6
Menuda semanita llevo... ¡y solo estamos a miércoles! ¡Cielo santo, qué agonía!
Las carcajadas de mis amigos tras narrarles lo acontecido durante la reunión resuenan por toda la casa. Y no es para menos, incluso a mí se me escapa la risa ahora que ha pasado todo. Por suerte no ha habido daños colaterales, solo siento lástima de la pobre señora de la limpieza que se encuentre en el baño con semejante percal.
Animados por la euforia del momento, decidimos ir al cine todos juntos, ya que el miércoles es el día del espectador y las entradas están a mitad de precio. Nos compramos unos cubos enormes de palomitas y vamos a ver Elysium; Matt Damon es una apuesta segura; nos gusta a todas.
Dos horas y media después, regresamos a casa entre risas, bromas y empujones. Al final, el día ha mejorado sustancialmente, quién lo iba a decir. Eso es lo bueno de haber empezado tan mal, cualquier cosa que pase después solo puede mejorarlo.
Así va transcurriendo la semana, día a día, afortunadamente sin sobresaltos en la oficina; menos mal, un imprevisto más y juro que me da algo.
Mi ánimo mejora cuando llega el viernes. Solo de pensar que se acerca el fin de semana hace que me estremezca de entusiasmo, de manera que no me importa sacrificar una hora más y quedarme para acabar de transcribir unos comunicados importantes; estoy segura de que el lunes me harán falta y paso de las prisas de última hora.
—¿Te quedas? –pregunta Vanessa cogiendo su bolso y el abrigo.
—Necesito acabar esto, pero no tardaré mucho en marcharme.
—Muy bien, guapa. Bueno, que te vaya bien el fin de semana.
—Eso ni lo dudes. –Sonrío y me despido con la mano.
En mi planta ya no queda nadie y la única luz que permanece encendida es la de mi mesa. Bufo desesperada ya que esto parece no acabar nunca. En ese momento la puerta del despacho de mi nuevo jefe se abre. ¡Mierda, con lo bien que iba! Se sorprende al verme todavía aquí.
—¿Hace horas extra señorita Suárez?
—No, eh... Tengo que acabar unas cosas antes de irme. Enseguida termino.
Se acerca a mi mesa, deposita su maletín de cuero marrón en el suelo y me observa.
—¿Puedo ayudarla?
—No, gracias. No se preocupe, enseguida termino. –Le repito.
Sonrío, pero por dentro no hago más que rezar para que se vaya y me deje tranquila, aunque no parece estar por la labor. Ignorando mis palabras, rodea la mesa hasta ponerse a mi lado. Bajo mi atenta mirada acerca la silla de la mesa de al lado, la de Vanessa, para sentarse junto a mí.
—Veamos, ¿está traduciendo estos papeles?
Asiento y mis mejillas empiezan a arder. ¡Joder, si no fuera mi jefe no me intimidaría tanto!
Coge una de las cartas que tengo sobre la mesa y la lee. Parece que la entiende, pese a que está escrita en castellano. ¡Cómo no, sabe hablar mi lengua a la perfección! A continuación, coge su maletín del suelo y saca de su interior un ordenador portátil, lo pone sobre mi mesa y lo enciende.
—¿Qué va a hacer? –le pregunto con los ojos abiertos como platos.
—Nos vamos a dividir la faena, así acabaremos antes. ¿Qué le parece?
—No es necesario señor, en serio. Es mi trabajo, no el suyo.
Sonríe, recoge la carta de la mesa y, sin dejar de mirarme, añade:
—Esta es mi empresa, yo decido cuál es mi trabajo y cuál no.
Trago saliva, no sé qué más decirle, y lo malo es que ahora me sabe mal que tenga que estar aquí por mi culpa. Muestro mi cara de sorpresa cuando empieza a teclear enérgicamente el contenido de esa carta en un inglés impecable, mientras que yo, en ocasiones, tengo que tirar de diccionario. ¡Qué vergüenza!
Decido ignorarle y acabo mi informe. Ambos permanecemos en silencio, lo único que nos recuerda que seguimos trabajando es el frenético repiqueteo de las teclas de los ordenadores en perfecta sinfonía. Acabamos a la vez y le dedico una divertida sonrisa al ver que ambos hemos marcado al mismo tiempo el punto final.
—Gracias. –Añado recogiendo todos los papeles de la mesa.
Me levanto, voy hacia el archivador y los coloco cuidadosamente en su sitio mientras mi jefe recoge su ordenador portátil.
—Te he enviado un e-mail con mi traducción, el lunes la adjuntas a las tuyas.
Me dirijo hacia la mesa, apago el ordenador y recojo mis cosas.
—Muchas gracias señor Orwell; aunque no tenía por qué molestarse.
—Bueno, para mí no ha supuesto un gran esfuerzo, así que no se preocupe.
Nos dirigimos al ascensor; mira por dónde, al final va a resultar que mi nuevo jefe es majo. Se abren las puertas y entramos, él se inclina y presiona el botón del aparcamiento, le sonrío y marco también el de la planta baja.
—¿No viene en coche al trabajo, señorita Suárez?
—No, prefiero el transporte público.
Parece contrariado y se queda en silencio. Mira hacia las puertas metálicas del ascensor, luego se gira en mi dirección y, con el rostro tan serio que siempre le precede, añade:
—Si quiere puedo llevarla hasta su casa, es tarde.
—Gracias, pero no será necesario.
—Insisto.
—Y yo le he dicho que no hace falta.
Nos retamos durante un buen rato con una tensa sonrisa.
A él no le gusta que le lleven la contraria y yo no soporto que me manden, y menos cuando ya ha concluido mi jornada laboral y oficialmente ha dejado de ser mi jefe.
El ascensor se detiene en el parquin, se abren las puertas y él sale, pero antes de que vuelvan a cerrarse, las detiene con el maletín.
—Señorita Suárez, déjeme al menos invitarla a un café.
Su insistencia me confunde y todas las alarmas de mi cerebro saltan recordando las advertencias de mis amigos. ¿Qué diablos pretende?
—Lo siento, señor Orwell, pero no acostumbro a tomar café a partir de las siete de la tarde, luego no podría dormir; pero agradezco su ofrecimiento. Ahora, si me disculpa...
Vuelvo a presionar el botón de la planta baja para ver si detecta la indirecta, pero las puertas no se cierran. ¡Y seguirán sin cerrarse hasta que él aparte el dichoso maletín del detector!
—¿Y una copa? ¿Aceptaría que la invitara a una copa?
Me muerdo el labio inferior, no sé si reír o reprenderle por su insistencia; aunque puede que no sea tan mala idea despejarse un poco.
—Está bien. –Acepto y accedo a salir del ascensor. Su rostro ligeramente aliviado me hace gracia–. Pero le advierto una cosa señor Orwell –sonrío al ver lo serio que se ha puesto de repente–: Mi jornada de trabajo ya ha concluido, a partir de este momento usted es solo James, y yo solo Anna, ¿entendido? –Su exagerada sonrisa me aturde. ¿Qué pensaba que iba a decirle?
—Me parece estupendo, Anna.
Presiona el mando a distancia, el cual emite un par de pitidos. Miro hacia las luces que parpadean para descubrir su coche; un impresionante Hamann BMW Z4 descapotable en color plata. No tengo palabras.
—Vaya James... No se puede decir que vayas descalzo, precisamente.
Estalla en carcajadas y se adelanta un par de pasos para abrirme la puerta del copiloto. ¡Madre mía, es antiguo hasta para eso! Entro y me abrocho el cinturón. El olor a cuero nuevo es embriagador, inspiro profundamente mientras él ocupa su lugar al volante.
—¿Y bien? Ahora, ¿adónde vamos? –le digo tan pronto sube la empinada rampa del parquin.
—No lo sé, no lo he pensado. ¿Dónde te apetece ir?
Sonrío; más vale que le proponga un sitio o me llevará a los locales del puerto. Apuesto a que como buen guiri que es, no conoce otra cosa.
—¿Puedes aparcar en Las Ramblas?
—¡Claro!
Circula por algunas calles y desembocamos en la Plaça de Catalunya. Giramos a la izquierda y volvemos a entrar en un nuevo parquin, ya que es la única forma de aparcar en Barcelona.
El multicultural bullicio de la gente caminando de aquí para allá es algo que le pone tenso; sé que es porque se siente inseguro, no domina el lugar y debe aceptar, muy en contra de sus principios de gentleman, que yo sea la que tome las riendas de la situación. ¡Me encanta tenerlo en desventaja!
Divertida, le sonrío y le cojo del brazo para tirar de él con fuerza. Es una manía que tengo, siempre estoy tocando a todo el mundo. Mi efusividad es también algo que le incomoda, ya que tampoco lo puede prever y controlar.
—¡Madre mía, estás más rígido que una viga! ¿Quieres relajarte un poco?
Me mira confundido. Su cara seria me hace estallar en carcajadas, pero él no me corresponde.
—Anna, creo que no es buena idea que yo vaya por aquí...
Me separo de él para dedicarle una mirada de arriba abajo. Cierto es que llama un poco..., bastante la atención. Bajamos por Portal del Ángel y nos adentramos en el barrio gótico. La gente le observa, no cuadra para nada en este ambiente, su atuendo es tan... Me detengo en seco. Tiene razón, a estas horas y en mitad de estas calles oscuras... En fin, incluso a mí me entran ganas de atracarlo. Entonces se me pasa una idea descabellada por la cabeza, saco mi teléfono móvil del bolsillo y miro el calendario. ¡Sí, hoy es el día!
—¡Tengo una idea! –exclamo emocionada–. ¡Regresemos a Las Ramblas, corre!
Le cojo de la mano, ignorando su cara de pánico y, juntos, corremos por la calle hasta volver a la seguridad de la iluminación de Las Ramblas.
—¿Te puedo preguntar adónde me llevas? –Le miro y vuelvo a reír.
—Hemos llegado. –Anuncio deteniéndome al final de una inmensa cola.
—¿Qué es todo esto? –pregunta. Parece realmente preocupado por todo cuanto está presenciando.
—Hoy es la inauguración de una nueva tienda Desigual, está abierta hasta las doce de la noche y, ¿sabes qué es lo mejor?
Su cara de espanto lo dice todo. Vuelvo a reír; hay que ver qué estirado es, y eso que debe de tener más o menos mi edad.
—Si entras desnudo, te regalan la ropa que puedas ponerte.
—¡¿Qué?!
—¡Por favor, no me mires así! Solo tenemos que quedarnos en ropa interior, no es para tanto.
—¿Te has vuelto loca?
—No seas tímido, no seremos los únicos –le digo señalando la larga cola que hay frente a nosotros–. Además, necesitas otro tipo de ropa para pasar desapercibido por la ciudad, ¿no?
—En primer lugar, puedo ir a mi apartamento y cambiarme, y en segundo, si quiero ropa de este sitio me la compro, no necesito desnudarme para que me regalen nada.
—¿En serio eres siempre tan coñazo o es que hoy no tienes un buen día?
—¿Cómo dices?
Le sonrío. Se está enfadando cada vez más, debo recordar que es mi jefe y cortarme un poco, pero llegados a este punto, no hay vuelta atrás.
—No me vas a negar que así es mucho más divertido... –Me desprendo de mi abrigo y me lo cuelgo del brazo–. ¡Vamos, anímate! Estamos a punto de hacer algo que no hemos hecho en la vida, ¿no te parece emocionante? –Empiezo a desabrocharme la camisa y gira su rostro, parece incluso escandalizado.
— Por favor, no hagas esto.
—¡James! –le reclamo, obligándole a mirarme mientras me quito la camisa y me quedo en sujetador–. Solo es ropa interior y, ¿sabes una cosa?, te aseguro que algunos de mis biquinis enseñan más que esto. ¡Vamos! ¿A qué esperas?
Sigue descuadrado, y no sé bien si es por solidaridad conmigo, porque ha aceptado mi ridículo argumento, o porque no quiere dejarme ahí tirada medio desnuda; sea por lo que sea, suspira y decide seguirme el juego.
—¿No tendrás una cámara oculta y el lunes encontraré fotos mías en calzoncillos por toda la oficina, verdad?
Se me escapa la risa, resulta tentador y no se me había ocurrido.
—¡Fíjate que sorpresa! ¡Si hasta tienes sentido del humor y todo!
—Es más miedo que otra cosa –añade mientras se deshace el nudo de la corbata, se desprende de los tirantes y desabrocha, botón a botón, su inmaculada camisa blanca. ¡Por Dios, si hasta lleva tirantes! Antes de hoy, solo los había visto en Steve Urkel.
Me quito los vaqueros sujetándome a su brazo para no perder el equilibrio, espera paciente a que me quite los zapatos, luego los pantalones y, finalmente, vuelvo a ponerme los zapatos abrochando la hebilla al tobillo. En cuanto levanto la vista, me topo con su torso desnudo y le doy un buen repaso. Mira por donde, para mi sorpresa es absolutamente perfecto. ¡Pero si está fuerte y todo! ¿Cómo puede ser que bajo esas insulsas prendas de ropa esté oculto un chico así? No puedo evitar la pregunta obligada en estos casos:
—¿Haces deporte?
Me mira sorprendido.
—Eeeeeh...
—Y recuerda que jugar a la Play Station y ver el Canal +, no cuenta como deporte.
Sonríe y niega con la cabeza.
—Siempre me han gustado los deportes de agua, concretamente el remo, pero hace varios años que no lo practico por falta de tiempo. Ahora, cuando necesito quemar los excesos, me limito únicamente a correr.
Le dedico un asentimiento de cabeza y recompongo rápidamente mi expresión de embobada antes de darme la vuelta, consciente de que le estoy dando el culo..., ¡y mi culotte revela demasiado! Pero es que ahora no puedo mirarle, ¡Dios! ¡No sé si esto ha sido buena idea! Ver a mi jefe semidesnudo es algo que tardaré en olvidar, ¡y más con ese cuerpo que tiene el jodío! ...algo lechoso, eso sí. Seguro que por la noche, frente a la luz de las farolas, es hasta reflectante, pero al menos está en buena forma, eso debo reconocerlo.
—¿Y tú? ¿Practicas algún deporte? –pregunta de improviso.
Me ladeo y le sonrío.
—¡Claro!
—¿Ah, sí? ¿Cuál?
—Zapping.
Se le escapa una discreta risita y decido volver a ofrecerle un primer plano de mi culo, concentrándome en el gran número de personas que hay delante de nosotros esperando para entrar. Solo cuando me siento preparada y deseosa por saber qué está haciendo ese magnífico ejemplar británico que hay detrás de mí, me giro. Por fin se ha quitado los pantalones, únicamente se ha quedado con un bóxer negro, los calcetines y los zapatos. No puedo contener la risa; lo de los calcetines ha hecho descender rápidamente mi libido.
Observamos de reojo cómo los transeúntes más cercanos nos miran con descaro, somos una fila inmensa, pero este inglés fuerte, fluorescente y de metro noventa, llama mucho la atención.
—No creo que pueda perdonarte que me hayas hecho pasar por esto –murmura mirando a su alrededor.
—Lo harás con el tiempo. –Le guiño un ojo, le cojo del brazo y, como una niña pequeña, empiezo a dar saltitos–. ¡Qué emocionante, jamás imaginé que me atrevería a hacer algo así!
—¿Ah, no? Yo te veo capaz de esto y mucho más.
Me echo a reír sin despegar los ojos de ese cuerpazo; he de reconocer que está buenísimo. Por ponerle una pega solo decir que su pelo relamido hacia un lado le resta atractivo, pero tampoco es cuestión de tocar hoy ese detalle, ¡en menuda le he metido ya!
James me coge de la mano y, muy sutilmente, me ladea hasta colocarme a su izquierda, bloqueándome entre su impresionante cuerpo y la pared, incluso la mano que sujeta su ropa está tras mi cintura... ¡Un momento! ¿Me está tapando de las miradas indiscretas? Se me escapa la risa. ¡Pero qué mono es! Caballero hasta el final.
La fila avanza cada vez más deprisa. Nos movemos y me ladeo, intentando esconder mi sonrisa de él.
—¿Qué te hace tanta gracia? No has parado de reírte.
—Bueno, es que no todos los días ves a tu jefe en ropa interior; es algo raro, ¿no crees?
Me devuelve la sonrisa.
—Recuerda que ahora mismo estamos en igualdad de condiciones.
Es cierto, vuelvo a reír mientras me cojo con más fuerza de su brazo, apretándolo contra mí. ¡Hace un frío de mil demonios!
—Como estemos mucho rato así, vas a coger una pulmonía.
—¡Qué va! Soy fuerte como una roca; además, ya queda poco, somos los siguientes. ¿Tú no tienes frío?
Ahora es él quién se echa a reír.
—Prueba a vivir un invierno en Londres, entonces sabrás lo que es pasar frío. Esto no es nada.
Le concedo la razón; ahí sí que debe ser horrible con tanta lluvia, niebla y humedad.
Esperamos un rato más, hasta que al fin podemos entrar en la tienda. Tiro con avidez de James, conduciéndolo a la sección de caballero. Le miro de forma divertida acariciándome el mentón a modo de reflexión, y tras meditarlo durante un rato, opto por un polo azul marino con letras en negro, junto a unos vaqueros de los más modernos.
—¡Ponte esto! –Le animo emocionada.
—¿Aquí en medio?
—Si ya estás desnudo, ¡¿qué más da?!
Sonríe.
—Tienes razón. A ver, pásame la ropa. –La mira un rato–. Parece que has acertado mi talla.
—Tengo un ojo increíble, ¿qué te creías?
Niega divertido con la cabeza, incluso parece que se ha puesto rojo tras mi comentario, o simplemente es que los ingleses adoptan ese color según la hora del día. Rápidamente se pone el polo, metiendo primero los brazos por las mangas y luego la cabeza; le queda espectacular. Luego se viste con los vaqueros y soy incapaz de cerrar la boca mientras le observo. ¡Pero si hasta tiene culo! ¡Y no un culo cualquiera!
—Increíble. –Le miro embelesada durante largo rato hasta que me obligo a reaccionar–. Estás guapísimo, de verdad, deberías vestir así más a menudo.
—No creo que este sea para nada mi estilo.
—Pues a mí me gusta. –Me reafirmo–. Bueno, ¿vamos ahora a por algo para mí?
Se pone en marcha enseguida, preocupado porque aún siga desnuda, y la verdad es que no sé el porqué de esa preocupación repentina, aquí dentro no hace frío.
—Te toca elegirme algo.
Dejo mis cosas sobre un estante y extiendo las manos para que pueda contemplarme bien. Tras reírme de su cara de desconcierto, doy una vueltecita, y en cuanto vuelvo a mirarle, añado:
—Espero que no te equivoques con la talla. Si escoges algo demasiado grande me enfadaré, porque eso querrá decir que me ves gorda, y si es demasiado pequeño también, pues será que no me has prestado la suficiente atención.
Tras mi comentario empieza a reír a carcajadas.
—O sea, que haga lo que haga lo tengo bastante mal.
—Eso aún no lo sabemos. Tú prueba, a ver qué tal se te da.
—Está bien. –Acepta el reto divertido, me dedica una última miradita y empieza a hurgar entre los montones, que están muy desordenados por la cantidad de gente que ha estado hoy revolviéndolo todo–. ¿Qué te parece esto?
Me enseña un vestido azul con detalles en blanco, verde y plata. Sonrío de oreja a oreja, ¡es precioso! Me lo pongo delante de él sin dudarlo. Al menos no se ha equivocado de talla, y es una lástima; quería buscar un pretexto para picarle.
—¿Te gusta? –pregunto extendiendo mi falda para que vea los recargados detalles.
—Sí, te queda bien.
—¡Genial! Entonces ya podemos irnos.
El dependiente mira nuestra ropa, nos retira las etiquetas y nos deja marchar. Sin buscarlo, tengo un nuevo vestido en mi armario.
Una vez fuera, metemos nuestra ropa en las bolsas de papel que nos han dado y retomamos el camino. James coge mi bolsa sin preguntar y la mano que le queda libre aprieta la mía, dejándome alucinada.
Increíble... ha sido quitarse el traje y empezar a hacer gestos espontáneos.
Ahora más cómodos, nos adentramos en el barrio gótico y le guío hacia un místico bar que conozco. Es oscuro y la decoración un tanto tétrica, pero tiene cierto encanto, las bebidas son económicas y disponen de una amplia variedad.
Nos sentamos en unos sofás de rayas negras y los dos proferimos un suspiro de alivio en cuanto percibimos los mullidos cojines bajo nuestros traseros. Hemos permanecido de pie mucho tiempo y ahora parece como si hubiéramos alcanzado el cielo.
—¿Qué te apetece tomar? –pregunto incorporándome correctamente en el sofá.
—Lo mismo que tú –responde.
—De acuerdo, voy a pedir.
Él se pone de pie enseguida.
—Voy yo. ¿Qué quieres?
Tiro de él hacia abajo, obligándole a sentarse.
—¡Quédate sentado! –exclamo alarmada–. No es buena idea que me dejes sola en una mesa vacía, y menos en un antro como este –menciono poniendo cara de circunstancias.
Mi absurda excusa parece haber surtido efecto y cede. Me acerco sonriente a la barra y pido dos cervezas, tras pagarlas me dirijo hacia la mesa con ellas en una bandeja.
—¡Mira, nos han puesto unos cacahuetes y todo! ¡Menudo detallazo! –Sonrío emocionada.
—¿Por qué no me has dicho que esto había que pagarlo en la barra?
—Quería invitarte –confieso.
—Entonces, eso de dejarte sola en un antro como este no era más que un banal pretexto para salirte con la tuya, ¿no?
—Sí, tendrías que haberte visto la cara. –Sonrío.
—¿Cuánto te ha costado esto?
—¿Por qué quieres saberlo?
—No voy a permitir que pagues tú, Anna.
—Demasiado tarde. –Le recuerdo.
—Es igual, voy a devolvértelo. –Saca su cartera del bolsillo y me pongo tensa.
—¡Ni se te ocurra hacer lo que creo que vas a hacer! ¡Guarda la cartera, por el amor de Dios! Resulta ofensivo.
Me mira extrañado.
—No me gusta que hagas eso; si mal no recuerdo, fui yo quién te invitó a tomar algo.
—Bueno, después de lo que te he hecho pasar hoy, qué menos que pagarte la consumición; te lo mereces. –Le guiño un ojo mientras doy un sorbito a la cerveza Estrella Galicia, mi favorita–. Ahora cuéntame, ¿dónde te has instalado? –Decido preguntar al percibir que es poco hablador.
—He alquilado un apartamento en el Eixample, cerca de Paseo de Gracia.
Arqueo las cejas. Vaya con el inglés, ¡y parecía tonto!
—¿No vives con tu padre?
—No –responde tajante–. El barrio de Pedralbes no es de mi agrado. –Sonrío con incredulidad.
—Pues serás el único que piensa eso.
Se encoge de hombros y añade:
—Mi padre tiene sus preferencias y gustos, yo tengo los míos.
Detecto cierta aspereza en sus palabras y decido cambiar de tema; no quiero que se sienta incómodo.
—¿Tu traslado a Barcelona es definitivo?
Hace una mueca. Se tensa repentinamente mientras me pregunto si estoy haciendo bien al querer saber tanto.
—Voy y vengo. De momento estaré un tiempo por aquí hasta que las cosas empiecen a marchar como quiero, luego regresaré una temporada a Londres y así sucesivamente.
—Entiendo... Debes echar de menos a tu gente. –Aventuro mirándole de soslayo.
James baja la cabeza, incómodo.
—Más o menos es algo así, sí.
Su respuesta me confunde. Doy un nuevo trago a mi bebida y espero..., espero..., y sigo esperando... ¡¿Es que no va a decir nada?!
Su silencio me incomoda, así que desvío la mirada al pequeño recipiente de cacahuetes al que no hemos metido mano aún. No sé si a él le pasará lo mismo, pero yo tengo un hambre que me muero, como siempre. Cojo uno y vuelvo a centrarme en el impertérrito rostro de James.
—Abre la boca –le digo sonriente.
Sus cejas casi se juntan por la incomprensión, así que le muestro el cacahuete entre mis dedos, provocándole una sonrisa de medio lado al advertir mis intenciones.
—No tienes puntería.
¿Perdona? ¿"Don Barra de Hielo" me está diciendo que no tengo puntería? ¡Pues se va a enterar!
—Eso es lo que tú te crees, chato. Abre la boca –ordeno y su risa se dispara.
Me mira y advierte en mi rostro que el juego ha dejado de ser una broma para convertirse en un objetivo en mi vida. Le sigo retando con la mirada encendida hasta que se retira todo lo posible de mí y, cediendo a mi deseo, abre la boca.
Una, dos y... ¡tres! Le lanzo el cacahuete, él se ladea y lo coge al vuelo, con lo que empiezo a dar palmas de alegría como una tonta.
—¡De aquí a la NBA! –espeto divirtiéndole aún más por mi comentario.
—Venga, ahora te toca a ti.
Imito sus movimientos, me retiro y abro la boca. Coge un cacahuete, apunta y... ¡dispara! Ni se ha acercado.
—¡Mira que eres malo! Te dejo volver a intentarlo, va.
Él se anima, repite los últimos movimientos y esta vez sí, el cacahuete entra en mi boca y lo mastico, haciéndolo crujir entre los dientes.
—¿Probamos desde más lejos?
Sus ojos me miran confusos, provocándome una carcajada mientras me pongo en pie situándome cerca de la barra, armada con el cacahuete en la mano.
—Abre la boca.
Impresionado por mi atrevimiento, hace lo que le pido. Apunto, lanzo y él vuelve a cogerlo al vuelo. ¡Bien!
No nos damos cuenta de los intentos que llevamos. Volvemos a reír, subiéndonos en las sillas para lograr más altura. La gente deja sus bebidas para prestarnos atención, incluso el camarero nos anima proponiéndonos nuevos retos de lanzamiento; hoy nos hemos convertido en su espectáculo. Un corro se ha formado a mi alrededor animándome en el último lanzamiento; además, da la casualidad de que voy ganando de tres y no quepo en mí de gozo.
—¡Vamos chiquitita! Te estoy esperando.
¡Uy, lo que ha dicho! ¡¿Chiquitita?! ¡Le voy a enseñar a este lo que es capaz de hacer la "chiquitita"!
Me preparo para un lanzamiento mítico. Estoy sobre la mesa del bar, James está de rodillas en el suelo con las manos extendidas, aproximadamente a unos cinco metros de distancia. Esta es la definitiva, la última y gano. La presión de la gente aclamándome hace que mi corazón lata con fuerza. No lo pienso más, balanceo el brazo, tiro y... La dirección que toma el cacahuete no es la adecuada, pero entonces, James mueve su cuerpo hacia la derecha, atrapándolo con la boca.
Los aplausos se intensifican, me bajo de la mesa de un salto y corro hacia él al más puro estilo Dirty Dancing para celebrar mi triunfo. Triunfo que, por otro lado, me ha servido en bandeja, pero no me importa, estoy tan feliz que no pienso, solo actúo; soy así de impulsiva.
Sus brazos me rodean y me alzan sin esfuerzo. Le he contagiado mi efusividad y ahora me da vueltas en el aire; estoy a punto de marearme. En cuanto me deja en el suelo me tambaleo, pero él está ahí, alerta para sujetarme si ve que estoy a punto de caer.
Salimos del local entre aplausos y silbidos. Nuestras miradas se cruzan, tiene un lado oculto que no había mostrado hasta ahora. Una parte de él quiere dejarse llevar, ser más espontáneo y guiarse por las situaciones inesperadas que se le presentan. En definitiva, quiere ser joven; pero otra parte, la más arraigada, se resiste a sucumbir. Su exquisita educación, cultivada durante años, le impide dar rienda suelta a cualquier deseo agazapado bajo la superficie.
Una vez en el exterior, inmersos de nuevo en el bullicio nocturno de una ciudad en movimiento, vuelve a ser el hombre precavido, serio y prudente de antes; aquel que lo analiza todo y que no pasa nada por alto. Quiero proponerle que vayamos a cenar, tal vez unas tapas, pero algo en su rostro me advierte que no lo haga. Estoy a punto de hablar, dejando a un lado mi sexto sentido, cuando él se gira en mi dirección y de forma tajante, dice:
—Es tarde. Te llevaré a casa.
Recompongo con rapidez mi expresión. No es que me afecte su comentario, simplemente me sorprende esa habilidad innata que tiene para joder lo que podría haber sido un día perfecto. Asiento mientras nos dirigimos a paso ligero hasta el parquin. ¿Por qué tanta prisa de repente?
Bajamos las escaleras y nos situamos frente a la máquina de pago. Saca la tarjeta de la cartera y, actuando por instinto, se la arrebato de las manos para pagarlo yo.
—¡Anna, ni se te ocurra!
Su tono serio y contundente me cohíbe, la sangre ha huido de mi rostro y, aprovechando mi estado de shock, me quita la tarjeta de las manos y la mete en la ranura correspondiente. Veintiséis euros con veinte. ¡Qué caro! Realiza el pago, me mira y ruge:
—¡Vamos!
Fíjate tú, ese "vamos" autoritario no me ha gustado un pelo. Su tono duro y enfadado sin venir a cuento me previene. No pienso meterme en el mismo coche que él, lo tengo decidido. Me planto en seco y se gira al ver que no he avanzado un solo paso. Me contempla con el ceño fruncido, así que no le hago esperar más.
—Bueno, James, ha sido un placer. Me lo he pasado bien, nos vemos el lunes en la oficina. –Doy media vuelta para volver a subir las escaleras del parquin.
—¡Anna! –Grita.
Continúo mi camino. Lo hago por no girarme y contestarle, a pesar de todo no he olvidado que es mi maldito jefe, pero como se atreva a volverme a gritar, la voy a liar. Corre tras de mí y aprieto el paso. Mi esfuerzo no sirve de nada, un par de zancadas le bastan para alcanzarme.
—¿Adónde vas? –espeta cogiéndome del brazo.
—A casa –respondo con indiferencia–, cogeré un taxi. –Le aclaro de pasada.
—Anna, por favor... No hagas esto, ¿quieres?
—¿Hacer el qué, James? No estoy haciendo nada malo.
—Ya sabes lo que quiero decir; puedo llevarte.
—Bueno, pero yo no quiero que lo hagas –contesto en el mismo tonito irritante que él ha empleado antes.
—No vas a coger un taxi.
¿¿¿Qué??? ¿¿¿Ha dicho que no??? Me está cabreando.
—Me da igual lo que digas.
Vuelve a agarrarme del brazo.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? No entiendo a qué viene esto.
—No lo sé, dímelo tú.
Suspira. Su paciencia se está agotando, pero la mía ya lo está.
—¿Qué tengo que hacer para que aceptes mi ofrecimiento a llevarte a casa?
—Nada. No puedes hacer nada, tu problema es de nacimiento.
Su rostro se relaja, incluso parece que sonríe. Eso me pone histérica.
—Vamos, Anna, por favor, me complacería mucho llevarte. Si no quieres bajar tendré que perseguirte, coger ese taxi contigo y asegurarme de que efectivamente te deja a salvo en tu casa; después, tendré que volver aquí para recoger mi coche.
Sus palabras me hacen dudar. Parece arrepentido, así que puede que se haya dado cuenta de su capullismo. Suspiro sonoramente y empiezo a bajar los escalones de mala gana, pero como la última palabra he de tenerla yo, añado:
—A mí nadie me grita ni me da órdenes, ¿te queda claro? Como vuelvas a alzarme la voz, yo también lo haré, y ten por seguro que no me cortaré un pelo, porque en cuanto a gritos se refiere no hay quien me gane.
Vuelve a sonreír, pero yo no bromeo, hablo muy en serio. Lo único que mínimamente aplaca mi genio, es ver su asentimiento de cabeza y cómo su cara de permanente mala leche se neutraliza. Me detengo, dejándole el espacio suficiente para que se coloque frente a mí y me abra la puerta. Lo cierto es que es un detalle arcaico, pero en este momento decido que me gusta y se lo permito sin poner objeción.
—Entiendo tu silencio.
Me giro para mirarle. Por primera vez, es él quien ha empezado a hablar.
—Me alegro –contesto bruscamente.
Sube la empinada rampa y se incorpora a la circulación. No me pregunta dónde vivo, aunque apuesto a que ya lo sabe, es demasiado controlador como para saltarse ese detalle.
—Quiero que sepas que me lo he pasado muy bien en tu compañía. –Me mira y centro la vista en la carretera; aunque le veo de reojo–. Pero todo es muy complicado, Anna.
Ahora sí que me giro enérgicamente. ¿Qué quiere decir con eso? ¡Ni que le hubiera propuesto algo indecente! Pienso en sus palabras durante un buen rato, estoy alucinando, pero saco la entereza de donde puedo y contesto:
—Esto puede ser tan complicado como queramos. Podemos elegir.
Sus cejas se arquean, dedicándome una media sonrisa antes de devolver la mirada al frente.
No tarda en llegar al portal de mi casa. No dice nada más, ¿para qué?, ¡si ya está todo dicho! Este hombre es raro de cojones. Me despido con un rápido adiós antes de salir del coche, entro en el portal y subo los escalones de tres en tres, como si escapara de un fantasma.
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