23. Amapolas y calamares
—¿Qué crees que haces? —Sonrío.
—¿Qué crees que hago? —Sonríe de vuelta.
Lo tomo del brazo y tiro de él para que vuelva a estar en posición vertical. Para mi suerte, coopera, porque de otra forma tendría que brincar sobre su cabeza para salir del elevador.
No estoy sorprendida de que haya caído de rodillas para hacer cosas no aptas para todo público en el ascensor del edificio. Resulta un comportamiento que se espera de Ridsley, pero no estoy segura de si lo hizo más en broma que en serio. Es difícil ver hasta dónde llega el chiste con él. No ser capaz de clasificar sus intenciones me pone incómoda, aunque trato de aparentar que no.
—Nunca especificaste qué tan extensa querías que fuera nuestra mutua satisfacción casual-sexual. —Me quita las bolsas de comida rápida que amenazan con cortar la circulación de mis muñecas. Usualmente llevo conmigo bolsas de tela ecológicas —cortesía de tía Zoe para proteger el medioambiente y no maltratar los ocho huesos del carpo—, pero tuve que ceder al plástico en esta ocasión—. ¿Querías que fuese cosa de una noche? ¿Dos? ¿Una semana sí y otra no?
Le lanzo una mirada de advertencia. No es necesario que le diga que, cuanto más dilatemos en el tiempo ser amigos con beneficios, más peligro se corre de perder el equilibrio que nos mantiene en los términos que acordamos.
—No quería tener que organizarlo como si se tratase de un trabajo más, poniendo días, horarios reglas. Se supone que iba a ser algo espontáneo.
—Puedes repetirlo la cantidad de veces quieras, pero no creo ni por un segundo que tú sepas lo que es la espontaneidad. Al menos, en lo que consiste aplicarla —señala bajando la barbilla para sostenerme la mirada mientras me cruzo de brazos—. Lo casual no es un empleo. Son vacaciones, pero actuando como una adulta incluso aquí, las planificas inconscientemente. Puedo apostar la pierna que me queda que en cuanto me arrodillé te preguntaste qué pensarían los vecinos de vernos y qué excusas darías, calculaste cuánto tiempo teníamos hasta llegar a nuestro piso, chequeaste en tu Google mental cuántas bacterias habría en la pared que tienes detrás y cuál era la probabilidad de pegarnos una peste a pesar de que el señor de la limpieza hace brillar esta cosa todos los días. ¿No huele a flores silvestres aquí adentro?
No sé qué contestar, así que guardo silencio. Estoy algo molesta de que se haya vuelto tan detallista, o tal vez siempre lo fue. Por el otro lado me enorgullece un poco y lo hace un poco más atractivo.
—No a cualquier flor silvestre. Como amapolas —detallo solo para decir algo.
Me regala una sonrisa ladeada mientras resopla.
—El caso es que no tienes que pretender que puedes jugar sin reglas cuando sé que no es así. Ponlas, por favor, así sabremos hacia dónde ir o no ir.
—Debe ser un poco aburrido y exasperante estar conmigo cuando trato esto como un proyecto de ciencias. —Hago un ademán entre nosotros al tiempo que las puertas se abren.
—Las cosas que salen de tu boca son aburridas, a diferencia de lo que haces con ella. —Le arrebato una de las bolsas y salgo de la caja metálica, no sin antes darle un codazo para apartarlo del camino—. Aunque debo admitir que tus saberes resultan estimulantes. Todos deberían acostarse con alguien que hace funcionar las dos cabezas al mismo tiempo, ¿no crees?
—Si el abuelo oye tu doble sentido va a colgarte de las paletas del ventilador. —Chasqueo la lengua con reprobación e introduzco la llave en la cerradura—. Bernardo hace tiempo que no pasa por aquí. Shepard sospecha que fuiste un idiota con él, y creo que ese cuento de que tú y él son pareja ya se le está haciendo demasiado ficti...
—Bernardo... Mierda, espera, Billy. —Hay urgencia en su voz cuando abro la puerta— Olvidé decirte que hoy fue a la oficina...
—¿Lennox? —pregunto de piedra bajo el umbral, al verlo en la sala.
Sentado junto al abuelo, se pone de pie enseguida. Revivo el principio del día en que le dije que debíamos dejar de vernos. Al igual que entonces, su sonrisa es diminuta. No es que sea tímido, solo tranquilo.
—Hola —dice con una mano en el bolsillo y la otra masajeando su hombro.
Hace eso cuando está nervioso.
Le regalo una sonrisa cortés antes de darle lugar a Jaden para que entre. Le hago saber con una mirada que podría haberme dicho antes y me muestra las palmas en respuesta, como si no hubiera tenido oportunidad. Cierro la puerta mordiendo el interior de mi mejilla. A mis espaldas solo se oye el sonido del televisor. Los tres están esperando una reacción.
—¿Te gustaría que habláramos en mi habitación? —pregunto al chico sin mirarlo, haciendo tiempo para procesarlo mientras me quito la chaqueta y la dejo en el perchero—. Pasillo, segunda puerta de la pared derecha —indico. Él asiente y toma su mochila del sofá. Espera por mí, pero niego con la cabeza—. Ya te alcanzo, pasa —animo, educada.
Tal vez no tanto como para decir «siéntete como en tu propia casa», como diría Malcom Beasley. Con el tiempo me he vuelto cuidadosa con mi elección de palabras estando alrededor de Lennox. Tiende a oír a medias, y si no se es directo, malinterpreta lo que se le dice.
Él marcha. Espero oír la puerta de mi cuarto ser abierta y fijo los ojos en Jaden, con los brazos en jarras.
—Le diste nuestra dirección —acuso en un susurro.
—No fui el que lo invitó a pasar —se excusa señalando con el pulgar al abuelo, cuya indignación se refleja en la sorpresa de su rostro.
—Bastardo de... —maldice el vejestorio, pero al sentir mis ojos sobre sí opta por no finalizar la oración—. ¿Qué? Dejas que un Hyland pulule por aquí. Es obvio que no somos muy selectivos con los que entran.
—Pero Ciro es mi amigo.
—Uno que deja mucho que desear. Siempre deja la tapa del retrete levantada, ¡y siempre te quejas de caerte por ahí cuando vie...!
Lo señalo con el índice de camino al corredor y se calla. Es mi forma de prometer que tendremos una conversación más tarde
Lennox fue el que dio el primer paso.
Solo estuve tres años en la preparatoria antes de saltar a la universidad, y en el primero se me acercó y dijo lo más extraño que se le puede decir a alguien: «Tú eres como los calamares vampiros».
Me gustó al instante.
En biología nos habían pedido hacer una investigación sobre un animal marino. Elegí un extraño invertebrado del filo de los moluscos, un cefalópodo conocido comúnmente como calamar vampiro por sus colores. En cuanto supe de su existencia, quise saber más. Su rareza fue pura atracción.
—¿Por qué soy un Vampyroteuthis infernalis? —pregunté guardando los libros en mi morral.
Era gratificante saber que al menos uno de mis compañeros me había prestado atención después de días de trabajo.
—Dijiste que tenían ocho extremidades parecidas a brazos que estaban cubiertas de púas. —Se apartó el flequillo, en ese entonces demasiado largo, revelando unos ojos primaverales—. Pero a pesar de lucir amenazantes, eran blandas, como un malvavisco.
—¿Estás diciendo que soy un malvavisco?
—Estoy apostando a que lo eres, dulce en el fondo. —Se encogió de hombros—. No te preocupes, te diré mi calamar vampiro para guardar las apariencias. Seguro no te gustan los apodos cursis como malvavisco.
—Hablas como si fuéramos algo más que dos extraños que comparten clase.
—Podríamos —sugirió con una sonrisa pequeña.
—No deberías haber venido —digo cerrando la puerta.
Me cruzo de brazos al voltear, pero no me está viendo. Sus ojos están en un collage de fotos que Tyra y Ciro hicieron para mi cumpleaños pasado, colgado sobre la cama. El marco está decorado con macarrones, como si dos niños de cinco lo hubieran hecho. Dijeron que faltaban veinte minutos que fuera lunes y no tenían otra cosa para decorarlo. Era pasta seca o nada. El abuelo dice que en caso de olvidarnos de hacer la compra podemos despegarlos y cenar de forma económica.
—¿Tienes fotos de nosotros? —pregunta, ignorando lo que dije.
—No empieces —pido.
Hay disgusto en sus ojos cuando me mira.
—En serio, si tienes alguna foto impresa de cuando estábamos juntos me gustaría quedármela, porque es la única forma de verte contenta de verme. —Abre los brazos hacia mí en un gesto de incomprensión—. Dijiste que podía contar contigo aunque no estuviéramos juntos, pero tu actitud dice lo contrario.
—He estado ocupada.
Es verdad si le preguntan a Berta, mentira si tenemos en cuenta cierta persona que tiende a ponerse de rodillas en elevadores, y no precisamente para atarse los cordones.
—No lo dudo —asegura con filo en la voz, dejando caer su mochila al piso para acercarse—. Seguro que te divierte jugar a la casita vistiéndote como si fueras alguien importante, gastando lo que te pagan en cócteles caros que ni siquiera tienes la edad para consumir y pasando el rato con tipos como él. —Hace un despectivo ademán con el mentón a la sala.
Me quedo callada. No porque no tenga nada para decir, sino porque saboreo una victoria amarga en el paladar. Sabía que, le diera el espacio que le diera, seguiría siendo así. Frente a los demás es una persona, pero cuando estamos solos es otra.
—No juego a la casita. —Procuro contener el enojo—. Tengo la vida de un adulto. Que por tu inmadurez te permita creer que todo es un juego es tu problema, no mío.
—Tenemos la misma edad —recuerda, como si eso nos ubicara en el mismo escalón de la discusión.
—Pero no la misma mentalidad.
Es una bofetada hecha con palabras por la forma en que se muerde el labio inferior y me señala sin decir nada, pero queriendo. Retrocede y se sienta en la cama con los codos sobre las rodillas y el rostro entre las manos. Sé que parece que he disparado a donde guarda sus inseguridades, pero ya no sé dónde apuntar para que entienda lo que digo y no le duela a la vez.
—Sé que nunca fui suficiente para ti —dice más tranquilo, pero también con más pesadumbre—. Sé que eres más rica e inteligente que yo. Más buena. Más sensata. Sé de memoria todo lo que eres y yo no, pero justo por eso no puedes culparme por intentar que funcione. Al menos quiero tu amistad.
Es un círculo vicioso que quise romper con distancia y puntos finales, pero siempre terminamos girando en él otra vez.
Me aproximo a la cama y pongo de rodillas frente a él, tomando sus muñecas para que me deje ver su rostro.
—No soy más que tú ni nadie, como tampoco eres más que yo o cualquiera. —Es mi talón de Aquiles. Que te reprochen ser más que el otro no te hace sentir superior, sino una persona que no se gana nada—. Somos iguales, pero pensamos distinto. Te lo he dicho un millón de veces, y aunque te lo diga otro millón más, sé que no me creerás. Así que lo que nos queda es que respetes lo que quiero aunque no lo entiendas. —Sus ojos parecen dos esmeraldas fragmentadas—. No puedo ser tu amiga. Lo dije por cortesía. Sé que estuvo mal, pero...
—Es Sabina —suelta de golpe, apartando la mirada
Nunca le gustó que vieran cómo se le cristalizan los ojos.
—Quería estar contigo porque, aunque no coincidamos en casi nada, sí lo hacemos respecto a ella, ¿verdad?
Dejo ir sus muñecas y llevo mis manos a mi regazo.
—Sabes que sí.
—Sé que no me quieres en tu vida, pero yo te necesito en la mía al menos por un día. Concédeme eso y me largo o me echas más tarde. —Su rodilla rebota y simula el temblor de sus manos entrelazándolas. Si hay algo que lo angustia es hablar de su hermana—. Me dijeron que iban a desconectarla, Billy.
—Hasta mi nieta de bebé hacía más abdominales que tú, ufano holgazán.
—Para ser alguien que hace poco, usted se queja mucho. —Rio entre dientes.
Cuando las voces comenzaron a alzarse Shepard dijo que era hora de ir por un paseo. No especificó de qué tipo iba a ser.
Menudo infeliz.
Ya está atardeciendo en el parque. Los eufóricos gritos de los niños, el crujido y girar de los engranajes de los juegos y las advertencias de los padres son nuestro telón de fondo. El dulce aroma del algodón de azúcar se mezcla con el de los grasosos hotdogs del carrito en la esquina. Perros corretean de un lado al otro en busca de pelotas y adultos hablan a través de los auriculares mientras corren. Es algo precioso de ver sentado donde está Bill, con un helado mitad vainilla y mitad chocolate en mano, pero no desde mi posición.
—Para ser alguien con vida no valoras mucho la tuya al dirigirte hacia mí siendo un insolente. Vamos, 30 repeticiones más de los oblicuos, cincuenta sentadillas y a saltar la cuerda con mis asistentes. —Hace un ademán a dos niñas que giran una y a la tercera que salta mientra canturrea.
Cuando me incorporo hacia mi rodillas otra vez me digo que necesito un descanso. Seco el sudor de mi frente con mi antebrazo antes de tomar la Gatorade que pagué junto con el helado. Shepard reprime una maliciosa sonrisa cuando desenrosco la tapa, como si tuviera un déja vù de alguien más.
—¿Cómo era de bebé? —curioseo.
—Feísimo. —Pasa la lengua por el costado del cono—. Mi madre solía decirme que parecía una cruza entre un murciélago y un topo envuelto en un calcetín.
Escupo el líquido dentro de la botella.
—No tú, me refería a Billy. —Limpio el resto de bebida que se desliza por mi barbilla con el borde de mi camiseta sin mangas.
—Ah, ella también era fea. Todos los bebés lo son cuando nacen. Su cabeza tenía forma de bombilla, recuerdo que bromeé con que si apagábamos la luz iba a brillar. Mi hija me obligó a cambiarle su primer pañal como castigo, y fue como si esa endemoniada cosa diminuta lo entendiera y estuviera dispuesta a cooperar. Cagó lo que caga un ejército, Ridsley.
Rodeo mis rodillas con los brazos al echar la cabeza hacia atrás, riendo hasta que me escuecen los ojos. Cuando lo miro, está sonriendo mientras juega con la cuchara del helado. No necesita decir que fue uno de los mejores días de su vida, se le nota en cada arruga.
—La metáfora no estaba tan desacertada al final, ¿sabes? —continúa—. Billy Anne brilló de inmediato, arrojó sobre nosotros un tipo de luz que ninguno conocía.
A veces estar con ella se siente como una descarga constante de electricidad que te recuerda que estás vivo. Su voltaje es peligroso porque te hace pensar, y quien te hace usar la cabeza al tiempo que te empuja con ánimo a la realidad ya tiene medio camino a tu corazón comprado. No hay alguien mejor que tener a tu lado que una persona que te ayuda a crecer. Familiares, pareja, amigos...
Amigos.
—¿Algún consejo para alguien que apagó una luz? —Pienso que Bernardo e Inko son mis bombillas.
Nunca nos habíamos peleado, y aunque no fue hace mucho, cuando se quiere a una persona el tiempo no funciona como regla para medir cuánto se la echa de menos.
—Enciende el interruptor otra vez.
Me sostiene la mirada y tengo la sensación de que sabe en quiénes pienso. Ser viejo no lo hace menos suspicaz.
—No es tan fácil.
Le da un despreocupado lenguetazo al chocolate a la vez que enarca las cejas.
—Es fácil encender la luz. Es una acción de un segundo. Lo difícil es querdársele mirando sabiendo que te arderán los ojos.
—¿Y por qué alguien se le quedaría mirando? Nadie quiere quedar ciego.
—Es tu castigo por comportarte como un tarado. —Se encoge de hombros.
Tiene razón. Discutirle solo me haría ganar unos cuantos kilómetros y seis series de abdominales más.
—¿Me das un poco de tu helado? —Extiendo una mano hacia el cono a medio comer, que aleja como si tuviera la sospecha que voy a quitárselo a la fuerza.
—Te daré una patada en el trasero si lo tocas. ¡A la soga, Ridsley!
Me levanto de mala gana y encamino hacia las niñas.
—Disculpen, señoritas, ¿aceptan uno más? —Les sonrío juntando las manos.
El entrenador levanta un pulgar satisfecho cuando se miran entre las tres antes de asentir en conjunto.
• • •
El departamento está en silencio cuando regresamos, señal de que Lennox se ha ido. Bill va directo al baño y no encubro mi alegría al ver que el segundo helado le ha sentado mal. Por suerte tenemos papel higiénico de sobra esta vez.
Tomo una botella de agua de la heladera y cierro el ventanal del balcón porque ya está empezando a hacer frío. Voy a mi habitación para ver si tengo algún bóxer limpio para usar después de la ducha, pero me detengo en el pasillo al ver la puerta de Billy.
No debería, pero apoyo la oreja en la madera. Puede que se haya quedado dormida, pero no siendo del todo considerado y queriendo saber cómo se siente —la conversación que tuvieron no me pareció del todo gentil—, golpeo con los nudillos. No hay respuesta, así que giro el pomo y asomo la cabeza.
Resulta que Lennox no se fue a ninguna parte, pero su camiseta sí.
Me apresuro a cerrar y meterme en mi cuarto, cubriéndome el rostro con las manos por haber metido la nariz donde no debía. Estaban durmiendo, muy abrazados, pero solo durmiendo. De todas formas no debería haber infringido su privacidad. Siento que en cualquier momento aparecerá el búho rabioso para hacer de las amenazas que me dio un regalo tangible en forma de puño.
—¿Por qué te mientes, Jaden? —me pregunto caminando en círculos con la cabeza echada hacia atrás y los ojos en el techo.
No me siento incómodo por haber visto algo que nadie me invitó a ver. Me incomoda saber que me gustaría meterme en esa cama y de un amable culazo sacar a Lennox de ahí.
Es demasiado. Agnes, Bernardo, Inko, Lennox, Berta; tengo problemas con todos. Con la única persona que no existe inconveniente es con la que origina indirectamente todos esos problemas. La culpa me la llevo yo, lo sé, pero lo que me desemboca en eso es que ha aparecido alguien por quien no me importa estar hasta el cuello.
Tengo que hacer algo antes de que la bomba me explote en la cara.
Voy por mi teléfono y marco el número de Agnes.
• ─────── ✿ ✿ ✿ ─────── •
¡Hola, mis niños! Mamá tuvo que trabajar, espero que se hayan entretenido con la demora. ¿Qué otras historias están leyendo?
1. ¿Está Jaden por mejorar un poco la situación o hacer un desmadre más grande?
2. ¿Qué vieron en el Lennox de este capítulo que no se vio en el anterior?
3. ¿Estaba saltar la cuerda entre tus juegos favoritos de niño?
Con amor cibernético y demás, S. ♥️
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