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Estoy a punto de hacer otro paso hacia adelante, cuando justo escucho al barman gritarle algo. Él lo escucha, lo sé porque está aún más cerca que yo (probablemente el barman se acercó a la mesa hace unos momentos), pero hace oídos sordos.
No sé como, ni cuánto tiempo exacto pasa hasta que se arma una pelea de las que terminan todos fuera. Incluida Jud y yo.
El chico que estaba hablando con mi amiga sale en defensa del idiota de la mesa. Jud, creyéndose una poderosa súper héroe de película, empieza a empujar y pegar puñetazos a diestra y siniestra. Alguien se defiende y le pega tan duro que termina yéndose de costado, toca el suelo, pero se levanta tan rápido como un resorte. Si no hubiese estado tan estresada viendo cómo acabaríamos siendo picadillo de atún, juro por Dios y todos los santos, Miguel y cada arcángel, me hubiese destornillado de la risa.
Cuando vuelvo a pestañear más calmada, ya estábamos fuera del bar, con un frío que pelaba y un viento que empujaba hacia adelante el cuerpo de mi pequeña y menuda amiga.
Nos habíamos llevado de regalo un par de rasguños y en pantalón de Judith estaba destrozado en las rodillas.
—Genial Judith, otro pantalón que rompes.
El anterior que tenía de jean lo había rajado jugando al fútbol con los del último año. Sus padres vivían comprándole ropa que rompía en instantes.
—¡No importa! ¡Valió la pena! ¿No que si?
Los muchachos rieron y asintieron. Ya eran sus amigos. Genial.
Uno de ellos, el pervertido de las fotos, comenzó a dialogar con ella y segundos después estaban besuqueándose.
No contuve mi sorpresa y mi mandíbula cae como dibujito animado.
—No te pongas envidiosa. Podemos hacer lo mismo en este preciso instante.
A mi izquierda, el loco ególatra que había estado manipulando fuego con sus propias manos, incentivando a las muchachas a acariciarlo como a un caniche, me invitaba a besuquearnos.
—No beso hombres que escupen fuego.
Sonríe complacido, como si le hubiese dado de comer con el tema del espectáculo.
—¿Tenes miedo de encender tu llama interna? Algo me dice que sos una Virgen Maria.
Si supiera de donde vengo...
Mi amiga larga una risotada de lo más obvia y esto confirma parte de su suposición.
Unos tipos salen del bar con caras poco amigables, y sin mediar palabra comienzan a lanzar puñetazos al aire, únicamente. El muchacho que me llamó María se había alcanzado a correr justo, esquivando la mano.
Pero la cosa no quedó ahí, no señores. Comenzó el ring número dos y estábamos todos dentro.
En uno de esos empujones y codazos, puños y patadas, me dieron de costado y se me fue el aire. Intento defenderme, me agacho y corro, pero uno de ellos me toma de mi larga cabellera. Mi punto débil.
Comienzo a gritar como una desquiciada. No paro de chillar hasta que dejan de tirar de él. No alcanzo a escuchar más que groserías y mis gritos de dolor.
Defensa personal: Insuficiente
Si bien me encanta la ola feminista; lo que leí de libros que no son de la institución, y se mucho sobre defensa personal, en medio de una batalla real entre varios tipos altos y fornidos, no es fácil de aplicar lo aprendido.
—Está perra se va conmigo Bruno.
Siento como alguien me tomaba de la nuca. Intento escapar, fallando y volviendo a gritar nuevamente al tomarme con su otra mano. Me comienza a apretar hacia su pecho de forma violenta.
—¡Suelten a mi amiga pedazo de mierdas! ¿No saben quién es? ¡Es la hija de la mujer más importante de todos los tiempos!
Judith está frenética, como nunca antes en su vida. Siempre era muy risueña y alegre. Pocas veces la escuché decir alguna palabrota.
—¡Cerrá la boca Judith!
Mierda. Siempre me habían dicho que nadie debía saber quien era en las afueras del Vaticano. Ni siquiera los que me fueran a contratar el día de mañana. Tenía planificado un apellido para el año siguiente y hasta una buena historia por si la policía me paraba y me preguntaba por mi familia. Iba a decir que era hija de dos docentes y que el sistema educativo era pésimo, tan malo que me habían enseñado en casa ellos mismos.
—¿La hija de quién? ¿La mujer más importante de todos los tiempos? ¿Querés decir que es, es la hija de la salvadora?
Pero mi inventada historia ya no iba a funcionar para estos momentos.
El señor, "señor" porque aparentaba ser mayor de treinta años, parecía ser un simple mortal sin importancia. Por suerte.
Bruno, el egocentrico que miraba con desprecio al hombre hasta hacía unos instantes, ahora había algo de conmoción en su rostro. Como si él realmente comprendiera lo que decía Judith.
El hombre comienza a reírse, bastante, aún así no deja de sujetarme. Parece que lo único que quiere es divertirse a mi costas.
Intento golpearlo con un cabezazo, pero me deja tan mareada probablemente como a él luego de soltarme.
Jud toma de mi mano e intenta guiarme mientras corremos.
Al frenar a la vuelta, porque mi mareo va en aumento, vomito lo poco que si había consumido en el bar, y miro a mi súper amiga.
No es un rostro blanco y redondo. Ni tampoco es rubia, ni tiene ojos celestes. No, no es mi súper amiga, es el tal Bruno.
Saco mi celular e intento llamar a Judith. Nada, no atiende el maldito teléfono.
Después de cortar la segunda llamada recuerdo que lo dejamos en lo de mis abuelos. Solo salimos con este en caso de emergencia.
—¿Dónde está mi amiga?
Por primera vez miro de frente al chico con detenimiento.
Debe tener mi edad o un par de años más. Es tan alto como yo y tiene un lunar en su mejilla. Es delgado y su cabello azabache cae sobre sus ojos de una forma sensual.
Recuerdo su desnudo torso en el sitio en que estábamos, sus ojos clavados en los míos, y como me llamaba para ir a su lado.
Me muerdo el labio de solo recordarlo.
El mareo me atontó más de lo que debería. No suelo fijarme en chicos en el instituto. Probablemente porque los conozco a todos desde siempre, ni me atraen ni la mitad de lo que lo hace este egocéntrico con el fuego del trago.
El labio comienza a dolerme de tanto mordisquearlo, lo cual me devuelve a la realidad.
—No deben estar muy lejos.
El joven saca su celular del bolsillo de su campera, uno mucho más grande e increíble que el mío. En un breve instante ya había mandado tres mensajes.
Yo lo único que hacía con el móvil era mirar películas y llamar por teléfono, no solía mandar mensajes de texto. Tal vez, si fuese una simple mortal humana, tendría más experiencia en ello.
No sé por qué confío en este ser. Debería llamar un auto o intentar volver andando a casa.
Comienzo a caminar en dirección al bar.
—¿A dónde vas? —Me grita a tres pasos detrás. Me comienza a seguir y eso no sé si es bueno.
—Tengo que buscar a mi amiga.
—No deberías andar por la calle sola. ¿No te lo enseñaron tus padres?
Es la primera vez que piso una calle que no es del Vaticano sola. Es mi primera vez en otro país que no sea Italia, a donde vamos de vacaciones con la familia de Jud y la mía cada año, y sobre todo mi primera vez hablando con un desconocido a estas horas a solas.
No respondo. Es una pregunta algo estúpida y a la vez con razón.
Un auto negro estaciona ferozmente en mitad de cuadra y de ella sale Judith.
—¡Cielo!
—¡Jud!
Corro y subo al auto sin que diga nada más.
El chico se sube detrás, junto conmigo, mientras el conductor y mi mejor amiga ocupan los asientos delanteros.
—Nos van a llevar a la casa de tus abuelos.
Recuerdo que puedo compartir mi ubicación y la mando por la aplicación al celular de mi amiga. Al menos, de esta forma, le llegará esa data a mis abuelos, en caso de que pase cualquier cosa.
Recemos para que no pase nada.
El chico comienza a hablar con su amigo sobre la noche. Empiezan a reír recordando cómo la gente se sobresaltó con el fuego.
—Podrías haberlos quemado —replico molesta.
—Más de la mitad de los que estaban allí se merecían eso mismo —se defiende con seguridad.
—Algún día serán incinerados en el infierno, no hay diferencia. —Lo apoya con firmeza su amigo al volante.
No puedo creer lo que escucho. Estos dos son tan creyentes como si fuesen educados en una secta religiosa, una similar a la mía.
—¿Ustedes creen en el infierno?
Jud me mira por el retrovisor sin decir nada. Tal vez ya se le pasó la borrachera y cae en cuenta de lo que está sucediendo.
—Por supuesto. Si hay un Dios, hay un infierno.
Okay. Era la típica defensa del cristianismo. Por un momento pensé que eran algo más.
Me relajo en mi asiento y solo me dedico a observar él paisaje. No conozco el camino, pero estoy decidida a no dormirme. Jud, en cambio, a los diez minutos de haber subido al auto ya se pega una siesta.
Puedo reconocer un par de calles y eso me relaja, estamos a unos diez minutos probablemente, eso nos habíamos tardado cuando veníamos desde esa distancia.
Cabeceo un par de veces, no me doy por vencida. Una vez que bajamos del auto despierto a mi amiga, a medias. A penas abre los ojos. El sujeto que iba al volante, el atrevido, la ayuda a bajar y la lleva hasta la puerta sosteniéndola de un costado.
Saco la llave y abro la puerta lo más rápido que puedo. Aún hay una parte de mí que desconfía de estos chicos. Instinto femenino o desconfianza en el sexo masculino por referencias bibliográficas sobre machismo, misoginia y violación, no sé cual, pero mejor no quedarme a averiguarlo.
—Adiós. Muchas gracias, Bruno y compañía.
—Sócrates.
Me reí por primera vez con ganas en toda la noche.
—¿Existe ese nombre en la actualidad?
—Si, y es el mío.
Dudé en si estaba diciendo la verdad.
—Okay, Sócrates. Gracias por traernos en tu auto.
Larga una gran carcajada y su amigo lo acompaña.
—Se llama Fabio —Me aclara Bruno una vez que pudo mermar su risa. El otro sigue riendo aún mientras sube al auto.
—Okay, Bruno y Fabio. —Mi cansancio vuelve a mi cuerpo y me comienzo a sentir sin paciencia alguna. Soy doña gruñona de un segundo a otro—. Gracias por habernos hecho salir del bar por habernos metido en una pelea, para luego rescatarnos como príncipes azules que no se disculpan de sus idioteces.
Se callan por unos segundos y luego largan ambos una risotada tan alta como la anterior.
Que bueno divertirlos tanto.
—Es una chica muy graciosa. La próxima que salgan nos avisan —pide un poco a los gritos Fabio mientras comienza a arrancar el auto.
Bruno se sube a su lado y, sonriendo, se despide con un mano a lo sargento.
Chisto un poco y entro a la casa de mis abuelos algo molesta aún. No había sido una buena noche, pero tampoco había terminado tan mal. Siempre puede empeorar todo.
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