37. La biblioteca


Las puertas de la academia en Kater se veían apabulladas, con alumnos de todas las edades saliendo, encontrándose con miembros de su familia, conocidos o simplemente marchándose. Era un evento casi mensual.

La academia funcionaba como un internado. Había dormitorios, comedor y áreas libres para entretenimiento. Nadie podía salir sin la instrucción de un kunul, y sólo podían reunirse con personas del exterior durante cinco días, cada mes, o fase, como se llamaba en Arquedeus.

—¿Qué harás tú, Tama? —preguntó Skull a su amigo, antes de partir.

Estaban los cuatro de pie, al costado de una estatua de un skofy, muy cerca de las gigantescas puertas de entrada. Los valis vestían una capa roja que los identificaba como estudiantes de la academia, la cual podían portar allá, a donde quiera que fueran.

—Mara y yo estaremos practicando para mejorar —respondió Tama.

Aunque pequeño, habló con seguridad. Llevaba puesta la capucha de su capa, de la cual sólo sobresalían unos mechones de cabello. Un animal peludo y de cuerpo largo se enroscaba en el interior, temeroso. La mascota del chico, un pequeño lehvrun. Sólo Tama y Sibi tenían un acompañante animal.

—Sí, aprendimos la lección—agregó Mara, con madurez—. No podemos permitir que se burlen de nosotros por siempre.

Al igual que Tama, sólo el cabello y la parte baja del rostro de Mara se apreciaban por debajo de la capucha.

Los dos se veían cambiados después de la experiencia con el colgri, más seguros de sí, más decididos. Y todo gracias a Sibi, ella les había demostrado que no importa el origen, apariencia o capacidades, sino el esfuerzo que se haga para obtener un resultado.

—Escuché que no tienes a dónde ir, Skull —dijo una voz altanera, detrás de ellos.

Los cuatro amigos se giraron, para encontrarse con Íru, acompañado de Jíru y Namid. El lehvrun de Tama lanzó un bufido amenazante. Rex, que yacía bien agarrado entre los brazos de la niña, hizo lo mismo con un siseo. Sibi frunció el ceño, molesta con los recién llegados.

—¿Es algo que te importe, Íru? —cuestionó Skull, entre dientes. La aseveración de su molesto compañero era cierta, pero era algo de lo cual no le gustaba hablar. Skull no tenía vhilia. Nadie sabía la razón, pero poco importaba, porque nadie se atrevía a preguntarle.

Una sonrisa tranquila se dibujó en las facciones afiladas del arqueano que había lanzado la fuerte cuestión.

—No te exaltes —respondió Íru—, quería ofrecerte un sitio en mi hogar. Podrías practicar con Jíru y conmigo, incluso Namid nos visita un par de días. Hay suficientes kuffla, el sitio es grande y tiene atenciones de todo tipo. En la parte trasera tenemos un bosque artificial para jugar a las cacerías. ¿Te gustaría venir?

El ambiente pasó de la tensión a la tranquilidad. Jíru escuchaba hablar a su hermano con cierto recelo, pero no parecía estar en desacuerdo. Namid también observaba de brazos cruzados, sin decir nada. Tama y Marala habían dado un paso atrás de forma instintiva apenas apareció la peligrosa tercia, pero no huyeron como hubiesen hecho en otro momento. Sibi escuchó la propuesta con bastante interés, y miraba a Skull con curiosidad, preguntándose qué respondería.

—Vaya, vaya —dijo Skull, extendiendo una mano para ponerla en el hombro de Íru—. Me has sorprendido, ¿es generosidad lo que estoy escuchando?

Aunque Skull no pudo verlo, Íru enrojeció y retiró la mano del chico con un movimiento de hombro.

—¿Tienes que ser tan directo? Sólo responde, no digas más.

Skull rio un poco, se cruzó de brazos pensó en los tres muchachillos que tantos problemas les habían causado.

—Bueno, no soy mucho de compañía. Normalmente suelo ir a la comuna de Kater y...

Un silbido interrumpió las palabras de Skull. Sibi y Rex lo observaban con reproche.

«Acepta», es lo que había dicho. Skull se sobresaltó. «No me agradan», respondió con otra tonalidad. «Son inofensivos, ya lo has visto. Ese bosque suena interesante», agregó la niña. «Entonces lo haré, pero sólo si me acompañas», respondió el chico. No hubo más silbidos, un breve silencio se hizo.

—¿Es necesario que diga que paréis de hacer eso? Hay gente presente —interrumpió Íru, de mala gana, refiriéndose a los silbidos.

—Acepto tu generosa oferta —dijo Skull—, pero Sibila vendrá a visitarnos, ¿estás de acuerdo?

Una expresión de sorpresa apareció en el rostro de Sibi al escuchar que Skull había decidido por ella. Y no es que no quisiera, es sólo que también ansiaba encontrarse con Gianna, con Kail y quizás con Jack. No lo decía, pero el tiempo que pasaba en la academia le resultaba difícil por estar separada de ellos, de su familia. Los extrañaba. Todavía no se sentía en total confianza estando dentro de tierras arqueanas, se preguntaba si es que estaría lista para una incursión como esa, visitar la casa de un amigo.

—¡¿A Sibila?! —exclamó Íru, mirando a Sibi con cierta vergüenza. Pensó un poco la respuesta, tragó saliva—. E-Está bien, no hay problema.

Su poco sutil reacción hizo que Skull arqueara una ceja.

—Eh, creo que quizás no sea una buena idea. Ya hablaremos después de eso, de cualquier forma, gracias por la invitación, Íru.

Volviendo a su actitud normal, Íru asintió y se marchó todavía un poco apenado de la escena, seguido de su hermano y la niña que siempre los acompañaba.

—Bueno, nosotros también nos vamos —dijeron Tama y Marala, casi al unísono. No tenían relación de sangre, pero se llevaban muy bien.

Tras esas palabras, el par de amigos también se fue, dejando solos a Sibi y Skull.

«Entonces, nos veremos en casa de Íru», dijo Skull con un silbido. Un poco nerviosa, Sibi respondió, «lo pensaré». En sus manos, el rechoncho híbrido rojo se retorcía, quejándose por el exceso de fuerza con el cual lo apretaba su compañera debido al nerviosismo que la invadía. Cohibida, desvió la mirada. Se dio la vuelta; justo se daba cuenta de que no sabía cómo despedirse.

Un golpecillo en el hombro llamó la atención de Sibi. Al girarse, sintió una mano en el rostro. Soltó a Rex con un sobresalto, pero después recuperó la calma. Esa era la forma que él tenía para verla sonreír.

—No tienes que decir nada —habló Skull—. Nos veremos pronto.

—A-Adiós —respondió Sibi, con dificultad. Regalándole esa sonrisa que él esperaba.

A Skull le gustaba escuchar esa voz acompañada de la sonrisa de Sibi, eran la despedida perfecta para él. A pesar de que sólo se irían cinco días, después de las aventuras que habían vivido, les era difícil separarse. Para la niña de origen ruso, eso era un sentimiento nuevo, una experiencia diferente que todavía no sabía cómo explicar.

Sin más que agregar, Skull siguió su camino. Él solía quedarse en la comuna de Kater, un lugar para aquellos que no tenían vhilia, algo muy normal en suelo arqueano. Las relaciones de los residentes solían ser ser más de amistad, de colegas, de compañerismo o de intereses mutuos. No era algo difícil de entender para Sibi, porque, de cualquier forma, ella no era muy buena relacionándose con otros.

Alejándose sin mirar atrás, la niña de cabellos dorados permitió que Rex trepara por su pierna hasta su hombro y se dirigió al transportador en las afueras de la academia. No llevaba puesta su capucha, tan sólo se cubría la mitad del rostro con el cuello de su iriduk. Viajaría a la plaza central para luego volver a Tanah Baru. Cuando viera a Gianna le contaría todo lo que había ocurrido, y quizás le pediría un consejo para saber qué hacer con los sentimientos nuevos que nacían en ella. ¿Ir a la casa de Íru? Ya podía Skull esperarla solo, porque aún no lo decidía.

Para llegar al transportador debía seguir un sendero lleno de alumnos que se retiraban hacia el mismo destino. Tama, Marala y Namid también lo usaban, pero se habían adelantado y ya no se veían cerca. Skull no lo necesitaba, la comuna de Kater estaba cerca de la academia. Íru y Jíru también residían cerca, así que por eso se marchaba sola, con su amigo de escamas rojas anidando en su cabello.

«Psst», escuchó un ruido extraño.

Sibi se giró, pero no vio a nadie conocido. Siguió caminando.

«Psst», oyó de nuevo.

Repitió el proceso, con el mismo resultado. Alguien parecía llamarla, pero no sabía quién. Detrás de ella, sólo veía niños, niñas y alguno que otro adulto desconocido, la mayoría portando las capas y capuchas propias de su posición social.

«Sibi», escuchó claramente. Cansada de eso, se dio la vuelta con una expresión peligrosa.

—Shh, soy yo, Gianna —habló una figura encapuchada, cuyo rostro apenas se alcanzaba a distinguir. Vestía una capa marrón, de esas que usaban los arqueanos sin rango alguno.

Sorprendida, Sibi no supo cómo reaccionar. No esperaba encontrar a Gianna tan pronto. La última vez había vuelto sola a casa. Abrió la boca para intentar decir algo, pero la mujer negó con un movimiento de mano, indicándole que siguiera andando. Se posicionó a su lado y la apartó de la vereda, hacia los árboles, lejos de la muchedumbre.

Confundida por la extraña actitud, Sibi se quedó viendo a la encapuchada.

—Tu piel... ¿Estás bien? ¿Dónde está Kail? —cuestionó la niña, haciendo los ojos pequeños para verla mejor. No sabía si estaba alucinando, pero, ¿acaso se había bronceado? Su piel lucía tan oscura como la de los arqueanos.

—Él está bien, con Vanila —respondió Gianna, sin dar demasiada información—. Sobre la piel, también lo necesitarás, ten, usa esto.

Gianna entregó un curioso antifaz cibernético a la niña.

—¿Qué es?

—Se llama bluz, tan sólo...

La ayudó colocarlo en su rostro. En ese preciso instante, y con un efecto camaleónico, el antifaz desapareció y el color de la piel de Sibi cambió hasta tornarse igual de acaramelada que la de un arqueano.

Rex dio un saltó sobre su cabeza, primero asustado, luego asombrado. Se asomó hacia el rostro de la chica, con la boca entreabierta, apreciando el cambio. Gianna sonrió.

—Ya está, ahora te ves igual que yo. Lo que haremos hoy, implica que no nos reconozcan como habitantes de Tanah Baru.

Sibi se llevó las manos al rostro, decepcionada. Le hubiese gustado tener algo como eso antes para asistir a la academia, podría haberse ahorrado muchos problemas.

—Nada mal —aseveró Gianna, entregando un par de objetos pequeños y un bolso grande—. Dale esta píldora a Rex y escóndelo en el bolso, lo pondrá a dormir. Baja la capucha de tu capa y desajusta la protección de tu cuello.

Todavía más confundida, Sibi hizo lo que se le pedía sin cuestionar. Bajó a Rex de su cabeza y lo hizo tragar la píldora. Enseguida, los ojos del reptil giraron y quedó inmóvil, profundamente dormido. La niña lo escondió en el bolso, teniendo cuidado de que estuviera cómodo. Se puso la capucha.

Cuando estuvo lista, Gianna la tomó de la mano y la guio hacia el portal. Se encontraba cerca, bajando en la vereda de la academia que daba al punto de teletransporte.

Ambas se detuvieron frente al trípode que conectaba a la plaza central de Kater. Lucían como un par de arqueanas cualquiera, una de ellas con un bolso de contenido redondo.

—Siento todo esto. Toma este rul tarok, deja el cuello de tu iriduk abajo, en cuanto crucemos el portal sentirás un calor repentino. Usa estos, los necesitarás.

Los últimos objetos que Sibi recibió consistieron en un rul de destino y aditamentos para los oídos. Sabía lo que eran, los recordaba de sus clases en la academia. Se llamaban ornuks y se utilizaban para compensar los cambios de presión intracraneales, normalmente usados para descender a lo profundo del mar, escalar altas montañas o...

Ambas ingirieron el rul y cruzaron el portal. Al hacerlo, la niña se dio cuenta del porqué habían sido necesarios los ornuks. Ya no estaban en Kater, no habían vuelto a la plaza central.

Un golpe de calor la desorientó por un instante, como si hubiese pasado de un congelador a un sauna. No sólo eso, también sintió sus oídos bloqueados y un lagrimeo en los ojos que fue compensado al instante por un zumbido apenas perceptible: los ornuks en funcionamiento.

—¿En dónde estamos? —preguntó Sibi, y se llevó la mano a la garganta al sentir el aire caliente que respiraba. En su cuello, su traductor lucía como una adorable gargantilla de color negro.

—En la estación de teletransporte de la sección central de Arquedeus —respondió Gianna—. Es una zona tropical, por eso sientes tanto calor.

—Tro... ¿Tropical? —preguntó Sibi, jadeando. Nunca, en toda su vida, había visitado un clima tropical. Sabía lo que era gracias a las películas que recordaba cuando vivió con su madre, en Rusia, sin embargo, jamás pensó que alguna vez podría tener la oportunidad de conocerlo—. ¿Qué hacemos aquí?

Gianna puso una mano sobre el hombro de Sibi y la invitó a caminar. Ignorando a los mirones y las náuseas que aún tenía, inhaló profundo y siguió adelante. Muchos arqueanos salían de otros portales, había grandes plataformas flotantes y tanta gente, que era fácil perderse. Era la primera vez que salía de Kater, y nunca pensó todo lo que podría maravillarse al hacerlo.

Estaban en el interior de una edificación gigantesca. La arquitectura era hermosa, con llamativas enredaderas azules cubriendo grandes pilares de acabado pétreo, líneas curvas en forma de raíces adornando los muros, agua cayendo en elegantes cascadas desde los diferentes pisos, y un techo en forma de cúpula. En cada piso había una incontable cantidad de trípodes con portales, bien clasificados con simbología arqueana. Esa era la estación espacial de Arquedeus, también conocido como knuk aluk, el punto desde el cual se podía llegar a cualquier avrion.

La inmensa cantidad de portales volvería loca a cualquiera que no supiese cuál era el que debía cruzar. Cada sección estaba conectada por pasillos y escaleras, bastante ajetreadas, transitadas por grandes cantidades de personas de todas las clases. Algunos entraban a un portal, mientras que otros salían; en ciertos casos, incluso había fila para cruzar hacia algún avrion muy solicitado.

Salieron por la estación de teletransporte para encontrarse en un lugar sumamente hermoso. Si las ciudades cubiertas de nieve, en los extremos de Arquedeus, eran sublimes obras de arte que combinaban el verdor de los bosques con el blanco níveo; lo que se observaba en el centro de Arquedeus, era bosque y maleza naciendo directamente de las gigantescas construcciones humanas, sobre un inmenso lago que se hallaba al centro de un valle cuyo fin no se alcanzaba a visualizar.

—Estamos en Supra, Sibi, el avrion más grande de Arquedeus, corazón de la nación. Primero visitaremos un lugar importante, y luego te llevaré a conocer a alguien especial.

—¿Por qué todo el misterio? —preguntó Sibi, sin poder contener la curiosidad.

La sonrisa de Gianna era lo único que podía verse bajo su capucha.

—No deben vernos por aquí, pequeña. Te lo explicaré cuando lleguemos, ahora vamos.

Sibi asintió, y las dos mujeres retomaron camino.

Árboles más grandes que las imponentes torres eran la principal atracción. Los edificios yacían colocados de forma estratégica para dominar el crecimiento de los titanes de madera, dirigiéndolos para abrir pasos de luz que se reflejaban a través de materiales cristalinos, iluminando cada rincón. Las casas y lugares públicos, de aspecto nada primitivo y una bella arquitectura de formas piramidales, se fusionaban con el paisaje. Caminos flotantes atravesaban el lago, sin perturbar su extensión. Toda construcción que flotara sobre este, se apoyaba de columnas que se perdían de vista en la profundidad de las cristalinas aguas.

—¡Mira esto!

La niña, sin poder contenerse, corrió a la orilla de un camino para asomarse al agua. Estaba llena de vida. Peces de todas formas y tamaños se veían transitar el fondo, pero eso no era lo que había atraído su atención, sino unas pequeñas criaturas de aspecto adorable.

—¡¿Sabes que son, Gi?! —preguntó Sibi.

Gianna caminó junto a ella y se acercó para observarlas. Un par de esas cosas salían del agua, reposando en la orilla. Tenían forma de pequeños lagartos de patas membranosas y piel lisa, sin escamas. Seis curiosos apéndices brotaban de su cabeza, tres en cada lado; parecían plumas, pero no lo eran.

—No lo sé, pequeña. ¿Por qué no investigamos su nombre después? Ahora llevamos un poco de prisa.

Gianna dio un pequeño empujón a su acompañante para invitarla a retomar camino. Sin dejar de sonreír a la criatura, la niña accedió a seguir adelante. La bolsa con un Rex durmiente se agitó peligrosamente, a punto de caer al lago, cuando se levantó, sin embargo, se mantuvo en su sitio.

Supra era un paraíso tecnológico con caminos de piedra pulida, transitados por rarísimos vehículos antigravitatorios o acuáticos, un avrion diez veces más apabullado que el pequeño Kater. No había calles, sino senderos entre el bosque, o caminos flotantes señalizados con esferas que dotaban de energía pura y limpia a los habitantes, alimentadas directamente por los cristales zero que se alzaban en la punta de las tantas torres que conformaban su esqueleto principal. Era una visión única, muy diferente a la de Kater, pero con ese encanto especial que Arquedeus lograba transmitir, allá, a donde quiera que uno fuese.

Tan bellas imágenes sólo podían ser equiparadas al hermoso sonido de los trinos y cantos de los centenares de aves que poblaban los árboles, muchas de ellas volando sin miedo, conviviendo con las personas que habitaban el lugar. Olía a humedad, a flores desconocidas y deliciosa comida lejana. Estar de pie, a la mitad de un lugar así, permitiría entender a cualquiera el concepto del ser humano, como un animal que ha logrado conseguir una simbiosis perfecta con su ambiente.

Nadie podía notar que no eran arqueanas. Caminaban juntas, encapuchadas, camuflándose con el resto de los habitantes. Y siguieron andando hasta que llegaron a uno de los islotes centrales del lago, en donde la vegetación se volvía abrumadora. Se dirigían a un edificio enorme, construido entre el enrosque de diez árboles, cuyos troncos torcidos eran más gruesos que un elefante.

Pararon al frente. La fachada principal estaba labrada en piedra negra, esa que caracterizaba la arquitectura de los residentes. Lucía antigua, muy antigua. En lo alto, un letrero escrito en el idioma de los dioses, ilustraba lo que se encontraba en el interior.

Sibi observó boquiabierta el lugar. No podía creer lo que veía, porque no necesitaba hablar la lengua divina para reconocerlo. Lo había estudiado en clases, era un lugar emblemático.

—Te noto interesada, ¿te gusta? —preguntó Gianna, al darse cuenta de la emoción en los ojos de Sibi.

Ella asintió, animada. Todavía no sabía lo que hacían ahí, pero le daba igual, mientras pudiesen entrar a echar un vistazo.

Gianna rio sin alzar mucho la voz. A diferencia de la pequeña, la mujer adulta había estado visitando ese sitio desde hace tiempo.

—Creo que te ha sentado bien esa academia —dijo—, te notas más alegre, ¿lo sabías? Y eso me hace muy feliz.

Sibi observó a Gianna, alzando la cabeza. No se veían bien sus ojos, pero sí la parte inferior de su rostro, desde la nariz hasta la barbilla. Estaba sonriendo.

—Ven, entremos.

La niña asintió y juntas siguieron adelante. Al atravesar el gigantesco portón de oro, se encontraron en un recinto digno de un palacio. Con más de cincuenta pisos de altura y diversas alas clasificadas por temáticas, la biblioteca central de Arquedeus era una de las maravillas del mundo.

El blanco interior de anerita estaba muy bien iluminado gracias a un sistema de espejos y enormes ventanales que plagaban dos terceras partes de los muros. Mucha gente la transitaba. Debido a su extensión era ineficiente moverse a pie entre las secciones. Para hacerlo se utilizaban plataformas de levitación, las cuales flotaban de forma organizada entre las diferentes áreas del complejo.

No había estanterías y, por más extraño que resultase para un galeano, tampoco libros. Lo que había en los tantos y tantos pasillos, eran repisas de aspecto futurista, con millares de pequeñísimos pedestales, cada uno sosteniendo un cristal.

—¡Son rul intellis! —exclamó Sibi, asombrada, al tiempo que subía a una plataforma, sosteniendo a Gianna de la mano.

La mujer le sonrió a la niña a manera de asentimiento, le complacía descubrir que no se quedaba atrás al conocer el mundo arqueano.

Eso es lo que eran, cristales de información. Cada pizca de conocimiento, de tecnología, de saber, se encontraba ahí.

—¿A dónde vamos? Este lugar es enorme.

—Vamos a buscar información especial, pequeña. Es inútil encontrar lo que busco en este universo de saber. ¿Has intentado leer los rul intellis?

Sibi asintió.

—Sí, es cansado.

—¡Y que lo digas! La primera vez intenté leer uno entero, pero terminé con una jaqueca horrible.

La niña rio.

—Debes sostenerlo y pensar en la información exacta que necesitas, así llegará directo a tus pensamientos —explicó, con su voz angelical.

—Ya, lo supe después de estar vomitando una noche entera. El problema es que tardaría siglos buscando algo, sin saber exactamente en donde buscarlo.

Gianna y Sibi bajaron de la plataforma en una de las secciones más concurridas. Se trataba de un espacio central, en el cual se congregaban personajes de todo tipo. Había grupos vistiendo capas plateadas, negras, rojas, atuendos blancos y azules, incluso verdes; personas comunes también, artesanos, exploradores, tecnólogos, filósofos, comerciantes. El núcleo central de la biblioteca, era en donde las personas se reunían, para hacer yur intellis, trueques de conocimiento.

En Arquedeus existían grandes mercaderes de sabiduría, había quienes dedicaban toda su vida al estudio de algún tema en específico, a la investigación de algún organismo vivo, a la exploración de cavernas, al mapeado de cielos, estrellas, montañas, océanos. Cada individuo poseía información única, pero que sólo brindaba a cambio de otra con el mismo o mayor valor.

Gianna se las había arreglado hasta ese día, intercambiando información del viejo mundo. Todo lo que sabía sobre Galus valía una fortuna en Arquedeus, sin embargo, lo que sea que Nieve Nocturna buscaba era más difícil de encontrar. Algo de tal valor, sólo podría intercambiarse por... Sí, su último recurso. Si eso no era suficiente, entonces tendría que volver con las manos vacías.

—Ven, Sibi, por aquí.

Ambas llegaron a un tablero digital, con variadores especializados. Otros arqueanos hacían uso de él, introduciendo los dedos para producir rules específicos. Cada vez que alguien creaba un cristal a partir de su pensamiento, su imagen se mostraba en un holograma central, acompañada de datos de valor. Existían cinco niveles de valor, común, poco común, raro, único, y supremo. Los arqueanos solían valuar su conocimiento pidiendo a cambio materiales preciosos u otros rules. Mientras más rara la mercancía de saber, más revuelo levantaba entre los presentes.

Gianna se posicionó frente a un lugar vacío. Sibi la observaba, curiosa, sin atreverse a cuestionar lo que hacía. La mujer adulta introdujo los dedos en el variador, que tenía forma de guantelete, cerró sus ojos y se concentró. Una luz comenzó a emanar de la punta de los cinco dedos, para materializar un cristal. Pequeño como una nuez, con un contenido acuoso verdiazul en el interior, el conocimiento apareció frente a ella.

—¿Qué es? —cuestionó Sibi.

Gianna sonrió. Una gota de sudor resbalaba por su frente. Generar ese rul había sido agotador, pero, si funcionaba, valdría la pena.

—El legado de un amigo —respondió Gianna.

La mujer adulta comenzó a teclear al aire, sobre el tablero holográfico. Mientras lo hacía, la información sobre el rul que había creado comenzaba a aparecer en la pantalla superior.

La multitud guardó un súbito silencio cuando vio lo que transmitía la proyección holográfica del cristal. En idioma arqueano, rezaba:

Contenido: Clave de la evolución

Valor: Único

Petición: Personalizada, teología, a negociar.

Gianna se había esforzado mucho para crear ese rul intellis. Lo que contenía, era justo lo que decía: la clave de la evolución. Era un conocimiento de nivel único, algo que sólo podía brindar ella, y nadie más. ¿Cómo lo sabía? Porque en Arquedeus no existían datos sobre la sobrevolución.

Los frutos de la investigación de Niel, Zenna, Jack, Finn y de ella misma, yacían concentrados en ese pequeño cristal, listos para ser compartidos al mundo como una respuesta a los cambios acelerados en un organismo. Sin embargo, el efecto conseguido no fue el esperado.

—Ha... ¿Ha funcionado? —preguntó Sibi, dudosa.

Aquellos que prestaron atención al anuncio del rul intellis, soltaron risas antes de seguir con lo suyo, ignorándolo por completo.

Gianna suspiró.

—A veces olvido que nadie creía en nuestra investigación en el viejo mundo, parece que aquí no será la excepción. No importa, ya vendrán...

Gianna y Sibi se quedaron de pie, en espera de algún interesado. A pesar de que el rul prometía ser de enorme valor, lo que ofrecía parecía tan poco creíble, que nadie lo estaba tomando en serio. Primero, porque alguien con la clave de la evolución, no intentaría comerciarla, sino dedicar su vida a ello. Segundo, porque pedía a cambio conocimientos de teología, es decir, la ciencia que estudiaba a Dios.

Esperaron por una hora entera, y sólo un par de Sektu se acercaron a preguntar, si de verdad quería comerciar con algo así. La respuesta de Gianna siempre era la misma: «comerciaré si tenéis la información que busco, información sobre la Tumba de Dios».

Pero nadie podía responder a eso. Otra hora pasó, hora en la que Sibi tuvo que dar otro somnífero a Rex para evitar que despertara e hiciera un escándalo. Estaba aburrida, quería irse pronto, pero Gianna aún no encontraba lo que buscaba. Después de tanta espera, los arqueanos de verdad comenzaban a interesarse con el rul que ofrecía, sin embargo, ninguno, entre tantos eruditos, poseía el valor que necesitaba. Peor aún, tras saber lo que solicitaba, se marchaban furiosos; el conocimiento de Dios era algo de poco valor, pero que a nadie le había interesado estudiar.

A punto de rendirse, una mujer de capa y traje verdes, moderno y formal, se le acercó. Era una Amvy, es decir, una sanadora. Los Amvy, eran comparables a los Sektu, los más grandes eruditos, casi tanto como los Sahulur, poseedores de conocimientos incalculables, aunque sin el don de las aptitudes físicas. Mientras que los azules solían tratar cuestiones tecnológicas y de desarrollo, los verdes se dedicaban a todo lo relacionado con la salud en Arquedeus.

—¿De verdad tienes en ese cristal la clave de la evolución? —preguntó.

Con un sobresalto, Gianna miró a la mujer, sin embargo, como una buena comerciante mantuvo la seriedad.

—Depende. ¿Sabes algo sobre las viejas leyendas de Dios?

Gianna hacía todo lo posible para hacerse pasar por una arqueana, sin embargo, la Amvy arqueó una ceja extrañada.

—¿Leyendas de Dios? ¿Cambias información sobre el ciclo de la vida, por leyendas sin fundamento experimental?

La mujer se llevó la mano a la frente, negando con la cabeza con decepción. Era la misma pregunta que todos le hacían.

—No busco cualquier leyenda, quiero, específicamente, aquella que habla sobre la última ubicación conocida de Dios.

La mujer de verde se quedó callada por unos momentos. Apretó los puños con fuerza y desvió la mirada al suelo.

—Yo no... No poseo esa información —respondió.

Gianna guardó el cristal. Se notó la frustración de la Amvy por no poder poseerlo.

—Lo siento, sin eso no puedo darte el cristal. Estoy esperando a algún Sektu, de verdad necesito esa información.

Gianna se dio la vuelta, dispuesta a alejarse.

—¡Espera! —llamó la Amvy.

Gianna se detuvo.

—¿Sí?

—Si pudiera poseer ese conocimiento, podría ampliar mi trabajo con un suero de adaptación biológica. He trabajado toda mi vida en eso, mis progenitores trabajaron en ello antes de partir a klalia. Colonizaríamos nuevos mundos, sanaríamos enfermedades incurables, lograríamos tanto...

La respuesta no era la que Gianna había esperado. Ahora estaba en desventaja. Se dio la vuelta y miró a la mujer. Había jugado sucio.

—Lo lamento, pero si no tienes nada...

—No lo tengo, pero sé quién puede tener lo que buscas. Lo conozco, pero nadie lo toma en serio. Quizás... Quizás sea la persona que buscas.

Gianna arrugó la frente. Se acercó a la mujer.

—¿Quién es esa persona?

La Amvy la miró, con gran decisión.

—Te prometo que podrá darte lo que buscas, no hay nadie mejor para ello. No te pedirá nada a cambio, porque su vida gira en torno a eso. Te lo dirá e incluso te agradecerá por escucharlo.

—¿Qué significa eso? ¿Quieres el rul a cambio de esa información inconsistente?

La mujer la miró con expresión suplicante, sin decir nada más. No parecía ser una buena comerciante, al contrario, lucía como una inexperta, una científica.

Gianna suspiró.

—Te lo agradezco, pero...

—Por favor.

El rostro de la mujer lucía verdaderamente necesitado.

Gianna suspiró. Observó el cristal que tenía en la mano. No era el uso que tenía pensado darle. Necesitaría el rul intellis para conseguir lo que Nieve Nocturna deseaba.

Observó de nuevo el cristal y pensó en lo que contenía. Eran resultados brutos de la investigación, sin hacer mención de los híbridos, o a Galus. Había evitado implantar esa información para no romper con el voto de no-intervención de Jack, sobre las verdades del viejo mundo. No causaría ningún problema si lo entregaba, ni siquiera sabrían que vino de un galeano.

Aun así...

—Lo siento, no puedo. Es muy arriesgado.

Gianna se dio la vuelta, dispuesta alejarse de aquel mal negocio. La Amvy dejó ir un gran suspiro cuando sintió perdido el trato.

—El Sektu loco —habló ella, con voz desganada—. Ha desperdiciado toda su vida estudiando las leyendas de Dios. Si alguien sabe lo que buscas, es él.

Gianna paró, oprimió puños y dientes con fuerza. En ese momento, alguien jaló la manga de su capa. Era Sibi. Al bajar la mirada, vislumbró en la niña una expresión de compasión.

Gianna lo dudó por un momento. La Amvy le había dado esa información de forma desinteresada, con verdadero afán de ayudarla en su búsqueda. No podía enojarse por ello, era una buena persona, igual que la otra.

Se giró hacia la arqueana. La miró, primero con frustración, luego con calma.

Inhaló profundo, y luego exhaló. Al final su antigua investigación daría los frutos que siempre desearon que diera, antes de saber siquiera que los dragones existían.

—De acuerdo, tenlo. Más te vale darle buen uso y ayudar a tantas personas como has dicho.

La mujer de verde recibió el rul que Gianna arrojaba hacia sus manos, boquiabierta, como si fuese un tesoro muy preciado.

—De... ¿De verdad? ¡Te lo agradezco! Eh, ¿cuál es tu nombre? —preguntó la Amvy, sin embargo, cuando levantó la mirada, Gianna y Sibi ya se habían ido.

Las dos sobrevivientes del viejo mundo estaban lejos, ocultas entre la multitud. Se retiraban, tenían lo que requerían, o al menos sabían en dónde encontrarlo. Gianna hablaría del Sektu loco a Nieve Nocturna, y entonces, él sabría qué hacer.



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