27. Los cráneos no tienen ojos (IV-IV)
—Sibila, Sibila despierta.
Sibi sintió una palma golpeando suavemente su mejilla. Abrió los ojos despacio. Varias miradas la observaban. El kunul la sostenía en sus brazos, con una expresión de estar aliviado.
—Menos mal que estás bien, el Sahulur me mataría si algo te hubiese pasado —dijo—. No te sobre esfuerces así, ¿vale? Anda, de pie, el entrenamiento ha concluido.
La niña asintió, dándose cuenta poco a poco de lo sucedido. Había perdido.
«Tanto esfuerzo para nada», pensó, acompañando su sentir con un resoplido que levantó un mechón dorado de su rostro.
Cuando el kunul la dejó ponerse en pie, se lamentaba por su pobre actuación. Creía que sería la nueva burla, pero ocurrió todo lo contrario. Sus compañeros comenzaron a felicitarla. Le sonreían, palmeaban sus hombros y espalda. No sabía cómo tomar eso, no podía creer que la estuvieran felicitando por perder. Suspiró. Nada había cambiado, seguían pensando que era inferior.
Ignorando aquellos lastimeros halagos, dirigió su mirada más allá de la pequeña multitud de niños y niñas que la rodeaban. No todos formaban parte del triste espectáculo. Marala y Tama se alejaban hacia sus dormitorios, charlando entre sí. Íru, Jíru y Namid, estaban charlando entre ellos, lanzando una que otra mirada suspicaz desde la distancia. Por último, solitario, cruzado de brazos y sentado en el viejo tocón de un árbol, estaba Kull, observándola con fijeza, como si esperase el momento justo para acercarse.
—Ya no hay nada que ver, hora de volver a los dormitorios. Sibila, ¿segura que estás bien?
—S-sí.
El kunul sonrió al escuchar la respuesta, ayudó a la chica a ponerse de pie, y disolvió el grupo de curiosos que aún quedaba.
Sibi también tomó rumbo a su dormitorio, prestando especial atención a Íru; no quería que la fuese a atacar por la espalda apenas se distrajera. Sin embargo, el chico sólo se alejaba en dirección contraria mirándola con más curiosidad que odio mientras Jíru y Namid le daban palmaditas en la espalda.
Una risilla se le escapó al cuestionarse si era júbilo lo que sentía, aunque fuese por algo tan trivial como eso. Era impactante la cantidad de emociones que una batalla podía producir. No se había dado cuenta antes, porque toda reyerta en la que se había visto envuelta, había sido contra criaturas asesinas. Enfrentarse a otro niño, jugando, no le parecía tan mal.
Una mano la tocó por el brazo.
—Lo has hecho bien, Radika —dijo una suave voz masculina.
Sibi se giró para ver quién era y se sorprendió al reconocer al chico de los ojos cerrados: Kull. Ella abrió la boca para responder, pero no dijo nada. Era alto, comparado con el resto de sus compañeros, pero tampoco alcanzaba la estatura que las raíces rusas le conferían a la niña.
—¿Te molestaría si te acompaño a tu dormitorio? —dijo él, sonriendo—. Me gustaría hablar contigo, sólo un poco, y no podemos estar afuera por mucho tiempo.
Sibi tragó saliva. ¿Invitar a alguien a su dormitorio? ¿A un desconocido? Eran cuestiones que ni siquiera había considerado. Volvió a abrir la boca y, aunque las palabras tampoco salieron, produjo un ligero sonido de sorpresa. Kull sonrió.
—¿Eso fue un sí? —preguntó, aunque pareció más una afirmación porque comenzó a andar por su cuenta—. Vamos, comienza a hacer frío.
La niña se quedó sin habla —más que siempre—, agitó su cabeza para salir de la confusión y echó a andar detrás del chico, sin saber cómo habría podido refutar esa acción.
Caminaron en silencio, uno junto al otro. El recorrido de vuelta a las torres residenciales de la academia estaba lleno de diraceas, florecillas que tintineaban cada vez que alguien se movía cerca.
—Me agrada ese sonido. ¿A ti no? Es muy pacífico —comentó el chico misterioso.
«Mhhmm», asintió Sibi, tan sólo con una vocalización airosa.
Los pocos alumnos que quedaban afuera yacían sentados en banquillos de piedra alrededor de la bella fuente central, distinguida por una estatua de piedra con la figura de un viejo Laktu, fundador de la primera torre de Kater. Todo estudiante menor de quince debía irse a dormir después del tercer sekel del día, aunque aún hubiese luz de sol.
La asignación de dormitorios no tenía que ver con el rango o nivel de los alumnos, por lo que su disposición dentro de la academia era arbitraria. La entrada al dormitorio de la niña estaba en la torre norte, en la que, por ser nueva, estaba en la planta baja para evitarle la fatiga de subir, o trepar la torre. La menospreciaban, como siempre, pero tampoco iba a quejarse por las facilidades que le otorgaban.
Ninguno volvió a pronunciar palabra durante el resto de la caminata. Sibi se mantuvo rezagada, sin mirar a Kull hasta que estuvieron frente a la puerta del dormitorio. Todavía en silencio, ella puso la palma de la mano sobre la superficie de madera peluda, como le gustaba llamarla gracias a la fina capa de dendrita que nacía sobre la superficie. Apenas tocarla, la vellosidad que recubría la puerta vibró, causándole un cosquilleo. A esas alturas, ya sabía que sólo estaba confirmando su identidad genética para darle acceso a su habitación. No era muy difícil acostumbrarse a la tecnología arqueana.
En cuanto la puerta se abrió, una figura rechoncha saltó de lo alto de una estantería hasta los brazos de Sibi, acompañando su caída con un siseo agresivo dirigido a Kull. Las escamas rojas de Rex relucieron al salir a la luz. Sus ojos viperinos observaban al acompañante con suspicacia.
La niña sonrió al reptil y le presentó a Kull con un gesto. Rex observó al desconocido por un instante, para luego ignorarlo y centrarse de nuevo en Sibila con una expresión bobalicona, utilizando su larga y delgada lengua para frotarla contra su nariz. No la tocaba, sino que parecía una pluma agitándose, apenas rozándola. Ella rio al sentir la frialdad, liberó al semidragón en el suelo e invitó a pasar al chico misterioso con un gesto apenas perceptible.
Ella entró por delante. Lo primero que hizo fue a sentarse en uno de sus kuffis, esperando que el chico también lo hiciese, pero no sucedió. Kull avanzó hasta el centro de la habitación, y se quedó ahí, de pie, sobre la marca que designaba el sitio donde se guardaba la kuffla de Sibi.
El dormitorio de la academia era pequeño, pero suficiente para las necesidades de cualquier estudiante. Había una estantería grande, llena de libros sobre historia, geografía, astronomía y ciencia arqueana, en la que Sibi también guardaba, en orden, los rul intellis de cada clase. A pesar de que en Arquedeus existían los cristales de conocimiento, las holopads y otro sinfín de elementos tecnológicos de aprendizaje, los libros eran parte de una cultura antigua que nunca moriría. Junto a la estantería, el muro seguía hasta llegar a un amplio ventanal que sólo permitía la entrada de luz, pero no la salida, es decir, sólo daba vista hacia el exterior. Desde ahí, podía verse el patio central, en donde sobresalía la estatua del Laktu. El espacio restante en las paredes estaba ocupado por las características canaletas y plantitas tintineantes. En el piso, cerca de la entrada, había un conglomerado de trapos y telas raídas, además de material suave de corteza de árbol: el nido de Rex. El reptil no estaba ocupándolo en ese momento, puesto que aprovechaba el regreso de Sibila para acurrucarse en sus piernas.
Los compañeros no-humanos estaban permitidos en la academia. Era normal que los niños llevasen algún vander para no estar solos, o incluso hacerse amigo de alguno durante su estancia.
Cuando llegó, Sibi pensó que Rex asustaría a todos, pero nadie le puso mala cara. En Arquedeus había toda clase de criaturas raras, desde saltamontes con cuernos, hasta musarañas con alas. Los animales eran muy variados y apreciados, pues los arqueanos tenían la firme creencia de que toda criatura viva tenía el mismo valor y representaba un lugar importante en la existencia natural. Debido a ello, Rex, a pesar de ser único, era igual de respetado, y eso era algo que le encantaba.
—¿Eso es un aghi? —preguntó Kull, al escuchar los sonidos guturales que el híbrido producía—. Lo has engordado mucho, ¿eh? Tener un compañero debe ser divertido.
Sibi no respondió, tan sólo siguió acariciando a Rex, dejando que se retorciera a gusto en su regazo. Ella sabía que los aghi eran reptiles, pero jamás había visto uno.
Ante la ausencia de respuesta, Kull arrugó la frente y se cruzó de brazos.
—Eres difícil de palabra —afirmó el chico—. Vale, eso hará más sencillo lo que quiero decirte. ¿Tienes un asiento?
Kull acompañó la última pregunta con un ademán. Estaba pidiendo permiso para sentarse. Sibi lo miró con el ceño fruncido, ofendida debido a que ya se lo había ofrecido antes, pensando que no le había prestado atención. Sin embargo, al caer en cuenta de lo que en realidad sucedía, dejó ir una exhalación de sorpresa.
—Tomaré esa reacción como un sí —respondió Kull, con una sonrisa ante la exclamación que Sibi hizo al descubrir que él... era ciego.
El muchacho llegó a lado de Sibi y se sentó en otro kuffis. Ella lo observó, apenada, casi boquiabierta. La que no había prestado atención suficiente era ella. La razón por la que ese chico nunca abría los ojos, se debía a la ceguera.
—Tranquila, no tienes que decir nada si no te gusta hablar —dijo él, sin hacer notorio lo que Sibi recién descubría—. A mí no me gusta ver, así que tenemos algo en común.
Cerró su última frase con una risa tonta, como si hubiese dicho un buen chiste. Pero Sibi siguió callada.
—Entonces, niña con un aghi —siguió hablando Kull—. Quería decirte una cosa, lejos de los demás para que no estorbaran. Esto... ¿cómo lo digo? Eh... es más difícil de lo que pensé.
Sibi comenzó a notar una sensación extraña: vergüenza. Sentía que su rostro se ponía rojo, y agradecía que su interlocutor no pudiese ver, o de lo contrario se avergonzaría más.
—¿Me estoy poniendo colorado? —preguntó él, de pronto.
Sibi dio un respingo, asustada, pensando que le había leído la mente o algo. Pero al darse cuenta de que no hablaba de ella, se tranquilizó. Sí, en realidad él también estaba sonrojado, pero apenas se notaba en su piel oscura. Ella asintió con la cabeza, pero enseguida se dio un golpecillo en la frente al recordar que no podía verla. Entonces cayó en cuenta de algo, ¿cómo podría comunicarse, si ella no hablaba y él no veía?
—Dices que sí, ¿no es así? —respondió él, riendo—. No te asustes, no puedo ver, pero escucho tus movimientos. En realidad, he aprendido a escuchar muchas cosas, ¿sabes? De eso mismo quería hablarte. —Inhaló profundo antes de continuar—. Yo... he escuchado como te tratan los otros. Ya sabes, Íru y su grupo, incluso el kunul. Tú... sientes que te menosprecian, ¿a que sí?
Sibi se quedó boquiabierta, sorprendida por la acertada afirmación. Tragó saliva y desvió su mirada sin decir nada. Kull sonrió.
—Lo suponía. ¿Sabes por qué lo sé? —cuestionó. Sibi negó con la cabeza—. Porque yo me sentía igual que tú.
Lo decía igual de alegre que siempre, pero Sibi no sabía qué responder, o qué decir. Lo único que pudo hacer, fue acariciar a Rex, quien ya dormitaba en su regazo.
—Quería explicártelo, porque esos wethuk no se dan cuenta de lo que hacen. Es así, Arquedeus. Debe ser más difícil para ti, que vienes de fuera, ya que incluso lo fue para mí, a pesar de que nací aquí. —Kull suspiró—. Lo hacen porque eres diferente. Si no eres como todos, entonces eres inferior.
Sibi inhaló profundo, molesta, como si fuese a decir algo, pero sin hacerlo.
—No me malentiendas —se apresuró a corregir Kull—, no quise decir que tú seas inferior, sino que ellos lo piensan. Niños, jóvenes o adultos, aquí nos crían para superarnos día a día. La consecuencia es que los mejores se sienten superiores, y los que no pueden seguir el ritmo se sienten como basura. Conseguir un logro es difícil, pero regodearse de este es más fácil. Imagina lo que pasa cuando... —Señaló sus ojos—..., cuando no tienes las mismas capacidades que otros, o cuando... —La señaló a ella—..., cuando eres diferente. Te hacen menos. —Kull apretaba con fuerza uno de sus puños al hablar—. No todos son así, pero hay algunos qué se les va la mano. Ya conoces a Íru.
Sibi asintió, y creyó comprender lo que Kull decía. En el viejo mundo también ocurría, se llamaba elitismo, valía más el que tenía más. El chico hablaba como si eso ya no fuese un problema para él. ¿Lo había superado? Quería preguntarle, pero él se adelantó.
—Desde que Marala y Tama llegaron, la mayoría se olvidó de mí. Ellos se volvieron la burla, y ahora que tú estás aquí, han decidido que eres merecedora de ese repudio. A decir verdad, no sé qué diferencia puedan notar en ti, además de que usas un traductor y pareces ser más alta que nosotros. ¿Sabes? Es curioso, porque en mi mundo, en el que yo no veo, para mí eres igual.
Kull sonrió. Sibi le correspondió al escuchar lo último, sin importar que no pudiese verla.
—Está bien, Radika —dijo Kull, levantándose del kuffis y empezando a andar hacia la salida—. Ya he dicho lo que tenía que decir. Tan sólo quería que supieses, que no estás sola. Si algún día necesitas hablar con alguien... —Dejó ir una risilla—..., o escuchar a alguien hablar, puedes contar conmigo. No todos somos wethuk.
Al ver que se levantaba, a punto de marcharse, Sibi se sobresaltó. No dijo nada, pero quería hacerlo. Él le agradaba, y de verdad quería conversar.
—E-espera —dijo ella, con voz tímida—. ¿P-podría preguntarte algo?
Kull detuvo su andar. Sonrió con calidez y se dio la vuelta para dar la cara a Sibi. Se veía radiante, como si agradeciese el sonido de cada palabra.
—Lo que gustes.
Sibi tragó saliva, juntó valor, y volvió a hablar.
—K-kull —pronunció, como si cada palabra le causase incomodidad—. ¿Por qué te llaman Kull?
Él rio, como si fuese una pregunta tonta. Sibi frunció el ceño e infló las mejillas, molesta. Tanto trabajo le había costado hablarle, para que se riera de ella.
—Bueno, es algo tonto, Radika. Muy simple, en realidad —dijo él, todavía riendo—. Soy un retrasado. Tengo catorce gyros, soy mucho mayor que todos aquí. Esta ligera... desventaja... —Se refirió a su falta de visión con un ademán—, me ha costado más tiempo del que esperaba para adaptarme. Y eso es, como imaginarás, motivo de burla y vergüenza para los demás. —Suspiró—. Esta es mi última oportunidad para avanzar, si no lo hago seré un marginado por siempre.
Al escuchar las palabras del chico, Sibi se dio cuenta de que se sentía igual. Ella tampoco podía seguir el ritmo de los demás, pero se esforzaba demasiado para conseguirlo. La única barrera, la única cosa que la frenaba, era ella misma, pero debió ser todavía más difícil para él, con un impedimento como la ceguera.
La niña alzó la mirada. Sostuvo a Rex con cuidado y lo dejó sobre el kuffis después de que ella se pusiera de pie.
—Abre los ojos —dijo Sibi, de pronto, posicionándose justo al frente de Kull.
Al sentir su presencia tan cerca, el joven dio un paso atrás.
—¿Q-qué... qué dices? —cuestionó el chico, nervioso.
—Ábrelos —repitió Sibi, con decisión e insistencia.
—¿P-por qué? N-no comprendo.
—Sólo ábrelos —volvió a decir ella—, quiero verlos.
—E-está bien —respondió el muchacho.
Despacio, poco a poco, Kull comenzó a levantar sus párpados. Sibi lo observaba expectante, quería comprender por qué... por qué la gente podía ser tan cruel por algo tan trivial.
Sus ojos se abrieron, ella quedó boquiabierta. Nunca había visto algo como eso.
—Son... —dijo ella.
Kull los cerró al instante.
—Dan miedo, ¿verdad?
Sibi lo negó y puso las manos en el rostro de Kull y, sin dar ninguna importancia al respeto social, levantó ella misma sus párpados, obligándolo a abrirlos de nuevo. Él se sorprendió, pero no opuso resistencia.
Blancos, eran completamente blancos.
—Nieve... son de nieve —dijo Sibi, sorprendida—. Hermosos.
Y era verdad, para ella, esos eran un par de ojos únicos. Kull rio.
—Vaya, eso es... nuevo. Nunca nadie me había dicho que eran de nieve.
Sibi sonrió.
—Estás sonriendo, ¿verdad? ¿Puedo? —cuestionó él, levantando sus manos, pidiendo tocarla.
Sibi lo dudó por un instante, pero accedió, tomando las manos de Kull y colocándolas sobre su rostro. Él lo sintió, mientras ella se esforzaba en no dejar de sonreír, para qué él pudiese «verla».
—Sor... sorprendente —dijo él—. Eres... eres...
La niña se sonrojó.
—... muy rara —terminó Kull la frase.
Con la sorpresa, Sibi le dio un empujón. Él se echó a reír.
—Lo siento, lo siento —dijo él—, es que de verdad nunca había tenido la oportunidad de sentir un rostro como el tuyo. Me agradas.
Sibi volvió a ponerse roja, y no pudo evitar unirse a la risa del chico. Le resultaba bastante divertido. Jamás hubiese pensado que alguien como él, que en la arena de combate se había mostrado tan serio y centrado, fuese alguien con gracia.
—Skull —dijo Sibi, en voz baja.
—¿Qué has dicho? —preguntó él—. Kull, querrás decir.
Sibi negó con la cabeza. Ya era irremediable que entendiese que no podía verla.
—Skull —volvió a decir—. Será tu nuevo nombre.
—¿Skull? No lo entiendo, ¿qué significa?
Sibi sonrió.
—Significa cráneo, de donde yo vengo... Los cráneos no tienen ojos, y dan mucho miedo.
—¡¿Quieres decir que doy miedo?!
Sibi negó otra vez.
—Miedo. Eso es lo que sentirán cuando escuchen tu nombre —explicó, con seriedad—. No más risa.
Kull, no, Skull, sonrió.
—Ya entiendo, eres muy lista Radika —dijo él—. Skull, ¿eh? Me gusta.
—Sibi —dijo ella—. No Radika, Sibi.
—Es un buen nombre, pero por qué no... ¿Salali?
—¿Salali?
—Es el nombre de una arqueana de leyendas, conocida como la Diosa de la Nieve. Te gusta la nieve, ¿no?
Sibi sonrió.
—Salali, me gusta. Gracias —dijo ella—, pero Sibi. Por favor, Sibi.
El chico se encogió de hombros ante su intento fallido por ponerle un sobrenombre. Se había sentido tonto al ser rechazado, pero ahora entendía que la niña, aunque de aspecto frágil, estaba muy segura de lo que quería y lo que no.
—Vale, será Sibi entonces —repitió él, y ambos comenzaron a reír mientras Rex abandonaba el kuffis para esconderse en su nido, molesto, debido a que el ruido no lo dejaba dormir.
Y así comenzaba la historia de Skull y Sibi, dos personas muy especiales, en un mundo de gente que se creía especial. Ese día, sin esperarlo, ambos encontraron a un buen amigo con el qué compartir nuevas aventuras y con quien crear nuevos recuerdos.
Desde ese entonces, Sibi no volvió a cuestionarse si su estancia en la academia era grata o no. Tampoco volvió a pensar en abandonarla y volver a casa. Ahora, había encontrado una razón para continuar y para sentirse a gusto en ese mundo tan fantástico.
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