35. Sahulur


Giraba la esfera de cristal con el dedo meñique, observándola, pensativo. Tenía su vista puesta en el objeto, pero su mente divagaba en otras cuestiones. Casi veinte arkin habían pasado desde que lo tenía en su poder —días, en el calendario galeano— y todavía no ideaba la mejor manera de darle uso. Sus Laktu seguían investigando el bosque del sur en secreto, pero llevaban ya un tiempo sin darle informes.

Hizur no sabía qué pensar, pero confiaba en sus instintos. Lo que sabía hasta ese momento, era que la mujer galeana estaba con Nieve Nocturna. Nadie los había visto, pero tenían constancia de que viajaban al sur, se movían, ocultaban su rastro. A pesar de saberlo, no había informado de nada al resto del Consejo y, mientras jugueteaba con el orbe que pertenecía a Gianna Clemmens, se preguntaba si debería hacerlo o no.

Cerró sus ojos por un momento, respiró profundo y echó su cabeza atrás. Usó una mano para acariciar su barba mientras pensaba. Nunca, en sus años de sabiduría, se había enfrentado a una situación como esa. Los galeanos estaban resultando unos invitados de lo más curiosos.

Observó el objeto de lakrita con el que se entretenía. Si esa esfera escapaba de su posesión, tanto el último Rahkan Vuhl, como su familia, perderían la vida. En sus manos residía el poder para solucionar los problemas de los Sahulur, entregando al hombre que amenazaba descubrir las mentiras que los mantenían en el poder. Al pensar en ello, Hizur se sentía demasiado pequeño para la tarea tan grande que se le había encomendado.

Y luego estaba Adralech, quien seguía investigando el caso de Nieve Nocturna. Comenzaba a sospechar debido a que los Laktu de Hizur dominaban las montañas del extremo sur. Y no era para menos, la localización de la galeana ya era una información codiciada por sí misma. No iba a permitir que Adralech entregara a los galeanos, le faltaba virtud.

Suspiró y se enderezó en el asiento. La luz azul, proveniente de las esferas flotantes de sus aposentos, comenzaba a desaparecer al tiempo que el sol salía por el horizonte. Las noches en Kater eran muy cortas, a veces no servían para aclarar la mente. Y esa mañana, no sólo traería la luz, sino que también marcaría el inicio de un fatídico día.

Las diraceas tintinearon, acompañando la voz de una mujer que llamaba a la puerta.

—Gran Sahulur, ¿está ahí? —habló la arqueana—. Se solicita su presencia en la sala de Consejo Supremo.

Hizur frunció el ceño, preguntándose por qué sería requerido en el Consejo Supremo. ¿Sería el Vuhl Sahulur? Desvió su mirada por inercia hacia la esfera que estaba sobre la mesa.

«¿Acaso...?», se preguntó, pero enseguida alejó el pensamiento. Era imposible que lo supiesen.

—¿Quién me solicita? —preguntó Hizur, levantándose de su asiento. Se dirigió a coger su cetro, por precaución. Algo no estaba bien, escuchaba más personas afuera.

—Gran Hizur, su presencia debe ser inmediata. Por respeto, le ruego que acepte la invitación.

El anciano inhaló profundo y cerró sus ojos por un momento. No había duda, el Vuhl Sahulur lo sabía. Observó la esfera en la mesa y se apresuró a guardarla en uno de los bolsillos de su capa. El objeto era lo más importante, quizás más que su propia vida.

—Claro, claro —dijo él, con una gran calma—. La aceptaré, ahora mismo voy.

Hizur se dirigió a la puerta, a paso lento. Reconocía el modo de operación de ese evento, debido a que él fue participe en otra ocasión. Jamás hubiese pensado que se vería envuelto en una situación como aquellas, ahora se daba cuenta de lo que debió sentir Ahkzar.

Respiró hondo antes de poner su mano sobre la puerta. Las dendritas le acariciaron la palma, y entonces supo que esa sería su última caricia. En cuanto se abrió, dos personas lo apresaron por ambos brazos, mientras una tercera intentaba arrebatarle su cetro.

Sin embargo, Hizur lo había previsto, y sus captores no. El Sahulur enganchó los brazos ajenos con los propios para girarlos y destantearlos. El movimiento los tomó por sorpresa, haciéndolos trastabillar y empujar al resto de guardias que lo esperaban afuera, más de una docena.

Era su propia guardia personal, reforzada por elementos de la Sección Central.

Hizur dio un rápido vistazo a su alrededor y se sintió aliviado. ¿Sólo eso? Ni veinte Laktu eran suficientes para detener a un Sahulur. Podía ser viejo, pero mientras tuviese su cetro, tenía más poder que todos esos jóvenes juntos.

—¡Disparad! —escuchó la voz de mando, pero ya estaba corriendo en dirección al ventanal de la torre.

Los sonidos de disparos de plasma se escucharon detrás de él. Objetos a su alrededor se hacían añicos, mas aquellos disparos que lo alcanzaban tan sólo se desgastaban ante el poder de su capa plateada. Nada podía atravesarla, nada podía tocarlo mientras la tuviese puesta.

Hizur abrió el ventanal de golpe y salió al balcón de la Goan Tarua. Los Laktu corrieron detrás de él, pero antes de que lo alcanzasen, saltó al vacío.

Itziva, que lideraba a los Laktu, se quedó observando con furia en la mirada cómo escapaba de su alcance. No cualquiera podría saltar desde tal altura y salir con vida.

—¡Bajad de inmediato! —dio la orden a los otros, pero ella no lo hizo. Subió un pie al borde del balcón, miró hacia abajo y... también saltó.

Hizur no era ningún novato. Era uno de los pocos Sahulur que habían sido Laktu y Sektu a la vez. Él sabía que alguien como Itziva se arrojaría tras él sin pensarlo dos veces. Extendió su cetro y dejó que el cristal de su punta brillara. De este, brotaron unas volutas de energía pura que se dirigieron a gran velocidad al contrario de su caída, en dirección a la joven.

Al ver los disparos de plasma púrpura la mujer que caía se encogió para protegerse con su propia capa plateada. Los disparos dieron de lleno en ella, desgastándose sin dañarla. Sin embargo, el plan ya había tenido éxito.

El Sahulur giró su cuerpo para dar la cara al suelo que se acercaba peligrosamente. Puso su cetro al frente, dejó que una luz azul emanara para frenar su caída hasta posarse con delicadeza en el suelo. Sólo alguien con un dominio excepcional de un zero podría usar un rul de conversión térmica en el aire a tal velocidad.

En cuanto sus pies tocaron el piso, Hizur se alejó de la zona de caída y miró hacia arriba. Itziva seguía cayendo y ahora apuntaba con su variador hacia el suelo, dirigiendo una luz azul de forma desesperada, pero sin éxito. El Sahulur sabía que gracias a los preciados segundos que le había quitado, ella no tendría tiempo para imitar el acto. Moriría irremediablemente.

Itziva caía sin control, con una expresión de pánico y frustración plasmada en el rostro. Sabía que su muerte estaba cerca, la miraba de frente y se notaba aterrada. Al verla, indefensa, joven e ingenua, algo se revolvió en el estómago de Hizur. Ella sólo cumplía su trabajo, él mismo le había dado el título de su protectora. Sólo el Vuhl Sahulur podía revocar un mandato así. Ella no era la culpable, sólo estaba siendo utilizada.

Durante los últimos días había aprendido más cosas que en años, y recordado otras que había olvidado. Un Sahulur, era el protector de su gente, de su pueblo. Si eso era así, entonces, ¿por qué estaba a punto de dar muerte a uno de los suyos? Ese valor se había perdido con el paso del tiempo y el avance de las generaciones. Si él también lo perdía, ¿qué estaría enseñándole a aquellos que lo sustituirían?

Se odió a sí mismo por lo que iba a hacer, pero no podía dejar que muriese. Era una de los suyos, una vida preciada, una hermana. Inhaló profundo, extendió su cetro con pesar y, altivo y decidido, lanzó otro disparo de luz para frenar la caída de la arqueana.

La joven golpeó el suelo a menor velocidad, pero intacta. Se levantó, aturdida, miró al Sahulur con un gesto de incredulidad. Dudó por unos segundos, anonadada por lo que acababa de ocurrir. Estaba a punto de lanzarse de nuevo a por él, cuando alguien más habló.

—¡Ya basta, Hizur! ¿Qué estás haciendo?

—Hermano, ¿qué has hecho?

Un par de voces. Hizur las reconoció al momento. Suspiró. Ya era tarde, los segundos que empleó para salvar a Itziva habían sellado su destino. Justo ahora, dos figuras encapuchadas aparecían para bloquearle el paso. Detrás de él, la arqueana obstruía su otra salida.

—Adralech, tenías que ser tú. Y también está Diamon, ¿se puede saber que hacéis aquí? —preguntó Hizur.

Dos Sahulur compañeros suyos de la sección nívea, lo observaban. Adralech era otro anciano de más de sesenta, mientras que Diamon, un hombre relativamente joven, de unos cuarenta años.

—El Vuhl Sahulur sabía que doce Laktu no bastarían para atraparte si te resistías, y tenía razón, por eso nos envió —explicó Adralech, observando a Hizur con recelo—. No puedo creer que toda esa ayuda que decías ofrecer para el sur era mentira.

Hizur desvió la mirada.

—Hay una buena razón para eso, Adralech.

—Y lo admites —dijo Diamon—. ¿Por qué lo has hecho, hermano? ¿Por qué nos has mentido?

—¿Qué caso tiene negarlo, si ya lo sabéis? La pregunta es, ¿cómo lo habéis averiguado?

Adralech miró a Diamon.

—Ha sido Rehn —respondió él—. Volvió ayer con una historia muy interesante.

Al escuchar lo último, Hizur se quedó petrificado. Era peor de lo que pensaba. En un principio creyó que habían descubierto lo de la esfera de lakrita, pero no era sólo eso. Rehn había sido visto por última vez en el conflicto de Nieve Nocturna, si estaba vivo, y había vuelto, entonces significaba que también sabían sobre los galeanos, en las montañas del sur.

Eso era sólo una muestra de lo lejos que había llegado la ideología de control extendida por los Sahulur. ¿Traición para aquellos que te han ayudado? ¿Desde cuándo los arqueanos actuaban así?

—¿Qué es lo que sabéis exactamente? —preguntó Hizur, comenzaba a notarse agitado.

Adralech negó con la cabeza.

—Que estás guardando cosas sólo para ti, Hizur —dijo él—. Y por desgracia, esto ha ido más allá de nuestro alcance.

—¿Qué estáis diciendo? —cuestionó él.

Adralech y Diamon levantaron sus cetros y apuntaron a Hizur.

—Tenías un citatorio con el Consejo Supremo, pero tu juicio ha sido llevado a cabo sin tu presencia. No eras necesario con las pruebas que llegaron a nosotros —añadió Diamon.

El corazón de Hizur palpitaba cada vez más rápido. Había sido poco cuidadoso, pensando que por ser un Sahulur estaba exento a las fallas de juicio que cometían. Sonrió de pronto, al sentirse víctima del propio sistema que había ayudado a crear. Que tonto había sido al pensar que podría llevarse la victoria, que podría haber ayudado al Rahkan Vuhl.

—No puedo... No puedo permitir que me llevéis.

—Es que no lo haremos, Hizur. Esto es...

—¡Esperad! —gritó Itziva—. ¿Qué estáis haciendo? Las órdenes del Vuhl Sahulur fueron...

Pero entonces abrió sus ojos, sorprendida, como si acabase de darse cuenta de lo que decía.

—Llevarlo ante el Vuhl Sahulur para cumplir la sentencia —completó Diamon, la frase de Itziva—. Pero si tu misión fallaba, Laktu, nosotros debíamos aplicar la sentencia aquí mismo. Al intentar escapar, Hizur se ha vuelto un peligro.

La cabeza de Hizur maquinaba sin parar, pero no encontraba salida. En su juventud, había sido uno de los Sahulur más fuertes, sólo superado por unos cuantos, incluyendo a Vormyr, el ahora Vuhl Sahulur.

—Diamon... —murmuró Hizur—. ¿De verdad tú vas a...?

Diamon desvió la mirada.

—Basta, Hizur —dijo él, sin poder mirarlo a los ojos—. Tú me estás obligando. Hicimos un juramento, y proteger Arquedeus es lo más importante.

—Hermanos... —clamó Hizur—. ¡Estáis cegados! Debéis pensar en lo que...

Hizur habló, pero no pudo completar su frase. Acababa de darse cuenta de que las palabras recién salidas de su boca le recordaban a alguien, alguien a quien tampoco le habían dado oportunidad de expresarse. No, no le darían oportunidad, porque todo lo que dijese, atentaría contra el dominio que Vormyr quería mantener en alto.

—Escúchate, suenas igual que Ahkzar —habló Adralech—. ¿No te da vergüenza?

Hizur levantó su cetro para bloquear un disparo de plasma rojo desprendido desde el homónimo en manos del Sahulur que había hablado.

—Lo sentimos, Hizur. No lo hagas más difícil.

Hizur suspiró.

—Que mi muerte os ayude a recordar el verdadero camino del Sahulur, queridos hermanos —murmuró—. Abrid los ojos, limpiad vuestros oídos y poned a trabajar vuestro corazón otra vez.

Las últimas palabras causaron una sorpresa magna, tanto en Diamon como en Adralech. Acto que provocó que dispararan plasma energético rojo desde sus cetros. Itziva gritó, intentando interponerse en el camino de los ataques, pero deteniéndonse ante la mirada severa que Hizur le dirigió. Se comprendía con facilidad

«No la desperdicies». Itziva lo supo, hablaba de una oportunidad.

Hizur levantó su cetro y bloqueó los disparos de los otros Sahulur, pero entonces, un lazo energético lo apresó por los pies. Los Laktu de la torre hacían su acto de presencia. La guardia personal del Vuhl Sahulur llegaba. Algunos de los plateados se llevaron a una confundida Itziva, al tiempo que la tragedia alcanzaba al condenado.

Látigos energéticos lo envolvieron. Uno de ellos le arrebató su cetro, dejándolo indefenso. Adralech y Diamon se acercaron, apuntando a él.

—¿Algo qué decir, Hizur? —preguntó Diamon.

Hizur lo miró a los ojos. En ese momento ya no se preguntaba si habría sido lo correcto creer en ese hombre llamado Jack Relem. Ahora que su muerte se acercaba, al fin estaba seguro. Un poco tarde. Lo que los Sahulur habían creado no era sabiduría, era dominación. El único camino a la salvación, era el último Rahkan Vuhl, pero pronto también quedaría a merced del Consejo Supremo.

—Te perdono —afirmó Hizur—. No sientas culpa, hermano, cuando te enteres de la verdad.

El rostro de Diamon se crispó tanto que mostró los dientes entre su barba y bigote de candado. Y entonces, con un resplandor de luz roja, apuntando directamente a la cabeza de Hizur, completó la sentencia que había sido dictada para el amo y señor de Kater.

Cuando el anciano cayó al suelo, sin atisbo de vida en la mirada, algo cambió en el panorama. Lo habían conseguido, la oportunidad de oro que estaban esperando. Gracias a Rehn, pronto las piezas del ajedrez comenzarían a cambiar, favoreciendo al bando que tenía todo lo que necesitaba para lanzar su jugada.




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