5. El nombre de Dios
Jack trató de moverse, sin éxito, después de la estrepitosa caída, y por primera vez en mucho tiempo recordó el dolor de tener huesos rotos. ¿Piernas? ¿O costillas? No podía saber con exactitud porque le dolía todo el cuerpo. Seguía vivo de forma milagrosa, sin embargo, todavía no estaba a salvo.
Muy cerca, un enorme reptil de escamas color carmesí respiraba con dificultad. El gigantesco animal yacía tirado de costado en el suelo. La nevada ya comenzaba a cubrir su cuerpo, tan grande e inerte como una montaña.
No estaba muerto, también vivía. Jack sabía que, si lo dejaba despertar, se recuperaría en un instante. Tenía que acabarlo en ese preciso momento, antes de que fuera tarde. Por desgracia... no podía moverse.
En su mano aún sostenía la mitad de su cetro, el cual se había roto a pesar de ser un instrumento de metal; la otra parte, aún seguía incrustada en el cuello del dragón. Se sentía impotente, frustrado, tan cerca de acabar con su tormento, pero a la vez tan lejos. No podía sanar su cuerpo, estaba totalmente agotado, había dado todo para derribar al dragón y no le quedaban más fuerzas.
El viento soplaba, la nieve caía despacio, y el sol ya casi se ocultaba. La respiración del dragón hacía que a Jack se le erizaran los vellos de la nuca con cada exhalación. Se encontraba tan mal, que podía sentir cada pequeña piedra del suelo, destrozándole el cuerpo con cada palpitar de su corazón. ¿Sería que su muerte se avecinaba? Tal vez pronto estaría con su amada Lina.
Sus huesos crujieron cuando respiró profundo, mirando al cielo. «No. No sin saber que Gianna, Kail y Sibi se encuentran seguros», se dijo a sí mismo. No se iba a rendir, perder no era una opción para él, y jamás lo sería. Morir nunca había sido una salida, ni antes, ni después.
Giró un poco su vista para mirar a la colosal criatura que estaba a su lado, su campo visual no era suficiente para cubrir más que una mínima parte de lo que en realidad era. A diferencia de Jack, parecía estar en mejor estado. Su respiración se notaba tranquila, como si estuviese en un sueño apacible.
Pero no dormía. Había despertado y los temores de Jack se cumplían frente a él. El sonido de las escamas rozando contra el níveo suelo, acompañaba el movimiento de su cabeza, al deslizarse muy despacio, hasta quedar a la vista del hombre que yacía en el suelo. Precario y débil, el dragón rojo observó a Jack con fijeza. Tan sólo uno de sus ojos bastaba para hacerlo, una gigantesca esfera amarilla que podría causar pesadillas a cualquiera que la viese directamente.
Silencio, paz y tensión. No ocurrió nada.
Ambos se miraban, frente a frente —si es que podía llamársele así a una hormiga que observa un lagarto—, evaluaban la situación. El dragón trataba de asimilar lo acontecido, mientras que el humano trataba de comprender la naturaleza de un dios. En la mente de Jack Relem, surgía una nueva pregunta, una nueva visión: ¿era un dios lo que tenía delante? No, no era un dios. Era un ser mortal, igual que toda criatura viva. Era un ser racional con un origen, un propósito, anhelos y temores igual que él. Y así, al ver al dragón vulnerable y débil como cualquier otro ser terrenal, el Rahkan Vuhl lo miró directo a los ojos y le habló a través del pensamiento, a través de los átomos.
«Ya no te temo, dragón», pensó Jack.
El dragón recibió el mensaje, mas no dijo nada por unos instantes. No se movía, tan sólo observaba. Jack se había dado cuenta, en ese momento ninguno de los dos podía terminar con la vida del otro, a pesar de que lo desearan tanto.
«Tus palabras son desafiantes, Jack Relem», dijo el gigante rojo al cabo de unos minutos. Su voz resonó tan fuerte e intimidante como siempre, dentro de la cabeza de Jack.
«Es mi victoria. El que no puedas matarme ahora mismo lo considero una victoria», respondió Jack, con tranquilidad.
El dragón hizo un sonido resonante en su garganta. Estaba molesto, pero se sentía en calma.
«A diferencia tuya, pronto estaré de pie», replicó el reptil, frunciendo ligeramente su escamoso ceño.
Esta vez fue Jack quien recibió con frustración las palabras. Lo que el dragón decía era verdad, el gigante se estaba recuperando poco a poco, y a él ya no le quedaba energía vital para siquiera intentarlo.
Pensaba decir algo, pero el rojo se le adelantó.
«Sólo dos humanos han logrado derribarme. El primero lo hizo hace diez mil años, y el segundo has sido tú. Reconozco tu valía, joven Rahkan Vuhl, eres digno de respeto. Casi lamento que seas un simple humano, indigno de la almigia; si fueras un dragón, si tuvieras mi krina, tendrías un gran potencial».
Jack sonrió ante el intento de halago del dragón. Él no buscaba su elogio, ni mucho menos ganarse su respeto. Si hubiese una sola cosa que podría haber deseado, habría sido que tomara su propio camino y lo dejara vivir en paz.
«Acaba ya, si es que vas a hacerlo», finiquitó el hombre, sin ánimos de conversar. No quería morir, pero si iba a pasar, entonces quería que fuera pronto para no pensar en lo que dejaría atrás.
El dragón bufó ligeramente, levantando la nieve bajo sus narinas.
«¿Tan lejos has llegado y te das por vencido?», preguntó el coloso. Jack no respondió.
El sol ya se ponía, hacía frío. Hubo un breve silencio entre los dos.
«Sigo aquí, haciéndote pensar si merece la pena matarme. ¿Quién se ha dado por vencido?», se atrevió a decir el Rahkan Vuhl.
Una risa draconiana que culminó en una lastimera tos se escuchó.
«Temerario y directo, no dejas de sorprender. ¿Cómo sabes que no soy yo, quien quiere escuchar las últimas palabras del último de tu clase?»
Jack hizo un esfuerzo por hacer contacto visual con el dragón. No sabía qué pensar, no sabía qué decir. La sensación que esa conversación le producía era curiosa. No tenía miedo o angustia, sólo había paz, una profunda paz.
«Si vas a seguir hablando, dime, dragón, ¿tienes un nombre?», preguntó el humano.
El dragón rojo inhaló aire, ofendido por la descortesía y poco respeto. Cerró su ojo por un breve instante, meditaba la respuesta; al abrirlo, observó a Jack con solemnidad.
«Yo soy Kronar; hijo de Amruk, el primer dragón. Adiós, último Rahkan Vuhl».
Tras aquellas palabras, el dragón acercó su garra lentamente hacia el caído. Se notaba que apenas podía hacerlo, pero bastaba con elevarla sobre el cuerpo del inválido, para que la gravedad hiciese el resto del trabajo.
Al ver el filo en lo alto, Jack cerró los ojos y esperó a sentir su cuerpo siendo desgarrado. Pensaba en su familia, esperaba que Gianna, Kail y Sibi hubiesen logrado escapar; de lo contrario, pronto se encontraría también con ellos, así como con su amada Lina.
El dragón rugió y la tierra se cimbró tras recibir el impacto de la garra. En ese momento una historia concluía, pero otra más comenzaba...
La enorme garra de Kronar estaba a tan sólo centímetros de él. No lo había tocado. El rugido del dragón seguía vivido, presente. Estaba sufriendo, algo lo arrastraba lejos del cuerpo de Jack Relem. Parecía fantasía ver como un animal tan grande era manipulado de esa manera.
El hombre observaba la indescriptible escena, al tiempo que sentía una fuerza externa capturando sus pies. Bajó la mirada y logró ver una cuerda luminosa, desprendía una luz color turquesa. A simple vista parecía electricidad pura, pero no se sentía como tal. Era plausible, física, y no dolía; tan sólo apretaba muy fuerte.
Al buscar la causa del inesperado evento, se dio cuenta de lo que era. Ese lazo energético emanaba de un aparato, manipulado por la mano de, nada más y nada menos que, una persona, un ser humano que vestía una capa plateada: un arqueano.
El intrigante desenlace era la prueba de que Jack había llegado al continente misterioso a lomos del dragón, en tan sólo unos segundos. ¿Qué tan rápido podía volar una criatura de tales magnitudes? No lo sabía, pero le sorprendía.
Una multitud de individuos encapuchados aprisionaban a Jack y a Kronar. Para capturar al gigantesco reptil hacían uso de la misma energía de color turquesa, con la diferencia de que esta emanaba desde dos grandes torres que se observaban a la distancia.
La misteriosa sustancia eléctrica cubría al dragón como si fuese una red luminosa. El gigante rugía, sin poder hacer nada para evitarlo. Seguía débil, aturdido. Lo arrastraban en dirección a las torres distantes, igual que a él. Los llevaban como prisioneros, y Jack tampoco podía hacer nada, ya no era dueño de su propia consciencia. El dolor y el cansancio se apoderaban de todo su ser, obligándolo a perderse en un sueño del cual, con suerte, podría volver a despertar.
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