36. El blanco (I-III)
—¿Escuchaste lo del Gran Sahulur? —hablaba una voz infantil femenina.
—Sí, aún no me lo creo —respondió un niño—. El viejo Hizur era severo, pero se preocupaba por la hiralta.
—Ahora han puesto a una tal Itziva a cargo, espero que ella no sea ambiciosa como lo fue él.
—Era una Laktu, dicen que ha sido la Sahulur más joven en décadas.
—En ese caso no creo que la dejen mucho en el puesto, tal vez sea algo temporal debido a la situación. Jamás hubiera pensado que el viejo Hizur hubiese querido derrocar al Vuhl Sahulur, creo que nadie lo esperaba.
—Nosotros qué podemos saber, esos son problemas de los ancianos —habló otra voz, un tanto mayor—. Mejor dedicaos a la cacería.
Skull reprendía a su huina, dirigiéndole una sonrisa comprensiva a Sibila, quien también escuchaba la conversación de Tama y Marala, sin comprender bien de lo que hablaban.
El grupo de aprendices cazadores se movían entre los árboles, con tanta agilidad como su entrenamiento lo permitía. Skull era el mejor de todos, inclusive sin el don de la vista sabía bien en donde pisar. Sibi llevaba a Rex guardado en un bolso de viaje, a su espalda, pues quería que aprendiese el oficio con ella para que fuera su compañero cuando se convirtiese en una Noktu respetable.
Hasta hace poco, a Sibi no le interesaba nada de eso, pero la llegada de Skull lo cambió todo. Se habían convertido en los mejores amigos. Él sin la vista y ella, de pocas palabras, lograron entenderse muy bien gracias al método de comunicación que se usaba en las cacerías: los silbidos.
Un silbido largo significaba adelante, un silbido cortante era alto. Silbar de forma intermitente era precaución, y las diferentes tonalidades y patrones posibles podían conformar un sinfín de tácticas más complejas. Aunado a eso, ambos habían desarrollado su propio lenguaje que sólo ellos entendían. Una vieja leyenda urbana les había dado la idea, las malas lenguas creían que los Sahulur usaban un lenguaje exclusivo para comunicarse grandes secretos. El par de niños lo habían convertido en realidad y la pasaban de maravilla usándolo. A veces, en los entrenamientos, se divertían desenvolviendo los sucios planes de Íru, Jíru y Namid, o simplemente lo utilizaban para burlarse de ellos a sus espaldas. Con eso fueron ganando fama poco a poco, como el par kull que hacía contrapartida a la tercia terrible de los engreídos. El agradecimiento de Tama y Marala, quienes ahora formaban parte de su huina, vino también con ese paquete.
Siempre, un día antes de que los valis pudiesen volver a casa, se llevaba a cabo una cacería de práctica. La de aquel día era la segunda que Sibi realizaba, y ya se sentía mejor preparada que la primera vez, en la cual había logrado cazar apenas un solo nermut, roedor de poco valor. Hoy pensaba llevarse al menos un kodi, una especie de zorro de pelo blanco muy abultado.
La huina de reclutas, conformada por cuatro integrantes, era liderada por Skull, quien avanzaba con gran habilidad. A su lado, estaba Sibi. Tama y Marala los seguían de cerca, en una formación de cuatro puntos. En una cacería real, el silencio era primordial, que sólo debía romperse con los silbidos de mando, pero como a los niños poco les importaba tal seriedad en una práctica, gustaban de hablar mientras no hubiese una presa cerca.
Los cuatro vestían una capa roja, contrastante con su oscuro traje, para acostumbrarse al movimiento cuando vistiesen la negra. Las capas, para los arqueanos, eran un aditamento de honor, muy preciado, no cualquiera podía vestirlas. Para Sibi resultaba un incordio, pues a veces se le atoraba entre las ramas. Sabía que cuando se convirtiese en una Noktu, la capa negra tendría utilidad: camuflarse con su entorno.
Un silbido corto de Skull detuvo la marcha de la huina. Fue una parada abrupta, que terminó por hacer a Tama tropezar, apoyándose en Marala y llevándosela con él en una estrepitosa caída.
—¡Vayn! —maldijo Skull—. Allá va nuestra presa. Era un skofy, podríamos haberlo vencido y ganado el premio del día.
—Estamos bien, por cierto —dijo Marala, con voz adolorida.
Sibi silbó en un patrón especial: «no te preocupes», quiso decir, mientras se encogía de hombros. Skull sonrió, y le respondió con otro silbido de diversas tonalidades. «Recuérdame qué hacemos con ellos», dijo Skull. La chica respondió con tonos cantarines, «somos los únicos que pueden ayudarlos». Skull suspiró y se dirigió a ayudar a los otros dos.
—¿Nunca aprendéis? —dijo, tendiéndoles la mano—. Marala, presta atención a tu entorno. Y tú, Tama, por favor ejercita tus tobillos.
Marala, que era una niña de apenas once años, de cabello siempre atado en dos mechones trenzados de una forma en que Sibi nunca había visto antes, no tenía mala condición física, pero solía distraerse con cualquier cosa. Tama, de la misma edad, era un niño muy callado y bastante torpe; solía tropezar mucho, y dos de cada tres caídas terminaban en un esguince de tobillo. Por fortuna, esa no parecía ser una de aquellas tristes situaciones.
Mientras Skull ayudaba a los chicos, Sibi subió a un árbol cercano para tratar de tener un mejor panorama del bosque. Cuando estuvo en la copa, un par de voces llamaron su atención.
—Dos inútiles y un... Kull —habló alguien pendenciero.
Sibi frunció el ceño y se quedó en donde estaba, agazapándose entre las ramas, en silencio. Pasó su bolso al frente y abrazó a Rex, en el interior de la bolsa, para que no hiciera ruido. Ya presentía lo que vendría a continuación.
—Skull —dijo el mayor de los aludidos, corrigiendo el insulto entre dientes—. ¿Qué queréis aquí? ¿No tenéis presas que cazar?
—Eso hacemos, Kull, cazando presas —habló otra voz socarrona.
Un niño bajito, de cabello lacio castaño y desarreglado, apareció. Sibi lo reconoció al instante, era Íru. Junto a él, estaba el robusto Jíru, su hermano. Namid los acompañaba, con esa mirada peligrosa que siempre tenía. Sólo tres, a pesar de ser la huina más pequeña de los aprendices de cazador, la última vez se habían llevado las mejores presas.
—Haces bien en juntarte con los otros perdedores —declaró Jíru—. ¿Y dónde está la niña de nieve? ¿Se está escondiendo?
Niña de nieve, Sibi se estremeció al escucharlo. Así la llamaban debido al color de su piel. Sabían que estaba ahí.
—¡Copo de nieve, sal de dónde estés! —gritó Namid.
—¿Qué importa? Seguro está muerta de miedo —dijo Íru, encogiéndose de hombros—. Eso le enseñará su lugar. Mira que creer que puede ser una Noktu. La gente del otro mundo es primitiva.
«Primitivo pareces tú, mono... mono horrible», eso quería decir Sibi, pero, por desgracia, él tenía razón. Estaba muerta de miedo.
—Deberías bajar la voz. Hay un ravahl rondando por la zona —dijo Skull—, estos dos resbalaron por la impresión.
Namid dio un paso atrás con miedo, pero Íru rio.
—Mientes —afirmó—, Jíru lo hubiese olido.
El hermano asintió con la cabeza.
—No hay ravahl cerca —respondió Jíru.
—T-Tú... ¡Tú qué sabes! —gritó Marala, descontrolada, ocultándose detrás de Skull, con Tama.
—Tiene razón —la apoyó Skull—. ¿Sabes cómo huele un ravahl blanco? No lo creo.
Esta vez Íru y Jíru titubearon.
—¿Uno blanco? —preguntaron, casi al unísono.
Skull asintió.
—Ya lo sabéis, así que bajad la voz y mejor iros de aquí. Nosotros también deberíamos hacerlo.
Sibi sabía que Skull estaba mintiendo, pero había sido una buena táctica. Usar al legendario ravahl blanco para amedrentarlos, era una buena idea. Se suponía que era una criatura mitológica arqueana, pero algunos Laktu y Noktu afirmaban haberlo visto en los bosques del norte, justo en los que se encontraban ahora.
—Ja —rio Íru—. ¿Crees que vas a asustarme con un cuento de niños? Si el ravahl blanco estuviese aquí, ya estaríais todos muertos.
—No lo sé, Íru... —balbuceó Namid, acercándose con temor a él. Era una niña con un cuerpo más desarrollado del que debería para su edad. Muy bonita—. ¿Y si dice la verdad?
—Es mentira, tiene que serlo —dijo Jíru.
—N-No es así. Sibi corrió a buscar al kunul, por eso no está aquí —dijo Tama, hablando con los ojos cerrados, casi gritando por el terror. Algo natural, teniendo delante a aquellos que, en más de una ocasión, se habían divertido con él, jugando al kitron, un juego arqueano tradicional en el que se montaba a un ravahl sin caerse o ser mordido. Tama era el ravahl en ese juego.
—¡Shh! No grites Tama, o lo atraerás —completó Marala la historia. Quizás ambos fuesen malos para todo lo demás, pero mintiendo no lo hacían mal.
Tras las palabras de los niños, esta vez la molesta tercia pareció dudarlo aún más.
—V-Vale —dijo Íru—. En ese caso, también deberíamos avisar al kunul.
—S-Sí —lo apoyó Jíru—. ¿Nos vamos, Namid?
—V-Vamos —respondió la chica.
Y los tres comenzaron a alejarse con cuidado, hasta desaparecer entre los árboles.
Cuando desaparecieron, Skull respiró con alivio y silbó a Sibi para decir «ya puedes bajar». Tama y Marala también se notaban más tranquilos, dejándose caer sobre la nieve. Sibi bajó de unos cuantos saltos desde las ramas del árbol y llegó hasta donde los otros.
—Nos salvaste, Skull, gracias —dijo Marala, sin poder mirar a los ojos al chico mayor, a pesar de saber que no podía verla.
Skull se frotó la nuca.
—Ni siquiera yo sé cómo se me ocurrió eso —dijo—. Ahora vámonos de aquí. Podrían volver.
Los tres asintieron y Skull dio la orden con un silbido largo. Como respuesta, los integrantes de la huina se movieron hacia delante, aun buscando una presa.
Esta vez avanzaron en silencio. Si bien, no les importaba atraer al inexistente ravahl blanco, ahora sabían que había otros peligros en el bosque. Sibi, oficialmente ya detestaba a ese trío. La mayoría de personas la miraba como el bicho raro que era, pero lo hacían con curiosidad, y lo entendía; sin embargo, esos tres eran un incordio, pues lo hacían siempre de forma despectiva, igual que a Skull, igual que a Tama y Marala. Por eso quería ayudarlos, estar cerca de ellos, pues en cierta manera, los comprendía.
Guiados por el sensible oído de Skull, quien podía escuchar las pisadas de las presas a una larga distancia, se movieron entre arbustos nevados a plena luz del día.
Todo parecía normal, hasta que un silbido de alerta, seguido de la señal de alto, hizo que se detuvieran. Skull se había quedado estático, con el rostro crispado. Y Sibi no pudo evitar cuestionarlo con un silbido. «¿Qué pasa?», preguntó. «No lo entiendo», respondió él. «¿Está todo bien?», replicó la niña. Skull lucía nervioso. «No, debemos irnos», dijo él. Y estaba a punto de silbar para dar la orden de retirada, cuando de pronto, algo salió de entre las sombras para llevarse Marala, desapareciendo de la vista en un santiamén y dejando atrás el grito ahogado de la niña, perdiéndose como un eco en la soledad del bosque.
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