4. A la deriva (I-III)



I-III

Las aguas heladas del mar de Zantum llevaron a una mujer envuelta en un grueso abrigo de pieles hasta la orilla de una pequeña isla. Su rostro había adquirido una tonalidad azul y su cabello se solidificaba de forma cristalina. Estaba luchando por aferrarse a tierra firme.

Alcanzó un rocoso apoyo y lo usó para salir del mar. Se arrastró hasta sentirse segura y se quedó tendida boca abajo, tiritando, exhalando vapor. Durante ese pequeño lapso, en el cual se tranquilizó, no sabía si sentirse agradecida o maldita por no estar muerta. Se dio la vuelta para quedar espalda al suelo, entrecerró sus ojos, el sol brillaba en lo alto. El frío era cortante, intempestivo, sin embargo, no era la primera vez que escurría agua helada. Los años viviendo en Siberia la habían vuelto resistente, dura. En peores situaciones se había encontrado, pero pocas le traían tanto terror como la de ahora.

¿Sibi, Kail, Jack, Rex? ¿En dónde estaban? La caída al mar los había separado. Jack no le preocupaba, pero... ¿y los niños?

—¡K-Kail! ¡S-Sibi! —gritó Gianna, sin poder contener su temblorosa mandíbula.

No obtuvo respuesta, pero no perdió la calma. Estaba acostumbrada a situaciones de vida o muerte, así que organizó sus prioridades.

Se quitó el abrigo empapado y lo dejó sobre una roca, expuesto al sol. Mientras menos ropa llevase, más pronto se secaría. Más valía seca y con frío, que congelada y muerta. Observó a su alrededor y se hizo a la idea de en dónde estaba. No muy lejos divisaba el borde, una isla, y más allá del mar, otra pequeña porción de tierra. Cerca de la costa, una mancha oscura le llamaba la atención: chatarra.

Se movió con mucho cuidado hacia el inhóspito suelo rocoso. Sus exhalaciones se convertían en vapor a cada paso. Se abrazaba a sí misma, tratando de mantener su calor; el sol ayudaba, pero no era suficiente, necesitaba encontrar maleza, madera, cualquier cosa que permitiera hacer fuego. Ya casi no sentía sus pies, y de no ser por el punzante dolor del frío que la penetraba con cada paso, hubiese pensado que flotaba por el desolado paraje.

Mientras más se acercaba a aquella mancha, restos de acero retorcido comenzaron a aparecer, esparcidos por todo el lugar. Ver al Stahl Teufel despedazado, inutilizable, le causaba una poderosa angustia en la boca del estómago; lo evitaba, no quería imaginar así a su familia.

Llegó al extremo opuesto de la isla helada, desde el cual pudo confirmar que, separada por un pequeño trecho en donde las corrientes árticas arremolinaban el agua con fuerza, había otra isla de tamaño mayor, rodeada de una densa neblina.

«Islas Fratis. Tan cerca y tan lejos», pensó Gianna, con un suspiro.

Frustrada, pero no derrotada, desvió su mirada hacia la mancha oscura que ahora demostraba ser la sección trasera del submarino. Incluso desde esa distancia, se apreciaba carencia de forma, sin vestigios de vida o muerte, tan sólo igual de abandonada como estaba ella.

Pensando en soluciones, se encaminó hacia el lugar. En su mente desfilaban opciones, todavía no quería pensar en la más aterradora, aquella en la que nadie sobrevivía; prefería plantearse panoramas en los que encontraba a todos sanos y salvos, sin embargo, para llegar a ello, primero tenía que procurar su propia vida.

Su paso era lento, pero constante. Su ávida visión saltaba de resto en resto, desmenuzando cada posible rastro de Kail o Sibi, hasta que vio una motita amarilla que le llamó la atención entre los blancos alrededores. Con cierto alivio se dirigió ahí tan rápido como sus congelados pies le permitieron. Era uno de los paquetes de provisiones, el empaque impermeable, tan grande como una mochila de mano, había superado la desgracia con sólo un par de rasguños. Sin pensarlo dos veces, la mujer lo abrió. Encontró carbón, agua, ropa seca, una frazada e iniciadores de fuego, había también picos portables para la nieve y comida enlatada que podría servirle.

Ya estaba pensando en cómo utilizarlos para emprender una búsqueda exhaustiva de los demás, cuando notó algo que le disparó la adrenalina al instante. Se quedó en shock por un momento, su corazón palpitaba de prisa. No estaba preparada para ello, y en lugar de sentir alivio, el terror la invadió. Muy cerca de donde se encontraba arrodillada, oculta detrás de unas rocas, se alcanzaban a ver un par de pies que vestían las mismas botas que Gianna.

Temblorosa y desesperada, la mujer soltó todo lo que tenía en mano y se arrastró hacia el origen de la visión. Se acercaba rodeando las rocas, abriendo su campo visual. Su corazón se aceleraba cada vez más. Una cabellera dorada, perteneciente a una niña cuyo color de piel se camuflaba con el entorno, se vislumbró ante ella agitándose con el viento.

Con la boca seca por el aire frío, temblorosa y sin saber qué hacer, Gianna emitió un hilillo de voz afónica.

—¡S-Sibi! ¡Sibi despierta! —dijo ella, al ver a la niña inconsciente, con las mejillas y labios azules. De no ser por el helado entorno, cualquiera hubiese pensado que estaba muerta.

La niña estaba rígida, con una ligera escarcha recubriéndola. Aterrada, pero sin ánimo de perder más tiempo, Gianna puso su oído contra el pecho de la pequeña. Dio un sollozo de alegría al escuchar un débil latido. Seguía con vida, pero no respiraba. Así, sacando fuerzas que no sabía que tenía, abrió el abrigo de la niña y comenzó a darle respiración artificial. Continuó sin detenerse hasta que la niña empezó a toser, arrojando un poco de agua por la boca. Con lágrimas de dolor y alegría, la mujer se esforzó para volver al empaque de provisiones. Estaba consciente de que el dolor que sentía ahora no se compararía con tener que soportar ver morir a una hija frente a ella.

Volvió junto a la niña inconsciente, utilizó el carbón, los iniciadores de fuego, y encendió una hoguera junto a ellas. Respiró con alivio en cuanto el calor del fuego comenzó a calentar, cambió la ropa mojada de Sibi, poniéndole la seca, y la tapó con la frazada. Después, ella también se despojó de la ropa mojada, colocándola cerca de las brasas, y se recostó junto a la pequeña para abrazarla y mantener el calor. Era duro, pero por ahora no podía hacer nada más. Sibi era la más vulnerable de todos, y no podía abandonarla. Estaba preocupada por Jack y Kail, pero también tenía un límite que no podía superar igual que ellos. Su cuerpo se rendía ante la presión, y las fuerzas se le escapaban. Había hecho todo lo que podía, y sólo esperaba que sus esfuerzos dieran frutos. Así, sin darse cuenta, sus ojos se fueron cerrando hasta que no supo nada más.

Varias horas pasaron antes de que despertara con un sobresalto. Su garganta dolía, pero estaba acostumbrada a ello; el aire helado dañaba la traquea al respirar. La hoguera casi se apagaba y el frío volvía a calar.

Revisó a Sibi, y al ver que se encontraba mejor, se sintió aliviada. Se irguió hasta sentarse, alcanzó el carbón y rellenó la hoguera, atizándola un poco para que recuperase vida. Con su objetivo logrado, se puso de pie y recogió sus prendas, al fin secas. Se vistió sin ponerse las botas, pues todavía seguían húmedas. No era la primera vez que estaba desnuda en el hielo, era como otra noche en las solitarias viviendas abandonadas de Siberia, sin embargo, el tiempo apremiaba y había cosas que hacer, no podía esperar.

Puso su calzado directo al fuego por unos segundos, teniendo cuidado de que no se quemara. Esperó hasta que estuvieran tan secas como fuese posible, y se las puso. El abrigo de Sibi tardaría más en secarse, así que lo dejó junto a las brasas, preguntándose si el suyo —dejado sobre las rocas, cerca de la orilla por la cual llegó— ya se habría secado a esas alturas.

Caminó hacia una saliente de rocas cercana y se sentó para observar el mar. Desde esa altura, se observaba toda la isla en la que se encontraba. No había nada, estaba completamente desierta. Esa visión la dejó dividida, quería seguir buscando a los otros, pero no quería que un descuido le hiciera perder a la única sobreviviente que había encontrado. Lo que la tranquilizaba un poco, era el pensar en que aquellos hombres, eran más fuertes por si solos, más fuertes que ellas juntas o incluso cualquier otro. En el mejor de los casos, serían ellos quienes las estarían buscando.

Pero... ¿y si no? No quería esperar por siempre en ese peligroso lugar, la neblina ya se había hecho tan densa que tapaba los rayos del sol y el ambiente se volvía cada vez más frío. Aunque en esa parte del mundo el día era mucho más largo que la noche, los vientos de las horas nocturnas eran devastadores. Sabía que tendría que buscar un lugar seguro lo más pronto posible, apenas Sibi se recuperase un poco.

Gianna sonrió por un breve instante. A pesar de lo que ocurría, se sentía tranquila. Algo le decía en su interior que, de alguna manera, todo estaría bien. Ese percance era sólo otra mancha en su historial, sin mencionar que su destino estaba cerca. Las islas Fratis se encontraban a la mitad del estrecho de Zantum. Quizá podría idear una manera de llegar a Arquedeus con Sibi.

Se encontraba pensando en cómo solucionar su problema cuando escuchó a alguien moverse detrás de ella.

Ya hochu ist —habló una voz temblorosa.

Asustada, la mujer pegó un salto y se dio la vuelta. Sibi estaba de pie, allí, con su cabello dorado adornando una expresión demacrada y débil; usaba la frazada para cubrirse la espalda.

Gianna la miró y sonrió. La pureza de sus ojos le recordaba los viejos tiempos y la calidez de un hogar. Sibi había sido su compañía en los momentos más duros de su viaje, le había traído alegría en su miserable soledad. La veía y pensaba que, ese problema, era tan sólo otro que superarían juntas.

—¿Tienes hambre, pequeña? Go-lod —preguntó Gianna, aún con la voz afónica.

La mujer no hablaba ruso, pero había aprendido a reconocer las frases más importantes. La niña asintió con la cabeza como respuesta. Gianna se levantó y pasó su brazo sobre los hombros de Sibi, conduciéndola hasta la hoguera, donde la sentó nuevamente sobre las ropas que habían usado para acostarse. Ahí, sacó la comida enlatada de la mochila, la abrió y se la entregó a la niña.

Sibi comenzó a comer, mientras su madre adoptiva la observaba con una sonrisa. A veces se preguntaba, cómo un hecho tan simple como ese, le podía transmitir una profunda paz. Esa niña que seguro había pasado por tanto dolor y sufrimiento como cualquiera, aún podía disfrutar de un acto tan simple como comer. No se daba cuenta, pero traía motivación para cualquiera que la observase.

Ne idut —dijo Gianna, reforzando su frase con un par de señas y ademanes. «No te muevas, ya vuelvo», quería decir.

La pequeña asintió sin dejar de comer, y la mujer se puso de pie para acercarse a la orilla del mar. Se sentó en un risco poco elevado, dejando colgar sus pies al aire, y pensó.

Permaneció en esa posición durante unos minutos, hasta que Sibi llegó a sentarse junto. Ambas se comprendían tan bien que no necesitaban hablar para saber cómo se sentían. Al ver a la mujer preocupada, la pequeña se recostó en su hombro. Con un suspiro, Gianna la abrazó. A cada una le destrozaba no poder ayudar a la otra.

El sol cada vez descendía más en el horizonte y la temperatura seguía bajando. La neblina ahora era mucho más densa que antes, y el peligro nocturno se avecinaba. La isla vecina, esa de mayor tamaño, podría ser la respuesta a sus plegarias. Quizás Jack y Kail estuviesen allí.

«Sí, quizás ellos...», pensaba Gianna, cuando de pronto notó algo de lo que no se había percatado. La neblina tan cargada provenía de la isla grande y se extendía hacia el mar. Acariciaba el agua como un suave manto, bajo el cual nacía una capa de hielo. No era muy gruesa, pero tal vez podría ser cruzada a pie.

Era una idea loca, pero el sentir el calor de la persona que estaba a su lado, le daba fuerzas para creer, para seguir teniendo esperanza.


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