12

Consigo entrar en el instituto sin molestar a nadie más que al conserje. Tengo un buen trato con él aún después de recibida, todo gracias a Jud obviamente, pero esta vez me llevo las flores actuando de forma casual.

Una vez que paso por todo el gran salón, encuentro las escaleras y subo hasta donde se encuentran las habitaciones compartidas.

La puerta la encuentro cerrada y no me queda otra que tocar.

Es demasiado temprano, por eso no me crucé con nadie aún, aunque pronto serán las siete y todos se levantan a desayunar.

Golpeo la puerta, pero nadie acude. Lo vuelvo a intentar y nada. ¡Jud! Siempre suele despertarse temprano con esa maldita alarma, sin embargo hoy no la escucho.

Saco el celular que me prestó Bruno y la llamo. Tampoco contesta. ¡Madre mía Judith!

Doblado al español: ¡Ostia! ¡Joder Judith!

Intento pensar en un plan b. La habitación de al lado tiene conexión en la ventana que da al balcón.

Decido llamar a mis compañeras que duermen dentro. Sabrina y Matilde son de las más puntuales en todo el instituto, más ahora que se van a dedicar a hacer los años de formación para obtener sus alas. Me abren la puerta levemente, pero yo ya salto de alegría.

—Matilde, buen día. —Paso por su lado sin esperar a que me salude—. Necesito pasar a mi habitación —veo a Sabrina ponerse las zapatillas—, después les explico.

—Okay, te esperamos en el gran salón. Hay un anuncio antes de ir a desayunar.

—Perfecto —abro las ventanas que dan al balcón con confianza —, nos vemos allá.

Escucho el sonido de la calle y veo a Bruno en la acera. Le hago "okay" con ambas manos.

Comienzo a treparme y camino de costado como cangrejo. Me quedan unos tres o cuatro pasos cuando escucho un estruendoso ruido en mi habitación, donde debe estar Jud.

Me apresuro al escuchar gritos y mi zapatilla le erra un poco al borde del piso. Mierda.

Respiro e intento calmar mi nerviosismo. Mi pecho sube y baja alterado, mis pulsaciones están enloquecidas. Cierro los ojos y hago un par de inhalaciones y exhalaciones.

De nuevo otro grito agudo, y el detectar perfectamente que proviene de Jud, me eriza los pelos de los brazos como puercoespín.

Salto la baranda con cuidado. Abro la ventana e ingreso a nuestro cuarto.

Hay desorden, demasiado, más de lo usual. Mi lado de la habitación está aún más desordenado que del de Jud. Eso es extraño, llevo al menos dos o tres días sin tocar nada.
Jud es bastante caótica para mi gusto. Suele dejar sus remeras en el piso, camperas en la silla del escritorio, sus zapatos debajo de la cama y hasta sus productos de higiene en la mesita de luz.

Sin embargo, hoy parece que sus cosas son pocas al lado de las mías.

Mi cama está llena de mi ropa. Remeras, medias y hasta ropa interior, tirada, desparramada como si hubiesen vaciado los cajones en busca de algo.

Entro al baño y encuentro la cortina corrida hacia un lado, agua rebalsando de la bañera y la canilla aún chorreando.

Me acerco a apagarla, haciendo que mis zapatillas se mojen un poco. Me agacho, saco el tapón velozmente y blasfemo un par de veces por dentro.

Mientras sacudo la mano y el brazo mojado, chequeo los cajones de lavamanos. Encuentro una toalla seca y luego sigo buscando. En el botiquín encuentro una tijera pequeña. Es lo único filoso qué hay en todo el sitio, poca cosa para defensa personal, pero antes que nada...

La ventana del baño es demasiado pequeña para que algo o alguien haya ingresado o salido por allí. Deben haber ingresado por la puerta.

Salgo por allí luego de cambiarme de zapatillas, ropa, algo similar a lo que llevaban mis vecinas, y hasta alcanzo a ponerme unos aretes a juego. Debo actuar como si nada hubiese sucedido en frente de mis compañeros. Las chicas no parecían saber nada de mi secuestro, probablemente el resto tampoco lo sepa. Pienso en esto mientras bajo las escaleras y me reúno con todos en la sala principal.

Hay un par de personas con túnica y otras sin. Trato de hacer memoria. El calendario viene a mi mente y hago conteo de días con los dedos.
Debe ser diez de diciembre, o por ahí. No hay nada que se festeje en este sitio hasta el veinticuatro a la noche.

La directora de la institución toma un aparato y clickea en la pantalla. La pared que da detrás a ella desaparece y se puede ver un vidrio oscuro. Toca nuevamente el aparto y el vidrio es iluminado por dentro.

—Durante años decidimos no mostrarles en persona demonios cautivos. Sin embargo esta mañana nos parece sensato al fin educarlos con evidencia. —Toca por tercera vez el dispositivo y Fabio comienza a ser levantado hasta posicionarlo en forma vertical. Un gruñido sale de su garganta y no comprendo el por qué hasta que escucho a mi mejor amiga gritar, aunque no la encuentro entre mis compañeros. —Durante años convivimos con el enemigo en las afueras de esta institución —prende otra de las luces y veo otra máquina idéntica a la que sostiene a Fabio, a su lado, sosteniendo a alguien más con cabellera rubia — y también dentro de ella. —La cabeza con el cabello suelto y despeinado se eleva, unos ojos rojizos con pupilas totalmente dilatadas se fija en mis propios ojos. Gruñe y se inquieta de pies a cabeza, tirando con fuerzas las cadenas que la mantienen atada. —Todos estos años, estos últimos ocho años hemos convivido con un demonio bajo nuestro techo, hemos compartido alimento, fiestas y hasta alegría con ellos.

Mi cuerpo se encuentra congelado debajo de mi ropa, inmóvil, estático, shockeada totalmente. Solo puedo observar a mi mejor amiga desde esta distancia sin poder dar crédito a lo que está sucediendo, a lo que mis ojos dicen que tengo delante mío.

Las cadenas comienzan a tirar de cada lado, en ambos demonios, en Fabio y Jud. Mi Jud.

No puedo mirar, no puedo, ni tampoco quiero. Observó a las profesoras que están a la derecha de la directora. Todas con el mismo rostro, con la misma mueca, con el mismo desagrado pintado en sus líneas de expresión.

El aparato de la directora vuelve a ser clickeado para atormentar aún más a las dos víctimas de la maldita tortura.

—Está niña nos mintió desde el primer día. Ella y sus padres nos estuvieron tomando el pelo cada año, cada navidad y cada comunión. —Levanta ahora un poco más su aguda voz—. Como si fuera poca cosa, entregaron a nuestra pequeña estrella, la hija de la Gran Salvadora. Deben confesarnos donde se encuentra en estos momentos, y la única forma es esta queridos niños. No les mostraríamos esta escena penosa si no fuese porque no se han lamentado y pedido disculpas aún. Ni siquiera con los ejercicios dictados por los libros contra demonios. —Impone ahora una postura inusual en ella, similar a un político en debate presidencial—. Lo único que estamos haciendo ahora es aplicarlo frente a ustedes, así, tal vez, recapaciten al enfrentarse a sus queridos amigos. —Retira la mirada del vidrio, fija sus ojos ahora a uno de los alumnos en la primera fila. Los observa unos segundos, luego va de uno en uno mientras sigue dando su discurso patético—. Tal vez, a pesar de ser demonios asquerosos, a pesar de ello, sientan vergüenza y nos confiesen finalmente donde se encuentra Cielo Bianchi.

Hay una especie de júbilo en su voz, como si el dolor de Fabio y Judith le diera algo de regocijo. Esto me resulta repugnante, patético y sobre todo injusto.

Sigo escuchando gruñidos de ambos y sonidos de quejidos por el dolor en sus cuerpos. Me acomodo la capucha para que nadie me pueda ver de lejos. Se qué Sabrina y Melina me estarán buscando como locas en este preciso instante.

Tengo en el bolsillo derecho la pequeña tijera que tomé del botiquín. Espero no tener que usarla contra la mismísima directora para salvar a Jud y Fabio, pero esto me genera una ira poco usual en mi. No sé cuánto tiempo pueda aguantarme sin reaccionar violentamente.

Tal vez debería mostrarme así finalizan con la tortura, sé que se detendrían, pero aún así no los liberarían. Algo en mi interior me dice que no salga a la luz, que aguarde el momento exacto para atacar, ¿pero cuál será ese momento?

Vuelven a presionar con sus molestas cadenas de acero macizo, gruñen, blasfeman, se retuercen, aún así no les dicen que ahí estoy. Jud ya me vio, aún siento sus ojos atravesándome como cuchillos. Me es leal, claro que si, y yo lo soy con ella. No me importa una mierda que sea demonio, para el caso Bruno y mi padre biológico también lo son.

Cuando vuelve a gritar Jud como cuando la escuché fuera del balcón, doy un paso hacia adelante y comienzo a sacar mi tijera, sin embargo una mano me toma de la muñeca antes de poder si quiera retirarla del bolsillo. ¡Maldita sea me descubrieron! Le doy un codazo con ímpetu y la capucha se me cae hacia atrás.

Es mi ángel favorito, Tómas. Mi queridísimo guardián de ojos verdes como los míos, pero en su rostro adulto, barba y pelo castaño semi rapado, le quedan aún mejor.

Okay, admito estar enamorada de él desde la temprana adolescencia. Lo disimulo lo suficientemente bien en frente de mi padre, pero en frente de Leila es aún más efectivo. Era su pareja y no me gustaría tener un dilema junto con estas hormonas.

—Ni se te ocurra moverte de este sitio. —Me coloca la capa nuevamente y la acomoda lo más posible para que no me vean el rostro—. Te están buscando y sabemos con Leila que no es por afinidad. Traman algo.

—¿Qué querés decir con que traman algo?

Escucho de nuevo quejarse de dolor a Fabio y me sobresalto. No es como antes, es como si le doliese por dentro tanto como por fuera.

Lo alcanzo a divisar nuevamente. Me alarmo al notar que algo brota de su boca, como burbujas o espuma. No es algo normal, no parece rabia, ni tampoco como una intoxicación, sus ojos no están idos, están firmes en un punto, aún así sigue moviéndose y retorciéndose. Me da terror pensar que se está muriendo lentamente con el gozo irrefutable en el rostro semi sonriente de la directora.

¿Cómo puede una persona ser humana, un hijo o hija de Dios y maltratar? ¿Cómo un descendiente de ángeles hace semejante cosa? ¿Cómo pueden ser tan desalmados y, a la vez, sentimentales y rencorosos?

—¿No van a decirnos dónde está?

Jud comienza a doblarse hacia adelante, pero las cadenas le impiden moverse desde el cuello a los pies, por lo que se impregna de vómito toda la ropa.

Una persona que aparece de la nada, dentro de la zona bloqueada, se acerca corriendo a Jud y le acaricia el rostro tiernamente. Los semi ángeles la toman de los brazos y la alejan. Es en ese preciso momento en el que me doy cuenta, cuando comienza a resistirse y sacudirse entre los manotazos. Es el padre de Jud. Debe haberse metido de alguna forma dentro, sin que nadie lo sospeche.

—¡Suéltenlo! ¡Malditos insensibles! —escucho una voz que proviene del pasillo que da a las escaleras. Es la madre de Jud.

Varios semi ángeles se aproximan a donde se encuentra. Ella se defiende lanzando por los aires a los dos más cercanos, lo que me recuerda a Bruno en el bar. Tienen más fuerza que nuestros defensores del instituto.

—Malditos demonios. Esto es exactamente lo que tienen que derribar el día que asuman sus alas. —La directora se pone a solo un metro más cercano que antes, aún a esa distancia, unos diez o doce metros, atrapa con una cuerda dorada a la madre de Jud. —Estas cucarachas apestosas son fuertes, pero nosotros somos veloces y estamos equipados con armas que ellos no pueden romper.

Pareciera que estuviese dando una clase magistral en un aula magna de una facultad, en vez de estar en medio de una pelea real.

Con otra cuerda, en la mano de una profesora, asfixia a la madre de Jud. La mujer intenta retirarlo de su cuello, pero le quema las manos y su piel se chamusca como si estuviese poniéndolas en aceite hirviendo.

No aguanto más, no puedo contenerme y me saco el tapado por completo de un tirón, al mismo tiempo en que me acerco a mi querida tía.

Saco la tijera de mi bolsillo e intento cortar la cuerda. No sirve, es inútil. La suelto con bronca y hace un repiqueteo contra el suelo. Comienzo a buscar algo que sea más filoso. No tengo nada, nada. Me entra el pánico al verla ponerse morada. Pongo mis manos cerca de la tira dorada, y sin pensarlo dos veces, desenredo la cuerda fácilmente, como si fuese una cadena de acero y no de fuego celestial. Increíble. Ni yo me lo creo. Me detengo a mirar las cadenas rotas.

—¡Ahí está! —grita alguien detrás del vidrio. Supongo que es una de las profesoras a la derecha.

Un par de manos me toman por las muñecas. Intento safarme, pero son mucho más fuertes. Activo mi sistema de defensa personal en el chip mental.

Archivo: Pelea real en el instituto
Movimiento: Canilla y codazo en la garganta.

La patada en la entre pierna funciona, no la esperan. Segundo paso en milimétricos segundos: golpe en el medio del cuello, donde está la nuez de Adán. No alcanzo a tocarlo al detenerme con una de sus manos semi brillantes.

Ese brillo, ese pelo ondeando sin necesidad de una brisa. Es la energía angelical que conozco como la palma de mi mano.

Lo miro a los ojos y veo que los suyos, furiosos,  me observan con esa forma tan usual en él, sobre todo cuando desobedecía órdenes en casa.

Papá.

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