3. El universo es una bolsa de basura
Nueva versión (2018)
Nota: Funk es un maldito contiene material sonoro en cada capítulo. Las canciones las puedes escuchar en su lista oficial en Spotify dando click en el enlace externo.
Capítulo 3
El universo es una bolsa de basura
La luz lo pulverizaba aun estando dormido, se abría paso entre los cortinales y le hacía reconocer el dolor de llevar una cara cayéndose a pedazos. Sid aspiró el aire de la mañana, la brisa cálida de un nuevo día, haciéndose trizas en la nada, tan cóncavo como él.
Alberto estaba de pie junto a él, mirándolo desde lo alto. El cuerpo de Sid estaba despatarrado en un colchón con manchas de sangre y arena, en una esquina del apartamento de Alberto. A su lado había tres paquetes de gomitas ácidas, dos de papas de limón y un condón usado. Sid había follado anoche pero la chica ya se había ido. Alberto la vio salir a hurtadillas a las dos de la mañana con una cajetilla de cigarrillos en la mano y unos billetes colgándole del sostén. Le había robado los únicos pesos a Sid.
Con el pie derecho, lo sacudió sin ninguna delicadeza y este abrió los ojos de golpe, aspirando el aire de la mañana, sacudiéndose el polvo que traía encima de un golpazo en la espalda.
—¿Ya es de mañana? —preguntó Sid, como si fuera la peor noticia que pudieran darle.
—Hace rato, güevón.
—¿Vas a trabajar? —se limpió la saliva que se le escurría por el mentón y lo miró fijamente, con una sonrisa coqueta en los labios. La típica cara de saberse satisfecho. Alberto la odiaba.
—Sí, tengo que reemplazar al cocinero, parece que no va trabajar hoy. Te desperté para saber si querés acompañarme, así trabajás y dejás de joder tanto.
—Bueno.
La pinta iba bien, un bluejean andrajoso con una camisa de cuadros metida en el bóxer, apretándole la ingle y cociéndole las pelotas. Parecía todo un cocinero, el típico esperpento que nadie voltea a ver... «Patético», pensó Sid. Se peinó hacia atrás con el gel de Alberto, pisando los restos de uñas cortadas por todo el baño, caminando de un lado a otro, mirando las pegatinas de animales del chocolate Jet en los mosaicos de la ducha, y dos latas de cerveza de donde nacían arbolitos flacuchos que le recordaban a las piernas de su mamá.
— ¿Luzco como todo un cocinero? —le preguntó a Alberto, mirándolo a través del espejo.
—No seas ridículo, lucís como un fracasado cualquiera. Además, para cocinar bien tenés que salir de un agujero peor que la muerte —le respondió, poniéndose los bóxer, saltando de un lado a otro para mantener el equilibrio.
Entre golpecitos y besitos juguetones como una pareja gay, feliz y vomitiva, se echaron colonia. Una baratija que Alberto había comprado en la novena, en un puesto donde te venden lociones de todas las marcas hechas como salgan, quitándoles lo especial; al fin y al cabo, oler bien contamina, agujerea la nariz y te aleja de las vibraciones del olor, del zigzagueante comezón. ¿Quién querría oler bien en este mundo repleto de mierda?
En el momento en que Sid se disponía a fumar, Alberto lo tomó de la camisa y lo sacó a la fuerza del apartamento. Lo llevo, como si de un niño berrinchudo se tratara, hasta la estación de transporte. La gente los miraba, por supuesto que lo hacían, no es normal toparse al mal y a la miseria de golpe, en el mismo lugar que tú, compartiendo tu burbuja personal. Da igual si encuentras gente en la calle, acostados, muriéndose a causa del sol y el hambre, esa burbuja nunca toca la tuya, son como seres místicos en otra dimensión.
Las muchachas universitarias los miraban con asco, y por igual todos los adultos decentes que se levantaban todos los días a vivir de la misma forma, sin autenticidad alguna, alienados, cumpliendo los sueños de otros, desgastandose como la madera enterrada en la arena; colapsando cada que las olas pequeñas del mar les cuecen los huesos. Al igual que la caca de perro descomponiéndose al sol.
—Vení, hay que coger este —le dijo Alberto, susurrándoselo en el oído como una sombra. ¿La gente si quiera podía verlos? ¿No eran algo así como dos motas transparentes? Sid juraba que nadie, sin más de dos dedos de frente, podía verlos realmente.
Dentro del bus se quedaron en silencio, sentados el uno al lado del otro, mirando como las personas se sostenían de las barras y se meneaban al vaivén de las calles, agitándose en sus propios centros, en sus allegadas tristezas y fantasías; cada uno escuchando su propia música, sintiendo nada más que su irrevocable respiración, tan conscientes de su cuerpo cuando se roza con otro, de su vulnerabilidad, de sus olores, de aquella faz vergonzosa del pecado al que tanto quieren callar, que tanto desean quitarse de encima. Sid no, Sid podía verlos a los ojos y atravesarlos, causarles dolor, hacerlos conocedores de su vergüenza.
Al llegar a la pizzería esta estaba cerrada, con las cortinas de hierro abajo y ellas un grafiti mal hecho de la estrella anarquista. Entre los dos abrieron el negocio, limpiando los suelos y sacudiendo el polvo de las esquinas. Al terminar, se sentaron en sillas rimax, mirando a la gente pasar, compartiendo un cigarrillo, con el sol tostando la pizarra en donde estaba escrito los sabores de pizza que vendían, las promociones del día y el lanzamiento de un nuevo producto: un muñeco de trapo para niños, con la cara mal cosida y el pelo enmarañado.
—Qué muñeco más feo —dijo Sid.
—¿Te parece? Si es igualito a vos, lo mande a fabricar así para que se parecieran. Tiene tus mismos ojos, maricón.
—Si ser marica me vuelve así de desagradable, prefiero morirme con la barriga arriba y un cuchillo en las tripas.
—Es lindo, cuando lo ponés al lado de algo mejor.
Como su mamá hacía con él, arrejuntándolo con los chicos del colegio, los más dotados, los que tienen la bendición de la sociedad. Estatuas de mármol sin luz propia. O quizá el que no tenía luz propia era él, que tenía que escarbar en los demás para sacar algo positivo de su interior, como si el buscar cualidades no fuera tan sencillo tratándose de alguien que había nacido con el corazón roto.
Se quedaron haciendo nada durante dos horas, hasta que un cliente llegó, justo cuando miraban vídeos en YouTube desde el portátil del negocio, riéndose como focas. Un tutorial de un tipo con máscara de caballo, enseñando cómo preparar hongos.
El cliente era un chico de ojos revueltos, de semblante cansado, con dos pozos negruzcos a cada lado de la nariz, como si fuera un lago atravesado por un puente lleno de espinillas y manchas de sol. Iba mascando un chicle, y agarrada de su mano derecha, iba una chica con ombliguera, de cabello rizado y ojos brillantes. Sid la reconoció de inmediato, se había acostado con ella la pasada noche. De hecho, ambos pudieron reconocerse con facilidad. La chica le sonrío con complicidad y se sentó junto al chico en una esquina de la pizzería.
—Anda Sid —le demandó Alberto, en voz baja para que nadie salvo él pudiera oírlo—, es la chica que te robó los pesos ayer, con la que te acostaste... Mínimo viene a comprar pizza con tu propia plata. Móvete.
Sid tomó dos cartillas de menú y les sonrío desde la lejanía, caminando hacia ellos. La típica postura del mesero complaciente. Cuando los tuvo de frente, repasó cómo hablarles y soltó lo primero que se le vino a la cabeza.
—¿Quién anda con una chaqueta de cuero en pleno día caluroso?
Ambos se quedaron en silencio, mirándolo como un bicho fétido que había pronunciado una blasfemia imperdonable.
—¿Quién ve el vídeo del tipo con cabeza de caballo en estos días? —contraatacó el chico andrajoso.
—¿Venís a jodernos porque anoche me acosté con vos? —preguntó la chica.
—¿Es tu novio, Susi?
—Qué va, el tipejo es un desconocido que vi ayer... Me lo tiré en un colchón con olor a orín.
Sid observó la conversación con sorpresa, la naturalidad con la que hablaban, los mimos que se hacían sin importarles el qué dirán... Sus cuerpos se comunicaban por una sincronía perfecta, casi envidiable. Se notaba a leguas lo mucho que estaban hechos el uno para el otro.
—¿Cómo se llama el chico?
—No tengo idea Funk... A ver, era algo con "S". Quizá Sandro o Susano...
—¿Sandro de América? Vaya follón que debiste tener.
—Me llamo Sid.
Después de un minuto de silencio, los dos lo miraron con lástima.
—Vale, Sid —Funk le miró fijamente, con una sonrisa en los labios, tan malévola e incipiente como el cuero desgastado de las mangas de su chaqueta—. Tráenos una pizza mediana de pepperoni y una jarra de limonada para que volvamos antisépticas las ganas de morirnos.
Sid no dijo nada, se apartó de ellos y en un trozo de papel mal cortado, escribió el pedido y lo pegó en la mesa de hierro de la cocina. Alberto no podía ocultar la risa en sus labios, sus ojos de perrito risueño le delataban.
—Si me trajiste aquí para que se burlaran de mí, mejor me largo.
—Flaco, calmate... El chico que está sentado ahí es cliente regular, siempre viene con esa chica o solo. No es la novia ni nada por el estilo, la verdad no tengo idea qué se traen entre manos esos dos. A lo mejor son de esas relaciones poliamorosas —mientras hablaba, Alberto iba preparando la pizza a la maldita sea, no le ponía ni el más mínimo empeño.
—Mierda, las relaciones poliamorosas me parecen un dolor de cabeza —Sid exprimió los limones con cara de disgusto. El agua de la jarra estaba turbia pero así era el el agua de la ciudad, nunca estaba limpia. La gente bebía bacterias y diminutos animalillos cancerígenos—. Si no puedo soportar a una persona mucho menos lo voy a hacer con dos o tres. Qué desgaste dedicarle tanto tiempo a las relaciones.
—Vos no servís para eso —estuvo de acuerdo Alberto—. Cualquier relación es un suplicio, y sos tan odioso como un duende.
Ambos se rieron con las manos sucias, mirándose de reojo, con las fisuras del techo de la cocina repletas de moho, humedeciendo el aire... Un bochorno que los tenía sudando.
En menos de diez minutos ya tenían listo el pedido, con una margarita navegando en la limonada; una decoración pobre que Sid había hecho, en especial para Funk, esperando que se atragantara con ella o alguno de los pétalos le cerrara la tráquea, y su voz se convirtiera en un pitido miserable. Correr a urgencias es necesario cuando la destrucción no es heroica; es decir, cuando te estás muriendo de la forma más patética, expulsando flores por la boca y llorando chorros de limonada. Para Sid, la muerte debe ser irrevocablemente sangrienta.
Caminó hasta la mesa de Susi y Funk, y sin intercambiar palabra, les tiró la pizza en la mesa con la jarra de limonada pintada quizá por Monet; la flor deshaciéndose en el agua sucia, los restos del limón navegando como gusanos verdosos. Y en medio de todo eso, la mirada de Funk fija en él; rota, un huevo cocido cuya yema todavía seguía cruda; la luna pintándose como un brillo en el borde de su iris, estampandose en la oscuridad.
—Una de pepperoni y una jarra de limonada —repitió la orden, como si no hubiesen los dos únicos pelagatos sentados frente a él con miradas rojas.
—Gracias, Sid —Funk dijo su nombre con un tonito burlón.
—Gracias, primor —Susi le sonrío con ternura, apuñalandolo de pie con la belleza radiante de la desesperanza y el abandono.
Antes de marcharse, Funk dijo su nombre de nuevo y no le quedó más remedio que voltear a verlo, dejarse manosear por su tonito burlón y los hoyuelos de sus mejillas al sonreír. Estúpido punk.
—Me caes bien Sid, ¿cuál es tu apellido si puedo saber?
—Rodríguez —Se lo compartió sin titubeos.
—Woah, al igual que Sixto Rodríguez.
—No tengo idea quién es...
—Eso no importa —se atragantó de pizza, el jugo del queso y la masa escurriéndosele por el mentón; el sudor de su frente humedeciendo sus párpados, corriéndole el delineado—. Va a ver una fiesta cerca al cementerio, en la casa de un amigo, ¿querés venir? Podes traer al que hizo esta porquería de pizza. Me caes bien, vení y unite a la jauría.
Sid ardió en adrenalina mirando a Funk ese día. Al verse a través de sus ojos se vio tan joven que le resultó aterrador. Quería ganarse su respeto, comprendió. Quería que lo viera como a un igual. Al mirarlo, la vida lo golpeó puñetazo a puñetazo; soñando, deseando, excitándose, retorciéndose, apasionandose, enloqueciendo, drogándose, inmortalizándose, asustándose, hiriéndose, hiriendo a otros, amando, perdiendo, confiando, gritando, cayéndose, cansándose, devorándose... La Jauría iba a destrozarlo, bañando con sus tripas las aceras y los asfaltos, y él iba a contar hasta tres antes de cerrar los ojos, en una mañana tan pulverizante como la de Pure Morning de Placebo.
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