41. Invocando titanes
¡Y ya estamos! Este capítulo sirve como nexo entre la parte central y la parte final de la historia. Después de leer esta parte, podrán hacerse una idea de lo que ocurrirá como desenlace. Los últimos 10 capítulos les traerán de todo, así que les aviso desde este momento: Estén preparados para cualquier cosa, y cuando digo cualquier cosa, de verdad me refiero a eso, cualquiera. Habrá risas y lágrimas, odio y romance, vida y muerte.
En este punto es donde me gustaría agradecer el apoyo sincero y el interés que ponen en mis historias, ¡vamos a vivir juntos este desenlace! Eso sí, bajo advertencia no hay engaño, semana a semana estarán al filo del colapso nervioso :P, preparen esos corazones para lanzarse a la aventura final.
Lejos de ahí, en un recóndito sitio de Arquedeus.
En la espesura de un frondoso bosque, con árboles más altos que torres, un destello azul titilaba en la oscuridad de la noche. Ahí, a la mitad de un claro, dos hombres acampaban.
—No ha sido tan fructífero, lamento haberlo sugerido —decía uno. Era un hombre calvo, robusto, de voz gruesa.
—Cinco de doce es un buen número, no está mal para el tiempo que llevamos en esto. Si te soy sincero, no esperaba hallar tantos.
El segundo vestía una capa de viaje marrón, ocultando una sofisticada indumentaria arqueana. De cabello largo y barba poblada, las canas apenas comenzaban a aparecer.
—Arquedeus está plagado, el problema es encontrar a los adecuados. Al paso que vamos, jamás tendremos un sexto.
—No pierdas la esperanza. Cuando tengamos diez, la balanza estará invertida, y con los primeros veinte, el equilibrio estará restaurado. Las negociaciones para el nuevo orden mundial podrán realizarse en paz.
—No creo que sea tan sencillo. ¡Un centenar! Es un número muy grande.
—Hoy lo es, en diez años no lo será. Hoy siembras las semillas para el bosque del mañana.
—Lo entiendo, Jack, es sólo que me resulta difícil. No estoy seguro de que la tensión resista tal cantidad de tiempo. El equilibrio ya se rompió hace mucho.
El hombre de fino porte extendió una mano. Una esfera azul apareció sobre su palma, emanando de su piel como energía pura. Era una representación del mundo. Giraba, con líneas de diferentes colores orbitándolo.
—Tiempo. La vida humana es un respiro en la eternidad. Para los dragones no somos más que un parpadeo. Cinco, diez, cincuenta, cien, mil, un millón. ¿No te has dado cuenta de algo, Derguen?
El hombre robusto levantó la cabeza, cuestionando al delgado.
—¿Qué debería preguntarme?
—Los ciclos arqueanos, la unidad de tiempo que rige las eras, es aproximada a 7000 de nuestros años.
—¿A dónde quieres llegar con eso?
Jack sonrió. Agitó la mano que sostenía el planeta girando para hacerlo desaparecer. La abrió y cerró, frente a sus ojos, pasándola de arriba abajo, ocultando su rostro por un instante. Miró al arqueano. Las canas que había en su barba se tiñeron color caoba otra vez. Las arrugas de su rostro desaparecieron, la piel recuperó su elasticidad. Lucía como un joven de veinte años otra vez.
Asombrado, Derguen dio un salto hacia atrás, cayendo de espaldas al suelo y llenándose de hojarasca.
—¡Por todos los dioses! ¡¿Acaso tú?! ¿Juventud eterna?
—¿Interesante no es así? ¿Qué es el tiempo, De? ¿Podrías explicarlo? Es sólo una unidad, una magnitud, una forma de medir y nombrar los eventos que hemos vivido. Para entenderlos, me di cuenta de que necesitaba entender el mundo como ellos. Los dragones no ven el tiempo igual que nosotros, los dragones son eternos, los dragones seguirán ahí cuando la humanidad se vaya.
—Claramente tú no te irás.
Una risa sincera escapó de Jack.
—Me iré si es necesario, pero no sin concluir mi destino.
—Pero, si no nos liberas de la presión del gran dragón, ¿quién lo hará?
El hombre de capa suspiró.
—Exterminar la raza draconiana no debería ser nuestra meta. Ellos han estado aquí desde quién sabe cuándo. Para un dragón, nosotros somos la plaga que devastó su mundo.
Derguen se cruzó de brazos, irguiéndose nuevamente.
—¿Quieres decir que debemos morir y devolver lo que les pertenece?
Jack negó con la cabeza.
—No. Tenemos que demostrar que somos dignos de existir, de poder mirarlos de frente y gritar por nuestro derecho a la vida. Si no podemos hacer eso, De, entonces merecemos desaparecer.
Esta vez fue Derguen quien suspiró.
—Creo que ya has trascendido a un punto en el que no entiendo tu perspectiva, mi señor. Sin embargo, yo confío en tu palabra, en tu pensar. Si lo que hacemos es el camino correcto para recuperar la paz de antaño, entonces seguiré a tu lado, hasta el final.
Jack asintió.
—Lo agradezco, compañero. En estos meses de paz he aprendido más que en toda una vida. La existencia tiene un brillo diferente a mis ojos. Todos somos organismos complejos, células, átomos con un único propósito en el universo: existir. Mientras sigamos existiendo, hay vida, hay futuro, hay tiempo.
Derguen dejó ir una risa amarga.
—¿Y qué hay de los que han dejado de existir? —cuestionó Derguen.
El rostro de Jack se tornó serio. La imagen de una mujer pelirroja llegó a su cabeza.
—No lo han hecho —respondió—, la existencia va más allá de lo que podemos ver. Existirán y seguirán existiendo en otras eras, en otros momentos. En la tierra, en el aire que respiramos. En nuestros recuerdos, en la esencia que llevamos dentro.
El arqueano suspiró.
—Entonces hice lo correcto. Gracias Jack, sin ti, ella de verdad hubiese desaparecido.
—¿Todavía pensando en eso?
—Es imposible no hacerlo. ¿Acaso tu dejas de pensar en ella?
—Tienes razón, nunca lo hago, siempre está ahí, acompañándome. Me alegra que tengas tu memoria de vuelta, De.
—El árbol de mi hermana crecerá fuerte, mientras derrocamos el imperio de unos viejos embriagados de poder.
—Calma, todo a su tiempo. Si hay algo que está por encima de todos nosotros, por encima de los Sahulur, por encima de mí, por encima del dragón rojo, es la ley natural. Sólo el más fuerte sobrevive.
El otro hombre estaba a punto de decir algo, cuando un destello de luz captó su atención dentro del sig que portaba Jack en su muslo izquierdo.
—Espera, ¿qué es eso? —cuestionó el arqueano, señalando la luz.
Jack bajó la mirada y observó la bolsa.
—Hmm, no significa nada bueno —respondió Jack, con seriedad.
—¿Acaso es...?
Jack asintió.
—No esperaba que Gianna utilizara la esfera de lakrita. —El Rahkan Vuhl suspiró, llevándose una mano a la sien, mientras sostenía su codo con la otra para darle apoyo—. No, la verdad es que no quería que fuese utilizada. Esto debe ser obra de los Sahulur.
El galeano sacó la esfera y la sostuvo en la mano. Al tenerla frente a su rostro, la voz de Gianna emanó de esta, pronunciando coordenadas.
—Eso no está en Arquedeus —dijo Derguen—, es al sur. Niveus, el continente de hielo. Podría ser una trampa, mi señor.
Jack se puso de pie. Extendió una mano al aire y atrajo un cetro metálico, el cual llegó volando para ser atrapado por él.
—Lo sea o no, es algo que no puedo ignorar —habló con firmeza.
Jack era consciente de que el mensaje era extraño, sin embargo, el simple hecho de que esa esfera estuviese siendo utilizada, significaba que algo raro estaba pasando con los miembros de su familia. Ninguna otra meta, para él, era más importante que la seguridad de los suyos, arriesgarlos era impensable.
—Vamos a tener que desviar un poco nuestro camino, ¿eh? Vale, un nuevo aire vendrá bien. Nunca me han gustado mucho los niños.
—Lo siento, camarada, creo que me serás más útil en otro destino —atajó Jack—. Necesito que vuelvas a Tanah Baru y te encargues de la seguridad del lugar. Sin Gianna ahí, y con Hizur muerto, este acto debe ser la acción de los Sahulur que estábamos esperando. Al fin han hecho su jugada.
Derguen se levantó de golpe e hizo una reverencia.
—No fallaré, Jack—afirmó—, pero ten cuidado. Por experiencia propia te digo, esos viejos son más peligrosos de lo que aparentan. Si en verdad esto es obra de ellos, deben haber juzgado todas las opciones y desenlaces posibles.
Jack asintió con el ceño fruncido.
—Ley natural De, la paciencia es la clave. Pase lo que pase, no debemos perder la calma.
Derguen dejó ir una risa el aire, con decepción.
—Más vale que te des prisa —dijo, preparándose para ingerir el rul tarok que lo llevaría de vuelta a Tanah Baru—. Si no vuelves pronto me comeré toda la carne de aghi que puedan sintetizar en la colonia.
Jack sonrió.
—Si haces eso, haré que Gianna te obligue a cazar durante las siguientes tres fases.
Tras decir lo último, y antes de que Derguen tuviese tiempo de responder, levantó su cetro. Con el poder del Rahkan Vuhl, la esfera cristalina en la punta del bastón metálico brilló por un momento, justo antes de que Jack desapareciera con un destello color turquesa.
***
La tierra rugía, el magma brotaba con furia, reformando el contorno del cráter volcánico. La roca líquida burbujeaba, dejando escapar los gases que venían de las profundidades. El dragón rojinegro volaba alto, muy por encima. Sus ojos relucían con el brillante rojo.
Descendió en picada. El viento silbaba al ser cortado por su velocidad de caída, el pozo de magma estaba justo delante, y no se detenía. Era un clavado. Se zambulló, se sumergió en la espesa e hirviente sustancia. No había nada como un baño de magma. Tenía cuidado de no destruir las paredes del volcán más grande de Tierra de Fuego, la isla paradisíaca, el reino de los dragones era un espectáculo de vida y belleza que no deseaba arruinar.
Para Zorak, Tierra de Fuego era el mejor lugar del mundo. Ahí tenía todo lo que podía desear. Seivhra, su madre, criaba a sus hermanos. Pronto habría una nueva huina para jugar, lo único que le preocupaba era su padre.
Desde que los otros dragones adultos habían despertado, Kronar no paraba de hablar de guerra y formas de atacar Arquedeus. Zorak no lo entendía. Los humanos no los molestaban. Se preguntaba por qué tenían que eliminarlos. Para él no representaban ningún peligro.
Dio unas cuantas volteretas más en su candente piscina de lava, y cuando se sintió satisfecho, se impulsó con potencia para salir hacia el exterior con un elegante salto. Extendió sus alas, esparciendo grandes gotas de rojo brillante que cayeron como una lluvia de fuego sobre las laderas cercanas. Erizó sus escamas, permitiendo que un poco de aquella sustancia alcanzara su piel. Un escalofrió lo recorrió. Adoraba esa cálida sensación.
Todavía era joven, pero ya alcanzaba un gran tamaño, mayor a cualquier zneis. Las criaturas, que obedecían exclusivamente al dragón rojo, a veces lo miraban con curiosidad. Él había intentado jugar con ellos algunas veces, pero nunca fue correspondido. Eran tontos, salvajes, y poco cariñosos.
Más allá, a la distancia, más lejos que la fosa central que llevaba al nido de los dragones, se divisaban las altas montañas que rodeaban la isla, protegiéndola de cualquier intruso. La única forma de entrar era volando.
Zorak descendió a un claro entre la espesa jungla vegetal que poblaba la superficie de sus dominios. Una colosal e intimidante presencia se posó a su lado, enseguida. Había sido tan silencioso, tan imperceptible, que cuando la tierra retumbó tras su aterrizaje, el lertino pegó un salto de susto.
Una risa draconiana se escuchó, burlándose de la reacción del dragón joven.
«Eres un lertino interesante», habló una voz atronadora, en el mar del pensamiento. Pertenecía a Lorgin, el gigante azul.
El miembro más nuevo de la huina todavía se estaba recuperando de su despertar. Atrapado en lo más profundo del mar, su energía vital estaba muy mermada. Apenas había conseguido volar después de unos días, y su capacidad para realizar almigia estaba muy reducida.
Zorak levantó la vista para conectar con los ojos del coloso. Lorgin flexionaba su inmenso cuello para mirar el mundo al mismo nivel que él.
«Me asustó, gran Lorgin, creí que aún no podía comer carne. ¿Está de caza?», respondió Zorak, inocente.
«Yo no llamaría cazar a lo que tenemos aquí, jovenzuelo. Lo que hacéis en Tierra de Fuego es cosechar».
«Padre dice que los ekuu son fáciles de criar, y muy nutritivas en cantidades moderadas».
Los dos dragones miraron al frente. Grandes manadas de ekuu, paquidermos gigantes, peludos y dóciles, se alejaban con calma de la zona. No huían de los reptiles titánicos, sino más bien, se iban con naturalidad. Cuando los dragones se alimentaban de carne animal, lo hacían con cuidado, respeto y serenidad. Los rituales de caza eran acompañados de almigia para darle paz a su presa en el momento de la muerte. Esas eran las enseñanzas que el Padre de Todo había inculcado a sus hijos, y Kronar no era la excepción.
«Y tiene razón. Antes había más, cientos de miles de ellos. ¡Teníamos grandes festines sin preocuparnos de romper la balanza que el Padre de Todo mantenía! Pero luego llegaron ellos, los humanos, y todo cambió».
«¿De verdad son tan malos, gran Lorgin? Todavía no puedo entenderlo».
«Lo son, Zorak», una nueva voz, molesta, apareció. Siguiendo las palabras, el sonido de un aleteó inundó la zona. Una ráfaga de viento hizo que los ekuu que aún quedaban en la zona se alejaran corriendo ante la presencia del huracán.
Kronar descendió frente a Zorak y Lorgin. Lejos, observando desde la punta de una montaña, Rolgur reposaba sobre sus cuatro patas.
«¿Por qué eres tan cruel con los humanos, Padre? No malinterpretes mi pregunta, yo sólo quiero entender», cuestionó Zorak, con sinceridad.
Lorgin dio un paso atrás con la llegada del dragón rojo, inclinando ligeramente la cabeza con respeto.
«No es necesario, hermano. Tu respeto y lealtad me bastan. Ahora que os tengo de vuelta, no quiero ser como Padre. Las cosas son diferentes. Recuperaremos el mundo que nos pertenece».
Lorgin asintió, y levantó la cabeza sin decir nada.
«No has respondido mi pregunta, Padre. ¿Por qué no usas la almigia para darles caza, como a los ekuu?», inquirió el lertino.
Kronar lo miró con furia. Las palabras de su hijo eran una falta de respeto para él.
«¿Por qué no soy piadoso con ellos? ¿Esa es tu pregunta, Zorak?».
El rojinegro asintió. Kronar bajó su cabeza hasta estar a la altura de la del joven. Lo miró a los ojos. Intimidaba.
«¡Porque ellos no la tienen, ni la tendrán! Son peligrosos, hijo, traicioneros, despiadados. No lo ves ahora, porque yo me he encargado de reducirlos tanto como he podido, pero en grandes números y con lo que ellos llaman tecnología han sido capaces de imitar nuestra almigia. Si les dejamos vivir, en cualquier momento volverá a ocurrir lo que ocurrió hace dos ciclos».
Tanto Lorgin, como Rolgur, sin importar que estuviese lejos, asintieron con solemnidad ante lo que Kronar decía.
«¿La gran guerra?», cuestionó Zorak, derrotado. A pesar de que sabía la historia del enfrentamiento entre dragones y Rahkan Vuhl, seguía sin entender la peligrosidad de esa especie.
Kronar suspiró.
«Pensaba dejarte con Lorgin, Zorak, pero ya es tiempo de que lo veas por ti mismo. Vendrás con nosotros. Lorgin, cuida del nido para nuestro regreso, aún estás muy débil para volar tal distancia».
«¿Os marcháis? ¿Qué es lo que requisita vuestra presencia? ¿Habéis encontrado un nuevo hermano con vida?», cuestionó el dragón azul.
El dragón rojo negó con la cabeza.
«Sólo ha ocurrido lo que tenía que ocurrir. Los humanos son un error de la naturaleza, egoístas y banales. Lo que hoy ha acontecido, es otra prueba de ello».
«¿Qué ha pasado, Padre?».
Kronar extendió sus alas y levantó vuelo, dejando atrás otro vendaval.
«Prepárate Zorak. Hoy vas a conocer lo aterradores que pueden ser los humanos. Se traicionan entre ellos, se venden creyendo que recibirán perdón. Hoy verás cómo se condenan bajo las decisiones que ellos mismos han tomado».
Y con esas palabras, el dragón rojo siguió ascendiendo en el cielo. Rolgur, el blanco, emprendió vuelo detrás del primero. Y mientras Lorgin, el azul, se quedaba en tierra, Zorak también se elevó, aún sin saber exactamente qué estaba a punto de acontecer. El lertino tenía miedo, pero también curiosidad. Entendía que aún era joven y necesitaba aprender más sobre el mundo para, así, poder sentirse parte de él. Su cabeza era un mar de dudas que quería despejar.
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