contenerme. Derramaré dolor en lágrimas, vómito y espasmos cuando sepa la verdad, pero primero debo encontrarla.
Me limpio los ojos con el dobladillo de la camiseta y avanzo. No junto lo que ya se rompió de mí, solo lo arrastro.
No me siento una mujer mientras voy por respuestas, sino una niña pequeña que corre a los brazos de quien vaya a recibirla. Por suerte, alguien me atrapa con su voz. Más bien con un quejido.
Es como cuando me quedaba leyendo hasta tarde de pequeña. Podía identificar con facilidad a quién pertenecían las pisadas provenientes del pasillo. Si eran de mi padre solía fingir que dormía porque no quería que me diera un sermón sobre la importancia del descanso, pero si era mi madre sabía que solo iba a guiñarme un ojo.
Nunca le importó que me desvelara por historias que necesitaban ser leídas.
—¿Mamá? —llamo dando la vuelta y buscándola con la mirada.
—¿Billy Anne?
Debo bajar la vista. Un enfermero —el mismo chico al que le dí el beso en modo spider-woman y encontré con Ibeth—, está empujando una silla de ruedas.
Echo a correr hacia ella, quien en contra de las órdenes del muchacho se impulsa con brazos temblorosos para ponerse de pie. Tiene un tobillo envuelto en vendas, pero aún así es tan terca como para querer acortar el tiempo que nos lleve alcanzarnos.
La atrapo cuando está a punto de caer, en un abrazo que me arranca el peor y más necesitado sollozo de mi vida.
Me acaricia el cabello y siento que no me alcanzan las manos o la fuerza para abrazarla como necesito hacerlo. Escondo el rostro en su hombro y nos mece a ambas, susurrando que se encuentra bien a mi oreja. Intenta hacérmelo creer porque ve que ya no estoy segura de si lo que estoy viviendo es real o no.
Debe serlo porque duele demasiado para ser un sueño.
—Llámame niña mil veces —digo en un hilo de voz, recordando nuestra última conversación antes de que se subiera al coche—. Lamento haberte dicho que eras un grano en el... —Resopla una risita nerviosa y a mí se me escapa otra, sonriendo contra su camiseta—. Te amo, mamá. Te amo tanto que... —Mis ojos vuelven a empañarse—. Lo siento, lo siento mucho, y te amo tanto que...
No puedo seguir hablando.
—Yo también te amo tanto que no puedo terminar oraciones.
Ahueca mi rostro y me besa la frente por un tiempo tan extenso que rememoro todas las veces que hizo lo mismo en el pasado. Debo sostenerla para que no se caiga y ella debe hacer lo mismo por mí. Juntas podemos estar de pie, pero si la dejo ir sé que me desmoronaré.
Hay personas que echas de menos aún cuando te están abrazando.
No quiero separarme de mi mamá. Nunca lo quise, quiero o querré. Es la persona que me dio un hogar dentro y fuera de su cuerpo, la que hizo sentir cualquier parte como un lugar seguro con solo su presencia.
Un día te das cuenta que al final tu vida entera se reduce a querer y ser querido. No importa lo demás. A la mierda el trabajo y las preocupaciones. A la mierda las heridas y las cicatrices. A la mierda todo, incluso tus sueños, pasiones y opiniones. Llegamos al mundo en, por, para y gracias a otros seres humanos. Nos crean con lo que son. Somos pequeñas partes de muchas personas que vinieron antes y vendrán después. Es un círculo infinito que guarda en sí un misterio oculto a simple vista.
A la mierda todo, excepto las personas. Solo puedes pensar en ellas en situaciones así.
—Blake, Zoe y los niños están bien —suelto.
Exhala con alivio. Cierra los ojos por un momento y se lleva una mano a la frente, pero tan rápido como lo hace vuelve a abrir los párpados y su mano cae.
—¿Tu padre y el abuelo?
Quiero decirle lo que vi en las noticias, pero no me sale la voz. Me encojo de hombros con un temblor y ella da un paso atrás. La ayudo a sentarse otra vez en la silla de ruedas.
—Intentaré averiguar dónde está su familia y sus estados —asegura Tyler, apresurado cuando lo llaman por los altavoces. Agradezco que su lado profesional esté sobre el personal y ni siquiera haga comentarios sobre conocerme—. Por favor, lleva a tu madre a la sala de espera y quédate ahí. No pueden estar aquí. Lamentablemente es una noche agitada y no tenemos mucho personal.
—La llevaré —aseguro.
En cuanto se va, me pongo en cuclillas frente a mamá para tomar sus manos.
Si Jaden decía que mi cabello tenía una crisis de identidad, es porque nunca antes vio los ojos de mi progenitora. Son verdes como la primavera en que nací, con el sol salpicando alrededor de sus pupilas. Su mirada siempre fue la de alguien que sabe quién es y lo que quiere, pero en este momento parece perdida.
¿Quiénes habríamos sido, somos y seremos sin las personas que amamos?
No quiero decirle que alguien murió como tampoco que se entere de golpe, al ver un cuerpo. Nunca me paré a pensar cómo darle la noticia a una persona. ¿Hay una forma correcta de relatar que la muerte llegó, tomó a quien quiso y se fue sin que pudieras hacer algo al respecto?
—Uno de ellos está bien, pero no sé cuál.
Me mira sin decir nada. Aprieta los labios y traga con dificultad. Su agarre en mis manos se refuerza. La inquietud que siento se extiende y la abraza. Comprende la magnitud de mi confesión y sé que saborea lo agridulce de la noticia cuando sus cejas se unen y bajan en una expresión aterrada.
Tu esposo o tu padre acaba de morir, mamá.
—No iremos a la sala de espera —sentencia con una ferocidad quebradiza.
Sonrío con tristeza y resoplo. Si Kansas Shepard quiere saltarse las reglas, sea para bien o para mal, lo hará. No puedo culparla por estás desesperada por respuestas. Necesitamos saber quién fue, porque sentarse a esperar solo hará que duela más. Perderemos la cabeza.
—Por supuesto que no —susurro.
Responde a mi sonrisa reprimiendo una que esconde lo mucho que le arden las lágrimas en la garganta. La rodeo y tomo las manijas de la silla. Mis nudillos palidecen por la fuerza del agarre y miro alrededor, sin saber hacia dónde ir. Siento la mano de mamá en la mía y eso me anima a dar el primer paso.
Puede ser papá.
Puede ser el abuelo.
Las ruedas de la silla se deslizan con un sonido suave, acompañadas de mis pisadas y decenas de otras a nuestras espaldas y alrededor. Dentro de mí se arrastra un desasosiego cuya presencia me revuelve el estómago. El olor a antiséptico está impregnado en el aire como la angustia en mi pecho mientras rebobino el tiempo a cuando todos estaban por subirse a la camioneta.
Miré a papá como lo hice un millón de veces con anterioridad. Sus ojos azules brillaron con diversión.
—No es fácil vivir con Bill Shepard, ¿verdad? —Se burló.
—No, pero lo complicado es lo que lo hace divertido.
Bajó la vista a sus zapatos mientras sonreía. Sentí un tirón en la lengua. Todavía no le había contado a nadie que no fuera el vejestorio y Jaden que existía la posibilidad de irme a otro país por una oportunidad laboral.
—Papá —llamé intentando camuflar mi inseguridad—, sé que es una pregunta estúpida para hacer y cuya respuesta debería descifrar sola, pero ¿crees que vale la pena dejar algo cuyas probabilidades de éxito conoces para ir en busca de otra cosa que puede fracasar?
¿Vale la pena dejar mi hogar para ir a congelarme el trasero a Rusia en busca de algo que podría alcanzar con facilidad aquí pidiendo tu ayuda?
Su mirada se endulzó para mí y sus ojos se posaron por una milésima de segundo en alguien más.
—En lugar de probabilidades de éxito, mejor enfocarse en las de felicidad.
Fruncí el ceñó.
—¿Crees que me estoy refiriendo a dejar mi soltería para lanzarme a una relación con Jaden?
—Nunca dije eso.
—Lo pensaste —acusé.
—Tu falta de especificidad me llevó a esa resolución, no es mi culpa. —Levantó las manos en señal de inocencia.
Reí y rodeé su cintura, apoyando la mejilla en su pecho. Correspondió el abrazo con tranquilidad.
—Mi respuesta es aplicable a cualquier situación, cosa o persona, como si fueran las leyes de Newton o... —Reforcé el abrazo y emitió un quejido al sentir presión en las costillas. Si lo dejaba divagar íbamos a terminar esa conversación en una semana—. Lo que quiero decir es que fracasos siempre habrá, incluso en lo que sientes y piensas que ya es un éxito, como tu comodidad en un lugar o con ciertas personas. Deberías perseguir aquello en lo que incluso si te hundes, sientes que quedarte sin aire valió tanto la pena como para no regresar el tiempo atrás; ir sabiendo que te faltará el oxígeno pero la inhalación siguiente te llenará por completo.
Aspiré su colonia antes de echarme hacia atrás para que acomodara mi cabello tras mis orejas.
—¿Y si me encuentro con que no hay oxígeno?
—Puedes nadar de regreso a donde sabes que lo hay, o mejor aún, ser precavida e ir con planes de respaldo. Un equipo de buceo completo, alguien que sepa RCP y una bengala submarina para pedir auxilio. —Depositó un beso en mi frente—. ¿Sirve el consejo?
—Tal vez.
Chasqueó la lengua con desaprobación y dejó caer las manos a los lados.
—Típica contestación de tu madre. No le gusta reconocer que tengo razón.
Su vista se volvió a desviar. La seguí y me topé con el abuelo quitándose la gorra y poniéndosela a Jaden. La imagen me robó una sonrisa que papá notó.
—El éxito puede acompañar la felicidad, aunque no siempre lo hace. Sin embargo, la felicidad siempre acompaña alguna clase de éxito. No lo olvides.
—Tengo tu memoria, créeme que no lo haré —lo tranquilicé—. Conduce con cuidado, ¿sí?
—Soy Malcom Beasley, no tu tía Zoe, créeme que lo haré.
Una vez leí que le decimos te amo a las personas de mil formas distintas todo el tiempo, como cuando les advertimos que se lleven un abrigo porque hace frío afuera o les recordamos algo que hicieron y de lo que ahora pueden reír avergonzados. A pesar de eso, siento que debería haberle expresado en palabras lo mucho que lo quería.
Hubiera hecho y dicho de forma tan diferente ciertas cosas de saber que podrían ser las últimas, pero aquí estoy, como cualquier otro ser humano que vive inconsciente —o más bien se niega a pensarlo para volverse loco—, acerca de la brutalidad de un segundo. De nuestra fragilidad. De un tiempo que corre sin importar quién queda atrás.
Pienso en el abuelo.
Te amo de aquí al último Super Bowl...
¿Y si este era su último Super Bowl? ¿Qué si aquí termina su juego? ¿Qué hago si los reflectores se apagan para él y el campo queda a oscuras, sin más yardas que correr y nada que festejar?
Miré su cabeza salpicada de canas antes de que hiciera su reverencia final. Era nuestro último momento a solas después de compartir techo por meses.
—¿Y ahora qué haré sin ti? —pregunté, medio en broma y medio en serio.
—Seguir jugando. Sudar, fracasar, ganar, descansar y divertirte. También contestar mis videollamadas cuando te llame. Si no hay ningún Jaden o tipo ruso desnudo detrás, mejor.
Al reírse con aspereza, las arrugas se extendieron como grietas en la acera en su rostro, y sus ojos destellaron con alegría y tristeza en partes iguales.
—Sé que me gusta aparentar que tengo todo bajo control —reconocí—, y la mayoría de las veces lo hago, pero no sé qué hubiera hecho de no tenerte aquí cocinando pasta para mí en los buenos días para potenciar el buen humor y los malos para ahuyentarlo un poco. Sé que es un poco cliché, pero eres el mejor abuelo del mundo. Gracias por posponer un poco de tu vida por venir a estar conmigo.
Si existía el alma, lo abracé con ella.
—Nunca puse mi vida en pausa por ti. Por el contrario, me hiciste vivirla a toda velocidad, como si corriera —dio un paso atrás—. Ahora, decidas lo que decidas, te toca correr sola. Seas una tortuga o el maldito Flash, estaré orgulloso. Ya lo estoy.
Arqueé una ceja.
—Bueno, si eres una tortuga probablemente vaya a gritarte para que aceleres el paso, pero serán gritos de amor. —Se encogió de hombros.
—Eso sí suena como Bill Shepard.
—El único e inigualable. —Sonrió.
—E inolvidable. —Me puse de puntillas y le di beso en la mejilla.
Nos sostuvimos la mirada unos segundos. En sus ojos había sueños y promesas, ideas, sentimientos y algo de miedo.
—Ve a patearle el trasero al mundo, Billy Anne —animó.
¿Qué hago con todo este amor? ¿A quién se lo doy si uno de ellos no está? No quiero dejarlo dentro de mí para que se apague de a poco ni que el dolor lo opaque cuando amar a esos hombres fue lo que hizo brillar todas las estrellas de mi universo.
¿Por qué quedamos a oscuras tan de pronto en la vida?
La consecuencia de amar y ser amado es que en algún momento se vuelve unidireccional y nos destroza. Los muertos no aman y solo nos queda aferrarnos al recuerdo de cuando lo hacían estando vivos.
Escucho a mamá contener la respiración de repente. Su mano abandona la mía. Me tenso pero no me animo a mirar donde ella lo está haciendo.
Puede ser papá.
Puede ser el abuelo.
Miro mis zapatos. ¿Cuántas veces ellos ataron mis cordones por mí de niña?
Mamá empuja las ruedas de su silla. Sus brazos no tiemblan mientras avanza, atravesando el umbral de una habitación cuya puerta está abierta, revelando a alguien en una camilla y a otra persona de pie a su lado.
No quiero ver sus rostros.
¿Por qué uno de ellos tiene que dejar un asiento vacío en las cenas de los domingos?
Mi madre llega junto a la cama. Se lleva un puño al corazón, y en cuanto lo hace, se rompe por dentro sabiendo que no tendrá restauración. Su llanto es una canción que nunca tocó, improvisada por un dolor incomprensible, imparable y desgarrador. Con la mano izquierda —soy zurda, le dijo en las anécdotas que me contaron al crecer—, toma la de él. El abuelo se hace a un lado, dándole un segundo espacio. El primero, ese que nunca podrá ser llenado otra vez, se lo dio el amor de su vida partiendo para siempre.
Es papá.
No lo creo. Esa es la única razón por la que entro en el cuarto y me paro junto a la camilla. Es por lo que veo esos párpados cerrados, una palidez extrema y los finos cortes en su rostro. Solo porque no creo que sea real lo miro sin reacción.
Tener un corazón roto no es lo peor del mundo. Lo que se rompe, se repara. El problema es cuando dejas de tener uno, y así me siento cuando coloco una temblorosa mano en su pecho y no siento latir el suyo. Hay vacío. Silencio.
Contengo la respiración, convencida de que si espero un segundo, su pecho se elevará en una inhalación.
Nunca lo hace.
Estoy tocando lo que no se puede reparar porque algo dentro de él dejó de existir, buscando latidos que ya no están, suplicando por una respiración que expiró hace tiempo.
No quito la mano del pecho de papá, pero levanto la mirada para encontrarme con la del abuelo. Sus ojos confirman que no estoy soñando; las lágrimas se deslizan por sus ásperas mejillas en silencio y me doy cuenta que no se encuentra cruzado de brazos, sino que se está abrazando a sí mismo.
—¿Por qué? —dice mamá con labios temblorosos, sin poder apartar los ojos del número 27—. ¿Por qué debes marcharte cuando te amo tanto? Me... Me prometiste que... —Le besa el dorso de la mano y apoya la frente en ella, llorando cada vez más fuerte—. No nos hagas esto. No te di permiso para irte, Malcom Beasley. No aún.
Doy un paso atrás.
No puedo hacer esto. Él me abrazó hace unas horas. Le dije que condujera con cuidado y es la persona más prudente en cuanto a seguridad vial se trata. Es mi papá. No puede morirse. No me importan las leyes de la vida que él mismo me enseñó. No deberían aplicarse.
Él debería llevarme al aeropuerto discutiendo con mamá por cuál de los dos conducirá el Jeep. Deberíamos hablar por teléfono sobre la política migratoria de Rusia, la Gran Barrera de Coral australiana o sobre la validez del lenguaje inclusivo. Debería verme en un vestido de novia y enseñarle a mis hijos qué propiedades nutritivas tiene cada fruta. Debería retirarse del fútbol americano y tener una gran despedida con toda la gente que lo quiere y admira. Debería envejecer con Kansas Shepard.
Me niego a aceptar que su juego terminó, pero es difícil no hacerlo cuando ya no tiene un corazón latiendo que lo ayude a seguir jugando.
Si abriera los ojos y me viera, me diría que no corra dentro de un hospital porque es contra las reglas, pero no puede hacerlo.
Así que corro.
Necesito salir y saber que hay oxígeno afuera, ya que siento que no hay suficiente en esa habitación. Esquivo a todos hasta llegar al estacionamiento y apoyar las palmas sobre el capó del Jeep, haciendo una cuenta regresiva para caerme a pedazos por dentro como le pasó a mamá.
Sin embargo, no lo hago de inmediato.
Al levantar la vista veo a Jaden sentado tras el volante, con una expresión que me lleva a pensar que el cristal que nos separa es en realidad un espejo. Sus ojos están enrojecidos. Sus mejillas húmedas. Su corazón hecho trizas por la forma en que me mira.
No sé lo que le sucedió, pero el universo pensó que sería un buen consuelo que nos rompiéramos juntos.
Así que lo hacemos, porque después de un golpe te desestabilizas y caes. Las leyes de Newton lo explican bien.
Mi papá lo explicaba bien.
• ─────── ✿ ✿ ✿ ─────── •
Faltan dos capítulos (muy largos) y el epílogo. No añado más que esto:
Erin Eduame
dice
Amir Dallimus
Con amor cibernético y demás, S.
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