9

Estaba harto del fastidioso mundo que me rodeaba. Un pie fuera de lugar, una coma mal puesta, no decir lo que el otro quiere oír, puede ponerte en serios aprietos. Justamente, no escuché a mis tíos y caí en un pelotón que fue destruido; no incliné mi cabeza hacia las dos potencias que habían devastado a mis compañeros; no deje que él me usara como quería y, por eso, ahora estaba vagando por el bosque.

No quería que alguien eligiera por mi. Jamás estuve preparado para una vida guerrera, pero la vida en un encierro familiar no era mi mayor sueño. Me desesperaba la sola impresión de dejar mi profesión para atender a una construcción agotadora y milenaria.

¿Tenía la culpa de mi sufrimiento por desear con fuerza que ese título de papel, hecho trizas, me retribuyera el tiempo que perdí entre libros? Claro que no. ¿Por qué tenía que prepararme física y psicológicamente para afrontar al mundo? Yo no tenía que afrontar al mundo. No, tenía que afrontar a los idiotas que creía que el mundo les pertenecía.

¿Tenía que casarme? ¿Para qué? No tenía ninguna garantía de que enviudaría pronto. No aprendería durante toda mi vida cómo debo hablarle a mi esposo o qué cosas le gustan.

El frío hacía que mis neuronas trabajaran el doble. Podría estallar en cualquier momento. Sentía mi cuerpo, pero también era posible que este muerto. No podía recordar que era lo último en morir en un cuerpo con hipotermia.

Antes de que entrara al ejército, mi tía estaba hablando con una vecina acerca de los matrimonios. Creo que ella estaba cegada por lo perfecto que era su marido y no podía notar que la otra mujer no era tan feliz como su sonrisa le mostraba. La pobre vecina intentaba subsistir a su pesado matrimonio mediante los cuentos de hadas que vivía mi tía.

En una ocasión me quedé a solas con ella y puede entenderla aún mejor que su mejor amiga; esa mujer estaba atrapada en la historia de vida de su esposo. Se vestía, hablaba y comportaba como a su marido le gustaba; él era un hombre de sueños familiares, un señor caballero con todas las letras. Esos sujetos eran mediocres y miedosos de la vida fuera de una casa, una esposa e hijos, pero, a veces, se inclinaban en la vereda para ver pasar a la juventud que se atrevía a todo.

No quería a uno de esos idiotas pinchándome en un costado cuando mi comportamiento no fuera de la mano con la imagen socialmente aceptada.

—Te odio. —Solté cuando ató mis manos a un gancho que colgaba del techo. Lo vi romper la fusta con una sola mano y tomar el látigo con la otra.

Luego de tres días muriendo con cada paso que daba, logré llegar hasta un camino abierto. Si esperaba lo suficiente podría ver a alguien pasar y pedir ayuda como refugiado. Mi ojos se abrieron entre lágrimas cuando vi pasar el camión de patrulla del coronel Choi, era mi oportunidad para regresar. Sin embargo, cuando estaba por gritar su nombre un dolor agudo llegó desde mi costado.

—Maldito perro carroñero. —El primer golpe picó en mis muslos y el fuego corrió por mi cuello—. ¿Por qué no te rompí la cabeza? —El siguiente aterrizó en mi mejilla; similar a la bofetada que se le daba a los insolentes.

Abrí mis ojos controlando el ardor que sentía debajo ellos y me retorcí cuando el bastardo, detrás de mi, metió su mano entre mis nalgas y hundió sus dedos en mi recto.

—Hijo de... ¡Uhg! —Sus dedos penetraron erráticamente en mis entrañas. —Basta... —El cuero de los guantes se resbalaba en mi interior y la fricción era dolorosa. Cada vez que intentaba escapar él me seguía, como un maldito parásito.

En ningún momento dejó de golpearme, pero a pesar de eso, jamás atacó con el látigo la marca que me había dejado la quemadura. ¿Qué demonios significaba eso para él? ¿Por qué cuando alguien la veía pensaba dos o más veces antes de prestarme una mano?

Me encerró en esa habitación por días y me forzaba a comer. Solo cuando estaba completamente moribundo y desolado me llevó hasta su cuarto, donde me dejaba dormir esposado a la cama. Mi muñeca sana tenía más heridas que la que alguna vez estuvo enyesada; el tiempo había pasado rápido para mis huesos.

La habitación estaba blindada. Ningún instrumento que fuera potencialmente peligroso podía llegar hasta la habitación, porque si antes el ataque iba hacia él, ahora se había tornado en una posible escena de suicidio.

Una día, revisando la mesa de luz encontré una navaja, pero el desgraciado volvió antes de que perdiera la cabeza, literalmente. Creo que a él le divertía verme desesperado y abatido. Cuando llegaba revisaba la habitación y la cama, después, se metía entre mis piernas y sacudía sus porquerías dentro de mi.

—¡No! —Le grité una noche antes de que tocara mi cuerpo; la expresión en su rostro se deformó hasta la frialdad absoluta y se acercó, aún más—. No, hoy no. No puedes.

—¿Quién va a detenerme? ¿Tú? —Negué con fuerza.

—No, lo... lo haré con mi boca. —Mi oferta no lo convenció en lo absoluto; me arrastró hasta los pies de la cama y me abrió. Cubrí mi rostro con ambas manos y lo maldije cuando tocó—. ¡No! Déjame, no me toques.

Mi cuerpo estaba ardiendo porque había olvidado que las estimulaciones podían hacerme eso. Los manoseos a mi intimidad habían adelantado mi periodo de fertilidad. Él observaba como mi cuerpo se preparaba, como mi interior se lubricaba.

—No puedes meter nada ahí. —Lo empujé con una de mis piernas y regresé a la cabecera de la cama—. Sabes lo que sucederá si lo haces. —Levantó levemente sus hombros y se quitó la camisa—. ¡Estás loco!

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