22
Estiro los brazos intentando alcanzar el techo. Suspiro feliz, tengo ganas de ir a la oficina solo para ver de qué humor estará hoy James. Sin demorarlo más, salto de la cama y me encamino hacia el baño bailando salsa, abro la ducha y me desnudo lentamente, haciendo caer mi pijama de ositos pirata al suelo. Dejo que el agua caiga directamente sobre mi cara y se lleve toda la pereza; para mí este sigue siendo uno de los mejores momentos del día.
Hoy no es un jueves cualquiera, así que revuelvo mi armario hasta encontrar el conjunto perfecto: unos vaqueros negros, una camiseta con un escote de vértigo de color lila y uno de esos sujetadores que realzan el pecho. Para el pelo lo tengo decidido: hoy me lo voy a dejar suelto.
Antes de salir de casa, hecho un último vistazo al espejo; estoy nerviosa y eso se nota. El viaje a Madrid lo ha cambiado todo y ahora no sé qué pasará en la oficina; una parte de mí tiene miedo, siente que puede perderlo todo en un abrir y cerrar de ojos. La otra es mucho más optimista y cree que este acercamiento entre jefe y secretaria no tiene por qué ser malo, puede ser el inicio de algo bueno, algo que ninguno de los dos esperaba y ha llegado. Inspiro profundamente y decido que esta segunda posibilidad es la única que debo contemplar; como diría Henri Frederic Amiel: "La incertidumbre es el refugio de la esperanza" y esperanza es lo único que necesito para continuar sin desmoralizarme.
Estoy caminando hacia la boca del metro, cuando el teléfono que llevo en el bolsillo de mi abrigo vibra; un mensaje de Whatsapp, ¿tan temprano?
«¡Buenos días! Solo escribo para preguntar por el estado de salud de su culo, o como yo lo llamo, la cola. Me preocupó que se hubiera resfriado, teniendo en cuenta que la última vez la expuso a la intemperie».
Se me escapa una carcajada. ¡Boludo cabrón! Me afano en contestar:
«Pues no debes preocuparte, mi cola está divinamente, le va bien que de tanto en tanto le dé el aire».
Pongo un emoticono con gafas de sol y le doy a la tecla de enviar; su respuesta no tarda en llegar:
«Mmmm... Dudo que su diagnóstico sea certero, ¿no preferiría la opinión de un profesional?»
¡Pero bueno! Sonriendo me apresuro a responder:
«¿Eres especialista en colas? A todo esto... ¿cómo has conseguido mi número?»
Su respuesta es inmediata:
«Fui muy persuasivo con Elena, no la culpe, se descuidó el teléfono en la mesa y no pude frenar la tentación, además, estaba muy preocupado por su cola; defecto profesional».
Como respuesta envío la carita que parece el grito de Munch. Él me contesta con una carita con aureola y añade:
«Me gustaría llevar a su cola a cenar esta noche para que recupere fuerzas, y algo de peso también, no le vendrían mal unos gramillos».
¡¿Cómo?! Me detengo unos metros antes de entrar en el túnel del metro, porque si no, me quedaré sin cobertura y quiero escribirle algo antes. Me muerdo el labio inferior, apuro mi café y tiro el vaso a la papelera. No puedo dejar de sonreír desde que me he levantado, ¡me encanta esta sensación!
«Mi cola agradece su consideración, pero no piensa que le falte nada, es más, unos gramos adicionales desestabilizarían su perfecta proporción, así que muy a su pesar, rechaza su invitación».
Pongo una sevillana haciendo olé y envío. Entro a paso ligero en el túnel de metro, me monto en el tren y guardo el móvil. Sonrío para mí recordando los mensajes; este hombre está incluso peor que yo, ¡y mira que eso ya es difícil! Camino hacia la oficina y miro el teléfono una vez más, acabo de recibir otro mensaje.
«En ese caso, se lo propondré a la segunda opción. ¿Tiene algo que hacer esta noche, Anna?»
Reprimo una sonora carcajada. ¡No se rinde!
«Jajajajaja... Me solidarizo con mi cola y preferimos pasar la tarde juntas planchándola contra el sofá mientras veo una peli, ¡¡¡pero gracias!!!»
—Buenos días, Pol. No hace falta que me lo digas, salta a la vista que esta noche he tenido un polvo increíble. –Se ríe con ganas, girándose para verme pasar veloz ante él antes de meterme en el ascensor.
—¡Ni que lo digas, mamita! Pero tal y como te veo hoy, no solo has tenido un polvo increíble, tal vez unos cuantos...
Le guiño un ojo cómplice mientras las puertas se cierran y subo al cielo.
—Bueno, cuéntame Vane, ¿qué tal todo por aquí?
Se gira sobresaltada por mi comentario.
—¡Anna! –Me abraza con tanta fuerza que a punto estoy de quedarme sin aire–. Te he echado tanto de menos... ¿Cómo te lo has pasado en Madrid?
—Bien... –Sonrío de medio lado, no le quiero revelar todo el pastel ahora, con lo impresionable que es, seguro que le da algo–. Pero ¿y tú? ¿Te has manejado bien sin mí?
Suspira.
—Esto es un caos... No han parado de llamar de Londres. ¡Qué pesados!
—Me lo imagino..., no le dan ni un segundo de tregua a James.
—¿James?
—Quiero decir al señor Orwell. –Sonrío y corro a mi silla antes de que empiece a olerse algo; aunque me parece que es demasiado tarde.
—Todavía no ha venido.
—¿Quién? –pregunto distraída.
—El señor Orwell.
—Ah.
Frunce el ceño.
—¿Estás bien?
—Sí, ¿por?
—Te noto algo acalorada.
—¿Acalorada? ¿Yo? ¡No me hagas reír, Vane!
Vuelve a su sitio; aunque no parece muy conforme.
Empezamos a trabajar ordenando el jaleo de papeles que ha invadido mi escritorio durante los días que he permanecido fuera. Necesito hacer unas copias antes de archivarlas, cojo todo cuanto necesito y voy a la sala de máquinas. Sin darme cuenta, empiezo a cantar la nueva canción de Antonio Orozco que no hace más que sonar en la radio: Llegará.
El sol vuelve a salir sin preguntar,
verás como al final empezarás.
Siempre te refugias cuando piensas que no hay más,
donde se reencuentra lo que fue y lo que será.
De aquel lugar de paz debes saber...
Coloco las hojas en la bandeja de la fotocopiadora y pulso la tecla verde que inicia la impresión.
Los abrazos que hablan,
momentos que marcan,
la vida, la calma y yo estaré
muy cerca de tus pasos,
para que no te caigas,
muy cerca y muy callado,
y así me vas contando...
Doy un respingo al percibir unas manos masculinas adhiriéndose a mi cintura desde atrás, pero mi susto no dura mucho, solo el tiempo que tardo en reconocerle. Su cuerpo, duro y alto se acopla a mi espalda mientras me envuelve con sus fuertes brazos, quiero girarme, pero me tiene tan amarrada que apenas me puedo ladear. Inclina su cabeza para enterrarla en mi cuello y lo besa, acariciándolo suavemente con los labios mientras mi piel se torna de gallina.
—Bésame.
Esa palabra me hace sonreír, vuelve a acariciarme el cuello con los labios y me inclino para darle la bienvenida a mi cuerpo.
―Te he echado tanto de menos... –continúa sin separarse de mí.
En cuanto siento que la presión a mi alrededor disminuye, me vuelvo para hacerle frente; está guapísimo con su nuevo traje negro entallado y esa corbata azul brillante que compró en Madrid, parece otro, mucho más joven e irresistiblemente sexy. Sin pensármelo dos veces, me abalanzo sobre él, se tambalea hacia atrás mientras me sostiene, permitiendo que mi boca se encuentre con la suya y la devore; la magia vuelve a desatarse entre nosotros como lo hizo en Madrid.
Empiezo poco a poco, palpando primero la suavidad de sus perfectos labios y los perfilo con mi lengua, saboreando esa parte de su anatomía mientras miro a sus ardientes ojos azules. En cuanto me lanzo indiscriminadamente a por él, su necesidad de mí se desata, me alza y me sienta sobre la fotocopiadora para poder besarme sin necesidad de agacharse, abro mis piernas y James se encaja entre ellas aferrándose a mis muslos mientras me besa con auténtica desesperación. Emite un ronco jadeo, lo atrapo con la boca y hurgo en su interior con mi lengua.
—Alguien podría vernos –menciono apretando una sonrisa.
Coloca su frente caliente sobre la mía y suspira.
—¿Qué me has hecho Anna?
—¿Yo?
—Sí, tú. ¿Qué me has hecho para que no pueda apartarte ni un momento de mi pensamiento, para que necesite besarte a cada instante?
—Bueno, ya sabes lo que dicen...
—No, ¿el qué?
—La española cuando besa, besa de verdad.
Sonríe con ternura y se inclina para volver a besarme discretamente en la boca.
—Respecto a eso, no me cabe ninguna duda.
Se separa de mí, me ayuda a volver a tocar con los pies en el suelo y me mira; me pone nerviosa cuando hace eso. Mi teléfono móvil vibra en el bolsillo del pantalón, pero ahora es como si James fuese mi única prioridad; mientras esté con él, todo lo demás sobra. Se aproxima a la puerta, la entreabre y comprueba que no haya nadie en el pasillo.
—Podemos salir –anuncia sonriente–, no nos han pillado.
Le devuelvo la sonrisa y salgo detrás de él, que ralentiza su marcha para acompasar mis pasos. No nos atrevemos a hablar, pero nos lanzamos miradas que lo hacen por nosotros, en ellas se trasluce nuestro deseo agazapado, nuestras ganas de entregarnos el uno al otro, porque ha pasado poco tiempo, pero parece toda una eternidad. James mueve su mano indicándome que vaya delante de él, le hago caso y, antes de entrar en la gran sala donde se encuentran todos nuestros compañeros, me da una pequeña palmadita en el trasero. Me giro sobresaltada con los ojos desorbitados; su sonrisa se expande y no puedo más que estremecerme por su osadía.
Ocupo mi asiento y apilo los papeles mientras observo como James entra en su despacho y cierra la puerta. Suspiro y me abanico con el fajo de papeles, Vanessa sonríe por lo bajo, disimula, pero lo hace tan mal, que enseguida me percato que la muy bicha se huele que siento más hacia este hombre de lo que debería.
Pasado el sofoco inicial, me centro en mi trabajo. Reviso el informe económico de la empresa, ha habido una ligera bajada respecto al mes pasado y, a menos que las nuevas cremas den el resultado que esperamos, está a punto de convertirse en una situación insostenible de verdad. Abro mi correo y veo un mensaje de Logona; lo leo sin demora y... ¡Increíble! No quepo en mí de gozo al ser testigo de que, al final, la empresa ha decidido invertir en nuestro proyecto un diez por ciento; no es mucho, pero es más de lo que esperaba. Imprimo el contrato que ellos mismos nos envían para estudiarlo, pero estoy tan contenta que en cuanto lo tengo en mis manos corro hacia el despacho de James para mostrárselo.
Me sonríe desde su sillón nada más irrumpir en la habitación de forma brusca. Está hablando por teléfono, pero me hace pasar igualmente indicándome con la mano que cierre la puerta. Hago lo que me pide y espero impaciente a que termine de hablar.
—Sí, exacto. –Hace una pausa y prosigue–. Queremos esos, en recipiente pequeño.
Se levanta de su silla con el teléfono inalámbrico en la mano y se acerca a mí, me pongo tensa cuando uno de sus dedos se posa sobre mis labios y acaricia lentamente mi barbilla, el cuello, el escote..., hasta detenerse en el canalillo que une mis pechos.
—Me parece estupendo, pero quiero que me envíen muestras... Sí... Con una de cada será suficiente... Gracias... Adiós.
Cuelga, arroja el teléfono a la mesa y, con la mano que le queda libre, acerca mi rostro al suyo para besarme; me encanta la espontaneidad que está adoptando. Le correspondo con la misma pasión que emplea hasta que la cordura vuelve a llamar a mi puerta.
—James, he venido a enseñarte esto.
Me separo un poco, él suspira y se cuadra frente a mí, otorgándome mi espacio.
—¿Qué es?
—Logona nos envía un acuerdo, quieren unirse a nuestro proyecto.
—¿En serio?
Sonrío tras ver su alegría.
—Aquí está el contrato. –Se lo entrego.
—Muy bien, lo estudiaré detenidamente.
Asiento, no tengo nada más que hacer aquí y me separo, pero él apresa mi muñeca para volver a acercarme.
—Me gustaría quedar contigo después del trabajo, ¿cuándo te vendría bien? –Su pregunta me sorprende, ¡por mí hoy mismo!, cualquier momento, día u hora me vendría bien.
—Normalmente no tengo nada que hacer por las tardes... –Me encojo de hombros–. Así que...
—Pues me gustaría solucionar eso.
Su beso impacta en mi boca estremeciéndome de nuevo. ¡Tengo unas ganas locas de hacerlo mío! ¡Madre mía, estoy en celo!
—Eres una mala influencia para mí, te das cuenta, ¿no? –prosigue mientras se obliga a separarse de mí
Se me escapa una risita aniñada; ¡Quién fue a hablar! Él tampoco es que sea demasiado bueno para mí. Su teléfono vuelve a sonar en el momento justo y pone los ojos en blanco.
—Pero ahora hemos de seguir trabajando... –dice con pesar mientras se dirige de nuevo hacia su mesa–. No te vayas muy lejos, luego quiero hablar contigo.
Me dedica una de esas irresistibles sonrisas de medio lado y, mi espíritu adolescente da saltitos de alegría en mi pecho bajo la sutileza de su dulce amenaza. Decidida, salgo de su despacho y cierro la puerta para volver a mis quehaceres, Vane me informa de que le ha pasado una llamada de Londres; esos jefazos tan estirados son duros de roer. Cuando se acerca la hora del desayuno, Vanessa y yo acudimos al bar de siempre, vemos a Mónica ojeando el diario sin percatarse de nuestra llegada.
—Buenos días ratón de biblioteca.
Retira el diario para centrarse en nosotras.
—Buenos días, ¿qué tal todo? ¿Igual que siempre?
El camarero se acerca portando una bandeja con nuestras consumiciones. Le damos las gracias tras depositarla en nuestra mesa.
—Es un día de locos; parece que no, pero tras pasar unos días fuera, es como si me costara el doble volver a empezar.
—¡Ni que lo digas! –confirma Mónica con la boca llena.
—Pero bueno, el trabajo es trabajo. Creo que tú tienes que contarnos algo ahora...
Vanessa se incorpora en su silla para prestar toda su atención a Mónica.
—No sé por qué dices eso... –el rubor de sus mejillas la delatan.
—¿Qué pasa entre tú y el muchachito?
—¡Anna, por favor! ¡Ni me lo nombres! –Se cubre la frente con la mano abierta y me muero de la risa.
—¿Por qué? ¿Qué tiene de malo? Bajo mi punto de vista el chico está muy bien.
—¡Ese chico tiene diecisiete años!
—¡Ya estamos otra vez! –protesto.
—Cuando yo iba al instituto, estaba enamorada de mi profesor de economía ―confiesa Vane, y yo la miro sorprendida.
—¿Y qué pasó?
—Nada. –Se encoge de hombros–. Nunca lo supo, no deja de ser más que un amor platónico, algo inalcanzable.
—Pues al parecer, mi alumno no piensa lo mismo, se ha empeñado en atosigarme a base de propuestas absurdas.
—¡No son absurdas! –discrepo–. Deberías darle una oportunidad.
Ambas me miran como si hubiera confesado un pecado atroz. Decido resignarme, suspirar y escuchar sus divagaciones sobre lo que moralmente es correcto; paso de gastar saliva intentando convencerlas de lo contrario. Me aíslo de la conversación y saco mi teléfono del bolsillo. Tengo un mensaje de Franco y la sonrisa me sale sola.
«No acepto un "no" por respuesta, cenar tendrá que cenar de todos modos, así que, ¿por qué no lo hace conmigo?»
Adjunta una serie de dibujitos que ha encontrado en Whatsapp, todos relacionados con comida.
¡Pero qué pesado llega a ser este tío!
«Me temo que hoy estoy de riguroso régimen, no puedo caer en las tentaciones...»
Su respuesta no tarda en parpadear en la pantalla de mi teléfono.
«Una ensalada, pues. ¿Dónde y a qué hora voy a recogerla?»
Su insistencia me hace gracia y respondo:
«Jajajaja ¡La ensalada para los conejos!»
Río de mi comentario; esa expresión es muy de mi padre.
Franco contesta automáticamente; no salgo de mi asombro. ¡Qué rápido es!
«Soy paciente, puedo estar insistiendo tooodo el día...»
«¿No trabajas?»
«Sí, pero entre paciente y paciente, vos llenás mis huecos».
«Oh.... Es lo más bonito que me han dicho en la vida».
«Y vos sos lo más bonito que yo he visto en la mía. ¿Quedamos?»
Emito un bufido y vuelvo a guardar el teléfono móvil.
—¿Quién era? –pregunta Mónica advirtiendo mi sonrisa.
—Nadie especial...
—¡Uy... Qué andarás tramando!
—Nada Vane, pero mira la hora que es, como no nos apresuremos en regresar a la oficina... –Su rostro cambia en el acto, esfumándose su sonrisa.
Una vez en el despacho volvemos al trabajo, miro de reojo la pantalla de mi teléfono y veo tres mensajes más de Franco, pero decido no leerlos todavía, no quiero entretenerme en contestarlos. Continúo tecleando en el ordenador de un modo frenético, intentando ir lo más deprisa que puedo para acabar pronto mis tareas, estoy tan concentrada que apenas me percato de la mujer que lleva un rato plantada frente a mí, esperando a que alce el rostro y la atienda. La miro sorprendida, es una mujer joven, rubia y de ojos claros. Tras ver que ha acaparado mi atención, se repeina su media melena con los dedos y se acerca a mí con paso vacilante. De cerca me doy cuenta de que es muy alta, tiene el típico cuerpo espigado, como un espárrago, y esos rasgos tan propios de los extranjeros que visitan cada año nuestro país: pelo tan rubio que es prácticamente blanco, tez blanca, inmaculada, ahora algo roja por el acecho del sol del mediterráneo.
—Buenas tardes –saluda ofreciéndome una fría sonrisa.
Su acento inglés me hace ponerme en pie de un salto. ¿Será una de nuestras jefas de Londres?
—Buenas tardes señorita...
—Williams. –Se apresura a responder–. Alexa Williams.
—Encantada de conocerla señorita Williams, ¿qué desea?
—He venido a ver al señor Orwell.
—¿Tenía cita con él?
—No. –Sonríe.
—Está bien, veré si puede recibirle. ¿Quién le digo que desea verle?
—Dígale que ha venido Alexa, su prometida.
Mi sonrisa amigable se congela, y mi mente se queda en blanco, incluso noto que he dejado de respirar. ¿He escuchado bien? ¿Ha dicho... ¡PROMETIDA!?
—Señorita...
—Suárez, Anna Suárez –me afano en contestar para no ponerme más en evidencia.
—Señorita Suárez, verá, ¿puede darse algo de prisa, por favor? He tenido un largo vuelo y, la verdad, no dispongo de todo el día.
Parpadeo varias veces intentando despertar de mi ensoñación transitoria.
Sin decir nada más, voy hacia el despacho de mi jefe, llamo a la puerta y él contesta. Al entrar le miro con ojos desconcertados, no acabo de creerme lo que ha dicho esa mujer. Su rostro se alza, se ilumina al verme y abandona todos sus quehaceres indicándome con un gesto de la mano que cierre la puerta, lo pienso durante unos segundos y finalmente, cedo. Se levanta de su silla para acercarse a mí, no ha perdido la sonrisa en todo el camino, de hecho, parece no advertir mi rostro descompuesto.
—Me has leído el pensamiento, necesitaba verte.
Lo tengo justo delante y me pongo nerviosa, sus manos se aferran a mis brazos, masajeándolos de arriba abajo para acabar tirando de ellos haciéndome topar con su duro y pétreo cuerpo. Intenta besarme, pero me retiro sutilmente, deshago el nudo de sus brazos a mi alrededor y recobro la compostura.
—¿Qué pasa? –pregunta extrañado.
No puedo hablar, solo mirarle hasta desengañarme de él por completo. ¿Cómo he podido estar tan ciega? ¿Cómo no me he dado cuenta antes?
—Tienes una visita –le respondo intentando controlar las lágrimas que amenazan con evidenciarme delante de él.
—¿Tenía programada una cita hoy? –pregunta extrañado.
—No, se ha presentado por sorpresa.
Frunce el ceño; mi seriedad le descuadra.
—Entonces dile que concierte una cita, no pienso recibir a nadie por sorpresa.
—No puedo hacer eso.
Da un paso en mi dirección y retrocedo hasta percibir el pomo de la puerta clavándose en mi espalda. Respiro hondo, trago saliva y me obligo a contener los nervios. La decepción que siento por dentro es aplastante, me está dejando KO por momentos.
—¿Qué no puedes hacer exactamente? –Avanza un nuevo paso en mi dirección, y me apresuro a poner una mano en su trayectoria para impedir que me toque.
—¿Le digo a su prometida que entre ya?
Tengo el enorme privilegio de ver como sus pupilas se dilatan por la sorpresa, incluso su rostro palidece de repente.
—¿Mi prometida? –pregunta confuso.
—Sí, la señorita Alexa Williams está aquí, quiere verle.
Traga saliva nervioso y se pasa la mano por el pelo lacio, dejándolo algo descolocado.
—Anna... Déjame que te lo explique...
Bien, acabo de confirmar que lo que dice esa mujer es cierto, él está prometido, y yo no soy más que una tonta por no haberme dado cuenta.
—No es necesario que me explique nada señor Orwell, es su vida... –Me doy media vuelta y desaparezco de su vista.
Salgo del despacho y, fingiendo una sonrisa amistosa y desinteresada, hago pasar a Alexa. Vuelvo a mi puesto de trabajo, torturándome al ver como esa mujer entra y cierra la puerta tras de sí.
Llevo un rato concentrada en el monitor simulando estar leyendo algo, aunque la verdad es que no puedo más que permanecer impasible, como abducida. Miro distraída el reloj que cuelga de la pared, todavía quedan dos horas para terminar la jornada, se me va a hacer larguísimo.
Ni siquiera sé el tiempo que ha pasado realmente cuando la puerta del despacho de James vuelve a abrirse y Alexa sale exhibiendo una sonrisa triunfal; sin embargo, ahora es James quien parece descompuesto. Nuestras miradas se cruzan una décima de segundo antes de que logre desviar la mía. No saber qué está pasando me está poniendo de los nervios y encima, desde aquí, no puedo escuchar su conversación. Hago acopio de valor y les miro de soslayo, ella le dice algo, alza sus manos para desanudar la corbata azul eléctrico que lleva y se la mete en el bolso. Rebusca un poco y, a continuación, saca otra de cuadros marrones para ponérsela; más horrible, imposible. Se la anuda con decisión, él simplemente se deja hacer sin oponer resistencia, en cuanto la tía se siente satisfecha con el patético resultado, le da un fugaz besito en los labios, se despide y se va. ¿Eso es todo? Están prometidos, no se han visto durante mucho tiempo y se dan un besito que bien podría dármelo yo con Lore; pero ¿qué clase de relación tienen?
Cojo los expedientes que tengo sobre mi mesa y me dirijo a paso ligero al cuartito de la fotocopiadora, espero a que despejen la máquina y tomo posesión de ella en cuanto se queda vacía. El ruido de la puerta al cerrarse a mi espalda hace que me gire enérgicamente.
—Anna... –James se acerca y me pongo tensa, doy un paso hacia el lado hasta topar con la pared.
—No te acerques –le advierto.
—Tengo que explicártelo, no me quedaré tranquilo hasta que lo haga.
—No hace falta, de verdad, no quiero escucharlo.
—Anna, no estás siendo razonable...
Las aletas de la nariz se me abren. En otra circunstancia le habría atizado ante ese comentario, pero estoy en el trabajo, y hasta dentro de media hora él es mi jefe; eso, al menos, lo tengo claro.
—Así que no soy razonable...
—¿Por qué estás así, tan afectada?
No salgo de mi asombro, ¡será capullo! ¿Qué espera que haga después de enterarme de que tiene prometida, que haga como si nada?
—¡No estoy afectada! –espeto bruscamente–. Creo que decepcionada se ajusta más.
—¿Decepcionada? –Su ceño se frunce por la incomprensión–. ¿Decepcionada por qué? Hemos tenido buen sexo, eso es lo que buscabas, ¿no? Tú misma lo dijiste en el bar: "Ahora nosotras vamos a acostarnos con todo aquel que despierte nuestro instinto sexual, y vamos a probar todo aquello que nos da morbo. ¡Utilicemos a los hombres para disfrutar!"
¡Coño, no creí que este insensible inglés de mierda pudiera ser tan estúpido!
—Eso es lo que hemos hecho, ¿no? –continúa–. Hemos jugado los dos y lo hemos disfrutado.
Cierro los ojos, negando confusa con la cabeza antes de volver a abrirlos, la rabia se ha apoderado de mí, y en mi garganta se arremolina un nudo de emociones que pugnan por salir. Espiro fuerte por la nariz, cojo las fotocopias que hay hechas y le esquivo.
—Sé lo que dije y lo mantengo –le aclaro severamente.
—Entonces, ¿cuál es el problema?
—El problema es que tú no me has dejado elegir, no me dijiste que tenías pareja y te acostaste conmigo sin ningún tipo de contemplación o miramiento, sin darme la oportunidad de decidir si quería o no interponerme en una relación.
—¿Y qué más da eso? ¿De haberlo sabido no te habrías acostado conmigo?
—Bueno –vacilo–, ahora nunca lo sabremos, ¿verdad? En cualquier caso, estaría mucho mejor sabiendo a qué me atenía por estar contigo.
Se queda callado; lo que acabo de decir le encaja. Me vuelvo hacia la puerta y, antes de que pueda alcanzar el pomo, me detiene.
—Perdóname, tienes razón, no lo había visto así...
Me encojo de hombros, pero no deja que me vaya, vuelve a interponerse en mi camino.
—Queda conmigo esta tarde, necesito hablar contigo en otro lugar.
—No, esta tarde no puedo.
—¿No puedes? Te recuerdo que hace un momento me has dicho que no solías hacer nada por las tardes.
—Pues lo siento, pero para esta tarde ya tengo planes.
—¿Ah, sí? –Sonríe sardónicamente, piensa que le estoy poniendo una excusa–. ¿Qué vas a hacer?
—¿Te importa?
—Sí, me importa –contesta con contundencia.
Alzo las cejas mostrando indiferencia.
—Ya he quedado.
Me dedica media sonrisa escéptica.
—No me hagas reír, Anna, no has quedado con nadie.
Se me escapa la risa, ¿de qué coño va este pedazo de gilipollas?
—Piensa lo que quieras, no pretendo convencerte de nada. –Vuelvo a girarme y su mano aprieta mi brazo con fuerza para detenerme.
—¿Con quién has quedado?
—No tengo por qué darte explicaciones; además, tú lo has dicho antes, ha sido solo sexo, un juego del que los dos hemos disfrutado. Pues bien, resulta que hoy me apetece jugar con otro.
Me suelta del brazo, pero sus facciones no se han relajado.
—Sabes tan bien como yo que lo que dices no es cierto, ¿por qué lo haces? ¿Qué pretendes?
—¿Perdona? ¿Es que ahora tengo que hacerte un parte de todo lo que haga o diga? Pero ¿quién coño te crees que eres?
—No digas palabrotas, por favor, puedes hacer lo que quieras.
—¡Exacto!, y eso es justo lo que voy a hacer. ¡Coño! –remarco la palabrota a sabiendas que le disgusta oírla.
Abro la puerta y salgo a paso ligero, cabreada como una mona hasta llegar a mi mesa. Tomo asiento y vuelvo al trabajo, no sin antes abrir los mensajes de Franco y leerlos rápidamente. Sigue insistiendo, quiere que nos veamos hoy porque, según dice, mañana empezará un turno de noche que le dejará molido. Rápidamente acepto, salir es justamente lo que me apetece, lo necesito, quedarme en casa un día como hoy sería un gran error y acabaría llorando, y llorar por un hombre es lo más bajo que puedo hacer, y más teniendo en cuenta el hombre en cuestión. Su respuesta es inmediata, está ilusionado, y ver que alguien se muere por quedar conmigo me anima. Le respondo dándole la dirección de mi empresa y la hora a la que termino para que venga a recogerme. A continuación, reanudo mi faena consciente de que no estoy rindiendo al cien por cien.
Mi teléfono vibra sobre la mesa a la hora en punto, es un mensaje de Franco, ya ha llegado. Apago el ordenador, me pongo el abrigo y cojo mi bolso.
—¡Anna! –Su voz, tan cerca, me hace dar un respingo.
—¿Qué?
Casi todo el mundo se ha ido, la oficina se ha quedado prácticamente desierta, y por primera vez en mi vida, tengo miedo, miedo de quedarme a solas con James; el único hombre, desde hace mucho tiempo, que tiene el poder de hacerme daño.
—¿Puedes quedarte un rato, por favor?
—Hoy no –contesto con frialdad–, he quedado.
—¿Hasta cuándo va a durar esta tontería?
—¿Qué es lo que no entiendes, James? He quedado con otra persona, de hecho, está esperándome ahí fuera.
Arruga el entrecejo, se dirige enérgico a la ventana y mueve la cortina para mirar al exterior.
—¿Quién es? –pregunta en tono severo.
—Mi cita de esta tarde, así que si no te importa... tengo que irme.
—Anna, por favor, solucionemos esto, quédate.
—No hay nada que solucionar. Hasta mañana señor Orwell. –Antes de irme, corre hacia mí.
—Deja a ese tío y vente conmigo.
—Mmmm... –Hago que lo pienso, pero en realidad no hay nada qué pensar–. Tentador, pero no, gracias.
Llego al ascensor, se cierran las puertas y bajo hacia el vestíbulo. Corro por el pasillo, y en cuanto salgo al exterior, me tiro literalmente sobre Franco, le abrazo fuerte, y él, empieza a reír a carcajada limpia; me gusta el sonido de su risa. En cuanto me separa dulcemente de su lado, miro hacia arriba disimuladamente, James nos observa desde las alturas. ¡Que se joda! Me subo al coche de Franco, un utilitario SEAT blanco y me dejo guiar por él, elija el lugar que elija, me vendrá bien.
—Primera parada: el Parque de la Ciudadela –anuncia deteniendo su vehículo a escasos metros del perímetro del parque.
—¡Uaaauuuu! Un destino muy romántico para una primera cita, ¿no crees?
—Como puedes apreciar, estoy jugando con todas mis cartas.
Me echo a reír.
Dejamos a nuestra derecha el Museo de Ciencias Naturales y avanzamos por un amplio camino de tierra delimitado por unos jardines muy bien cuidados, en los bancos hay parejas adolescentes sentadas, incluso hay algunas tumbadas sobre el césped, tocando la guitarra o merendando.
—Me encanta este lugar, y lo curioso es que apenas vengo por aquí.
—A mí me pasa igual, nunca saco tiempo –reconoce.
Un grupo de ciclistas nos obliga a apartarnos, por lo que quedamos más juntos. Nos miramos y, esta vez, decidimos avanzar sin abandonar nuestro repentino acercamiento. La vida, el movimiento, la alegría de las personas que nos rodean, de las parejas que pasean y el tiempo, que para variar, hoy nos acompaña, consiguen que me relaje, que aleje los malos pensamientos y me concentre únicamente en disfrutar del presente. Hablamos de pequeños acontecimientos del día, riéndonos al recordar algunas anécdotas del día en el hotel, pero sobre todo hablamos de Elena y de su obsesiva fijación por el buenorro de Carlos. El paseo y la animada conversación, hace que estemos muy a gusto, se necesita poco para eso, creo que la fórmula es elegir bien a la persona que quieres que te acompañe, el lugar es lo de menos; aunque en este caso, creo que también ayuda a distraerme.
Nos detenemos frente al lago, algunos jóvenes sobre las barcas reman con todas sus fuerzas en una peculiar carrera. Le miro achinando los ojos al percatarme del lugar al que no quita ojo. Contempla con detenimiento una de las barcas vacías, barajando la posibilidad de alquilarla para nosotros, me echo a reír y tiro de él con fuerza en dirección opuesta. Yo y una barca es una mala combinación, seguramente haré algo y ambos caeremos al agua, una mala idea para finales de noviembre. Escasos metros después, desembocamos en una extensa avenida frente a la gran cascada del parque. El conjunto arquitectónico presenta una estructura central en forma de arco triunfal, con dos pabellones en sus costados y dos alas laterales con escalinatas que acogen un estanque dividido en dos niveles, dicen que la obra recuerda el Palacio Longchamp de Marsella.
—Me encantan las esculturas talladas en piedra de la cascada, todos son personajes mitológicos: Venus, Anfítrite, Neptuno... Pero lo que más me impresiona son los grifos, los animales mitad león mitad águila, ¿te has fijado?
Asiento sin dejar de admirar la impresionante arquitectura que hace tantos años que veo, pero que nunca antes había contemplado como ahora.
—¿Escuchaste eso? –pregunta desviando mis pensamientos.
Me ladeo un poco, siguiendo el ritmo de esa música tan pegadiza que suena a mi izquierda. Bajo una carpa, una orquesta ha empezado a tocar tango, numerosas parejas, algunas vestidas con trajes para la ocasión, danzan animosas con paso firme y decisivo de derecha a izquierda, sus cabezas están altas y sus cuerpos erguidos. Un experto les anima a continuar, a algunos les corrige. Admiradores inesperados rodean la carpa, hipnotizados por la majestuosidad de los bailarines más expertos al ejecutar los pasos; Franco se acerca todo lo que puede, su sonrisa se expande y luego me contempla con esa mirada risueña que tanto me gusta.
—Bailemos –dice y, con súbita decisión, coge mi mano guiándome hacia el grupo.
—¡Yo no sé bailar esto! –digo entre carcajadas sin que sirva de nada.
La melodía de Roxanne empieza a sonar, y Franco, estira bruscamente de mi brazo pegándome a él. Inicia el movimiento de su cuerpo, colocándome en la posición correcta con elegancia. Increíble... ¡Sabe bailar!
Se inclina, y tras su último paso, mi cuerpo cede hacia atrás, arqueándose hasta que vuelve a alzarme con rapidez, produciendo que choque de nuevo contra su duro pecho. Se retira, me separa con brusquedad sin soltar mi mano y, desde la distancia, mueve el brazo haciéndome dar una vuelta antes de volver a acercarme con uno de esos enérgicos movimientos. Se me escapa la risa, ahora damos vueltas los dos a la vez, me fascina la forma en la que sus pies siguen el ritmo, facilitando a su vez mi propio movimiento. El profesor se coloca a mi espalda, posicionando sus manos en mi cintura para guiarme en el ritmo que marca Franco, luego estira mi cabeza hacia arriba y me obliga a flexionar los brazos en forma de "L". Estando mi cuerpo rígido es mucho más fácil de llevar, pero mis pies siguen yendo por libre. De soslayo, contemplo a una de las parejas que, para ser sinceros, lo hace genial, y decido imitarla. Me detengo y miro atentamente a Franco a los ojos, muevo una pierna, deslizando el pie frente a él en forma de medio círculo, él sonríe, está claro que le hago gracia, no obstante, no ceso en mi empeño de hacerlo lo mejor que puedo.
Muevo la cintura, cruzando los pies por delante, mientras mantengo el cuerpo erguido, Franco me acompaña con sus pies, me lleva hacia atrás, luego hacia delante y damos vueltas y más vueltas hasta que vuelve a colocarse sobre mí, haciéndome ceder. La pegadiza melodía está a punto de concluir, así que damos unas cuantas vueltas rápidas, sus pies se cruzan, me lleva hacia una punta de la carpa, luego hacia la otra, media vuelta más y vuelve a inclinarse sobre mí, esta vez, me sostiene por más tiempo. Espera a los últimos acordes de la canción y, antes de levantarme, me besa el cuello. En cuanto me alza, mis ojos desorbitados le contemplan.
¿Qué diablos ha sido eso?
—¿Viste?, sabés bailar tango. Te desenvolviste muy bien para ser la primera vez.
—¿Cómo es que tú sabes bailarlo tan bien?
Estalla en sonoras carcajadas.
—¿En serio le preguntás eso a un Argentino?
—Tienes razón –reconozco entre risas.
—El baile me ha abierto el apetito, ¿cenamos?
—¡Por supuesto! –respondo animada–. ¿Dónde me vas a llevar ahora?
—Hay un japonés buenísimo aquí cerca, tienen cosas increíbles.
—Ah.
Debo haber hecho una mueca extraña, porque él suelta una risotada y añade:
—¿No te gusta el pescado crudo?
Vuelvo a reproducir esa mueca de angustia y su risa se hace más fuerte.
—Antes de poner esas caras deberías probarlo, te aseguro que hay pocas personas a las que no les guste.
—Está bien, vamos a probar –acepto, aunque no muy convencida.
—Así me gusta, eres una mujer valiente.
—Según como se mire...
Me lleva a un lujoso restaurante donde solo se sirve pescado, o como mucho, un salteado de verduras a la plancha. Miro la carta, pero la mitad de los pescados que la componen no sé qué son, Franco se adelanta y pide por los dos.
—Pensaba que a los argentinos les gustaba más la carne.
Se echa a reír.
—En realidad soy un argentino atípico.
—¡Mira qué bien!, si al final mi madre va a tener razón: siempre salgo con los hombres más raros.
—Será que tenés un imán para atraer las rarezas.
—Debe ser eso.
El camarero viene hacia nuestra mesa, dejando sobre ella dos enormes bandejas repletas de cosas extrañísimas junto a una botella de vino blanco, nos llena las copas y se retira. Miro todos los platos: ostras, tostadas con caviar, sushi, ensalada y unas finísimas lonchas de pescado con salsa verde.
—Tú primera. –Me anima.
No sé qué coger, pero me decanto por las ostras, que es lo que parece más normal, así que cojo una con cuidado y...
—Espera. –Franco me arrebata la ostra y separa su cáscara en dos mitades, dándome a continuación la que contiene el bicho, ¡está vivo!
—Cómetela, solo debes recordar masticar bien antes de tragarla.
Cojo aire, lo expulso lentamente y vuelvo a centrarme de nuevo en ese bichito indefenso, que se retuerce levemente, me la llevo a la boca, lo mastico y detecto su peculiar sabor a mar. No está mal, entra prácticamente sola, pero su viscosidad me repugna, no puedo creer que digan que esto es afrodisiaco. Para quitar el sabor, doy un sorbo a mi copa, luego cojo una tostada con caviar; está demasiado salado, tampoco me gusta. Pruebo cada una de las cosas que hay sobre la mesa mientras hablamos sobre aspectos del pasado para conocernos mejor. ¡Qué diferente es esta conversación comparadas a las que solía tener con James! Él prácticamente no mencionaba aspectos familiares, ni me preguntaba nada personal, era obvio que solo le interesaba cierta cosa de mí; soy estúpida. En cambio, Franco sí me hace un cuestionario acerca de mis padres y si tengo hermanos, me pregunta por mis amigos, incluso por mis mascotas, le interesa todo lo que pueda contarle y, al mismo tiempo, yo también pregunto. Ahora sé que solo tiene madre, su padre murió cuando él era pequeño, es el menor de tres hermanos y el único que vive en el extranjero. Tiene numerosas anécdotas que contar, y yo las escucho mientras como, a pesar que nada de lo que hay en la mesa me gusta, tengo hambre, como siempre.
—Me encantaría conocer a tus padres –dice riéndose de una escena que le he narrado sobre ellos–, sin duda deben de ser muy graciosos, viéndote a ti, no me cabe ninguna duda.
Río por su comentario.
—Yo jamás podría llevarte a mi casa.
—¿Por qué? –pregunta extrañado.
—Si meto en casa a alguien que se llama Franco, a mi padre le da algo. –Río solo de pensarlo.
—Entonces seré Francisco para ellos, ¿mejor así?
Niego divertida con la cabeza.
Hay que ver cómo echo de menos a mis padres, cada vez que hablo de ellos se me encoge el corazón, y más en momentos como estos, en los que estoy más sensible. Después de un par de horas nos levantamos, Franco paga la cuenta y yo se lo permito; me niego a poner un solo euro por una comida así; aunque obviamente, a él no le explico mis motivos.
Cuando salimos del restaurante, insiste para que vayamos a un pub, pero estoy cansada; ha sido un día con demasiadas emociones y, además, yo madrugo. Entiende perfectamente mi negativa y me acompaña a casa sin poner objeción.
—Muchas gracias por la salida de hoy Franco, he tenido un día difícil en la oficina y tu compañía me ha venido bien para despejar la mente.
—De nada, para mí también ha sido un placer, ¿podemos vernos el viernes que viene?
—¡Claro! –respondo sin dudarlo.
Sonríe, me acerco a él, le doy dos besos en las mejillas y, cuando estoy a punto de retirarme, se mueve para besarme en los labios. Me quedo quieta unos segundos, no sé cómo reaccionar, lo cierto es que no me lo esperaba, ¿estaré perdiendo facultades? En lugar de retirarme, permanezco unida a él unos segundos, cierro los ojos y le correspondo. Su beso es suave, va con mucho cuidado; aun así, noto cómo ese delicado contacto me alivia. Cuando por fin me retiro, advierto en sus expresivos ojos negros que quiere más; sin embargo, hoy yo no estoy de humor, además, el sexo por caridad no es lo mío. Guiño un ojo cómplice, abro la puerta de su vehículo y salgo encaminándome hacia mi edificio a paso ligero.
En casa están todos muy animados. Mis amigos están viciados a un juego de la X-Box, cantan con los micros e incluso hacen duelos. Sonrío nada más verlos en pijama y zapatillas mientras se esfuerzan por entonar una pegadiza canción de Amaral.
—¡Reina, únete a nosotros!
Solo queda una vela
encendida en medio de la tarta
y se quiere consumir.
Ya se van los invitados
tú y yo, nos miramos
sin saber bien qué decir.
Nada que descubra lo que siento
que este día fue perfecto
y parezco tan feliz.
Nada como que hace mucho tiempo
que me cuesta sonreír.
Quiero vivir,
quiero gritar,
quiero sentir
el universo sobre mí
quiero correr en libertad
quiero encontrar mi sitio...
Y sin venir a cuento, mis ojos se llenan de lágrimas, desbordándose incapaz de controlar el llanto. La música suena, pero esta vez, mis amigos no le ponen la voz a la melodía, dejan los micros sobre la mesita que hay frente al sofá y vienen a mi encuentro. Me separo, no es justo aguarles la fiesta, no se lo merecen, pero simplemente es algo que no puedo controlar. Elena se coloca a mi lado y me abraza para reconfortarme, me aprieta mientras mueve mi cabeza para besarla. Lore está petrificado, sus ojos me estudian con detenimiento y no sabe qué decir, creo que es la primera vez que me ven llorar, me da rabia hacerlo, ser tan débil... ¡Tengo que acabar con esto ahora mismo! Me separo de Elena y hago un esfuerzo por sonreír mientras me enjugo las lágrimas.
—Estoy bien –dejo claro antes de que pregunten.
—¿Qué ha pasado? –Interviene Mónica ajustándose las gafas a la nariz con el dedo índice.
—Nada que tenga importancia, ¡vamos, dadme un micro! –Voy a cogerlo, pero Lore lo retira con avidez de mi alcance.
—No hasta que nos digas lo que te ha ocurrido.
—Que soy tonta, eso es lo único que ha pasado.
—¿Franco ha intentado propasarse contigo? –pregunta Elena alterada, no hay duda de que sabe que hemos quedado, posiblemente él le ha puesto al tanto antes de venir a recogerme.
—¡No! Franco se ha portado muy bien, gracias a él he estado entretenida y sin darle demasiadas vueltas al coco, pero al llegar a casa, ha sido como si todo ese peso hubiese caído de repente sobre mí.
—¡¿Quieres decirnos ya qué pasa?! –Mónica se altera, apenas muestra sus sentimientos, es reservada en extremo, pero tal vez sea la más sentimental del grupo; en su interior, todo le afecta sobre manera.
—Teníais razón, razón en todo, liarme con mi jefe ha sido un error imperdonable por mi parte.
—¿Qué ha hecho ese hijo de puta? –pregunta Lore encendiéndose por segundos.
Tuerzo el gesto, me cuesta reconocerlo en voz alta, pero debo hacerlo, así acabaré de creérmelo de una vez por todas.
—Está prometido, a punto de casarse. –No hay reacción por parte de mis amigos, así que continúo hablando–. Me he enterado hoy, su novia ha venido a la oficina. No me había dicho nada, y debo confesar que me había ilusionado un poco, no sé... –Me encojo de hombros–. Los días que pasamos en Madrid fueron perfectos, él me hizo sentir tanto..., tuve la sensación de que no fue solo sexo; sin embargo, para él sí. Hoy mismo, tras ver mi reacción, ha venido a verme, quería hablar conmigo y me ha dicho que no entendía por qué estaba así, entre nosotros había habido buen sexo, lo pasamos bien y fue genial. Encima, el muy cabrón, hizo referencia al día que me escuchó hablar en el bar citando mis ideas liberales sobre el sexo. ¡Oh Dios! Me sentí tan mal...
—Ese tío es un imbécil.
—Ya, pero a mí me gustaba ese imbécil... –Vacilo–. Solo un poco.
—Bueno cielo, si es por eso, el mundo está lleno de imbéciles.
Sonrío; aunque la sonrisa no llega a mis ojos.
—En fin... –Suspiro–. Ya está. Entre nosotros ya ha quedado todo claro. No os preocupéis, ahora tengo uno de esos momentos de bajón, pero esto solo durará como mucho un par de horas más, no pienso dejar que esto me afecte, ¡de ningún modo! Ese tío no se merece ni una sola de mis lágrimas.
—¡Claro que no! –Lore se acerca y me abraza con fuerza–. Más va a llorar él cuando se dé cuenta de lo que ha perdido. Ahora, eso sí, como se atreva a acercarse a ti de forma diferente a la de un jefe con su secretaria, le meto una hostia que estas navidades en lugar de morder el turrón va a tener que chuparlo.
Su comentario me hace reír, Mónica y Elena me acompañan mientras me abrazan, transmitiéndome todo su cariño.
—Gracias chicos, y perdonad que esté así...
—¡No nos des las gracias por eso! ¿Te apetece cantar un poquito?
Vuelvo a reír tras su cambio de actitud; lo cierto es que no me apetece, aunque sé que eso me animará, así que acepto el micro que él me lanza. ¡A cantar se ha dicho!
Y entre canciones y bailoteos frente al televisor, dejo atrás el recuerdo amargo de una historia reciente, una historia en la que desde hoy mismo, queda escrito su final.
Bạn đang đọc truyện trên: AzTruyen.Top