36. El blanco (II-III)
—¡¿Qué fue eso?! —preguntó Tama, muy asustado.
—Manteneos juntos —dijo Skull, llamando a los dos a estar espalda con espalda.
Sibi y Tama se replegaron, formando un triángulo, cubriendo flancos. Esperaron un momento, hasta que escucharon un grito de Marala, lejano. Sibi sintió un escalofrío recorriéndola por completo.
Skull dio la orden de ir a por ella y los tres corrieron hacia el origen sin dudar. Siguieron el sonido hasta encontrarse al pie de una montaña de poca altura, en donde se apreciaba la entrada de una cueva bastante grande. Los gritos provenían del interior.
—Bastante extraño —dijo Skull, en voz baja.
Sibi lo miró de forma inquisitiva, preguntándose qué estaría pensando. Al no poder verla, el muchacho la ignoró y siguió adelante. Ella lo siguió, igual que Tama, quien ahora se agarraba al brazo de la niña.
Juntos entraron en la cueva. Altas paredes rocosas que terminaban en estalagmitas de piedra de aspecto helado, colgando del techo, los recibieron. Adentro el impacto térmico se reducía, aunque era algo que no podían notar gracias a su vestimenta.
No muy lejos de la entrada la cámara principal de la caverna era tan grande como una iglesia. La voz de Marala los había guiado; la niña yacía justo en el centro, y no estaba sola.
—¡Skull! ¡Sibi! ¡Tama! —gritó Marala con alegría al verlos. Su rostro había enrojecido por la desesperación y se notaba con claridad que había estado llorando.
—Ay por favor, quitadme a esta niña, no la soporto —habló otra voz femenina.
Atadas con una especie de material viscoso, se encontraban Marala y Namid. Espalda con espalda. Marala se revolvía, tratando de soltarse de forma infructuosa, mientras que Namid se notaba aburrida y desesperada, algo que Skull notó al instante.
—¡Que alegría que hayáis venido! —declaró Marala—. Sacadnos de aquí, de prisa, antes de que vuelva.
—¿Q-Qué estás diciendo, Mara? —cuestionó Tama, nervioso.
—Algo raro pasa aquí... —murmuró Skull, aguzando el oído.
Sibi observaba los alrededores. Esa cueva no parecía ser común. Había un olor penetrante, restos de huesos y heces fecales. Recordaba lugares así durante sus viajes, con Gianna. Lugares llenos de cadáveres, huesos y un aroma como ese, eran sinónimo de nidos híbridos. En Arquedeus no había de esas cosas, pero sin duda estaban en el dormitorio de algo indeseable.
Temerosa, Sibi dio un ligero codazo a Skull para transmitirle su inquietud. Él respondió con un silbido que decía: «tranquila, nos iremos pronto». Eso la calmó.
—¿En dónde están tus amigos, Namid? —preguntó Skull, con tono severo.
La niña que estaba atada con Mara respondió sin mirarlo.
—Yo... No quiero responder a eso.
—¡Se los han comido! —explicó Mara, sin titubear.
—¡¿Qué?! —exclamó Tama, a punto de desmayarse.
Sibi también se quedó anonadada, no sabía si sus oídos la engañaban.
—¿Qué estás diciendo Mara? No juegues con eso —advirtió Skull.
—E-Es verdad —habló Namid, con la voz temblorosa, desviando la mirada—. T-Tenías razón, Kull, ese monstro.
Skull arrugó la frente.
—¿El ravahl blanco? —cuestionó—. Estaba bromeando, sólo quería que nos dejarais en paz. Veo que os ha espantado, ¿no es así?
Namid dejó ir un ligero gruñido, pero no cambió su respuesta.
—No me creáis si no queréis —respondió—, sacadnos de aquí o lo veréis vosotros mismos.
Sibi no sabía que pensar. No podía pensar que una criatura así realmente existiese, y de ser así, ¿qué posibilidades había de encontrarse con ella justo después de inventarse esa historia?
—Vale, vámonos de aquí —habló Skull—. Afuera me lo podréis...
Un rugido —mitad chillido— resonó por toda la cueva. Tama y Mara gritaron, a Sibi le recorrió la espalda un escalofrío, Skull y Namid apenas reaccionaron.
—Qué... ¡¿Qué ha sido eso?! —preguntó Tama.
—¡Es el monstruo! —dijo Mara, agitándose con pánico.
—Os lo he dicho —añadió Namid—, ahora todos moriremos aquí.
«No... No puede estar pasando», pensó Sibi. Tan sólo iba a ser una cacería de práctica, no podía creer que estuviese metida en una situación de vida o muerte, igual que antes. Asustada, dirigió su mirada hacia el fondo de la cueva. Algo se movía en la oscuridad. El gran rugido aún resonaba por las paredes, y una gigantesca silueta avanzaba hacia ellos.
—E-El ravahl blanco es tres veces más grande que uno normal. ¡Daos prisa, nos comerá! —gritó Namid.
Tama corrió hacia el lado contrario. Sibi estuvo a punto de ir a por Mara y Namid, pero el hecho de que Skull no se moviera la hizo dudar. «¿Qué pasa?», preguntó silbando. «¿No lo escuchas?», respondió él. Pero Sibi no necesitaba escucharlo, lo veía. Era grande, tanto como un gigantesco carnato. Su piel blanca apenas y se alcanzaba a distinguir entre las sombras, igual que su largo cuello. No cabía duda, era un ravahl blanco. «Lo veo —volvió a silbar Sibi—, ¿qué hacemos?». Skull no se movía y ella comenzaba a desesperarse. Por lo menos Tama ya estaba lejos. «Respira tranquila y presta atención. Despréndete de tu vista, como yo», respondió Skull con un melodioso conjunto de silbidos.
Sibi no comprendía. ¿Por qué tenía que escuchar? ¡Lo estaba viendo! Aunque era verdad que había algo raro en todo eso. Además, Skull no actuaría tan despreocupado en una situación difícil, por eso, intentó hacer lo que él decía. Respiró profundo y trató de calmarse, acallando a su alocado corazón.
La criatura seguía avanzando, lento, hacia ellos. Al tener los ojos cerrados, Sibi luchaba por mantenerse en calma. Era muy complicado, el temor, sus otros sentidos la obligaban a querer correr. Sin el sentido de la vista el mundo cambiaba por completo. Escuchaba los gritos de Mara, la respiración de Skull, la suya propia y... ¿madera? ¿Follaje?
—¿Ramas? —preguntó ella, extrañada.
Sí, no había fallo, entre los escandalosos rugidos se escuchaba como si alguien estuviese arrastrando ramas de árbol sobre la roca.
Skull asintió con la cabeza.
—¡Dejadlo ya si no queréis que os dispare un par de dardos! —gritó Skull, amenazando al monstruo con su variador.
El avance de la bestia se detuvo al instante. Y entonces Sibi escuchó risas. La silueta de la criatura se agitaba, en las sombras. De pronto, comenzó a deshacerse, desmoronándose por completo. Nunca llegó a verla de forma nítida, pero ahora lucía como un montón de nieve y ramas.
—¡Debiste ver la cara de ese niño! —decía un muchachillo, riendo.
—¡Ya te digo! ¡De verdad que mojó los pantalones!
Dos niños se hicieron visibles al avanzar hacia la luz. Íru y Jíru se sacudían la nieve de la ropa, acercándose al centro de su fechoría.
—¿Nunca estáis conformes? —farfulló Skull, de forma cansina—. ¿Hasta dónde queréis llegar?
—Bueno, Kull —replicó Íru—. No nos pareció gracioso que intentaras engañarnos, así que decidimos regresarte tu treta.
Skull rio.
—Pero no lo habéis logrado, os he pillado —declaró, señalando su cabeza con un dedo.
Jíru puso mala cara.
—Namid tiene la culpa de eso, es una pésima actriz. —El chico le dirigió la mirada a su amiga, quien yacía atada a Mara—. Se supone que debías llorar igual que esa niña, Namid. No era una tarea difícil. Íru y yo hemos hecho el armatoste con el variador. ¿Sabes lo difícil que es usar un variador?
Namid enfureció.
—¡Ya quisiera yo haber hecho eso! —dijo ella—. Intentad soportar cinco minutos atados a esta llorica y ya veréis si podéis hacer algo que no sea odiar cada segundo. ¡Mirad, ya se ha desmayado!
. Íru y Jíru se miraron y se encogieron de hombros. Mara yacía inerte, inconsciente por el susto, colgando de sus ataduras
—¿Y si te dejamos atada un par de minutos más? Ya sabes, por arruinarnos la fiesta.
Namid dirigió una mirada asesina a los dos.
—Intentadlo y veréis que os pasa más tarde.
—Cuando queráis podemos irnos —apremió Skull—, ya habéis causado demasiados problemas.
—¿Y qué harás kull? —preguntó Íru, acercándose peligrosamente a Skull.
Sibi se interpuso en el camino, observando a Íru hacia abajo, con una mirada retadora. Él la miró, más alta, y titubeó un momento. Dio un paso atrás.
—No te sientas tan grande, niña kull —dijo Íru—. No, tú debes ir más allá de una simple kull. En tu lado del mundo ni siquiera sabíais lo que es un variador, ¿cierto? Me pregunto si podrás usar uno algún día.
Sibi suspiró. Después de la primera vez, Íru jamás había vuelto a retarla en arena después de las prácticas. Palabras, eran lo mejor que ese niño tenía para enfrentarla. Y, aunque fuesen ciertas, las palabras no podían dañarla.
—Ya déjalos Íru —habló su hermano—, vámonos de aquí, o el kunul nos castigará sin combates otra vez.
Íru suspiró.
—Vale, vale, desatemos a esa...
Otro rugido se escuchó, esta vez mucho más potente que el anterior. Tanto, que incluso obligó a Skull, a Sibi y a todos los presentes a taparse los oídos.
—¡¿Qué ha sido eso?! —exclamó Íru, con claro temor en su voz.
—Vamos chicos, ¿es que no aprendéis? —dijo Skull, bajando las manos y cruzándose de brazos.
—¡No hemos sido nosotros esta vez! ¡¿Es que no nos ves?! ¡Estamos aquí! —habló Jíru, sin importar la obviedad implícita en su pregunta. El miedo en su voz era real.
—¡¿Qué estáis esperando?! ¡Desatadme! —gritaba Namid, esta vez agitándose igual que Marala lo hiciera hace poco.
Sibi titubeó, Skull también. Los niños no parecían bromear esta vez.
Con un poco de temor, la niña de cabello dorado dirigió su mirada hacia la entrada de la cueva. Otro grito se escuchaba de ahí, por donde habían llegado.
—¡Chicoos! —La voz de Tama se acrecentaba, al tiempo que llegaba corriendo desde la entrada de la cueva—. ¡Es un colgri! ¡Ayuda!
Detrás de él algo venía, algo que se hizo visible en cuestión de segundos.
Sibi ya sabía lo que era un Colgri, jamás había visto uno, pero su descripción no era tan aterradora como tenerlo delante. Era grande, más que un elefante. Tenía pelo, mucho pelo de color blanco. Dos afilados y largos colmillos asomaban de sus fauces, como si fuesen sables. En su cabeza había dos orejas puntiagudas, igual de peludas que su larga cola felina. La bestia había detenido su paso al encontrarse con seis niños invadiendo su hogar. Sus ojos de pupila delgada observaban su premio, un delicioso festín.
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