33. Tipos de guerra y guerreros

No creo en fantasmas, pero me gustaría hacerlo solo por hoy. Estaría bien que la mujer frente a mí fuera un espectro de la luz, una alucinación o alguien extremadamente parecida a mi madre. Billy me dijo en una ocasión que hay como 7500 millones de personas en el mundo.

No es difícil engañarme con que una de todas ellas se le parece.

Jae-jae, ¿estás bien? —susurra con cariño, tocando mi brazo.

Me quiero apartar pero no hago más que mirarla. Mi padre la comparaba con la Bella y se ponía a sí mismo en el papel de la Bestia. Según él, los ojos de su esposa eran dos cascadas de café donde cualquier lector se sumergiría y su sonrisa la lámpara que arrojaba luz sobre las letras.

La amaba tanto que, de revivir, no me creería si le dijera que las bellas también pueden ser bestias.

—No vuelvas a llamarme así —pido con cautela.

Me alejo, justo como ella lo hizo dos semanas después de que él falleció batallando contra un cáncer que volvía una y otra vez. Hago lo que la enfermedad debería haber hecho para que mi padre siguiera a mi lado.

Cruzo la primera puerta que encuentro. Avanzo por los pasillos como si supiera hacia dónde voy, pero soy una brújula averiada. Camino porque si me quedo quieto puede que me eche a llorar como si tuviera diez y no casi veinticuatro.

—¡Jaden, por favor, habla conmigo!

No me detengo, pero ella corre y aparece frente a mí. Siempre actúa como un obstáculo, es lo mejor que sabe hacer. 

—Si no quieres hablarme está bien, pero al menos escucha lo que tengo para decir.

Freno porque de otra forma intentaría detenerme. No puedo sentir su mano sobre la mía. Sería como tomar un cohete del tiempo a las noches en el hospital donde juntábamos sillas a modo de cama e Ibeth y yo apoyábamos las cabezas en su regazo. Ella acariciaba nuestros flequillos a juego y contaba los lunares en nuestros brazos, inventando constelaciones.

—Estoy mejor. —Levanta las palmas en señal de que no esconde nada—. Estoy muy bien, en realidad. Dejé las drogas e hice rehabilitación, e incluso volví a enseñar. —Hace un ademán a los casilleros—. Alquilo una casa a un par de cuadras de aquí. Es... Es bueno que pueda venir al trabajo caminando, ¿no crees?

Me apena porque veo la desesperación en sus ojos. Quiere mi atención tanto como yo quise la de ella de niño. Su voz sigue siendo como tu canción favorita apareciendo en la radio, de la que no puedes cansarte y cuya letra sabes de memoria. Asocio hogar con la suavidad de su tono y quiero abrazarla como si los últimos catorce años no hubieran existido, pero lo hicieron.

Se fue cuando teníamos diez, pero regresó en nuestro doceavo cumpleaños con regalos en una bolsa de plástico. Eran llaveros baratos de una gasolinera. Me dio igual, para mí ella era el mejor regalo. Armamos un rompecabezas gigante de Lisboa y nos arropó, pero cuando despertamos ella y la billetera de la abuela habían desaparecido.

Cuando teníamos trece nos sorprendió a la salida de la escuela. Nos pidió dinero con el pretexto de quedarse en un hotel cercano y pasar la semana con nosotros. La abuela se negó, así que mi hermana y yo le dimos todos nuestros ahorros, esperanzados para que volviera a desilusionarnos al marcharse tras engañarnos.

A los quince ninguno le abrió la puerta el primer día, pero sí el segundo cuando apareció con el labio partido y moretones en los brazos. La abuela le dio lo que tenía y le pidió que no regresara, pero apareció de imprevisto en una fiesta cuando tenía diecisiete. Le dije que me esperara en el auto y me lo robó. La última vez que la vi fue así, timándome.

Los faros del coche desaparecieron y no regresaron en siete años. 

—Estás hecho todo un hombre. —Su sonrisa descose todas las heridas—. Eres igual a tu padre, Jae-jae.

Miro más allá de ella, al corredor estudiantil vacío e interminable y a través de los ventanales que dan a uno de los patios. Si la veo a ojos voy a seguir pensando en lo bien que se sentiría que me abrazara después de todos estos años.

—No tienes derecho a llamarme así. —Meto las manos en los bolsillos del pantalón de traje—. No tienes derecho a esta conversación. Vete o déjame ir en paz, no hagas esto más difícil de lo que es.

Hay desconcierto y dolor en su mirada. Se acerca y extiende la mano para tomar la mía, pero retrocedo. 

—No tiene por qué ser complicado. Tú lo estás haciendo difícil.

La incredulidad emana de mis poros. Niego con la cabeza y doy media vuelta, alejándome. No suelo llorar mucho, pero mi madre es la única persona en la faz de la tierra que puede hacer que se me nuble la vista con solo una palabra.

Jae-jae... —se lamenta.

Freno siendo una contradicción andante, justo como ella. Hubiera fingido que este encuentro no existió, pero vuelve a llamarme de esa forma una y otra vez. Me empuja a que me desahogue y lo logra cuando me giro y avanzo tanto que es ella quien debe dar un paso atrás esta vez.

—Es el apodo más estúpido que escuché en mi vida, ¿sabes por qué? Porque tú eres una estúpida —confieso en voz baja.

Nunca pensé que le diría eso a mi madre. Ella tampoco me creyó capaz. Su boca se abre como si quisiera reprocharme, pero perdió el privilegio cuando me abandonó. 

—No puedes hablarme así, soy... 

—Eres un problema. —Mi voz se quiebra—. Cuando papá murió te largaste como si no existiéramos y él tampoco lo hubiera hecho. Ni siquiera nos dejaste con alguien. Tuvimos que llamar a la abuela el segundo día porque no había para hacer ni una mísera taza de té y tú no aparecías. Nos dejaste cuando ni siquiera habíamos aceptado que se había ido y dormíamos en el sofá creyendo que él entraría por la puerta en cualquier segundo.

Tiemblo al exhalar. La impotencia me humedece las mejillas cuando recuerdo la sensación del estómago vacío y la esperanza siendo drenada con cada minuto en que estábamos atrapados en una casa sin madre ni padre, porque ambos se habían ido.

—Jugaste con nosotros y el amor que te teníamos. Preferiste clavarte agujas en los brazos y aspirar porquerías que podrían haberte matado en lugar de vernos crecer y ayudarnos a sobrellevar el gigantesco vacío que él había dejado. —Me tomo la cabeza y camino en reversa, incapaz de quedarme quieto de la rabia—. Te perdiste todo, desde la primera cita de Ibeth a mi primer juego de fútbol. Nos rompiste el corazón más de lo que nadie más lo hará en la vida, felicitaciones.

—Una adicción es un problema, estaba enferma. —Se lleva las manos al corazón como si habla a través de él—. No fuiste el único que lo perdió. Mi esposo murió y de repente estaba sola con dos niños, miles de dólares de deuda y el alma destrozada. No lo resistí porque no soy perfecta. Si lo pones en perspectiva verás que alejarme fue lo mejor que podía hacer, cariño.

—¿Abandonar a tus hijos es lo mejor que podías hacer? ¿En serio? 

—Necesitaba ayuda, ponte en mi lu...

—¡Nosotros te hubiéramos ayudado! ¡Te ofrecimos ayuda cada vez que apareciste y siempre la rechazaste porque amabas más las putas drogas que a nosotros! —Vuelvo a acercarme y me aseguro que me sostenga la mirada—. No te atrevas a ponerte en el papel de víctima.

—No sabes lo difícil que es perder al amor de tu vida. No sabes qué es algo difícil para empezar. —Niega con la cabeza y se seca las lágrimas con el dorso de la mano—. No puedes juzgarme, hijo.

—Eres increíble... ¿No sé lo que es difícil? ¿Estás segura que quieres jugar ese juego?

Estoy tan furioso que temo no poder librarme de esta amargura que me está sofocando.

—No es ningún juego, estás siendo infantil —dice afligida, como si fuera yo el único que lastimara aquí.

—Tuvimos que encargarnos de sacar las cosas de papá de su habitación. La abuela debió vender nuestra casa y la suya para pagar las deudas. Convivimos los tres en una caja de zapatos por dos años en los que Ibeth se volvió bulímica. Tuvimos que trabajar después de clase porque la jubilación de Evelyn, quien aún llora a su hijo todos los domingos en el cementerio, no bastaba y tú seguías apareciendo para dejarnos sin dinero ni esperanza una y otra vez. —Cierro los ojos y bajo la voz, porque aunque me gustaría gritar quiero que entienda y se estremezca con cada palabra—. La abuela se enfermó y tuvimos que dejar la universidad por un tiempo. Ibeth se embarazó a los veinte y tuvo un aborto espontáneo tan grave que el legrado uterino que le hicieron la dejó estéril, ¿sigues creyendo que tú tuviste la vida más difícil?

—No sabía que...

—No sabías porque no estabas ahí. Todo hubiera sido distinto si te hubieras quedado.

—No tienes idea de lo mucho que me parte el corazón saber que pasaron por eso, Jaden.

Ahueca mi mejilla y por un momento soy débil y cedo a la caricia. La razón por la que jamás le daba la espalda es porque, quiera o no, sigue siendo mi debilidad. Cuando la recuerdo prefiero imaginar a la mujer que me enseñó a atarme los cordones y sopló los raspones de mis rodillas antes que la que me robó el coche, dejándome rodeado de amigos que se rieron creyendo que era una locura materna. Me forcé a reír con ellos.

Tenían razón en que era una locura, pero no materna.

Mi madre se fue con mi padre. Esta mujer no tiene ni un gramo de maternidad en todo su cuerpo, pero es idéntica a la persona que más amé en mi vida y por eso me cuesta poner distancia.

Me aparto y tiro hacia arriba el dobladillo de mi pantalón, revelando la pierna ortopédica.

—Tenía una novia, una beca y un futuro prometedor. —Se cubre la boca y pone en cuclillas, como si debiera verse reflejada en el metal para creerlo—. Un bus me atropelló y arrastró tres metros sobre el cemento. Perdí la conciencia debajo de él y desperté en un camilla en medio de una amputación de emergencia. Adiós a la novia, la beca y el futuro prometedor.

Solloza en silencio, escondiendo el rostro entre las manos. Tiembla como una hoja de papel debajo de su chal y su maquillaje es un desastre cuando me pongo a su altura y tomo una de sus manos, llevándola a mi corazón.

Aún late.

—Pero escuchas y sientes esto —explico—. Sigo vivo. Ibeth sigue viva. La abuela también. Estamos vivos y estamos bien, mamá. Tú también lo estás, pero nadie puede asegurar que lo seguiremos estando si insistes en regresar a nuestras vidas, ¿entiendes eso?

—Prometo quedarme, no me iré a ningún sitio —asegura atormentada—. Ya no soy esa mujer.

—Lo sé, pero nosotros ya no somos esos niños que necesitan a su mamá.

La ayudo a ponerse de pie pero se niega a soltar mi mano.

—No puedo arreglar ni compensar lo que hice, pero puedo estar para ustedes.

—Si hubieras querido estar nos hubieras contactado al entrar en rehabilitación. Una parte de ti sabe que es mejor así. Solo déjanos.

Quiero añadir que es buena para ello, pero ser cruel tampoco es una solución ni me hará sentir mejor.

—Déjanos para siempre esta vez —pido.

Mi familia no necesita otra guerra.


Mi familia ama la guerra.

Especialmente si es de sinónimos.

—¡Delicioso! —dice el padre de Tyra con la boca llena—. Como la pasta del entrenador.

—Eres un adulador, Timberg —espeta el abuelo a la cabecera de la mesa—. Si quieres me bajo los pantalones y me besas el trasero directamente, zoquete.

—Apetitoso —se suma mi papá—. Por favor, Bill, evitemos hablar de glúteos durante la cena. 

—¿Por qué tío Malcom dice glúteos en lugar de trasero? —Frida echa la cabeza hacia atrás para interrogar a Blake, su nueva silla.

—Trasero no es una mala palabra, se puede decir en voz alta, ¿verdad, mamá? —Silvestre interroga a su propia silla—. El abuelo la dice todo el tiempo.

—Sí, pero el abuelo es un hombre adulto —explica Bill, y que hable de sí mismo en tercera persona hace reír a todos—. Ustedes solo podrán decir la palabra trasero cuando aprendan a limpiarse el suyo, capisci o non capisci?

Frida y Silvestre intercambian una mirada antes de asentir en acuerdo. A veces parece que están en medio de una reunión ejecutiva, porque siempre se consultan todo.

—Sabroso —continúa Tyra, a mi derecha.

—Exquisito —contraataca un irritado Ciro, a mi izquierda.

—Suculento —escupe ella, de forma no muy amigable.

—¡Gustoso!

Me echo con cautela hacia atrás en mi silla, saliendo de la trayectoria de las balas verbales. Se están mirando con una seriedad e impotencia que hace callar a todos en la mesa, evidenciando que sus sinónimos equivalen a un problema personal.

—¡Rico! —sigue la pelirroja.

—¡Deleitoso! —le contesta.

—¡¿Quién quiere postre?! —Me pongo de pie.

—¡Yo! —gritan desesperados los que rodean la mesa, queriendo disipar la tensión.

Tomo a Tyra del brazo y la arrastro desde el patio a la cocina. Abro la nevera y saco los potes de helado y ella los cuencos apilados en la alacena. No le pregunto qué le sucede porque sabe que la traje aquí para que hable, así que espero.

Desliza un cuenco sobre la mesada, lo lleno de helado y desliza otro. No es hasta el tercero que resopla agotada.

—Ciro dijo que era su martes 13 —confiesa, aunque es algo que ya sé.

Eso no justificara traer incomodidad a una cena de pasta en familiar. Es algo personal. No me gusta que la gente haga de sus problemas los de todos los demás.

—Si te dijo algo que te hirió deberías hablar con él, y antes de que me digas que no hay nada que hablar, te recuerdo que viven juntos, son amigos de toda la vida y ambos se deben un punto y coma, punto y a parte o punto final.

Me sonríe como lo hace mi madre al decirme que los listos no se libran de los malentendidos.

—No lo comprendes. Al decir que era su martes 13 dijo que estaba enamorado de mí.

Dejo de escarbar con la cuchara en el pote.

—Esa es una clase de sinónimo que no conocía —declaro.

Saca dos cucharas del cajón, me quita el helado y se desliza hacia piso. La imito y me entrega una cuchara.

—¿Recuerdas que de niños, e incluso ahora, los tres nunca nos poníamos de acuerdo sobre las creencias de la gente? Tú nos dijiste que Santa Claus no existía y que era una estrategia comercial. Ciro lo negó. Él creía de verdad en la magia navideña, y yo les dije que Santa sí existía pero era diferente a como lo conocíamos.

—Lo llamaste ladrón goloso por meterse en las casas ajenas y comerse todas las galletas. Decías que le robaba a unos para darle regalos a otros, por eso algunos adultos y niños no tenían nada debajo del árbol.

Peleamos por un trozo de oreo en la crema.

Pierdo yo.

—Él es un soñador que vuela, tú la que tiene los pies en la tierra y yo la chica topo que escava curiosa de ver qué hay debajo de nosotros, creando teorías y dando vuelta el munso. Blanco, gris y negro, eso somos. —Da unos golpecitos en el borde del pote con la cuchara, pensativa—. Un día, cuando teníamos alrededor de 12, te vine a buscar para ir a ver ranas en la fuente. No estabas, así que fui a casa de la señora Hyland. Ciro me invitó a entrar pero me dijo que ni loco saldría de su casa, porque era martes 13. Le dije que era un ridículo supersticioso, pero insistió.

Hace una pausa, así que comemos en silencio un rato, escuchando las risas provenientes del patio.

—Estaba asustado, así que le pregunté por qué deberíamos darle importancia a una creencia popular. Le pedí que me nombrara algo malo que le haya sucedido a alguien que conociéramos ese día y se quedó callado. Le dije que tal vez los martes 13 eran como la pila de ropa en una silla, que de noche parecía un monstruo. Cuando creces dejas de ver que hay algo malo ahí.

—Mi padre solo le cambió la denominación. Pasó de ser monstruo a desorden, seguía siendo malo.

Rueda los ojos y me adueño del pote.

—Los Beasley son una excepción, siempre. El asunto es que, para terminar de quitarle el miedo, le dije que esos días no eran especiales porque sucedían cosas malas, sino cosas fascinantes si tú perdías el miedo.

Me derrito, congelo y vuelvo a derretir. Me siento como este helado siendo metido y sacado del freezer una decena de veces. Estoy dividida entre lo dulce y agrio que puede terminar siendo esto.

—Ciro tiene miedo de decir lo que siente y aún así tener mala suerte, rompiendo la amistad, pero también cree en la posibilidad de que algo bueno suceda. —Chasqueo la lengua—. Le aterrorizas y fascinas a la vez, lo que explica por qué nunca te dijo que eras su martes 13 a la cara.

—¿Y tú cómo sabes que lo escuché decírselo a alguien más y que no me lo dijo de frente?

—Puede que haya estado bajo la cama escuchando su conversación.

Me arrebata el helado y golpea con la cuchara en la frente, por entrometida.

—Desde que lo oí decirlo lo he estado evitando. No sé qué decirle porque no sé qué pensar, precisamente porque no sé qué sentir. Traté de fingir que no había escuchado nada, pero es imposible. Me siento incómoda a su alrededor sabiendo lo que siente. No sé si estar con él alimenta o destruye sus sentimientos, y tampoco sé qué hacer con ellos. ¡No sé una mierda de nada!

Come con frustración, sabiendo que el helado no ayuda pero al menos mantiene momentáneamente una parte de ella feliz a pesar de los problemas.

—Sí que sabes —dicen desde el umbral.

Otra vez estoy en medio cuando Ciro se acerca, toma una cuchara y se sienta a mi otro lado. Le quito el pote a Ty y los tres cargamos nuestras cucharas.

—Sabes que somos amigos y que te quiero. —La voz del chico es tranquila, cargada de agotamiento—. Sabes que puedes hablar conmigo de lo que sea. Sabes que te respeto. Sabes que si quieres tiempo lo tienes. Que no sepas cómo te sientes y qué pensar es solo una pequeña parte. Lo importante es que sabes que podemos lidiar con esto juntos.

Me echo hacia atrás tanto como puedo. Se están mirando el uno al otro y soy la chica invisible que come helado mientras observa la película. Se llevan la cuchara a la boca al mismo tiempo. Comparten una diminuta sonrisa de agradecimiento; Tyra agradece que él entienda y Ciro que ella sepa que es entendida.

Nunca escuché tantas veces todas las formas del verbo «saber» hasta esta noche.

—Iré a llevar el postre antes de que alguien nos venga a patear el trasero —susurro.

Los dejo solos para que continúen hablando, y aunque sigo sin creer en supersticiones, veo los martes 13 de forma distinta.

Puede que no sea el tipo de persona que puede volar o escavar, pero tener los pies en la tierra no es tan malo.

La gente como yo puede correr.

La pregunta es si corro hacia o lejos de algo, y si ese algo no es un quién.

¿Todos tenemos un martes 13 y somos el martes 13 de alguien?

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¿Qué fue lo mejor de tu año?

¿Qué fue lo peor?

¿Qué aprendiste en el 2019?

¿Qué metas quieres alcanzar en 2020? Te propongo dejarlas aquí. Si cumples una, regresas y te contestas a ti mismo en tu comentario un: «¡Lo hice, zopenco!»

Gracias por un año más de aventuras literarias a mi lado. Preparen el equipaje que este año vamos a viajar por muchas historias en Wattpad y en físico.

Con amor cibernético y demás, S. ♥️

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