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Haría una mueca de asco por el asqueroso comentario, pero algo me atrapa en su mirada y recuerdo su bella silueta adorada como un dios griego.

—¡No me lo puedo creer! ¡¿Cómo es posible esto?! ¡De todos los bares justo tenían que venir a este! —grita Jud desaforadamente como una lunática.

Si no quedé sorda en este preciso instante, no lo haré ni con una bomba a diez metros.

Nuestras vecinas les dejan sus asientos a los chicos mientras yo me armo de paciencia. Cuando las veo sentarse del lado de los chicos, en la otra punta de la mesa alargada que unificamos para estar todos juntos, me resigno a la realidad de tener que compartir mi noche con los muchachos de la última salida.

—Que bueno que dimos la vuelta para este lado de la ciudad— le dice Fabio a Bruno sonriente como cumpleañero—. Quiero saber como es que están tan sobrias a mitad de la noche.

Jud se inclina un poco para responderle sin gritar tanto, y también porque se que le atrae.

—Hablá por Cielo, no le hace efecto nada. Yo, si me paro, me voy de costado.

Fabio estalla de risa, en cambio Bruno me mira serio. Demasiado para mi gusto. Como si me intentara leer el rostro, o la mente. No me gusta la idea para nada. Pediré tragos para emborracharlo un poco, a ver qué tonterías hace esta vez.

—¡A la una, a las dos y —micro silencio— a —repite el suspenso— las —de nuevo— tres!

Comienzo a tomar una fila de diez tequilas y cuando voy por el cuarto miro a mi oponente.

¡Va por el quinto!

Dejo el limón y tomo sin nada de espera entre uno y otro.

Puedo decir que, para haberme tomado en total quince tequilas, estoy perfectamente bien. Solo un poco ebria, ebria feliz notando los leves efectos por primera vez.

—Gané —dice con seguridad. Se acerca a mi rostro y me toca con su dedo índice en la punta de la nariz mientras aún sostiene el último vaso pequeño de vidrio entre medio.

—Por un milimétrico segundo.

—Mala perdedora.

—Ya había tomado cinco antes —me excuso.

—Y yo había tomado medía botella de whisky.

Pestañeo de la sorpresa. Okay, tengo un buen oponente.

Alargo una mano y acepto mi fallo con la cabeza en alto como corresponde.

El sonríe complacido y me acepta el apretón de manos con su usual altanería.

—Ególatra.

—¿Qué dijiste?

Ups.

—Nada.

Judith larga una risita por lo bajo, ocultando su diversión a costas de Bruno.
Este la mira por un segundo y luego me mira. No se le ha escapado nada, es muy perceptivo.

Su mirada es bastante severa, molesta, como si nunca le dijesen algo negativo sobre su persona. Con semejante orgullo y mala cara es probable que yo le caiga pésimo.

Eso me divierte. Siempre me hizo gracia la gente muy temperamental, como si no supiesen controlar su vida por dejarse llevar por las emociones. Patéticos.

Me sigue mirando, tan fijamente que me va a quemar las pupilas.

Me aguanto todo lo que puedo y mantengo mi visión tanto como él, que pestañea muy de vez en cuando, yo lo hago un tanto más seguido. No es una competencia de "no pestañear", es una competencia de tenacidad.

Alguien grita: "Idiota! ¡Me rompiste la cara!"

Me desconcentro y giro a ver de donde proviene. Algo me tapa la visión por unos segundos, y en cuanto me paro, alguien me tira de los pelos por detrás.

Es mi punto débil. Detesto que me toquen el pelo. Ni siquiera a Jud la dejo peinarme, prefiero tener la cabellera perfectamente ondeada y con friz antes que pasar por esa tortura.

Grito tan fuerte que me resulto hasta molesta. Estoy aullando, chillando aún más que el grito de Jud de hace un rato.

Me arrastran, me retuerzo de dolor, las lágrimas me caen y no puedo concentrarme para hacer algo más que manotear la mano que me lastima. Le intento rasguñar con mis uñas recientemente pintadas, no le hace ni un rasguño, literal. No necesito mirar, sé que mis uñas son cortas y muy poco filosas.

Me sueltan después de que escucho a alguien hablarle en otro idioma al maldito que me tiene de las mechas. Tardo unos segundos en levantarme del todo, primero gateo hacia donde sea para alejarme de las patadas y piñas que se propinan entre ambos.

Una vez en pie, recuperando la visión completa de la situación y con ambas manos libres, me dispongo a entrar en la lucha. Me ato el cabello en un rodete bien ajustado. Así no me volverán a tomarme de allí.

Fabio está enfrentado con tres cuerpos enormes que me dan la espalda, no distingo más que su estatura y unos gorros oscuros en sus cabezas.

Bruno tiene a uno por el cuello, y a otro en su mano izquierda levantado en el aire desde la capucha de la sudadera. Teniendo en cuenta que no es pequeño, pero que los otros lo doblan en tamaño, es impresionante y me cuesta moverme del sitio para ir en su ayuda. Tampoco parece necesitarla, menos cuando los vuela por los aires a ambos, uno después del otro, sin mucha dificultad, y sin cansancio alguno reflejado en su rostro.

Busco a Jud por todos lados, las mesas más traseras están completamente vacías. Busco las puertas de salida de emergencia. Las diviso a los pocos segundos, están a unos metros a la derecha abiertas de par en par.

Tomo el celular del bolsillo de mi campera de jean después de recorrer un poco el sitio. Estoy histérica, desesperada y con el corazón en la boca.

Suena y suena. Nadie atiende. Intento una segunda vez mientras busco en los baños, primero el de damas y luego el de hombres. Nada, ni en los tocadores, ni en el pasillo que da a la cantina. El celular aún se encuentra encendido, pero nadie atiende. Me doy por vencida en la tercera.

Comienzo a temblar de preocupación, angustia y enfado. Esto tiene que ver conmigo, con mi madre, con sus poderes, es muy obvio. Alguien en relación a su muerte me busca para vengarse.

Nunca supimos quienes son los raros especímenes que nos atacaron hace dieciocho años. No eran los malditos ángeles caídos, al menos no ellos únicamente. Tenían una presencia y poderes desconocidos. No nos dieron muchos detalles en el instituto porque era muy doloroso para todos los presentes. Todos habían perdido a alguien, no fueron muchas bajas dentro del entorno angelical/vaticano, pero si en el mundo fue devastador, sobre todo en Italia, que no solo perdió población joven, sino que sitios históricos fueron reducidos a escombros. El corazón de la gente quedó destrozado.

Escucho sonar mi teléfono, aún en mi mano. Atiendo lo más rápido que puedo.

—¿Dónde estás? —Es ella. Mi querida Jud.

—¡Jud! ¿Estás bien?

—¡Si! ¡Estoy afuera! Fabio me pidió que saliera y me subiera a su auto.

Gracias al cielo. Nunca se me hubiese ocurrido que podría haber salido.

Nosotras habíamos ido en mi auto, mi auto secreto. Nadie sabía más que mi amiga y su familia. Ellos me ayudaron con todos los papeles y me habían acompañado a cambiar el oro que me había dejado mamá, parte de el, para poder comprar finalmente el carro.

Si bien mamá no tenia familiares directos, era adoptada, su madre adoptiva era casi millonaria. Era la primera vez que me compraba algo con su herencia, mi herencia.

Mi auto se encuentra a unos metros por delante, me resisto en verificar en que sigue allí y me meto en el auto con Jud.

Cuando abro la puerta hace el típico sonido de alarma, y luego se silencia, o pierdo la noción del sonido al gritar el nombre de Jud y ella el mío.

Se abre la puerta trasera y me sobresalto.
Es Fabio. Se sienta muy cómodo detrás del asiento de Jud, recostado y descansando como si necesitara una siesta.

Nos miramos extrañadas con Jud, ella en el asiento del pioloto y yo de copiloto. Fabio se gira para el lado de la ventana y luego parece recordar lo del bar.

—¡Ah, si! —Me tira unas llaves—. Necesito recuperar fuerza vital. Maneja a tu casa cuando se haya subido Bruno. El maneja pésimo, ya me lo rayó dos veces.

—Yo tengo mi propio auto en esta misma cuadra. No pienso dejarlo.

Se gira a mirarme con un solo ojo, como si le estuviese cortando sus dulces sueños.

—Tu auto fue destrozado antes de que comenzáramos la pelea.

—¿¡Qué!? ¿Es una broma?

Bajo del auto y comienzo a caminar hasta donde lo había estacionado.

Jud intenta bajar del auto, pero la retiene Fabio y la entra nuevamente. Yo camino tan rápido y a paso decidido que no va a poder frenarme. Escucho que me llama una vez y luego ingresa al auto.

Llego a donde está el auto, o lo que queda de el.

Destrozado, quemado, aplastado y reducido a lata. Más que un auto parece un juguete hecho polvo.

—Era un muy lindo auto, parecía ser casi nuevo.

Me doy una vuelta y veo a Bruno. Se adelanta y le pega una patadita a una de las ruedas que se salvó casi por completo. La rueda gira ferozmente, hasta que se estrella con una pared de ladrillo que está a media cuadra de distancia. Solo hay un par de conteiners de residuos. Es como si lo hubiese direccionado a propósito para que lo reciclen. Eso no hace más que volverme a la realidad y enfadarme a un nuevo nivel en mi.

—¡Tenía solo dos días! ¡Dos! —grito en su cara completamente iracunda.

—Que descanse en paz el bebé. Carpe Diem —dice y sonríe un poco intentando parecer chistoso. No me hace ni una pizca de gracia, al contrario. —Ey, así dicen los jóvenes hoy en día.

—Eso fue hace una década o dos, o aún más. Estás completamente fuera de onda —dice una voz femenina. Está en el callejón que da a la pared de ladrillos, donde se encuentra mi pobre rueda.

Leila, mi cuidadora celestial. Alta, con un rostro delgado, cabellera rubia y radiante, camina lentamente hasta donde está Bruno. Le sonríe bastante y parece que le hace ojitos.

Bruno le besa la mano y me parece algo tan anticuado que me hace pensar en su edad real.

Ella le retira la mano algo lento, pero con un rostro implacable. No sé si es mi imaginación o si hubo algo entre estos dos. Ella es bellísima, dulce, amable, no es digna de este imbécil.

No me imagino a Leila con alguien más, y menos con un menor como Bruno, bueno uno de mi edad.

—Un demonio al lado de mi ahijada celestial. Nunca pensé que podrías caer más bajo que la última vez que nos vimos.

¿Un demonio dijo? Lo sospechaba, pero no tenia la confirmación hasta ahora. Nunca había dialogado con uno en todos estos años, bueno, lo conocí hace casi un año, pero antes de eso no.

—¿Ella es tu ahijada celestial? —Me señala con su dedo anular de forma bastante maleducada. —Ahora entiendo como es que no sabe defenderse aún de ningún tipo de demonio suelto. Se la pasó aullando como una gata en celo.

Es un grosero. Lo miro con desprecio, pero no alcanzo a decirle nada porque dos figuras aparecen desde el cielo. Cuando giro para poder mirar que es ese sonido chirriante, algo me levanta del suelo tan veloz que no alcanzo a ver nada más que mi mano contra el pecho de alguien que me sujeta. El cuerpo está caliente, no, hirviendo.

El auto frena del todo, lo sé porque no escucho más el chirrido, y lo suplanta un grito ahogado a lo lejos, que reconozco en breve, es de Leila. Vuelvo a aterrizar, a penas llego a tocar con mis zapatos el asfalto, y no puedo evitar vomitar el tequila.

Esto me trae recuerdos...

—¡Llevala dentro del auto! —Le ordena mi salvador a alguien, no sé a quien aún.

Levanto el rostro y veo a Fabio a mi lado, agarrándome de la cintura y elevándome en vuelo nuevamente. No le agradezco en nada que me lleve hasta su auto y me siente dentro, me ponga el cinturón de seguridad, se meta en su propio asiento, para conducir velozmente por la carretera. Estoy concentrada en no volver a vomitar, solo en eso y en que alguien me quiere muerta.

Si tan solo nos enseñaran a volar con las alas durante los años del instituto, pero aunque casi morimos todos en el apocalipsis, las leyes y reglas se mantienen rígidas. Siempre son tan anticuados, cerrados y disfuncionales a los alumnos, sobre todo con ex alumnos buscados.

Alguien abre la puerta del auto, mejor dicho la arranca de cuajo, justo la del lado donde estoy sentada. Un hombre desfigurado, quemado y con unos cuernos pequeños inclinados hacia atrás, de unos pocos centímetros pero llamativos, me arranca el cinturón con sus garras. Me agarra un brazo y en cuestión de dos segundos estoy volando nuevamente.

En serio, no sé como la gente sueña con tener el poder de volar por los aires.

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