31
Llegamos a mi ciudad natal, Gerona, y no me pasa desapercibido el gesto que hace James a continuación: coge su teléfono móvil de la guantera, lo desconecta y vuelve a guardarlo cerrando la guantera de un golpe seco. Parece que va a optar por apartarse de todo lo que le recuerde a su antigua vida, y ese pequeño gesto por su parte me colma por dentro. Sin mencionar nada de lo que acabo de ver, le indico el camino hasta llegar al pueblecito rural donde viven mis padres: San Martín de Liémana.
Es un pequeñísimo pueblo con una iglesia y algunas casitas aisladas; todo son campos, y no tendrá más de seiscientos habitantes. Aquí tienes la sensación de que realmente estás aislado de todo, como si el tiempo se hubiese detenido en este lugar en concreto, pero es acogedor y cercano; me gusta sentirme un pedacito de estas tierras. Las vastas llanuras de cultivo de mis vecinos han sido mi terreno de juego y experimentación, y aún se conserva la cabaña del árbol que mi abuelo me ayudó a construir en un viejo roble. Es increíble que todo esté siempre exactamente igual.
Miro de reojo a James, está sorprendido por todo cuanto ve; a él, que viene de la gran ciudad, esto le parece un tanto pintoresco. Lo es.
—¿A qué se dedican tus padres? –pregunta interesado.
Me echo a reír, apuesto a que cree que son granjeros o algo así.
—Mi madre es ama de casa, y mi padre mosso d'esquadra. –Me mira sorprendido unas décimas de segundo.
—Vale. Para el coche, acabamos de llegar –digo, sintiendo como una corriente de emoción sacude todo mi cuerpo.
La casa de mis padres es enorme. Está toda revestida de piedra, es la típica casita rural de las montañas con vistas a un monte infinito, donde predominan los colores marrón, amarillo y verde.
Nada más salir del coche, el sol pincela mi rostro mientras una ligera brisa congelada me trae el típico aroma a tierra junto a hierba húmeda que tantos recuerdos me evoca. Sonrío al tiempo que cierro los ojos, sintiéndome más en casa que nunca, mientras James contempla en silencio cada una de mis reacciones.
—Está bien –le digo sin necesidad de mirarle–. Te quedas aquí. Voy a avisar a mis padres de tu llegada, es mejor prevenirles primero, créeme...
Asiente cruzando los brazos sobre el pecho y recostándose en el capó del coche al mismo tiempo, dispuesto a esperar lo que haga falta.
Corro por el césped como tantas otras veces en mi adolescencia, sonrío al llegar a la puerta y ver una placa con el dibujo de la bandera independentista junto a otra con una sevillana bailando con su traje rojo frente a un toro. ¡Qué les voy a hacer! Así son mis padres...
Saco las llaves del bolsillo y abro la puerta.
—¿Mamá?
Cruzo el comedor corriendo, mi madre sale de la cocina con su delantal de topos negros.
—¡Chochete!
Me tiro a ella y, juntas, nos fundimos en un sentimental abrazo. Me besa, me atosiga con sus mimos y como ya es habitual en mi madre, se le escapan unas lagrimillas.
—¡Oh, mamá, ya estamos como siempre!
—Ay, mi niña... Déjame que te vea bien. –Me mira de arriba abajo–. Estás más delgada.
Me echo a reír.
—Cada año me dices lo mismo.
—Porque cada año adelgazas más. ¿Comes bien, cariño?
—¡Claro que sí! Por cierto mamá, no me llames más chochete, sabes que no lo soporto.
Se ríe y me coge la cara, apretándome las mejillas para dejarme boca de pez.
—¡Te quiero, calamidad!
—Y yo a ti.
—Home! Ja has arribat, petita?
Mi padre aparece en la habitación, corro hacia sus brazos extendidos para dejarme acunar por él. Me hace sentir tan protegida...
—Pare! On has deixat la panxa? –Hace una mueca.
—La culpa és de la gitana de ta mare, ara m'ha posat a règim, diu que estic gras. T'ho pots creure? Em mata de gana!
—¡Ea! Otra vez igual –espeta mi madre alzando los brazos–. Es el médico quien dijo que tenías colesterol.
—Aquell mal parit... De segur que us heu posat d'acord per fer-me la vida impossible.
—No empieces una guerra que no puedes terminar, Juan, te lo advierto.
Estallo en carcajadas; extrañaba sus pequeñas rivalidades.
—¡Aissshhhh! Qué agradable es regresar a casa, os he echado tanto de menos...
—I nosaltres a tu, petita.
—Pero hay una cosa que... –Hago una mueca, no creo que les guste lo que les voy a decir, al menos a mi padre, que siempre ha sido algo difícil.
—¿Qué pasa, cariño? ¿Ha ocurrido algo?
Mi padre, con el ceño fruncido, se acerca. Se ha puesto en guardia enseguida.
—¡No! No es nada malo... –Les tranquilizo–. Es solo que este año no he venido sola.
Mi padre, asustado, mira hacia mi vientre y la risa vuelve a apoderarse de mí; no puedo creer que esté pensando eso.
—He venido con un amigo de la oficina. Es inglés y resulta que este año no podía ir a Londres, y para que no pasara las navidades solo, he pensado que podía quedarse en casa con nosotros.
—Un amic?
¿Cómo consigue que la palabra "amigo" suene tan mal de sus labios? Sonrío y me acerco para coger su mano rígida y aprisionarla contra mi pecho.
—Pare, seria molt demanar que et comportessis com l'home meravellós que en ocasions pots ser i no fossis massa dur amb ell? A més, possiblement és demanar massa, però..., podries parlar castellà en la seva presencia? És anglès, i el castellà encara el domina, però el català...
Su cara es toda contradicción, miro a mi madre esperando su apoyo. No me decepciona.
—¡Vamos, cariño! Sabías que este día llegaría, tarde o temprano tu hija tendría que traer a alguien a esta casa.
—¡Mamá! Es solo un amigo, de verdad. No pienses cosas raras.
Niega con la cabeza como diciendo: "¡A tu madre vas a engañar!"
—No sé filla, canviar de llengua em toca l'ànima, ja ho saps.
—Bueno, quan l'avi encara era viu no et tocava tant l'ànima canviar d'idioma.
—¡Está bien! –Acepta a regañadientes–. Haré un esfuerzo porque hace mucho que no te veo y no quiero discutir el primer día, pero que conste que ya me has puesto de mala leche. Entre tú y la gitana de tu madre vais a acabar conmigo.
Vuelvo a reír y le abrazo con fuerza. Le quiero tanto, tanto, tanto... Es el mejor padre del mundo. Le miro con adoración y le planto un sonoro besazo en la mejilla.
—¡A qué esperas! ¡Trae aquí a ese inglés! Tengo ganas de conocerle.
Sonrío, su engolado castellano siempre me ha hecho mucha gracia, pero parece dispuesto, al menos, a ceder en eso; sinceramente es más de lo que esperaba.
Enérgica, me encamino hacia la puerta y hago un gesto con la mano indicándole a James que ya puede entrar. Cruza el umbral cargado con las maletas, las deja en el comedor y se dirige hacia mi padre con la mano extendida. Mi padre le mira severamente; ya ha empezado el examen, pero al menos, accede a estrechar su mano cortésmente.
—Buenas tardes, señor Suárez.
—Buenas tardes. Puedes llamarme Joan.
A continuación, extiende la mano en la dirección de mi madre, ella le sonríe y se acerca con los ojos brillantes para darle uno de sus empalagosos abrazos. Lo estruja fuerte y, antes de separarse, dice:
—¡Pero qué guapo es el jodío! –Besa su mejilla, e incluso le revuelve el pelo; no puedo dejar de reír por la cara de circunstancias que ha puestos James–. Llámame Carmen, cariño.
—Él es James, James Orwell –Le presento.
Mi padre se pone a mi lado, y en voz baja para que nadie más lo escuche, añade:
—Quins ous tens, petita, has portat a un puto hooligan a casa meva!
— Papá... –Le advierto apretando una sonrisa.
—¡Venga! Sentaos a la mesa, que he hecho un gazpacho que quita er sentío.
Entro con mi madre a la cocina para ayudarle a acabar de preparar la comida. Lo tiene prácticamente todo dispuesto, destapo el paño que cubre un plato y mis pupilas se dilatan.
—¡Anda! Jamón y todo. ¡Qué bueno!
Me llevo una loncha a la boca y lo saboreo. ¡Madre mía, esto es increíble!
—¿Te gusta?
—¡Ya lo creo!
—He puesto poquito, ya sabes que tu padre lo tiene prohibido por la dieta.
Sonrío.
—Dudo que pueda resistirse.
—Yo también. –Ríe con complicidad.
Cojo un par de lonchas más y me dirijo al comedor. Contengo la risa tras contemplar la situación: mi padre está en su butaca, con las piernas cruzadas estudiando a James como si fuera un criminal, pero sin decirle nada. Es evidente que James se siente tan intimidado que el rojo intenso aún no ha abandonado sus mejillas, incluso sus orejas están de ese mismo color.
Me acerco a ellos trotando por el camino y doy una loncha a mi padre, que la acepta en el acto. Luego, para no ser mala, le doy la segunda a James. Él se queda paralizado, no sabe qué hacer, y es que eso de comer algo sin cuchillo y tenedor no le va mucho. Animada, meto la loncha en su boca sin preguntar, luego me río por su reacción contrariada antes de regresar a la cocina.
En cuanto empiezo a llevar platos al comedor, James se acerca para ayudarme; mientras, mi padre sigue con la mirada cada uno de sus movimientos, sin levantarse del sofá.
—Bueno, ¿qué te parece papá? –Le susurro por lo bajo.
—Creo que no le caigo demasiado bien.
Se me escapa una risilla.
—A mi padre nadie le cae demasiado bien, no te lo tomes como algo personal.
—¡Ay! ¡Eso no, cariño! –Exclama mi madre arrebatando los platos de las manos a James–. Tú siéntate y no hagas nada, eres nuestro invitado.
—Sí, vete al comedor a conversar con papá –le digo con maldad y mi madre se tapa la boca para reír.
—¡No seas cruel, anda!
Acabamos de preparar las cosas entre nosotras dos. Le indico a James su sitio y, tras valorarlo durante un buen rato, decido sentarme a su lado. Mi madre nos sirve un gazpacho fresquito, sé que no es la mejor época del año para tomarlo, pero sabe que me gusta mucho y apenas tengo ocasiones de probarlo.
—Está muy bueno –dice James mirando a mi madre y ella le sonríe feliz, le emociona que alaben sus platos; mi padre, en cambio, le mira con el ceño fruncido.
—Pásame la sal, hooligan.
Miro a mi padre severamente, pero él no me presta la menor atención. Obviamente James, dándose por aludido, coge el tarro que hay junto a él y se lo entrega.
—¡De eso nada! –protesta mi madre quitándole el tarro como si hubiera cazado una mosca al vuelo–. El tuyo no tiene sal porque no puedes tomar.
—¡¿Pero es que te has empeñado en matarme?! ¡¿Eso es lo que quieres?!
—No, matarte te matarás tú solito como no te cortes un poco.
—¡Uno ya no tiene paz ni en su propia casa! –grita.
Sonrío mientras me llevo otra cucharada de delicioso gazpacho a la boca. James está traspuesto, verlos discutir en vivo y en directo le afecta, es obvio que no los conoce y no sabe que de aquí a diez minutos estarán haciendo las paces.
—¡Yo podría decir lo mismo!
—¿Es que siempre tienes que tener la última palabra, mujer?
Mi madre suspira, se levanta y le quita el plato de la mesa con brusquedad.
—Voy a traerte el segundo –dice y se encamina a paso ligero hacia la cocina, plato en mano.
Mi padre se ladea impaciente, esperándola. Sus ojos se dilatan cuando la ve regresar con un cuenco de espinacas y se lo pone delante de las narices.
—¡No pot ser!
—Estás a dieta. No quiero quedarme viuda, así que pórtate bien y cómetelo todo.
—Viuda te vas a quedar como sigas con esto. –Mi padre alza el tenedor estirando las hebras de espinacas mientras su rostro se contrae con un asco inmenso–. ¡Esto no se lo comen ni los conejos!
Me echo a reír. James me mira alterado por mi falta de tacto, pero él no sabe que eso en mi familia es normal.
—Come –insiste mi madre.
Mi padre hace de tripas corazón y se mete una palada de mejunje verde en la boca sin que ella pueda reprimir la risa por más tiempo.
—¡Anda, trae! –Le arrebata el plato y regresa a la cocina, aparece poco después con una bandeja repleta de jamón, queso, pinchos de tortilla, montaditos de chorizo con huevo frito, croquetas de cocido... ¡Ha hecho de todo!
—¡Genial! –Exclamo y cojo una de sus deliciosas croquetas–. Pruébalas, James, están increíbles.
Su rostro permanece serio, no entiende nada y eso me hace reír por dentro.
—¡Menuda gitana estás hecha!
James abre mucho los ojos ante ese comentario que interpreta como despectivo. Mi madre sonríe, acaricia el rostro de mi padre y lo acerca para darle un tierno beso.
—¿Cómo iba a dejarte comer espinacas con lo mucho que te gusta todo esto?
Mi padre le sonríe antes de devolverle el beso, pero él va un poco más allá y se lo da en la boca. Ella lo aparta con gracia mientras se ríe como una loca, se ha puesto roja y todo.
—¡Tu descaro no tiene límites!
—Tu provocación tampoco.
Se ríen, James parece un poco más relajado, pero no lo suficiente, su timidez le impide comer y servirse como hacemos nosotros, pero ahí está mi madre con su poderío andaluz para poner buen humor a la situación y coger su plato, llenándoselo de todo e ignorándolo cuando él intenta detenerla; así es en España, James, hay que comer hasta reventar.
—¿Y qué tal en el trabajo? ¿Cómo te va, cariño?
—Pues bien –digo sin mucho interés, y más teniendo en cuenta que mi jefe está justo al lado.
—¿Solo eso? ¡Antes siempre nos contabas un montón de cosas!
—Ya..., bueno... –carraspeo–, las cosas siguen igual.
—Bueno, en realidad hay una novedad –interrumpe James con su habitual compostura–. ¿Sabían que Anna será la imagen de una nueva campaña publicitaria?
¡Cabrón! Yo que quería decírselo en otro momento.
—¡Pero qué me dices! ¿En serio? –Mi madre empieza a aplaudir emocionada.
—¿No será uno de esos anuncios provocativos que ahora están tan de moda, verdad?
—No, papá.
—Pero ¿cómo es eso? ¿Cómo una secretaria va y se convierte en la imagen de un producto de la empresa para la que trabaja?
— Bueno, seguro que James te lo explica mejor que yo.
Le miro, sonríe sin amilanarse lo más mínimo y procede con su explicación:
—Anna tuvo la idea de asociar la empresa con una firma ecológica de cremas, así que los directivos decidieron poner su nombre y rostro al producto en honor a ella. El anuncio se emitirá en Antena 3 después de las campanadas.
—¡Ay, cariño! Tengo que avisar a todo el mundo. ¡Mi niña en la tele! Si es que ya lo decía yo: esta cosita tan linda no podría estar siempre escondida.
James se echa a reír. Mi padre le fulmina con la mirada, no se fía un pelo de él.
—Esto me huele mal. –Suelta de repente, haciendo descender el nivel de nuestra felicidad–. ¿No habrás hecho ninguna tontería para que tu jefe quiera ponerte en su anuncio, no?
El instinto policial de mi padre a veces me acojona.
—Por favor, papá...
—¡Qué por favor ni qué leches! A ver, tú, hooligan, dame el nombre del jefe de esa empresa, quiero indagar un poco.
Me levanto de un salto. Me está estresando por momentos.
—¡No necesitas ningún nombre, papá! Déjalo ya, ¿quieres? Te recuerdo que tengo casi treinta años, así que suelta ya la cuerda...
—¡Como si tienes cincuenta! No por eso vas a dejar de ser hija mía.
—Bueno, calma. Juan, tu hija tiene razón; además, esto es algo bueno, no lo estropees, por favor.
Él suspira.
—Está bien. Callaré por ahora, pero solo hasta ver ese dichoso anuncio.
Mi madre le achucha y le da un enorme besazo, y eso funciona. Mi padre se relaja y la coge de la cintura, tirando de ella para obligarla a sentarse sobre sus rodillas.
—Mi gitana.
Ella sonríe, le besa fugazmente en los labios y se escapa a por el postre.
—Bueno, ahora que estamos solos, toma. –Mi padre le entrega un papel y un bolígrafo a James–. Rellénalo.
—¡Papá! –grito.
—Sabes que lo he hecho siempre, no voy a cambiar ahora. –Mira a James, que le contempla extrañado–. Los campos que tienen asterisco son obligatorios.
Miro hacia la hoja, ¡todos tienen un asterisco!
El buenazo de James no pone resistencia y rellena todos los apartados: nacionalidad, número de pasaporte, nombre de sus padres, residencia en Barcelona y en su ciudad natal, número de hermanos... Se detiene en cuanto llega al apartado laboral. Me mira, yo niego lentamente con la cabeza para que oculte su verdadero cargo en la empresa, entonces él pone algo como jefe de personal y le devuelve la ficha a mi padre.
—Espera un momento... –No contento con este mal trago que me está haciendo pasar, se dirige hacia un cajón y saca una cajita de tinta–. Tengo que tomar tus huellas, pura rutina.
Suspiro, esto es de lo más embarazoso. Entonces mi padre coge el dedo índice de James, lo embadurna de tinta y lo lleva a la hoja de papel para, posteriormente, imprimir su huella en el cuadradito rectangular que hay en la ficha.
—Bien. Gracias por colaborar. Hemos empezado con buen pie, así que solo te diré una cosa: en mi casa hay dos normas inquebrantables, la primera es que únicamente yo puedo llamar gitana a mi mujer, es un pequeño capricho que me concedo después de aguantar durante tantos años ese carácter suyo tan del sur. Y dos, la puerta de tu cuarto permanecerá abierta, y no se cerrará bajo ningún concepto. Si tienes que cambiarte lo harás en el baño. ¿Te ha quedado claro?
—Sí señor.
—Bien –mi padre asiente.
—Por cierto, señor, estoy dispuesto a pagarles mi estancia aquí.
Mi padre se gira con los ojos desorbitados.
—¿Qué insinúas? ¿Crees que mi sueldo no basta para mantener a mi familia y a un amigo de mi hija?
—No, yo no he dicho eso, solo digo...
—¡Pues no vuelvas a insinuar eso jamás! Tu dinero no tiene cabida en esta casa.
—Pero...
—¡Ni una palabra más! Si eres un invitado, eres un invitado y te comportarás como tal.
—Está bien, señor Suárez
—Joan. Me llamo Joan.
Suspiro, a veces no hay quien le aguante.
—¡Vamos a ver, Juan! ¿Ya me estás asustando al muchacho con tus tonterías? –espeta mi madre en cuanto se reúne con nosotros.
—¡No son tonterías! A ver si pensáis que voy a estar tan loco como para meter a un hombre en mi casa con las dos mujeres que más me importan en el mundo, alguien que ni sé quién es. ¡Encima un hooligan!
—¡Papá! ¿Quieres parar ya con eso? ¡James no es un hooligan!
—¿Pero es inglés, no?
—Sí, pero...
—¡Pues ya está! Lo que yo decía: ¡un hooligan!
Pongo los ojos en blanco.
—Yo no sé qué es eso... –dice mi madre–, ¿un juli..., qué?
—Uno de esos locos ingleses fanáticos del fútbol que destrozan todo a su paso –le aclara mi padre.
—¡Uy! ¿No serás un juligano de esos, no?
Me echo a reír.
—No, señora, le aseguro que no he organizado o intervenido en un disturbio en toda mi vida.
Mi madre respira tranquila.
—Eso te lo diré yo cuando revise tu ficha –concluye mi padre en tono amenazante.
Tras tomar el postre, unas sabrosas natillas caseras, le enseño a James la casa. Se queda maravillado por la extensa bodega, todas son marcas del país y me sorprende ver que reconoce algunas; eso le hará ganar puntos con mi padre. En cuanto le llevo a su habitación, él la examina con calma. Deja la maleta sobre la cama y coloca las manos en su cintura.
—Es perfecta.
Sonrío.
—Me alegra que te guste. Mira, te enseño la mía.
Le cojo de la mano y lo guío dos puertas más allá. Abro la puerta de mi habitación, aún con los pósteres de mis grupos favoritos de adolescencia. Se me escapa la risa al ver los de Back Street Boys y Westlife.
—¡Westlife! –Sonríe James mirándome con los ojos muy abiertos–. Interesante...
—Sí, bueno..., todos tenemos un pasado oscuro. Como ves, he sido la típica adolescente mojigata, de las que se pintan los nombres de sus ídolos en la cara y hacen largas colas entre gritos e incesantes lloros por verles caminar del taxi al hotel.
Estalla en carcajadas.
—Me gusta tu habitación –dice mirando todos los dibujos que yo he pintado en las paredes, las pegatinas de mariposas del techo y la colcha de colores vivos sobre mi cama–. Creo que te define a la perfección.
—A ver, respecto a gustos he cambiado con el paso de los años, pero me gusta regresar a esta casa y volver a sentirme niña con mis cosas.
—¡Ep! –Mi padre nos interrumpe desde la puerta, James se torna pálido–. Esta habitación también es zona infranqueable. –James asiente–. Ahora ven conmigo, te enseñaré una de mis estancias favoritas.
Sonrío con picardía porque sé lo que viene a continuación, y cedo a James a mi padre para que lo asuste un poco más. Los sigo cuando creen que me he quedado atrás, quiero escuchar lo que se dicen, porque sé seguro que me va a hacer reír. Mi padre abre la puerta de su habitación favorita, la única de la casa que cierra con llave. James traspasa el umbral tras él y yo me quedo muy cerca, procurando no ser vista.
—Todo lo que ves aquí, es mi pequeña colección privada. ¿Qué te parece?
—M-me p-p-parece f-fabulosa, Joan –tartamudea el pobre.
Presiono mi boca con las manos, ese "Joan" de sus labios, ha sonado muy gracioso.
—¿Entiendes de armas?
—No.
—Bueno, esto es un arcabuz, una antigua arma de fuego larga de avancarga, antecesor del mosquete. Su uso estuvo extendido en la infantería europea de los siglos XV al XVII. ¿Es bonita, verdad?
—Sí –contesta James intimidado.
—Esta de aquí es un mosquete. Se empleó del siglo XVI al XIX, también es de avancarga.
—Ah.
—El trabuco tampoco está nada mal. Es de calibre grueso, de cañón corto e inusualmente acampanado. ¿Lo ves?
—Sí.
—Es toda una preciosidad. Aquí tengo también una ballesta de madera tallada a mano. Y todo lo que ves en ese aparador de ahí, son las armas más modernas, las que incluso hoy en día puedes encontrar. ¿Y sabes qué es lo mejor de todo? –pregunta mi padre con un tonito que indica peligro–. Todas funcionan, y yo soy un experto tirador. –Escucho el golpe seco de unas palmaditas en la espalda–. Piensa en ello, muchacho.
Sonrío como una tonta e irrumpo en la sala de juguetitos de mi padre.
—¿Has terminado ya de traumatizar a James, papá?
—Esto solo ha sido el principio, pequeña, ya me conoces.
Sin más, cojo la mano de James para llevarle lejos de ese antiguo museo. Su cara no tiene desperdicio ahora mismo, está alucinando y no me extraña.
Esta noche apenas puedo dormir sabiendo quién está a pocos metros con la puerta abierta. Suspiro bruscamente, obligándome a odiarle. No se me va de la cabeza que está prometido; y encima espera un hijo. Eso es algo que no puedo permitirme el lujo de olvidar. Jamás.
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