45. Juego terminado 1/2
No sé cómo llegué al asiento del pasajero del Jeep, pero Jaden está conduciendo.
Estoy aferrada al cinturón de seguridad que cruza mi pecho. Lo retuerzo entre mis manos mirando a través del parabrisas. Las luces de los demás coches son un juego de colores desenfocados en la noche. No entiendo cómo pueden moverse tan rápido cuando para mí el tiempo ha quedado estancado.
Jaden está hablando. Sus labios se mueven pero niego con la cabeza. Quiero decirle que no entiendo lo que dice, pero no me sale la voz. Intercala su mirada preocupada entre la calle y yo.
De pronto ya no lo veo a él sentado junto a mí.
Mi mamá se materializa tras el volante, con una versión pequeña de mí sobre su regazo. Cuando nos deteníamos a comprar comida rápida me permitía tocar la bocina como una loca, apurando a papá. Él regresaba con las mejillas sonrojadas de vergüenza.
—Eso no es educado, chicas —reprochaba, pero al vernos reír no podía enojarse.
Papá. Recuerdo los gritos eufóricos de un partido y a él corriendo hacia mí a través de un campo bañado por la luz de los reflectores y el confeti. Me tomó en brazos y a partir de ese instante no volví a temerle a las alturas, porque desde el cielo lo vi sonreír y cuando descendí me llenó de besos el rostro.
Me veo a mí misma bajar de este coche hace siete años atrás, corriendo hacia las puertas del hospital con un par de globos en la mano. La primera vez que a vi a Frida y Silvestre estaban dormidos uno junto al otro; ella con sus pequeñas manos en la cara de su hermano, molestándolo como si supiera que la condición de hermanos involucra joder al otro.
Los globos se fueron flotando por el hospital, porque cuando puse mis ojos en ellos el mundo a mi alrededor desapareció y se creó otro mejor.
—Son tan pequeñitos —dije sin aliento, de puntillas sobre mis zapatos mientras me aferraba al costado de la cuna para verlos mejor.
Eran la combinación perfecta de mis tíos.
Tío Blake. Rememoro las tardes de verano que pasábamos en su jardín. Me enseñó los colores en medio de nuestras guerras de pintura, donde los pinceles eran espadas y los lienzos escudos. Esos mismos días tía Zoe me mostró cómo andar en bicicleta. Decía que entre atropellar un árbol o una persona, siempre fuera por las personas porque estas se podía correr si tenían un mínimo de reflejos y usualmente se lo merecían más que el árbol.
—¡Mírate, Billy Anne! —gritaba corriendo a mi lado mientras yo pedaleaba. Sus trenzas se deshacían en la brisa—. ¡Ya eres una niña grande que cuida el medio ambiente! ¡Ahora el mundo te sonreirá!
Estaba equivocada.
Ni el mundo, el destino o la vida te sonríen. Eso solo lo hacen las personas, y pensarlo me obliga a cerrar los ojos con tanta fuerza que empiezan a doler. Echo la cabeza hacia atrás e intento que la pregunta no se formule en mi mente. Traigo un montón de recuerdos al presente porque no quiero ver esos signos de interrogación. Intento concentrarme en muchas cosas o ninguna a la vez, pero siempre terminamos pensando en lo que menos queremos:
¿Qué sonrisa no volveré a ver?
¿Qué persona no volveré a abrazar?
¿De quién es la voz que a partir de este momento tendré que esforzarme por recordar?
Golpeo mi nuca contra el reposacabezas y aprieto los dientes, aún sin abrir los ojos. Lo hago de nuevo, esta vez más fuerte, hasta que estoy golpeándome tanto que Jaden debe gritar mi nombre para que pare. Se me cristaliza la vista del miedo, mis manos tiemblan con impotencia y mi respiración se descontrola con la ira que se arremolina en mi pecho.
Lo peor de amar recuerdos a falta de personas es cuando la muerte te obliga a hacerlo. A veces la gente se va de tu vida para entrar a la de alguien más, pero en este caso se los están llevando a la fuerza.
Hay seres que se amarían de por vida si tuvieran la posibilidad, sin separarse por más grandes que fueran sus errores. No se soltarían la mano ni en la peor de sus discusiones de saber que, de hacerlo, no podrían volver a tocarse.
Cuando amas a alguien de la misma forma que respiras —consciente a veces, inconsciente, natural y necesariamente—, verlo partir es como si el oxígeno se volviera tóxico. Te mata de a poco, con cada inhalación.
Ni siquiera todos tienen el lujo de ver cómo parten aquellos que quieren. En realidad, ver a alguien desaparecer de a poco mientras lo consume una enfermedad no es un lujo. Tampoco lo es que desaparezca de repente.
Los que tuvieron los días para decir adiós puede que se hayan arrepentido porque eso implicó que la persona en cuestión sufriera por más tiempo, y los que fueron bruscamente arrancados de aquellos que amaban siempre van a anhelar esa última despedida.
Soy una de ellos.
Mi persona ya se fue aunque todavía no puedo creerlo. Es solo cuestión de averiguar quién fue.
Lo peor es que sea cual sea la respuesta, dolerá.
No hay una opción mejor que otra. El sufrimiento es igual desde todos los ángulos cuando estás frente a un ataúd.
Cuando Jaden detiene el Jeep frente al hospital, me deshago a toda velocidad del cinturón. No escucho lo que me dice. Corro con el corazón metafóricamente en la mano a pesar de que me gustaría que no fuera una metáfora. Se lo entregaría a cualquiera de ellos sin pensar.
—¿Alguna vez amaste a alguien? Porque pareces ser experta en querer a la gente. En cuidarla, disfrutarla y adorarla, pero no amarla como si...
—¿Como si pudiera dar la vida por ellos?
Lo recuerdo y me pregunto si la gente a mi alrededor alguna vez sintió que no la amaba, si quien se marchó dudó de mí u otros.
¿Cómo hacemos entender a una persona lo mucho que nos hace y deshace al estar y no estar a nuestro alrededor? ¿Cómo le explicas a alguien que lo amas desde el nivel máximo hasta el mínimo, del infinito a la nada y desde siempre hasta nunca?
Cuando no puedes dar amor este se convierte en dolor dentro de ti. Nunca muere, solo se transforma como la puta materia.
El hospital es un caos cuando atravieso las puertas de urgencias. Los médicos, enfermeros, ambulancieros e incluso algunos policías van y vienen en un flujo incesante. Las ruedas de las camillas no dejan de deslizarse, apareciendo y desapareciendo tras las cortinas y puertas. Pitidos de máquinas, órdenes dadas a los gritos y pasos crean una melodía confusa.
No sé hacia dónde ver.
—¡Prima Billy!
Me giro hacia la voz. Silvestre salta de una silla y corre hacia a mí a pesar de que el policía a su lado trata de agarrarlo.
Caigo sobre mis rodillas y cierro mis brazos a su alrededor cuando impacta contra mí. Acuno la parte trasera de su cabeza y esconde su rostro en mi cuello, sorbiendo por la nariz. Su calor me trae a la realidad y dejo de estar en piloto automático. La manera en que tiembla contra mí me obliga a reaccionar.
—Estás bien —susurro acariciando su cabello y besando su frente una decena de veces seguidas—. Estás bien, Sil.
Cuando nos separamos para que pueda examinar su rostro y posibles heridas, al ahuecar sus mejillas sus pequeños ojos son una playa donde anuncian marea alta. Me pregunto hace cuánto tiempo está aquí esperando que alguien familiar lo abrace.
¿Escuchó a sus papás gritar antes del impacto? ¿Abrió los ojos para encontrar que el abuelo no respondía? ¿Llamó llorando el nombre de mis padres y ninguno respondió? ¿Vio a su hermana sangrar?
Es demasiado para cualquier persona, más para un niño. Ni siquiera intento hacer el esfuerzo de ponerme en su lugar. Su miedo es palpable en cada parte de sí, visible en sus manos aferradas a mi camiseta como si estuviera aterrorizado de soltarme y que me marche.
—Yo... yo... —tartamudea con la respiración acelerada—. Estábamos jugando a la guerra de sinónimos. La palabra era tonto y Frida dijo que mi nombre era un sinónimo de eso, y yo le... —Estalla en lágrimas y vuelve a abrazarme, esta vez envolviendo mi cuello con sus brazos—. Le iba a decir que ella era la tonta, pero todos gritaron y... —Lo cargo al ponerme de pie, besando su hombro—. Cuando abrí los ojos no estaba ahí. No estaba en ningún lado, prima Billy. La llamé y nunca contestó.
—Ella sabe que crees que es una tonta —susurro en su oído, intentando que mi voz no se rompa—. Y tú sabes que para ella tú eres el tonto. Los dos son unos tontos. Eran tontos la primera vez que los vi y lo seguirán siendo, ¿sí?
Sobre el hombro de Silvestre veo al personal del hospital bailar al caótico compás de la vida pendiendo de un hilo. En otra circunstancia alguien estaría quitándome de en medio. Me dirían que vaya a la sala de espera, pero están tan absortos en curar y salvar que ni siquiera nos notan.
Soy el fantasma de alguien que no murió, y mientras abrazo a mi primo me percato de que esta es la situación más agridulce en que he estado en toda mi vida. Es algo que me va a construir y destruir a cada paso, porque cuando me alivie y alegre de saber que alguien está sano, caerá sobre mí el peso de saber que otra persona que amo no lo está.
Tengo una lista de nombres en mi cabeza, pero uno quedará sin ser tachado porque no lo encontraré.
Quiero preguntarle a Silvestre qué ocurrió, pero no puedo hacerlo hablar cuando apenas puede respirar entre sollozos. Sería insensible, así que lo aprieto contra mi pecho y doy un paso más dentro de la sala de emergencias. Avanzo intentando no ser un estorbo para los médicos y enfermeros.
Puede ser Frida.
Puede ser tío Blake.
Puede ser tía Zoe.
Puede ser papá.
Puede ser mamá.
Puede ser el abuelo.
—¿Papá?
Doy media vuelta cuando Silvestre habla hacia mi espalda.
Blake Hensley está tras un mostrador intentando que alguien de la recepción le explique dónde está su familia en medio del caos. Nunca desde que tengo memoria lo vi en un estado de pánico y desesperación, hablando tan rápido que apenas se entiende lo que dice.
—¡Papá, estoy aquí! —grita Silvestre, desprendiéndose de mí al tiempo que el 31 voltea.
Lleva un brazo lleno de cortes superficiales acunado contra el pecho, pero en cuanto mi primo corre hacia él su dolor se hace invisible. El corazón del hombre yace en sus ojos cuando mira a su hijo y lo alza con el brazo bueno. No le dice nada, solo permite que se acurruque contra él y sus lágrimas caigan en silencio en la melena azabache del niño.
Siento que me cosen una herida mientras voy hacia ellos y los envuelvo en un abrazo, y en cuento tío Blake besa mi frente percibo otro corte a través del pecho.
Si él está bien, alguien más no lo está.
—¿Qué pasó? —susurro buscando sus ojos.
Los suyos están enrojecidos en ese rostro afligido.
—Otro coche nos embistió al saltarse el semáforo. El conductor huyó.
Él ahueca la nuca de Silvestre con la mano lastimada. Es increíble la forma en que el amor nos hace anteponer a el dolor ajeno al propio.
—Dijeron... —Me tomo un segundo para ver a mi alrededor—. Dijeron que alguien no había salido con vida del accidente.
Una de las razones por las que quise dedicarme al periodismo deportivo fue esta. Hace años imaginé cuántos personas se enteraban que sus seres queridos habían fallecido a través de las noticias. Pensé que era desconsiderado dar a saber una muerte a una masa de personas que no se verían afectadas contra una que, al prender el televisor, se le caería la vida a pedazos. Incluso en un mundo ideal las desgracias existen —son inevitables—, pero se reciben dentro de la seguridad de un abrazo que te contenga. Todo el mundo debería asegurar eso, sea para su familia o cualquier extraño.
—¿Quién fue? —insisto.
Tengo miedo, pero necesito saber.
Puede ser Frida.
Puede ser tía Zoe.
Puede ser papá.
Puede ser mamá.
Puede ser el abuelo.
En sus ojos no hay respuesta.
—No lo sé, cariño, y no sé dónde están todos, no sé dónde está Frida. —Su disculpa llega con un temblor impropio de él mientras mece a Silvestre—. Quedé inconsciente y desde que desperté estoy preguntando por Frida y los demás pero...
—¡Doctor González! —grita alguien.
Nos giramos hacia una esquina cercana a un corredor al tiempo que una enfermera aparta la cortina que suele separar un paciente de otro.
Escucho a Hensley contener la respiración.
Tía Zoe yace en la camilla con los ojos en blanco. Su cuerpo convulsiona violentamente y le sangre la sien producto de un golpe en la cabeza. Los médicos se mueven con velocidad a su alrededor, la ponen de lado pero de pronto se queda mortalmente quieta. Alguien grita por un carro rojo y las máquinas a su alrededor chillan en colores rojos, mostrando que su pulso se está desplomando.
Hasta que desaparece.
El hombre a mi lado no permite que el niño despegue el rostro de su hombro. Se balancea sobre sus pies tarareando en voz baja una canción de cuna en cuyo tono se oye el quiebre. Aparenta que todo está bien mientras le acaricia el cabello, pero sus ojos celestes representan el cielo a través de un cristal hecho añicos.
Es experto en mantener la calma en medio de la tormenta, más para otros que para sí.
Mientras reaniman a tía Zoe recuerdo que fue ella quien me ayudó a plantar mi primer árbol y la que compró mi primera mascota a escondidas de mis padres —un erizo, según ella pariente del hámster—. La mujer cuyo corazón recibe descarga tras descarga sufrió como nadie de niña. De adolescente. De adulta. Tiene cicatrices para probarlo, alguna visibles y otras perceptibles solo cuando mira la lluvia a través de una ventana. No merece esto.
Nadie invencible debería dejar de serlo después de tanto trabajo.
Mi tío está temblando.
—¡Pulso estable! —informa la enfermera.
Sin embargo, él no deja de temblar. Suelta el aire y aprieta a Silvestre aún más contra sí. Es como si el mundo hubiera quedado en blanco y negro un momento y los colores volvieran a extenderse de a poco. La sensación de entera carencia de estos todavía está presente.
Tía Zoe está bien. La vemos partir en la camilla porque deben hacerle estudios, pero respira. Sigue con nosotros.
Puede ser Frida.
Puede ser papá.
Puede ser mamá.
Puede ser el abuelo.
En cuanto se la llevan estamos por seguir buscando al resto de la familia, pero me quedo paralizada al ver la esquina del lugar donde hace segundos estaba la hermana de papá.
La niña, con algunas vendas en sus brazos y la camiseta salpicada de sangre, está de pie con una enfermera arrodillada a su lado que le habla e intenta moverla. La mirada de Frida está perdida y su rostro pálido. No está llorando, es mucho peor; no tiene reacción. Acaba de ver a su mamá morir, y aunque durara solo unos segundos estos jamás se borrarán de su memoria.
—¿Por qué una estrella vive más que una persona? —preguntó una noche el verano pasado, sentada con Silvestre en el asiento del pasajero del Jeep.
Los había llevado a las afueras de la ciudad para ver las luciérnagas y un cielo sin tanta contaminación lumínica.
Era una tradición familiar.
—No importa por qué. Al final no somos tan diferentes de las estrellas. Nacemos en el interior de una nebolusa, brillamos, viajamos, colapsamos contra otras y tarde o temprano nos apagamos.
Por el rabillo del ojo la vi tomar distraídamente la mano de su hermano. Él no protestó. Le correspondió con un apretón.
—¿Y por qué las luciérnagas viven menos que una persona? —indagó el niño.
Reprimí una sonrisa y admiré el baile de luces a través del parabrisas.
—No importa por qué —repetí, sabiendo que cuando crecieran verían mis respuestas como un chiste al investigar más—. Tampoco somos diferentes de una luciérnaga. Como una estrella, brilla y se apaga. Nadie lo puede evitar.
—¿Y cuál es el punto de brillar si vamos a apagarnos? —remató Frida, y ambos ladearon con curiosidad la cabeza en mi dirección.
—Antes de nosotros brillaron otros. Nos encargamos de ocupar su lugar y crear más luces que sean nuestros sucesores. Así ni el más vasto universo o pequeño campo quedará a oscuras. El mundo es demasiado extraordinario para perdérselo por no tener luz.
Voy por ella con tío Blake pisando mis talones. En cuanto me acuclillo para estar a su altura y la tomo de las manos, vuelve a la realidad.
—Tu mamá estará bien —es lo primero que digo.
Ella niega con la cabeza.
—Nadie estará bien, prima Billy —susurra.
La simpleza tan cruda de su verdad me deja sin habla.
Blake llega y envuelve a sus dos hijos en un abrazo que hace de escudo frente a todas las tristezas del mundo. Sin embargo, todos vemos sobre los escudos lo que ocurre en el campo de batalla. Lo escuchamos. Nos llegan las peleas aunque no nos golpeen físicamente.
Doy un paso atrás. Al mirar a estas tres personas no puedo creer que podría haberlas perdido. Ni siquiera quiero pensar cómo sería la vida del resto de mi familia o la mía sin ellos.
—Intentaré averiguar cómo están... —anuncio, pero dejo la oración en el aire porque recuerdo las noticias en rojo del televisor.
Mi tío asiente. Me dice que me alcanzará en un minuto. Contemplo al hombre arrodillarse en el piso del hospital absorbiendo a sus hijos. Estaba vez no intenta aparentar que tiene el control. Los acerca con desesperación y alegría en partes iguales, sin importar que lo vean llorar.
Doblo en el corredor y apenas logro caminar unos pasos antes de que la lista vuelva a mi mente.
Me apoyo en la pared para no caer. Saber que respiro mientras una de las personas que amo no lo hace duele de tantas formas distintas que dejar de respirar sería un alivio, y solo pensarlo me hace llorar tan fuerte que es físicamente insoportable.
Es como si mi cuerpo estuviera en guerra consigo mismo, tratando de expulsar aquello que lo lastima pero sin saber cómo.
Lo más impotente es saber que no puedes extirpar algo que está en ti sin estarlo de verdad. El dolor que siento es una especie de voz omnipresente, yaciendo intangible en todos lados y en ninguno a la vez, dirigiendo una orquesta de lágrimas y escalofríos, pensamientos y sensaciones, músculos temblorosos, recuerdos y alucinaciones que llevan a la locura más cuerda.
Algunas personas son como las estrellas de Frida, viven mucho. Otras como las luciérnagas de Silvestre, quienes apenas abren los ojos para cerrarlos luego. Sin embargo, además de compartir el mismo destino tienen en común que ninguna de ellas elige cuándo apagarse.
Puede ser papá.
Puede ser mamá.
Puede ser el abuelo.
Ninguno lo eligió, pero a uno le tocó.
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*Desaparece en los arbustos*
Dejen su desahogo emocional aquí 🙋🏻♀️
Con amor cibernético y demás, S. ♥️
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