26

¡Joder! Mejor no preguntéis, no sé cómo coño he acabado otra vez con el jersey de angorina blanco sentada en una envejecida silla de madera plegable, sosteniendo las cremas en mis manos mientras me hacen fotos desde diferentes perspectivas: que si sonríe un poco más, que si un poco menos, colócate el pelo, mira hacia un lado... Solo tengo ganas de gritar, pero cuando estoy a punto de abandonar, miro a Sofía y me enternezco, parece brillar como una estrella. Claudia confía en ella, la deja hacer sin poner objeción alguna a su creatividad e ideas.

Maldigo a James varias veces mientras mi amiga me obliga a cambiar de postura: de pie, tumbada, de costado, flexionando un codo, dando un salto... Sería divertido si supiese que esas fotos van a quedarse para siempre en el fondo de un cajón, pero soy plenamente consciente de que en algún momento van a publicarse, y eso hace que me ponga de mala leche. ¡No quiero que me reconozcan, ni que me señalen con el dedo! No quiero verme en la televisión, en las revistas o donde quiera mi jefe colocarme. ¡Es toda una faena!

Mis amigos no dan crédito cuando les explico las últimas novedades, están ilusionadísimos por ver el dichoso anuncio, y encima hoy me he enterado de que mi jefe ha sellado una cláusula millonaria para poner la primera emisión justo después de las doce campanadas que dan la bienvenida al dos mil catorce. Sabe que llega tarde para la campaña navideña, así que, como idea descabellada, va a abrir el año con nuestro producto, que es lo mismo que decir que va a lanzarse a una piscina de lava sin ropa ignífuga. Su dinero puede estar en juego, pero mi imagen también; si esto sale mal, no sé exactamente a qué me expongo.

En la oficina todo marcha igual que siempre, nadie sabe que soy la imagen de las nuevas cremas salvo Vanessa; para ella no hay secretos.

La semana pasa volando. Entre la campaña publicitaria y el trabajo, prácticamente no me queda tiempo para nada más. Pero por mucho trabajo que tenga, no me olvido de Franco; tenemos una cita pendiente y, ante la perspectiva de un día inolvidable con un chico original, no dejo de sonreír durante toda la tarde. Me he puesto un vestidito de rayas verticales de diversos colores que estiliza un montón. Retoco un poco el maquillaje frente al espejo del baño y salgo al vestíbulo con las mejillas encendidas.

Voy a coger el ascensor, las puertas se abren, entro y me quedo parada cuando James lo hace conmigo. Además, no va solo; su prometida tiene el brazo entrelazado en su codo ligeramente flexionado. Trago saliva, no podía presenciar una situación más incómoda.

—¿Por qué no me llevas a cenar a ese restaurante selecto al que fuimos la primera vez que vinimos a Barcelona? –Empieza Alexa en tono zalamero con su cuidado acento inglés.

—No me apetece, hoy tengo ganas de otro tipo de comida.

—¿De qué?

—Me apetece comida mexicana. ¿Qué te parecen unas quesadillas?

—¿Cómo?

¡Cabrón retorcido! Trago saliva nerviosa, con tan mala suerte que se me va hacia otro lado y empiezo a toser como una posesa. ¿A qué juega este estúpido? ¿Por qué dice eso en mi presencia sabiendo lo que eso significa para nosotros? Sigo tosiendo mientras la estirada me mira de arriba abajo, conteniendo una mueca de asco infinito.

—¿Se encuentra bien señorita Suárez? –pregunta el capullo de mi jefe escondiendo una apretada sonrisa.

Asiento en cuanto me recompongo.

Se abren las puertas del ascensor y, antes de salir, se la devuelvo. Miro mi reloj con rapidez y añado:

—¡Uy! ¡Llego tarde a mi partida de bolos con Franco!

Corro por el pasillo dándoles la espalda, ni siquiera me despido, tampoco miro hacia atrás, únicamente le demuestro que puedo defenderme. Tal vez sea esta la forma que tiene de enviarme mensajes subliminales, de decirme que se acuerda de mí, pero sinceramente, hoy por hoy, ese comentario me parece de muy mal gusto. Salgo del edificio con el ceño fruncido y los labios prietos, miro a mi alrededor y entonces lo veo. Franco detiene su SEAT blanco frente a mí y corro a abrir la puerta para refugiarme dentro.

—Buenas tardes.

—¡Pero qué guapa eres!

—¿Has visto? Pretendía impresionarte, ¿lo he conseguido?

—Sin lugar a dudas. Pero ¿por qué querías impresionarme?

—Bueno, eso te lo revelaré después de cenar. Eso sí, esta vez escojo yo, si no es mucho pedir.

Se echa a reír.

—¿Qué propones?

— Me apetece una pizza, ¿te apuntas?

Hace una mueca.

—Lo cierto es que no tengo demasiada hambre, ¿vamos directamente al postre?

Le doy un cariñoso golpecito en el brazo.

—¡Ni pensarlo! Como médico, debes saber que no es bueno hacer deporte con el estómago vacío.

—Así que hacer deporte, ¿eh? Tienes razón. –Hace un brusco cambio de sentido y las ruedas chirrían en el asfalto–. Acabo de recordar que hay una pizzería a pocos metros de mi casa.

Reímos sin parar, me gustan sus indirectas, su forma de hacerme sentir tan deseable y cómo busca siempre el doble sentido a mis palabras. Sus adulaciones sinceras, su cariñoso acento... ¡Todo! A estas alturas me gusta todo de Franco, bueno, eso y que, para qué negarlo, llevo días falta de sexo, y saber que James lo estará haciendo a todas horas con su novia no hace más que incrementar mi necesidad de buscarme un sustituto que me haga olvidarle.

Llegamos al restaurante La dolce vita. Es italiano. ¡Bien! Sé seguro que nada de lo que coma aquí va a sentarme mal. Nos sentamos en una de esas mesitas redondas decoradas con un mantel a cuadros rojo. El camarero, un italiano imponente, se acerca para tomarnos nota. Noto como me mira, obviamente Franco no se da cuenta. Le sonrío fugazmente por la gracia que me hace su descaro; desde hoy, constato que el mito del italiano seductor es cierto.

Pedimos una ensalada de la casa con queso de cabra de primero y una pizza cuatro estaciones para compartir de segundo. Como no podría ser de otro modo, la comida está buenísima. Franco no deja de hacerme reír desde que nos hemos sentado. Después de darle a entender que esta noche habría tema, no hace más que hacer referencia a eso. Hombres... Qué fácil es tenerlos entretenidos.

—Del uno al diez, ¿cuántas ganas tienes de sexo?

Ingiero el último trozo que tengo en la boca y estallo en sonoras carcajadas.

—¿El tope es el diez? –pregunto risueña.

Franco traga el último pedazo de pizza que queda en su plato y levanta la mano enérgicamente.

—¡Camarero! –grita, y de su garganta brota un estridente gallo que nos hace reír aún más.

Paga la cuenta mientras tira de mí, pegándome todo lo posible a él; está como una cabra. Tropieza por el camino y a punto está de caerse, yo me detengo porque simplemente no puedo dejar de reír.

Me inclino hacia delante, intentando llenar de aire mis pulmones para poder continuar caminando, pero Franco no me concede ese privilegio, me despega del suelo cargándome sobre su hombro como si fuera un saco de patatas, y sube las escaleras de su edificio conmigo a cuestas. Al estar colgada boca abajo, la sangre se concentra en mi cabeza mientras doy pequeños golpecitos a su espalda, pero no me hace caso. En mi vida me había reído tanto.

En cuanto llegamos al interior de su apartamento, me suelta e intento arreglar mi melena alborotada. Él se aleja, va hacia la cocina americana que tiene en medio del salón, abre la nevera y saca una botella de champán. La descorcha, dejando que el tapón estalle y rebote contra el techo. Llena dos copas rebosantes de espuma y me entrega una. ¡Parece que le ha entrado la prisa de repente! Doy un pequeño sorbo y cierro los ojos intentando prolongar el momento; el champán está bueno.

—Bueno... –carraspea forzosamente–, me tienes cardíaco. –Hace que se toma el pulso y me mira–. Más de cien pulsaciones por minuto, necesito bajar el ritmo para evitar un infarto. ¿Se te ocurre algo?

—No lo sé, no soy médico. Me pregunto qué diría un experto.

Se acerca lentamente, retira la copa de mis manos y la deposita sobre la mesa que hay al lado.

—Un experto te diría que antes de que se produzca eso, necesitas liberar tensión... –Su mano roza mi rostro con suavidad bajando por mi cuello y mi piel se vuelve de gallina porque me hace cosquillas.

Imitando su último movimiento, acaricio igualmente la suave y tersa piel de su mejilla morena, lo atraigo hacia mí y pego mis labios a los suyos; sabe a champán. Abro más mi boca hasta abarcar la totalidad de la suya, introduzco mi lengua lentamente, le acaricio y él me devuelve la caricia, aunque con excesiva saliva para mi gusto. ¡Bueno, ya estoy poniéndole pegas! ¡Esta noche ni hablar! ¡No me permito ni una sola queja!

Vuelvo a concentrarme en el beso, retirándome un poco para morder su labio inferior; es tan carnoso... Sonríe, se lo lamo y vuelvo a saquear su boca con vehemencia. Me animo, me caliento y le empujo mientras me muevo con decisión sobre él. Suspira en mi boca; le he dejado extasiado.

Con decisión, aprieta mi cintura unos segundos, luego baja las manos y las pasea por mis muslos, subiendo mi falda. Lo cierto es que va demasiado rápido, pero por otro lado, yo también tengo muchas ganas.

Sus manos se pegan a mis nalgas, apretándolas mientras camina trasladándome de espaldas hasta su habitación. En cuanto percibo su cama tras mis rodillas, me siento, le guiño un ojo cómplice y me desabrocho la cremallera de las botas muy despacio. Me quito los leotardos y espero a que él deje al fin de mirarme y se disponga a desnudarse también, enseguida capta mis pensamientos y se desabrocha los pantalones. Prosigue quitándose prendas hasta quedarse completamente desnudo, yo hago lo mismo sin retirar ni por un segundo mis ojos de él.

Me tumba sobre el mullido colchón y él se sitúa encima. Me besa los pechos, los estruja hasta casi hacerme daño. Escondo una mueca y vuelvo a concentrarme en sus manos, que ahora recorren mi cintura hasta detenerse en mis caderas. No deja de besarme en los labios mientras me palpa. En ese momento, alarga la mano, saca un preservativo del cajón de la mesita y lo desenfunda para colocárselo. Me quedo con la boca abierta. ¿Piensa ir al grano ya?

Y sí, ahogo un grito cuando su duro y erecto miembro entra en mí sin previo aviso. No se detiene en las embestidas, intento relajarme para que deje de dolerme, y la verdad, su forma de hacer el amor es un tanto..., ¿cómo lo diría delicadamente? ¿Rústica? Se mueve de delante hacia atrás, jadea en mi oreja y, al mismo tiempo, una de sus manos presiona uno de mis pezones con el dedo índice y pulgar. ¡Por Dios, ¿es que pretende sacar leche?! ¿Qué coño hace? Miro al techo mientras me dejo vapulear, como mucho veinte segundos más, hasta que él me proporciona un par de sacudidas fuertes y se corre. La saca enseguida, rueda hacia un lado y me mira sonriente. Todavía no puedo cerrar la boca debido al shock.

La imagen animada de Porky Pig diciendo eso de: "¡eso es to, eso es to, eso es todo amigos!", se infiltra en mi mente. Lo peor de esta situación es mirarle y comprobar que, encima, el tío está satisfecho. ¡Madre mía! Se me han caído las expectativas del argentino caliente a los pies, ahora solo puedo pensar en el italiano del restaurante; estoy segura de que es mejor amante.

—Ha sido genial –dice y me coge de la mano.

¡Oh, Dios, qué repelús!

—Sí... –miento para no destrozar su ego masculino; por otro lado, pienso que es cruel no decirle a la cara que no sabe cómo hacer el amor a una mujer, alguien debería decírselo. En cierto modo, eso nos haría un favor a todas.

Veo el cariño en sus ojos, me mira como diciendo: "quiero echar muchos más de esos contigo", pero no tengo ninguna duda de que conmigo no será. ¡Vamos, puede que esté desesperada, pero no por ello voy a conformarme!

Me quedo un rato más en su cama, desnuda y sin perder de vista el blanco techo. No quiero irme demasiado pronto; aunque por dentro no hago más que desear salir corriendo de ahí. ¡Qué decepción más grande! Pero claro, si comparo este sexo al que he tenido con James... ¡NO! ¡PARA! ¡No vuelvas a pensar eso en la vida! James está, o debe estar, fuera de tu cabeza para siempre. ¡Pero vaya mierda! ¿Por qué tendría que ser tan bueno en el sexo? ¡Maldita sea! ¡Es que ni tan solo era normalito, sino sensacional! ¿Y si a partir de ahora jamás vuelvo a disfrutar del sexo? ¿Y si ese inglés me ha condicionado para siempre? No quiero pensar eso, pero lo cierto es que no dejo de darle vueltas. ¡Jo, echo de menos a Manolo cara bolo!

Cuando reúno la entereza necesaria, me yergo en la cama, cojo mi ropa y empiezo a vestirme. Franco me mira confundido.

—¿No te quedas?

—Verás..., mañana tengo muchas cosas que hacer y... Lo entiendes, ¿verdad?

Se levanta y se viste también. Me siento culpable, soy un ser perverso, pero quedarme avivaría sus ganas de querer repetir conmigo, le daría a entender que quiero continuar con esto, y lo cierto es que no. Lo siento Franco, pero no me atraes tanto como para que el sexo sea algo secundario en nuestra relación.

—El domingo libro –dice albergando la esperanza de volver a vernos.

—Mmmm... Mira, hacemos una cosa, seguimos en contacto, pero no hace falta que nos veamos cada día, ni cada fin de semana, ¿vale? Tengo la sensación de que vamos demasiado rápido.

Me mira extrañado.

—Pero has sido tú la que querías...

—Sí... –reconozco y le miro con cariño–. Ha estado bien, pero siento que hemos sobrepasado un límite para el que ninguno de los dos estamos realmente preparados.

—Anna... ¿Intentas decirme algo? ¿Quieres que dejemos de vernos?

Suspiro, ¡qué difícil me resulta esto! No quiero hacerle sentir mal, pero no puedo disimular y fingir que todo está bien, porque no es así.

—Sí –admito sin alargar más esta agonía–. Necesito un poco más de espacio.

Asiente, pero veo la tristeza reflejada en sus ojos, y esa expresión en su rostro, me hace sentir como la mala de la película.

—¿Podré llamarte alguna vez?

Me encojo de hombros, lo cierto es que estoy tan decepcionada que no quiero que lo haga; al menos durante un tiempo.

—Está bien. Lo entiendo, no te ha gustado.

—¡No es eso! –Miento, y eso, me hace sentir todavía peor–. Es que ahora me arrepiento de que todo haya ido tan rápido, pero es culpa mía, de verdad, tú no has hecho nada.

Y entonces le dedico una fugaz sonrisa; en esta ocasión he sido sincera: realmente él no ha hecho nada. Nada de nada. Ha sido el polvo más soso de toda mi vida.

Cojo mi bolso, que con las prisas se ha quedado tirado por ahí y me marcho. Tomo un taxi y permanezco "hipnosapo" durante todo el trayecto. Todavía no doy crédito. En los momentos de mayor flaqueza intento justificarlo: igual ha tenido un mal día, estaba nervioso, su necesidad le ha jugado una mala pasada... Pero ¡qué va! La única realidad es que es malo de cojones.

En cuanto logro esquivar las preguntas de mis amigos y encerrarme en mi cuarto, me dejo caer de espaldas sobre la cama con los brazos y piernas extendidas. No sé por qué, justo en este momento una canción escuchada hasta la saciedad durante mi adolescencia, me envuelve como un huracán de la mano de Laura Pausini:

Se fue, se fue, el perfume de sus cabellos,

se fue, el murmullo de sus silencios,

se fue, su sonrisa de fábula,

se fue, la dulce miel que probé en sus labios,

se fue, me quedó solo su veneno

se fue, y mi amor se cubrió de hielo...

Decido seguir torturándome un poco más con estrofas significativas de esa misma canción, en el fondo, estoy hecha toda una masoquista:

...En esta vida oscura, absurda sin él, siento que

se ha convertido en centro y fin de todo mi universo

Si tiene límite el amor lo pasaría por él

Y en el vacío inmenso de mis noches yo le siento...

James... ¿Qué me has hecho?

Suspiro y cierro los ojos obligándome a olvidarle. Esto solo es una etapa, una fase que pasará como tantas otras. Este hombre no es para mí, no lo es porque, de lo contrario, ahora estaría aquí conmigo en lugar de saciar los antojos de un sofisticado insecto palo inglés.

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