4. A la deriva (II-III)



II-III

El frío congelante despertó a Kail. Abrió los ojos; su pupila se hizo pequeña debido a la luz; usó una mano para apoyarse en el hielo, con la otra, se protegió la vista del sol. Se sentó. Estaba desorientado, preguntándose qué había ocurrido. Recordaba a los híbridos, la llamarada del dragón derritiendo el domo de hielo, el tacto de su padre, su rostro tranquilo; después, nada. ¿Qué había pasado con el submarino? ¿Dónde estaban todos?

Se incorporó por completo, dejando de lado el mareo causado por el esfuerzo. Miró a su alrededor. Una neblina densa le impedía ver más allá de sus alrededores, en los cuales sólo había roca y hielo. No sabía en donde estaba ni como había llegado ahí. Se sentía abrumado por las dudas y la desesperación comenzaba a invadirlo.

—¡Padre! –gritó lo más fuerte que pudo, en sus ojos podía verse la preocupación que llevaba dentro. —. ¡Gianna! ¡Sibi! ¿Dónde estáis?

La brisa fue la única respuesta, llegando como un murmullo que acarició su cabello.

Una capa de hielo, gruesa y firme, conformaba la orilla del mar. Sin importarle llevar la pesada ropa empapada en agua helada, comenzó a andar. Gritaba, llamando a su padre, a su madre, a Sibi y a Rex. En su mente, un mar de ideas aglomerándose lo dejaba con más preguntas que respuestas. Para empezar, no sabía ni siquiera en dónde estaba, ni cuánto tiempo había pasado.

Kail buscaba cualquier cosa que le diera indicios del paradero de los demás. Estaba cansado, usar tanta magia para crear el domo de hielo lo había dejado agotado. Era comprensible, puesto que nunca antes había tenido que esforzarse de esa manera. No era lo mismo practicar con su padre, en las montañas, que seguir el ritmo de ataque de decenas de híbridos. El vaporcillo que emanaba de su ropa con cada paso que daba era un caso aparte. Aunque el agua en sus prendas proviniese del helado mar de Zantum, el frío no era algo que lo atormentara. Al igual que Jack, Kail era capaz de regular la temperatura de todo su cuerpo; una técnica de lo más útil, aprendida en las heladas cumbres siberianas. Contrario a lo que pareciera, era tan simple de realizar, que ya ni siquiera necesitaba hacerlo de forma consciente, sino que lo hacía en automático, igual que respirar.

Kail sonrió de forma inconsciente al recordar los viejos tiempos de entrenamiento. Jack siempre había sido un padre excepcional, preocupándose por él, enseñándole todo lo que sabía con una paciencia infinita, pero lo suficientemente duro como para obligarlo a sacar su potencial. Por eso y más, su hijo lo admiraba. Y justo ahora, alejaba la aterradora idea que revoloteaba, amenazadora, tratando de entrar en su mente. Un pensamiento silencioso, cuya presencia amenazaba con estrujar su corazón y retorcer su estómago si le dejaba entrar.

De pronto, algo entre la neblina le llamó la atención. Parecía ser un trozo metálico incrustado en el hielo. Curioso de saber qué era con precisión, se acercó y lo examinó. En ese momento, un flashback llegó a su mente como un fogonazo: una enorme garra destruyendo el submarino, todos siendo arrojados al mar.

Kail se quedó anonadado por la dura visión. Sacudió la cabeza como reflejo. Miró a su alrededor, buscando algo que le dijera que lo que acababa de ver no era cierto, pero lo único que vio fueron más pruebas de ello. Poco más de la mitad delantera su transporte yacía incrustada en la playa de hielo. El metal había sido retorcido por la fuerza del mar y estaba despedazado. La parte que faltaba no se veía por ningún lado, era fácil pensar que se habría hundido en el mar. Lo único que quedaba del interior eran los restos de un gran paquete de provisiones, las cuales yacían desperdigadas por el área circundante.

Ropa y mantas se esparcían por la cercanía; latas de alimento, abiertas tras impactar en las rocas, dejando manchas y restos que ya comenzaban a cristalizarse por el frío polar. Nada parecía de utilidad, a excepción de...

Con lágrimas congelándose en su rostro, Kail llegó hasta el objeto más preciado que poseía. Una lanza cuya punta era adornada por cuatro alargados y coloridos cristales, yacía clavada entre las rocas. Primero la miró, luego la sostuvo en sus manos y tiró de ella con fuerza para sacarla. La funda que le permitía atarla a su espalda estaba rasgada, pero seguía siendo funcional, así que la usó.

Después de no haber encontrado ningún rastro de vida en el área, estaba a punto de marcharse, sin embargo, escuchó algo muy cerca de los restos del submarino. Era como si una cadena se agitara con desesperación. Sintió un escalofrío, reconocía el sonido: así se escuchaban las escamas de un híbrido cuando pegaban contra metal.

El muchacho se quedó pasmado por un momento, sin saber qué hacer. Su primera reacción fue correr, alejarse, pero luego se dio cuenta de lo que en realidad era. Sin dejar atrás la cautela, corrió hacia el origen del sonido y confirmó lo que pensaba. Una figura redonda, escamosa y de color rojo, se revolvía atrapado entre escombros; sus pequeñas y atrofiadas patas rasguñaban las piezas del submarino que lo aprisionaban. Al ver a Kail, se emocionó sobremanera y comenzó a emitir chillidos lastimeros.

—¡Rex! —gritó Kail, mitad sorprendido, mitad alegre por el descubrimiento.

Kail usó su lanza como palanca para liberar al reptil con facilidad. La criatura saltó hacia la libertad y dejó ir un ligero bufido que denotó su alivio. El joven sonrió, alzando a Rex en brazos y subiéndolo a su hombro; la pequeña cola de la criatura dio golpecillos nerviosos a su espalda cuando se encaramó, alegre. El híbrido no era muy pesado, y sus pequeñas patas le permitían sostenerse bien de una persona, como si hubiera sido creado únicamente para eso.

—Me alegra que estés bien —dijo Kail, acariciándolo por un costado—. ¿Sabes en dónde están los otros?

Aún nervioso, el pequeño híbrido negó con su cabeza, la cual apenas se distinguía del resto de su cuerpo. A pesar de su apariencia, el gordo escamoso era muy inteligente. Kail suspiró al saber la respuesta, pero no esperaba otra más.

—Está bien, vamos a buscar.

Con el híbrido en el hombro y su lanza en mano, Kail volvió a emprender la marcha. A pesar de que había nacido en un mundo lleno de muerte, nunca se le había pasado por la cabeza el perder a sus seres queridos. Ahora no sólo eran Jack y Gianna, sino también Sibi y Rex. Salir invicto de tantos problemas había provocado que el joven sintiese que todo era posible, pero justo ahora, por primera vez, quedarse solo se convertía en una realidad cruda y tangible para él.

Desde hace poco había caído en cuenta de que se encontraba en una isla. No la había recorrido completa, pues tenía un relieve complejo, así que no perdía la esperanza. Enfrentar una realidad en donde tuviera que salvarse solo, estaba fuera de contexto para su imaginación. Después de todo, sólo tenía quince años; su familia era todo lo que amaba.

«Grrshaa»

Un gruñido, acompañado de un tirón, hizo que Kail cambiara el rumbo. Rex balanceaba su peso hacia su derecha, llevándolo a la orilla del mar. Con su cola señalaba hacia el horizonte lejano, gruñendo con ahínco.

—¿Qué pasa Rex? ¿Encontraste algo?

Kail observó hacia la dirección a la cual apuntaba el reptil, a la distancia se divisaba una isla. Parecía pequeña, sin embargo, la bruma hacía difícil decidir si era debido a la distancia o a su tamaño.

Rex insistía, apuntando a esa isla. Nunca se mostraba tan inquieto por querer llegar a un lugar, a menos de que allí se encontrara la persona con la que guardaba un nexo especial, un vínculo de cariño y amistad que los volvía inseparables.

«Sibi», pensó Kail, al ver el comportamiento del híbrido. Y una nueva luz de esperanza se encendió en él. Si estaban vivos, en algún lugar, no importaba en dónde, los encontraría. Revitalizado por la actitud de su escamoso acompañante, Kail se prometió algo a sí mismo, mientras miraba las caóticas aguas del mar de Zantum.

«Os encontraré padre, Gianna, Sibi. Sé que estáis bien. Estaremos juntos, encontraremos un lugar para vivir en paz»

Lleno de fuerza, vitalidad y esperanza, el hijo de Jack Relem dio la media vuelta con decisión. Y así, tan repentino y ardiente como el sentimiento que avivaba en su interior, un calor intenso se apoderó de él. Por acto reflejo, comenzó a jadear, se quitó el abrigo y lo arrojó lejos. Pero la temperatura de su cuerpo siguió elevándose sin control. Asustado, Rex bajó de su hombro, dio un salto atrás y comenzó a chillar, buscando refugio.

El cuerpo de Kail quemaba. Cayó de rodillas. Hielo y nieve comenzaron a derretirse a su alrededor, mientras luchaba por despojarse de sus prendas con desesperación. Un cosquilleo le recorrió, como si pequeñas hormigas lo mordisqueasen una y otra vez, desde la nuca hasta el dorso de sus manos. Con la respiración agitada, miró sus extremidades buscando la razón. Sorprendido, vio los vellos de sus brazos erizándose, entrelazándose entre ellos, uniéndose para finalmente dar forma a pequeñas placas de aspecto metálico: escamas negras. Asustado, y olvidándose por un momento del calor que sentía, cerró sus ojos con fuerza y sacudió sus manos con violencia. Se tiró al suelo, rodó como si se estuviese incendiando para luego quedarse tendido en el suelo, boca arriba. Su temperatura poco a poco fue volviendo a la normalidad. Todavía jadeando, dejó pasar unos segundos antes de levantarse, aún sin mirar. Sentado en la roca, respiró profundo. Nervioso, elevó sus manos hasta tenerlas al nivel de su rostro. Abrió los ojos despacio.

No había escamas, sus brazos seguían tan normales como siempre.

—¿Q-qué fue eso? —murmuró—. Una... ¿una visión?

Anonadado, Kail se incorporó hasta quedar de pie. Buscó a Rex con la mirada. Lo encontró detrás de una roca, temblando de miedo.

—R-rex, tranquilo. No sé... no sé qué ocurrió.

El joven trató de extender su mano hacia el híbrido, pero este gruñó y se echó para atrás. Nunca antes se había comportado así.

—¿Qué pasa Rex? Soy yo, Kail. Todo está bien, ven aquí, sube.

El muchacho se agachó y extendió su mano al reptil para darle confianza. El híbrido lo miró con recelo, pero poco a poco se fue acercando. Olfateó su mano y, todavía confundido, comenzó a trepar, muy lento, de vuelta al hombro del humano.

Kail suspiró aliviado, más por haber logrado tranquilizar a Rex que por haber superado lo acontecido. Se preguntaba qué clase de experiencia había sido aquella. Ese calor, el peligro, lo atribuyó a su propio miedo y rechazo que sentía hacia los dragones, seguramente intentando aplastar la esperanza que recién había ganado.

Pero no pensaba ceder, no iba a perder ante sus temores. Seguía motivado, y estaba dispuesto a encontrar a su familia. Así, con una última mirada suspicaz a sus manos para comprobar que todo seguía en orden, Kail pensó en sus opciones: adentrarse en la isla en la que estaba o aventurarse a ir a la otra.

Cualquier cosa que decidiese, tendría que actuar rápido. No quería pensarlo, pero si había una remota posibilidad de que algo le hubiese ocurrido a su padre, eso significaría que Gianna y Sibi estarían solas y desprotegidas.

Giró su cabeza en dirección a la pequeña isla. «Siempre ir a lo seguro», pensó. Tomó aire y comenzó a andar hacia la orilla del hielo. Al llegar junto al mar, se arrodilló para tocar el agua helada con sus manos.

—Vamos ya, Rex. No hay tiempo que perder.

El muchacho cerró los ojos para concentrarse. Todavía era pronto para estar cansado, no podía fracasar. Hacer hielo era su especialidad, y eso es lo que haría. «Deja que el viento se lleve tu calor, bríndale tu energía». Con una mano en el agua, y la otra girando al aire, poco a poco una neblina aún más densa que la natural, comenzó a emanar del mar. Despacio, pero constante, una capa delgada de hielo comenzó a formarse en la parte externa.

Actuaba prudente, tal y como su padre lo había instruido. Lo hacía tranquilo, seguro, precautorio. No sabía si usar su magia era peligroso, pero no le quedaba opción. Y mientras el puente de hielo crecía hacia la isla contigua, las fuerzas y esperanzas de Kail se renovaban. Su cabello ondulado, húmedo por el sudor, caía sobre su rostro; un destello decidido brillaba en sus ojos; la media sonrisa que se dibujaba, expresaba la seguridad de quien sabe conseguirá su objetivo. Sobre su hombro, Rex agitaba la cola con alegría; al igual que el muchacho, no podía esperar para reunirse con los demás.


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