2. De nada sirve lo que haces si no te diviertes


Nueva versión (2018)

Nota: Funk es un maldito contiene material sonoro en cada capítulo. Las canciones las puedes escuchar en su lista oficial en Spotify dando click en el enlace externo.





Capítulo 2

De nada sirve lo que haces si no te diviertes

La sensación que Sid tenía no le era del todo desconocida, ya la había sentido y se había arrepentido tanto esa vez, que había ayunado por más de dos días. Pero ahora le dolía el estómago tal y como si se hubiese bebido una bolsa entera de leche a las dos de la mañana. Por fin había confesado que era gay, y la simple confesión le había costado tres cigarrillos por la mañana y la música de los 80' en bucle en su DiscMan.

Esa misma mañana, antes de su confesión, Sid se había levantado para revisar la correspondencia. Hizo bolas de papel el recibo del agua y la luz y la respuesta a la suscripción de la revista El Tiempo que su padre había hecho hace dos meses. En medio de los papeles encontró una nota de Alberto, invitándolo a su casa y retándolo a que confesara su sexualidad de una vez por todas, argumentando que uno no tenía por qué andar dándole vueltas a eso. Y Sid llegó a la conclusión de que ocultar lo que uno es puede ser la oportunidad perfecta para no luchar contra el hambre y el desempleo, pero al final no se llega a nada más que a seguir procreando a la raza humana y muriendo en una clínica con una manada de zancudos zumbándote en el oído. Él no quería eso. Deseaba morir en pie de lucha o arrollado por una motocicleta.

El aislamiento comienza a generar algo inevitable para toda persona que tiene ideas que están pendiendo de la locura y las sombras como Sid. A todos nos sucede que comenzamos a hacernos amigos que no existen, hablamos con las fuerzas de la naturaleza pensando que ahí debe andar Dios haciendo de las suyas, bailamos como ridículos y sobre todo, tenemos una pereza aferrada a los huesos. Nos da flojera hasta los movimientos más simples, y nos pasamos el día mirando por la ventana y estallando pompas de saliva con la lengua. Sid ya había superado ese dolor, ese magma, y lo más importante es que ahora se dedicaba a la nada, salvo respirar y parpadear. Y por supuesto odiar al sistema.

Por eso corría para encontrarse con la única persona que podía tolerar, Alberto. Ese amigo que tiempo atrás le dio un trabajo de medio pelo atendiendo una de sus pizzerías. Desde que era pequeño, Alberto quería montar un chuzo, un estanco o cualquier restaurantucho de paso y se decidió por las pizzas y la comida rápida cuando entendió que a la gente le gustaba saciar el hambre con vainas pasajeras, no les importaba el lado lógico del consumo o las campañas por los derechos de los animales. Se comían lo que no fuera como ellos porque de hacerlo, probablemente despertarían convertidos en moscas como Gregorio Samsa.

Llamó a la puerta más de tres veces y cuando pensó que Alberto había salido a fumar marihuana o a visitar a su abuela con parkinson, le abrió la puerta adormilado.

—¿Qué carajos estás haciendo acá, Sid? —le preguntó.

—Les confesé a mis papás que soy marica.

Alberto abrió los ojos pasmado; el ambiente se volvió denso y cuando tragó, se escuchó como si estuviera cargando un revólver.

—Entrá, entrá.

Preso del pánico, agarró a Sid de su morral y lo aventó a la sala de su apartamento, cerrando la puerta con maña, buscando que nadie los hubiera escuchado.

Aunque todos trataban a Sid como un loco él estaba seguro de que no lo estaba, ya había superado esa faceta oscura de su vida en la que se despertaba con alucinaciones. Había tenido suficiente de esos amigos imaginarios y de esas fantasías sexuales. Tuvo tres grandes amigos a los que les puso, Lolita, Pentecostés y Larry; vómitos mentales que jugaban con él cuando era pequeño y le demostraban tras juegos estúpidos como seguir a extraños en la calle y robar cosas, las agonías de la vida, del tiempo perdido. Ya había tenido suficiente de figuras políticamente incorrectas.

Se limpió las lágrimas y recordó que llorar era una pérdida de tiempo cuando ya se estaba muerto por dentro.

Alberto caminó por la salita mientras Sid se sentó en el sillón más cercano, mirando a la nada, pensando en su imaginario soez y en las cosas que antes le habían proporcionado tanto placer. Su amigo se sentó junto a él con un cenicero entre las manos.

—No creí que ibas a tener las pelotas.

—Pues ya ves que sí —murmuró Sid—. Estoy cansado, Alberto. Esta vida no puede ser lo único que sea real. Necesito más.

—¿Recuerdas el día que nos conocimos?

Sid lo hacía. Se habían conocido durante el toque de unas bandas nefastas, en pleno garaje. Borrachos, terminaron rematando en un restaurante de gusto culposo llamado El Bochinche. Un sitio de veinticuatro siete para borrachos inescrupulosos e intelectuales drogados. Se habían sentado en silencio a comerse la especialidad de la casa, una chuleta grasosa con arroz, plátano con queso, y una ensalada con aderezo vencido. Lo que es más extraño no es la constancia del plato es que a nadie le sienta mal, todos terminan saliendo del letargo del licor como si reencarnaran. Un santo remedio de la Virgen María. Al otro día, Alberto y Sid se habían citado en una calle cualquiera para tomarse unas malteadas y escupirle a la acera.

—Sí viejo, sí recuerdo...

—Bien. ¿Tenés idea de lo que hablamos ese día?

—No sé... ¿A qué viene todo esto?

—La verdad es que no viene al caso, hablamos de Sailor Moon y de que tenía un buen culo, sobre anime y la dudosa virginidad de Jesucristo... ¿De qué sirvió? De nada. Seguimos siendo los mismos, ¿ves? Hay que salir de esta monotonía.

—¿Y qué propones? —Sid lo miró ansiando un plan descabellado.

—Vamos a drogarnos en algún bar de punketos.

Y le sonó bien. Estaba cansado de ser un buen hijo así que drogarse era en definitiva todo lo contrario. Según sus padres, una persona decente y de buenos modales tenía que vivir apartada de la lujuria, la codicia o la contradicción. Ningún superhéroe sucumbe ante esas trivialidades, porque la sociedad está enferma y ser partícipe de esa enfermedad es perder credibilidad. Para ser bueno hay que apartarse de lo que es natural, como ser idiota y oler feo después de tres días, porque eso es de comunistas y hippies.

Alberto le limpió las lágrimas a Sid de sus sucios cachetes y le prestó su chaqueta favorita, como pidiéndole que dejara la cara de muerto que traía. Salieron del apartamento sin estar precavidos de algún un testigo, no les importó si los veían, si leían en sus ojos las intenciones que traían. No querían ser recordados si al día siguiente no volvían y amanecían muertos en algún caño. Pasaron por una tiendita y compraron unas cervezas. En el camino Sid se dio cuenta de que la cerveza era el complemento perfecto de la buena compañía; un extraño vicio mágico. Pensaba en los vicios como los mejores acompañantes de una conversación, en ese majestuoso ambiente al que dan pie, como hablar de cualquier tema, desinhibirse y ver a los humanos como alusiones, como muérdagos u hojas de otoño que vas pateando.

La chaqueta de Alberto se mojó, estaba chispeando. Iban afiebrados y ansiosos. Venteaba con fuerza pero se sostenían el uno al otro, se miraban como cómplices; en el gesto, en el susurro... La noche no estaba estrellada, era húmeda, con el cielo repleto de polución y el runrún de las chicharras. Era como estar dentro de una canción de David Gilmour. Alberto sentía las manos agarrotadas por el frío de las cervezas en la bolsa de plástico.

El bar al que habían llegado se llamaba Franja Prohibida.

—¿Tengo edad suficiente para entrar aquí? —preguntó Sid.

—Sí, vos no te preocupés por eso. Mi amigo es el guardia de este bar y te deja entrar sin problema. Espérame aquí.

Alberto le tiró encima la bolsa de cervezas y se coló en el bar. Sid echó un ojo a los alrededores y al tipo de gente que ingresaba, un montón de desadaptados como él. Esperó a Alberto por más de media hora pero nada que salía. Creyendo que le había visto la cara de pendejo, se sentó en la acera frente al bar y sacó las cervezas y los cigarrillos, bebió y fumó esos asquerosos mentolados.

Luego, como si nada, Alberto fue saliendo con los labios rojos y los ojos idos.

—Quibo idiota, te he estado esperando hace rato. Tengo el culo congelado.

—Perdón marica, es que me quedé charlando con unos amigos allá adentro.

—No hay problema, entremos.

—Dale Sid, pero no podes entrar con esas cervezas, déjalas por ahí.

—¿Y si nos quedamos acá? Nos las tomamos y nos vamos.

—Sid, loco, no seas así. Ya no tenés que tener miedo. Además, hay varios que quieren conocerte allá dentro.

Las calles estaban solas, un hecho bastante raro para un viernes en la noche.

—No sé, Alberto... Esto no me da buena espina.

El humo del cigarrillo que Sid tenía en la boca lucía gris, como el que expulsaba la ciudad, haciendo de la vida un molino. Ambos se quedaron mirándose, codeándose con afecto para incitarse, para que alguno cediera primero. Sobre ellos las motas etéreas de humo, estirándose en el viento. Habían roto la claustrofobia, la neurastenia y el mal humor de las cuatro paredes para llegar allí, y el simple hecho de tener que saltar al vacío ahora que era el momento les causaba pánico.

—Entremos Sid, deben estar como buitres allá adentro.

—¿Quiénes son los que están allá?

—Unos locos de los que me hice amigo cuando fui a perder el tiempo al Shinanime. Fue el viernes pasado. Son fanáticos del anime y bueno, me cayeron bien. Me los tope y no pude decirles que no.

Sid asintió, decidido a dejar de tener miedo. Tiró las cervezas a la caneca pública y pisó con furia los horrendos cigarrillos mentolados. Pasar el portón del bar era como adentrarse a un portal, como una mano negra que te engullía. Daba miedo sí, pero te hacía sentir vivo, especial, como si valiera la pena todo lo que ha pasado. Se oía a todo volumen, una banda que Sid no conocía pero que tocaban bien para ser novatos. La voz principal tenía espíritu y por lo menos tuvo claridad de que estaban cantando The Killing Moon de Echo & The Bunnymen. La guitarra sonaba nítido. El bar era una burbuja de contención térmica, no hacía más que un puto calor de mierda. Y por encima de todo sonido, la voz del vocalista, excitado tras el micrófono, acompañando los acordes.

Había gente por todo lado, bailando, entrando y saliendo de los baños públicos. En el fondo del local había unos cuantos delincuentes. Se decía que por esos lados andaba la pandilla del sur; Alianza, así se hacían llamar. Tenían tratos con los colegios privados. Ellos controlaban todo el sur y muchas de las mujeres que estaban con ellos eran parte y razón de las riñas. Después de todo, las pandillas no son más que un estatus comercial.

—¡Hey! —gritó Alberto—. ¡El marica que está cantando se llama Roberto! ¡No canta nada mal, güevón!

—¡El idiota habrá aspirado tres rayas para pararse ahí a masturbarse! —se burló Sid.

—¡Pero sigue sin hacerlo mal!

Ese día Sid conoció a una congregación de peluches. Los amigos de Alberto lo recibieron en la mesa, algunos en un estado deplorable.

Roberto comenzó a cantar.

Comes the time, comes a shadow, comes the devil, calls your name... Can't you hear his echoing paces? Cold fingers point on you... —Interpretaba I Coldly Stare Out de los irremplazables Pink Turns Blue.

Sid se fue conociendo con cada uno de ellos. Luis por ejemplo era el más joven, con tan solo dieciséis años, y había entrado con una identificación falsa. Bebía como si tuviese un segundo hígado y los dedos de sus manos eran amarillos por la nicotina de los cigarrillos. Probablemente iba a morir al llegar a los cincuenta. Llevaba un ridículo sombrero que le recordó a Don Ramón.

Eva llevaba el pelo corto, de color negro o eso creyó Sid pues ya no veía nada ni aunque le pagaran por ello. Tenía los ojos delineados y unas botas de motociclista. La integración de Sid fue rápida, era tan desaliñado como ellos, con el pelo decolorado y los ojos melancólicos. Todos llevaban chaquetas negras, se reían de la droga y hacían chistes impuros. No tenían ningún corazón en el pecho sino un alambre de púas y dos pastillas de éxtasis.

Eva era adicta a la cocaína y a los muñecos de acción que vienen cuando intercambias dos tapas de Coca-Cola. Roberto bajó de la tarima y bebió sin detenerse un vaso entero de cerveza michelada. Él era el más alto pero tenía el mismo corte de todos; sus ojos estaban consumidos por la droga. Fue amable y le contó a los chicos que aguardaba con una esperanza mezquina el ataque zombie para poder matar a balazos a su vecina sin que fuera ilegal.

Durante toda la noche no hicieron más que conocerse y pretender no sentirse tan identificados. A la madrugada salieron gritando con la ropa arrugada y el culo plano. Entraron a un supermercado que olía a límpido y compraron frituras. Eran Alberto, Eva, Luis, Roberto y Sid, corriendo por todas las calles, escuchando el sonido de las bolsas plásticas. Iban tarareando Guns of Brixton de The Clash.

Esa fue la noche en la que Sid conoció a una partida de locos que lo sacaron al mundo. Eran un intento de seres humanos, productos de un óvulo borracho y empeñado, un espermatozoide convulso y convaleciente. Todos tenían unos egos insoportables, unos gustos repulsivos; les gustaba el sexo áspero y las estupideces que iban a hacer serían la prueba fehaciente de que en esta vida no importa nada salvo hacer lo que te divierte, porque nadie va a venir a salvarte, porque creer que la brújula marca siempre al norte es una falacia. La vida hay que arrancarla a mordiscos. El espíritu tiene un solo propósito y el arte que se hace con él es corromperlo, volverlo temible, y luego escupírselo a cualquiera en la cara.  


*

Cita: (*) Viene el tiempo, llega una sombra. Viene el demonio, llama tu nombre. ¿No puedes oír sus pasos resonando? Dedos fríos apuntan hacia ti...

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