Bob Jason vs Paul Drexler
Lo peor de tener ganas súbitas de orinar, no es que esta se produzca en un momento inoportuno, sino que se presenten alternativas poco convencionales para hacerlo. Con las ganas acuciantes que tenía Dookie, debía escoger dos opciones: hacerlo en un parquímetro o entrar al baño privado de la ferretería de enfrente. Una decisión difícil para Dookie, que se retorcía como contorsionista público al lado de su furgoneta, mientras la gente pasaba y se admiraba ante los movimientos histriónicos y algo sensuales que hacía Dookie. Si esto seguía así, pronto alguien le ofrecería trabajo. No iba a permitir que sus pantalones se mojaran otra vez, así que se armó de valor y se desplazó de puntillas al interior de la ferretería. Lo más extraño es que no tardó ni dos minutos en salir; pero corriendo de ahí para salvar su vida, porque el dueño venía, por su detrás, sosteniendo un hacha bien afilada. Dookie se subió como pudo a su furgoneta y se marchó antes de que el hombre pudiera quedarse con su cabeza de recuerdo.
Se detuvo unos metros más adelante para calmarse y tomar aire antes de que aparezca un paramédico y le robe su billetera. Luego de tranquilizarse y respirar gases de efecto invernadero, fijó destino y puso su hojalata motorizada en movimiento rumbo a recoger a una persona misteriosa, siguiendo las órdenes de su camarada Paul, con el que llevaba una larga y graciosa amistad. Tiempo después, Dookie pasó de ser su amigo a ser un borrego. El asunto era recoger a un amigo de Paul, llamado Ángel Demony: un tipo carismático y vegetariano. Segundogénito hijo de una familia aristócrata y un destacado alumno. Quedó como segundo mejor alumno de su universidad y el segundo más puntual de su curso. Un amante de las artes marciales. Hace poco participó de un torneo de Jiu jitsu brasileño, donde estuvo muy cerca del primer lugar. Pero rompió la tradición y quedó tercero.
Finalmente, Dookie llegó al hogar de Ángel con algo de retraso, luego de esperar el cruce de avenida de una larga fila de ratas gigantes, pero, afortunadamente, Dookie traía sus aspirinas contra el sueño. Y, por si las dudas, unas jeringuillas para no perder la cordura. En la casa de Ángel, curiosamente, en los ventanales, había muchos abalorios de variopintos colores, junto a una pulcra fachada rosácea. Dookie salió de la furgoneta echando una ojeada hacia todos lados, temiendo encontrarse con un francotirador camuflado. Se acercó al tapete de la entrada, pero cuando se disponía a tocar la fina puerta de roble de un aspecto similar al Talmud, se percató de una pequeña escaramuza dentro de la casa. Dookie acercó su pequeña oreja de jabalí a la puerta, para oír una acalorada discusión entre dos buenos amigos.
—Ángel, dijiste que te quedarías conmigo hoy.
—Ricky, tú sabes que siempre miento, pero sigues creyendo en mis palabras.
—Tus palabras mienten, pero tus ojos no, ¡cabezón!
—Gracias, cariño. Me encanta que me digas eso, pero solo fue una broma matutina. No te enojes.
—Ya me enojé. Ahora espera unos minutos a que vuelva a estar normal.
—Cariño, solo será esta última vez, Paul necesita mi ayuda. Volveré pronto, aunque no sea con todas mis extremidades, pero volveré.
—¿No será que quieres pasar tiempo con tu amigo Paul?
—Cariño, no pienses en cosas negativas. Mejor piensa mucho en mí.
—Pienso mucho en coches, pero volveré a hacer espacio para que entres por la ventana a mis pensamientos.
—Eso está mejor. Bueno, me tengo que ir, Ricky.
—Suerte, Ángel. Tú también piensa en mí.
—Lo tengo anotado en mi agenda, cariño.
Ángel abrió la puerta de su casa sin notar la presencia de Dookie y, como consecuencia, este apareció a un metro de la puerta gracias al descalabro recibido con la madera.
—Dookie, ¿qué haces desparramado en el suelo? Parece como si hubieras saltado de un avión, pero sin paracaídas.
—Aquí, tomando una siesta, ¡Auch! ¿Pero qué fue eso, maestro? Una puerta o un camión de carga.
—A ver... Menos mal que a la puerta no le ha pasado nada. Vamos Dookie.
* * *
Al cabo de un buen tiempo transitando por las avenidas de Minddey; superando dos persecuciones de repartidores de Pizza; y atravesando calles llenas de baches de un aspecto surrealista, llegaron al hogar de Paul Drexler, y este yacía sonriente con teléfono en mano, apoyado a su motocicleta. Y, al frente, estaba su casa heredada por su padre: un general retirado y bastante adinerado. Una vivienda unifamiliar de dos pisos recién remodelada con el más caro bricolaje traído desde la India. Luego de suspender varias veces los trabajos de remodelación, gracias a que uno de los buques fue interceptado por piratas y otro naufragó en alta mar, donde los tiburones blancos cada año son menos cariñosos.
—¡Ya era hora! Por poco los llamo e interrumpo mi juego de póker —dijo Paul y guardó el móvil.
—Llegamos vivos y sin ningún neumático ardiendo, que es lo importante —dijo Dookie.
—¿Qué hacemos ahora? ¿Sentarnos a hablar sobre lo duro de la vida? —Ronroneó Ángel con su cálida voz de locutor de radio recién despedido.
—Una reunión de camaradas, es igual a una reunión de payasos luego de terminar su show —replicó Paul que comía un puro de chocolate.
—La expresión de tu rostro me dice a gritos que un problema debe ser resuelto.
—Exacto, Ángel. Mi rostro siempre dice la verdad, a menos que lleve una careta de Guy Fawkes.
—Déjame adivinar. Es por el imbécil de Bob Jason, ¿no?
—Exacto, Ángel. Hoy estás hecho un demonio.
—Mientras lo llamas yo iré al baño —dijo Dookie.
Paul esperó a que su teléfono dejara de congelarse por culpa de la señal que se iba y regresaba. Seguramente, debido a un error humano o tal vez animal.
Paul marcó el número y esperó a que Bob respondiera después de terminar el chocolate.
—Ya crucé los dedos, así que tiene que contestar.
—¿Hola?
—¡Hola! —exclamó Paul.
—¿Quién habla?
—¿Hablo con Bob Jason?
—Sí, soy yo.
—¿Boby, me recuerdas?
—Esa voz me suena a... ¿Paul?
—Si, soy yo camarada.
—¡Qué sorpresa mayúscula! ¿Cómo has estado, Paul?
—Un poco quisquilloso, Bob.
—¿Pero estás bien?
—Mucha gente dice estar bien, Bob, pero no lo está.
—¿Qué sucedió?
—La verdad es que nadie está bien y todos siempre tienen problemas, por muy pequeño que sea. Incluso, ni se dan cuenta.
—Cuéntame, ¿qué pasó?
—¿Pero es que para que voy a decirte mis problemas si ya tienes suficiente con los tuyos?
—Pero...
—El verdadero inconveniente aquí no es el problema, sino cómo lo resuelves. Sabes, el peor enemigo es uno mismo, Bob.
—¿Hay algo en que pueda ayudarte?
—Si, hay algo que puedes hacer, Bob...
—Si, dime, ¿qué cosa?
—¡Devolverme el dinero!
—¿Dinero?
—Si, Bob, ¿ya lo olvidaste?
—A ver, explícame mejor.
—No puedo creer que lo hayas olvidado, Bob.
—¿Qué cosa?
—A ver pescado, haz memoria, por favor.
—Vamos a ver, refréscame la memoria un poco. Ando perdido.
—Escúchame, es el negocio, Bob. Los verdes que aún no han vuelto a mi billetera.
—No puede ser. Yo pensé que eso era parte de tu caridad.
—Dejaré pasar el tiempo y así se olvidará, ¿no? Eso dijiste...
—Mira, mejor mañana vienes a mi tienda y lo hablamos con calma.
—No, no, Bob. Esto no pasa de hoy, ¿escuchaste?
—Lamento decirte que ahora estoy algo ocupado.
—¿Ocupado? Ocupado vas a estar cuando estés buscando tus dientes uno a uno en el suelo.
—¿Creo que ya te estás pasando un poco, no crees?
—No dejes que me pase un poco más.
—Mira, no estoy en casa, Paul. Estoy fuera de la ciudad.
—Bueno, mientras tú estás fuera, yo iré a tu casa y le cambiaré la cerradura a tu puerta. Tengo un sacacorchos. Asimismo, tengo a un profesional en ese rubro.
—Oye, Paul, te estás pasando, te estás pasando tres pueblos enteros.
—Tú me debes dinero. No puedes ir así por la vida prestándote verdes y no devolverlo.
—Pero...
—Porque igual, un día acabas en el hospital con respiración asistida.
—Me estás hirviendo ya, Drexler.
—No, tú tienes la billetera a punto de rebalsar. Yo debería estar así.
—Mira Paul, no te voy a pagar nada, ¿escuchaste? Olvídate del maldito dinero.
—No, no. No me voy a olvidar del dinero, sabes.
—¿O qué?
—Tendrá que ser por las malas, Bob.
—¿Ah, sí?
—Ahora que recuerdo... Aquella vez dijiste que tenías un objeto muy preciado en tu tienda, ¿no?
—Si, así es.
—Pues ese objeto me lo llevaré a mi casa.
—No te atreverías... Mira, Paul, me estás poniendo nervioso.
—Tú no sabes ahora con quién estás tratando, Bob.
—Maldita sea, pensé que te conocía lo suficiente, pero no.
—Mira, voy a hacer esto. Voy a tu tienda, cojo la guitarra y cuando vuelvas, te la devuelvo, pero en tu cara.
—Sigue, sigue...
—Te va a quedar la cara tan hundida que vas a recibir ofertas de trabajo en el Circo del Sol.
—Me tocas un pelo y te denuncio.
—Escúchame, en diez minutos me llevaré tu guitarra y llegaré a tiempo a mi casa para cenar.
—Te juro que la vas a pagar.
—Nos vemos, Bob. Despídete de tu guitarra.
—No creo que lo hagas... Pero algún día iré a visitarte a la cárcel y me voy a reír de ti.
—Veremos quien ríe primero, Bob.
La llamada finalizó.
Paul soltó una risa malévola.
—No dejé que me corte primero. Eso le enseñará —dijo Drexler—. ¡Ahora sí!
Paul guardó el móvil en su chaqueta, se acomodó el casco protector, y luego cruzó los dedos para encender la moto de un intento. Al lograrlo, hizo una señal para que Ángel y Dookie, en la furgoneta, lo siguieran sin alejarse mucho. Paul arrancó la moto y se pusieron en marcha.
A poco de llegar a la tienda de Bob, Paul notó a lo lejos a una muchacha, de un rostro familiar, que yacía en la puerta de su casa mirando su teléfono. Paul sintió curiosidad por saber que juego estaba jugando, así que se detuvo en plena arteria. Dio una ojeada, atrás y adelante, por si aparecía un coche o un camión minero. Se dio media vuelta para luego estacionarse justo enfrente de la casa de la chica, mientras que Dookie y Ángel comenzaban a detenerse.
—¡Ahora les alcanzo! —gritó Paul mientras trataba de controlar la moto y pegar las dos llantas al ras del bordillo de la acera, para así poder contemplar con calma a la chica que bajaba las pequeñas escaleras.
Los esbirros llegaron a la tienda sanos y salvos. No había mucho tráfico ni afluencia de gente, así que se pusieron unas pasamontañas, asintieron al mismo tiempo y entraron. Ángel por delante y Dookie por detrás, atravesaron la entrada pasando por el pasillo de instrumentos hasta llegar a la puerta de cristal del fondo.
—Sostenme este filamento —dijo Ángel.
—Con gusto —respondió Dookie.
Ángel puso a prueba su destreza en abrir puertas. Se puso unos guantes de soldador y dijo:
—Listo, ahora sí... Pásamelo.
—Ahí tienes.
—Gracias Dookie... ¡Pero qué demonios! Si esto está roto.
—Tengo las manos traviesas, lo siento.
Ángel deschapó la puerta de cristal, pero al ingresar, muy emocionados, chocaron sus cabezas con otro cristal de respaldo, casi invisible, que había detrás. Ambos quedaron aturdidos momentáneamente. Y Dookie, que terminó unos metros más allá, seguía en el piso. Ángel agarró una cortadora Fletcher e hizo un corte rudimentario en el cristal. A fin de cuentas, terminó resquebrajado y a solo un estornudo de caerse. Ambos ingresaron y escudriñaron de forma salvaje por toda la tienda hasta que encontraron el objeto preciado de Bob: la guitarra de Simple Plan hecha con materiales no biodegradables. Ángel lo puso en su estuche, y Dookie unos cuantos discos de Taylor Swift en su mochila. Luego, volvieron a la furgoneta.
Todo iba con tranquilidad dentro de la furgoneta, hasta que el estómago de Dookie empezó a resonar como dragadora en plena faena. Antes de perder la calma, Ángel se detuvo en un expendio de comida rápida y le dio un minuto para que Dookie pueda satisfacer sus obsesos deseos gastronómicos.
Ángel esperó en la furgoneta, mientras que Dookie agrandaba un poco más la panza. Con las manos apoyadas al volante, Ángel comenzó a tararear una canción de Britney Spears. Levantó la mirada hacia el retrovisor para ver su aspecto. De pronto, notó que atrás alguien no despegaba la vista de la furgoneta. Ángel empezó sospechar de la persona sentada en aquel vehículo particular de color gris. Al pasar los segundos, comenzó a inquietarse, ya que el vehículo no se movía.
Dookie regresó a la furgoneta tan rápido como un coyote, y Ángel arrancó inmediatamente antes de que Dookie mirara otro expendio de comida. Al instante, el vehículo de atrás empezó a seguirlos con cierta cautela. Ángel se dio cuenta de eso, por lo que incrementó la velocidad hasta llegar a una esquina. Luego, dobló súbitamente a la izquierda, a manera de confundir al vehículo de atrás. En uno de esos momentos, yendo a toda velocidad por la amplia calle, una de las llantas se topó con un gran bache de lodo que sacudió la furgoneta y, por poco, termina impactando con un gran poste de luz. Finalmente, se detuvieron al ras de unos arbustos y al frente de una casa.
—¿Pero qué fue eso, maestro? Un bache o un cráter —protestó Dookie tomándose la cabeza.
—La llanta derecha está baja, ¿y la llanta de repuesto?
—¡Lo cambie por una gallina! —exclamó Dookie.
—Y ahora te comportas como una gallina...
—¿¡Qué haremos, maestro!? —preguntó Dookie.
—Ese tipo de preguntas hacen las gallinas...
—¿Escuchas eso?
—¡Es una sirena de policía! Estamos atrapados, Dookie.
—No, todavía podemos salir por la puerta.
—Ah, no me había dado cuenta, Dookie. Yo me largo de aquí.
—Después de ti.
El auto gris se detuvo en la zona este de la calle la alegría que daba a la avenida principal. Dookie y Ángel salieron del motorizado y se abalanzaron por la vasta hilera de pequeños arbustos. Dookie se atoró en una rama y Ángel se agazapó hacia la entrada a una vieja casa inhabitada. Sacó su teléfono y empezó a llamar a Paul, pero sin percatarse de la llegada de un vehículo policial a la zona.
Entre tanto, Paul forcejeaba con la chica tratando de robarle un beso, hasta que un vecino en albornoz, desde su ventana, se percató de la escena y le llamó la atención. Paul tuvo que desistir antes de salir herido.
En ese instante, sonó su teléfono.
—Ángel, ¿cómo salió todo? ¿ya están afuera de mi casa? —preguntó Paul con ánimo y a punto de sacar un habano de chocolate.
—No, bueno... Estamos muy cerca de tu casa, pero ha surgido un pequeño inconveniente.
—¿Qué tan pequeño?
—Bueno, se pinchó uno de los neumáticos y no hay repuesto. Ahora nos escondemos por donde podemos, gracias a la presencia de los polizontes que, justo ahora, están inspeccionando la furgoneta.
—¡Pero Jesús, María y José! ¿Cómo pudo pasar? —exclamó Paul con estupor—. Bueno, ¿y en qué parte están?
—Estamos por la vieja casa #113. ¿Qué vamos a hacer?
—Enseguida estoy allá. Solo déjame tomar un poco de aire.
—¡Vamos, Paul, que no queda mucho tiempo!
Paul encendió la motocicleta y se puso en marcha.
Dookie logró zafar de algunas ramas de arbusto y de uno que otro abejorro revoloteando cerca. En tanto Ángel, dentro de la vieja casa, empezó a ponerse nervioso ante los ruidos extraños y paranormales que empezaba a percibir. Las extrañas presencias en la casa hicieron que Ángel soltara un grito y se lanzara por uno de los ventanales hasta caer al punzante pasto de la casa. Al levantarse, dos efectivos de la policía ya lo encañonaban. Los oficiales lo esposaron justo a Dookie.
Pero por un descuido de un policía, y poniendo a prueba su agilidad, Ángel logró zafarse de uno de sus captores, dándole un cabezazo para liberarse y escabullirse en dirección al vehículo gris. Los policías lo perdieron de vista por un momento. Ángel se movió con sigilo rodeando el auto gris. Se agachó apegándose a la puerta de la parte izquierda. Con las manos esposadas, hizo un esfuerzo sobrehumano para sacar un sacacorchos de su bolsillo. Abrió la puerta y entró espantando a una niña que logró huir. Ángel encendió el auto y lo puso en movimiento con la puerta abierta. Pero, a los pocos segundos, sintió como reventaba dos de las llantas traseras: atrás había un policía sosteniendo un arma. Ángel perdió el control del vehículo y acabó impactando contra un poste. Algo aturdido, y con algunas lesiones superficiales, salió desesperado del vehículo y se escabulló en dirección hacia la avenida. Detrás, tres policías lo siguieron.
En su desesperación por cruzar la avenida, Ángel no vio que, por la izquierda, venía un vehículo a gran velocidad y, sin poder reaccionar a tiempo, terminó embestido por el coche blanco y este, inmediatamente, se dio a la fuga mientras los policías corrían al lugar de la escena.
* * *
Jeremy y sus amigos llegaron a la casa de Kelly.
—¡Kelly, Kelly! —gritó Jeremy muy nervioso.
—¡Jeremy! ¿Qué pasó? ¿Por qué tardaste tanto?
—Es una larga historia. Sube.
—Pero ¿a dónde?
—Kelly, sube si quieres vivir.
—¡Oh, Dios! Espérame —dijo Kelly mientras recogía su bolso.
—¡Vámonos, Kelly!
—Ya voy...
Kelly se subió al auto y Jeremy arrancó inmediatamente rumbo a un paraje fuera de ciudad.
* * *
Dookie, que era arrastrado como animal hacia el vehículo policial, notó, a lo lejos, la llegada providencial de Paul.
—¡Drexler, huye, huye! —gritó Dookie que era introducido como un juguete al carro patrullero.
Los policías se voltearon y reconocieron a Paul que se detuvo en plena calle: su motocicleta se había apagado.
—¡Alto! ¡Deténgase!
—dijo un oficial.
Paul ignoró la orden, se dio media vuelta y encendió otra vez la moto. Los policías comenzaron a correr y Paul aceleró hasta alejarse unos metros. Pero, al llegar a una esquina, un vendedor ambulante se cruzó en su camino y terminó chocando con él: ambos cayeron al suelo, pero se levantaron como si nada. Paul dejó la moto, que yacía botada más adelante con las ruedas aún girando. Levantó su teléfono y comenzó a correr doblando a la derecha, mientras que un policía iba tras él encañonándolo desde lejos e insistiendo en que se detuviera.
Ante el desacato de Paul, el policía se atrincheró en un vehículo y, desde ahí, abrió fuego hacia la humanidad de Paul, hiriéndole en el brazo izquierdo; este cayó al suelo aparatosamente. Desmotivado y sin aliento, trató de levantarse sin éxito. Hacía falta algo.
—¡Levántate, hijo de...! —gritó un hombre desde la ventana de su apartamento.
—Gracias, Mustafá. Era lo que necesitaba —dijo Paul animado.
—Ya te dije que no me digas Mustafá. Suficiente tengo con mi jefe, el palestino.
Paul se levantó tomándose el brazo ensangrentado, y siguió corriendo hasta llegar al portón de su casa.
Rápidamente, lo abrió y se abalanzó hacia la entrada antes de que pudiera llegar el policía. Paul, bastante exhausto, oyó como los carros patrulleros comenzaban a llegar y a rodear el portón de la casa. Con la poca energía que le restaba, Paul subió hasta su habitación.
Entró y buscó su botiquín, cogió una venda y comenzó a presionar sobre su herida. Los policías se atrincheraban afuera esperando la orden del oficial al mando. Paul controló la hemorragia y se limpió la mancha de sangre. Luego, se vendó el brazo con una tela blanca y se dirigió hacia la ventana sosteniendo su brazo adolorido.
—¡Paul Drexler, estás rodeado! ¡Entrégate! —dijo el oficial.
—¡Jesús! —murmuró Paul—. Esto es lo que me pasa por tratar de cobrar una deuda.
Paul se sentó en una silla sin respaldo y se tomó la cabeza por la frustración naciente. Entregarse a la policía era una posibilidad que pasaba por su cabeza.
Transcurrieron los minutos y en un estado de narcolepsia súbita, su mirada recayó en su teléfono que comenzó a resonar de forma incesante.
—Hola —contestó Paul.
—Paul, soy Lili.
—¿Lili?
—Mira, sé que ha habido diferencias entre nosotros, pero tú sabes que te quiero, y eso no lo cambiará nadie. Nuestros problemas los podemos resolver juntos.
—Lili, eso ya no importa.
—¿Y por qué no estás aquí conmigo? Te necesito a mi lado, Paul.
—Yo igual quisiera estar ahí contigo, pero tengo que resolver algo, cariño. Espérame si.
—No tardes mucho, Paul.
Paul guardó el teléfono y levantó la cabeza.
—¡Ahora sí! ¡Se jodieron conmigo, polizontes! —gritó Paul—. ¡Vengan por mí!
Sin pensarlo, se desplazó hasta su cama y sacó de abajo una enorme caja metálica. La abrió y desenfundó dos armas de grueso calibre: una escopeta M16 y un rifle Ak 47. Fue hasta su ropero y desempolvó su vieja chaqueta oscura de cuero. Agarró su mochila y bajó al garaje.
Mientras tanto, afuera dos policías trataban de abrir el portón sin éxito alguno. Paul entró al garaje y destapó su vieja motocicleta Ducati deportiva de su padre. Llenó el depósito de gasolina y la arrastró hasta la puerta de salida. Se subió a la misma, se puso el casco de seguridad y encendió la moto, produciendo un gran estruendo que desconcertó a los policías afuera. Agarró la escopeta con la mano derecha apuntando al portón de madera y, con la otra mano, su Ak 47 esperaba su turno en su mochila.
—¡Estoy aquí! ¡Los estoy esperando! —gritó Paul preparándose para lo inevitable.
Los policías retrocedieron con armas en mano apuntando al portón del garaje, y listos para abrir fuego en cualquier momento. Paul accionó el embrague y comenzó a acelerar mientras presionaba el freno de mano. Soltó el embrague y empezó a quemar llanta. El ruido del motor era ensordecedor y el humo comenzaba a abarrotar el garaje, como un aviso de que era hora de arrancar. Dio un último suspiro y dijo:
—Nos volveremos a ver Bob, ¡Sabandija de mierda!
Y, acto seguido, con su escopeta, voló la puerta del garaje despidiendo fragmentos por todas partes. Las llamas comenzaron a devorar los contornos del gran boquete. Los policías quedaron sorprendidos por el estallido. Paul soltó el freno y, como un fantasma en medio del espeso humo, salió disparado del garaje pasando por encima de los vehículos policiales. Simultáneamente, con su Ak 47 en mano, comenzó a disparar a los parabrisas: los policías se protegían como podían de las balas y fragmentos de vidrio que caían sobre ellos. Paul derrapó girando hacia su derecha y se detuvo unos instantes para ver la escena. Botó su arma sin más balas, fijó la mirada hacia adelante y aceleró a toda potencia. Los policías se reincorporaron y abrieron fuego, pero el humo les nublaba la visión.
Paul volteó para ver si lo seguían, pero al volverse de frente, por la derecha, un patrullero, que se había ocultado, le bloqueó el camino y el oficial, desde su ventana, lo encañonó con su arma, por lo que Paul, en su afán de esquivarlo, no pudo torcer el manubrio; la moto se descontroló, perdió el equilibrio y terminó cayendo bruscamente al pavimento, unos metros más adelante del vehículo, y quedando finalmente inconsciente. Los oficiales llegaron al lugar para verificar si Paul seguía vivo.
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