43
Dejo los papeles en la mesa y me pongo el abrigo, Vanessa no me va a dejar trabajar esta vez, dice que hace días que no voy a desayunar con ellas y empieza a tomárselo como algo personal. No tengo más excusas que ofrecerle; me queda mucho por hacer, pero ya no puedo alargarlo más.
Mónica sonríe y empieza a aplaudir en cuanto traspaso la puerta del bar. Nuestra mesa de siempre está dispuesta, así que me siento en mi lugar y, en cuanto estamos acomodadas, levantamos la mano derecha a la vez para que nos vea el camarero.
—Ya pensaba yo que el mandón de tu jefe no te dejaría salir hoy tampoco.
—Él puede dejarme o no –digo encogiéndome de hombros–, al final haré lo que me apetezca.
Ambas se ríen por lo bajo. El camarero nos saluda, deposita cuidadosamente la bandeja sobre la mesa y nos entrega, sin error, a cada una su desayuno.
—Disculpen... –Nos mira a las tres, cerramos el pico y le prestamos toda nuestra atención; no estamos acostumbradas a que nos hable, normalmente se limita a tener un trato cordial sin más–. Si no es mucho pedir, ¿podría firmar mi libreta? –Pregunta extendiendo la libreta donde apunta los pedidos y un bolígrafo.
Mónica se tapa la boca para no reír y Vanessa le da un discreto codazo en las costillas.
—¿Quieres que te firme una libreta? –Mi incredulidad desata las risas del grupo mientras el chico se pone más y más rojo.
—¿No es usted la chica del anuncio? El de las cremas...
¡Madre mía, no me jodas que ahora me van a reconocer!
—Pero quieres que te firme en la libreta –insisto.
—Es que no tengo una foto a mano.
—Oh, por eso no te preocupes. –Vanessa abre su bolso bajo mi impasible mirada y saca una revista.
Cómo no, hay un diminuto espacio dedicado a mí, mi cara en un primer plano en blanco y negro, bajo el eslogan de las cremas. Arranca la hoja y se la entrega al camarero.
—Muchas gracias –dice a Vanessa con una tímida sonrisa–. Tenga. –Me entrega la hoja de la revista y miro a mis amigas con los ojos abiertos como platos.
—Entonces deduzco que este desayuno es a cuenta de la casa, ¿verdad?
—¡Por supuesto! –exclama el chico dedicándome una desproporcionada sonrisa.
—Vale, entonces dame el boli. –Firmo el papelito, solo con mi nombre y una rayita enroscada y se lo devuelvo.
—Muchas gracias, Anna.
—De nada.
En cuanto se va, Mónica se recuesta en la silla sin dejar de sonreírme.
—¡Anda que vaya morro tienes! –dice negando con la cabeza mientras sostiene su taza de café.
—¡De morro nada! Al menos que sirva de algo que salga en las revistas, ¿no crees? Pero bueno, no intentes escabullirte cambiando de tema, sincérate con nosotras, ¿qué tal con Raúl?
—¿Raúl? –pregunta Vanessa sorprendida.
—Sí, es el adolescente cañón que va detrás de Mónica.
—¡Qué me dices!
—¡Calla, calla, que no es para tanto! No hay nada entre nosotros.
—¿No? –La miro atentamente–. Pues mira que los adolescentes a esa edad tienen las hormonas revolucionadas...
Vanessa se echa a reír.
—¡Ay, Anna! ¿Por qué haces que todo parezca una perversión sexual?
—Tanto como perversión... Pero no me negarás que no te da morbo.
Su tez se torna de un rojo intenso y se me escapa la risa.
—De momento solo hemos tomado café un par de veces, una banal charla y poco más.
—Uuuu... Un par de veces... –digo cogiendo una tostada y llevándomela a la boca–. Esto promete.
—¡No pienses mal, por favor!
Me echo a reír tapándome la boca para que no se vea mi desayuno a medio masticar.
—¡Si yo no pienso mal! Pero me hace gracia lo de los cafés. Vamos, ¿a quién pretendes engañar? Ese chico te gusta, de lo contrario nunca le habrías dejado invitarte a nada.
—¿Te gusta? –interviene Vanessa sorprendida.
—No lo sé... –reconoce tras un largo bufido–. Digamos que no me lo paso mal con él, me hace reír y eso no es fácil.
—Doy fe –corroboro con la boca llena.
—¡Oye! ¡Traga antes de hablar!
—¡Pero bueno! ¿Es que acaso eres mi madre? –Doy un gran mordisco a mi tostada, lo mastico solo un poco para acomodar el bocado a mis carrillos y, con toda la seriedad que puedo aparentar, digo:
—¡Petarda!
Vanessa estalla en carcajadas al ver que he dejado la mesa cubierta de diminutas miguitas, sin embargo, Mónica me reprende y se apresura a retirarlas con un periódico.
—¡Qué guarra eres!
—¡Es que me has picado! –alego en mi defensa.
—Bueno, a lo que íbamos, sigue hablándome de ese chico, que me interesa. –Nos interrumpe Vanessa.
Mónica empieza a ponernos al día y, disimuladamente saco mi teléfono móvil del bolsillo; en vista de que no hay notificaciones, empiezo a jugar al Tetris. Antes de batir mi propio récord aparece un mensaje en mi pantalla, lo abro enseguida.
«¡Hola preciosa! Ha pasado mucho tiempo, ¿qué tal vas? ¿Te ha gustado mi regalo?»
Arrugo el entrecejo.
—¿Qué pasa? –pregunta Vanessa al ver mi reacción.
—Me han hecho un regalo, acabo de recibir un mensaje diciéndomelo.
—¿De verdad? –Su emoción me ilusiona momentáneamente–. ¡Pues vamos a la oficina, que seguro que te está esperando!
No hace falta decir nada más, soy así de infantil, es escuchar la palabra "regalo" y empezar a temblar de emoción. Nos despedimos de Mónica y corremos hacia la oficina como si estuviéramos huyendo de un atracador, solo que en lugar de gritos, hay risas nerviosas por nuestra parte.
En cuanto llegamos a nuestra planta, ahí está, sobre la mesa de cristal de mi escritorio se yergue un pomposo ramo de rosas rojas, eso sí, un ser indeseable le está dando sombra a mis capullos. Me acerco con paso firme hacia él, no me ve venir porque está de espaldas concentrado al máximo en la diminuta tarjeta amarilla de mis rosas.
—Eso es privado –le reprocho con brusquedad al tiempo que me apresuro a retirar la tarjeta de sus narices.
—Si es algo privado debería estar fuera de mi empresa, ¿no cree?
Pestañeo aturdida varias veces, ¿qué problema tiene ahora?
—¿Quién es Franco? –Prosigue con los labios apretados, y en ese momento reprimo la risa entendiendo su mosqueo.
—No creo que deba darle explicaciones.
—La verdad es que no, pero tengo curiosidad. ¿Qué le ha hecho?
Abro mucho los ojos y leo rápidamente la línea que me ha dedicado en la tarjeta:
"Puedo hacerlo mejor si me das otra oportunidad. Franco."
—¿Has leído mi tarjeta? –Pregunto en un tono reprobatorio que no le pasa desapercibido, me dedica media sonrisa apretada y añade:
—No hace falta leer para saber lo que pone. Todos sabemos que un hombre solo envía flores a una mujer por dos motivos: o le ha fallado o está a punto de hacerlo, por eso no me verás nunca enviar flores a nadie.
—¿Ah, no? ¿Tan seguro estás de no haberle fallado a nadie?
Se gira bruscamente encarándome, por su reacción advierto en el acto que, tal vez, me he pasado.
—Cuidado Anna, ese ha sido un golpe bajo.
Me guardo mis opiniones para mí, todavía no la quiero liar, así que bajo la mirada y decido ignorarle. Saco el móvil del bolsillo para agradecer a Franco su regalo, tal vez se merezca una segunda oportunidad; quién sabe, me ha pillado en un momento de flaqueza.
—¿Qué haces? –Pregunta James visiblemente alterado.
—Dar las gracias a Franco por su detalle. Resulta que a mí sí me gusta que me envíen flores.
—¡Ni hablar! –espeta ofendido–. Le recuerdo que durante su horario laboral debe dejar de lado sus asuntos personales.
¡Pero bueno! Con que esas tenemos ahora, ¿no? ¡Lo mismo le diré como se le ocurra volver a abordarme en el ascensor! ¡Esta me la paga!
—Tenga –dice entregándome el fajo de papeles que lleva en la mano–, esto es para hoy. Haga los gráficos con las ventas de los últimos tres años y una comparativa con la de este trimestre, redacte un informe y envíelo a Londres.
Cojo los papeles que me entrega intentando controlar mi ira por medio de la respiración: inspiro, espiro, inspiro, espiro... ¡Funciona! Poco a poco, las ganas de matar menguan.
—Está bien –contesto con calma.
Se gira, pero antes de regresar de nuevo a su cueva, se detiene.
—No sé mucho de la cultura española, pero ¿sabe su padre que tontea con un chico que se llama Franco?
—¿Qué es lo que más le molesta, que esté conociendo a otro chico o que haya decidido pasar de usted?
Mira rápidamente a nuestro alrededor, he dicho eso en voz alta, sin pensar, pero todo tiene un límite y él no hace más que tirarme de la lengua. Por suerte, no hay nadie lo suficientemente cerca que haya podido oírnos.
—No me haga reír, Anna, usted no puede pasar de mí del mismo modo que yo tampoco puedo hacerlo de usted.
Entra en su despacho y yo suelto el aire bruscamente por la nariz. ¡Pero qué ganas de matarlo! Hay que ver cómo me hace pasar del amor al odio en un solo segundo. Tomo asiento y miro los papeles que acaba de entregarme, convencida de que me ha cargado con tanta faena a modo de venganza personal, y eso me enfurece todavía más. No hace tanto que me juró que nuestra relación no me ocasionaría ningún cambio en el terreno laboral y mira... Antes de ponerme con la faena, desobedezco deliberadamente a James y abro el gestor de correo para enviar un e-mail a Franco:
«He recibido tus flores. Gracias, me gustan mucho. En cuanto saque un hueco te llamo y nos tomamos algo, ¿de acuerdo? Un besito muy grande. Anna».
Clico en el botón de envío y minimizo la ventana para empezar a pasar los gráficos. No escribo ni dos palabras cuando el teléfono de mi mesa empieza a sonar.
—Le atiende la señorita Suárez.
—Venga a mi despacho inmediatamente.
Y ahora, ¿qué tripa se le habrá roto? ¡Esto está pasando de castaño oscuro!
Entro en su despacho sin llamar y cierro la puerta. Cruzo de mala gana los brazos sobre el pecho esperando a ver qué quiere el señorito. Su semblante serio me intimida, pero solo un poco, tal vez sea por el contexto en el que me veo envuelta, no por el hecho de que realmente me imponga su autoridad.
—Tráigame una taza de café.
Hasta ahora nunca me había pedido el café, seguramente solo lo hace para fastidiarme, no obstante, me muerdo la lengua. Salgo del despacho de mi jefe y me dirijo al office, lleno una taza de café y regreso al despacho.
—Quiero otro sobre de azúcar –dice, y yo aprieto aún más los labios.
Vuelvo al office, cojo un segundo sobre de azúcar y regreso al despacho, depositándolo en el platillo junto al primero. Remueve el café lentamente mientras contempla el sobre que acabo de traerle.
—Creo que mejor tomaré sacarina.
Mi respiración se congela, ¡será estúpido!
Salgo disparada del despacho de mala gana, cojo un puñetero sobre de sacarina y, cuando vuelvo a aparecer ante él, se lo tiro a la mesa. Hace serios esfuerzos por no desatar la risa, yo también los hago, pero por no asestarle un puñetazo en plena cara.
—¿Puede traerme un poco de leche?
—¡Oh vamos! –Espeto enérgica haciéndole botar de su asiento–. ¿En serio ha decidido desde hoy empezar a tomar el café con leche?
Hace una extraña mueca de contención, yo solo pienso que como me haga salir a por leche, juro que escupo en la jarra antes de entregársela. Pero no, finalmente levanta su taza humeante y da el primer sorbo delante de mí, la deposita cuidadosamente sobre el platillo y vuelve a remover con la cuchara el contenido con total parsimonia.
—No deje que mi tranquilidad la confunda, estoy muy molesto con usted.
—Y esta vez, ¿por qué? Si puede saberse –pregunto a la defensiva, pero es que no puedo más, ¡este hombre me desquicia!
—Me ha desobedecido.
—¿Cómo dice?
—Le he dejado bien claro que haga a un lado sus asuntos personales durante las horas de trabajo, y usted acaba de enviar un e-mail a ese tipo. Por si no lo sabe, todos los mensajes que se envían con el correo de empresa pasan primero por mi servidor.
Siento cómo se me corta la respiración.
—¿Qué puedo hacer con usted, Anna? ¿Sancionarla? Cada minuto de su jornada que dedica a otras cosas yo pierdo dinero.
—Vamos a ver, James –le digo dejando su estúpido jueguecito–, me parece que te estás pasando.
—No, solo protejo y me preocupo por lo que es mío. –Me mira intensamente–. Ahora mismo, esta empresa lo es todo para mí.
—No creo que enviar un e-mail a Franco ponga en peligro la empresa, es más, que yo esté aquí ahora tratando esto, sí que te está haciendo perder dinero.
Sonríe, ¡por fin parece que se relaja un poco!
—Tienes razón. En realidad no te he llamado aquí para eso, admito que sí me han molestado esas flores, y más cuando yo también tengo un regalo para ti y pensaba dártelo hoy mismo.
—¿Para mí? ¿Por qué?
Se le escapa la risa.
—Porque me apetece, ¿te vale?
—No quiero regalos.
—¿Y esas flores?
—No es lo mismo.
—En eso estamos de acuerdo, yo no voy a regalarte unas simples flores.
Su comentario me enerva, le odio con todo mi ser, con cada poro, cada pelo... ¿Es que se cree superior a Franco? ¡Maldito presuntuoso!
—Agradezco el detalle, pero no quiero nada –repito.
—Da igual lo que digas, lo vas a aceptar.
—¿Ah, sí? ¿Me vas a obligar?
—Por supuesto. –Alza su muñeca para mirar la hora–. Antes de negarte a acatar una de mis órdenes, recuerda que aún estamos en horario laboral.
¡Pero bueno! ¡Como si eso le sirviera para obligarme a hacer algo que no quiero hacer!
Sin dejarme replicar, se encamina hacia la pared de su despacho, abre la vitrina de cristal mate y saca de ella una caja marrón.
—Pensaba enviártelo por correo, pero prefiero dártelo ahora, eso sí, debes prometerme que solo lo verás esta tarde en la intimidad de su apartamento.
Mi cara hace un rictus extraño, y él estalla nuevamente en carcajadas. ¿Qué está pasando? Hace un momento parecía que quería sancionarme y ahora, ¿me hace un regalo?
—No lo quiero. –Me apresuro a decir tan pronto se acerca.
—¿Aceptas unas flores de alguien que te ha defraudado y no puedes aceptar mi obsequio?
Estoy a punto de decir que él también me ha defraudado, pero antes de abrir la boca, me doy cuenta de que este no es el mejor momento para esa respuesta, en su lugar, digo:
—No quiero nada que provenga de ti.
—Me hago cargo; ahora, llévatelo y no me decepciones más, por favor.
Aprieto los dientes resignada y cojo la dichosa caja. Salgo apresuradamente del despacho rezumando todo el enfado y la indignación que he estado cultivando durante el transcurso de la conversación, pero si piensa que voy a esperarme a llegar a casa para abrirla, está soñando. Me encierro en el baño y, tras comprobar que no hay nadie, pongo la caja sobre el lavabo. Empiezo a romper el papel marrón con los dedos y en cuanto la abro, mi mandíbula se desencaja.
Del interior de la caja saco una gabardina marrón, la miro sin comprender a qué viene este regalo y la dejo a un lado. También hay un par de zapatos de tacón de aguja muy bonitos, de color negro, junto a un paquete con unas medias negras de encaje, y más al fondo, un sobre con una tarjeta escrita a mano. No pierdo un segundo en leerla:
"Fantasía número 2
Lugar: Hotel Majestic, habitación 534
Hora: 21:00h.
Requisito: Imprescindible vestirse únicamente con las prendas que hay en el interior la caja."
¡Pedazo de gilipollas! Rompo la nota en mil pedazos y la tiro al váter ¡Por mí se puede quedar esperando toda la noche si quiere! Eso sí, los zapatos me los quedo, por estúpido. Y bueno, ya que estamos, la gabardina y las medias también; seguro que les encuentro un buen uso.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top