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—¡ES HOY! ¡ES HOY!

Me recuerda a una película animada, la de un ratoncito blanco muy parlanchín, con un hermano rubio de anteojos, que emocionado corría gritando recién entrada la mañana.

Soy una chica algo fan de las películas, sobre todo las infantiles que me dejaba ver mi padre en la casa de sus padres, mis abuelos, mis únicos abuelos y mi única familia. Aunque a Judith ya la había adoptado como hermana, justo el mismo día en que llegó a este sitio. La patosa le tiró, en medio del almuerzo, a la Laura, la profesora de Latín, todo el jugo de calabazas en el maletín. Hice una rima y todo.

Cuando me llega el tercer almohadón, ya estoy sentada refregando mis ojos. Me pasa por el costado, despeinando un poco mi cabellera crispada, y la parte de los flecos de una de las puntas dándome de lleno la oreja. Se me engancha el pendiente y el almohadón me tira hacia abajo, lastimando bastante mi lóbulo.

—¡Fue un accidente!

La ignoro y comienzo a ponerme los soquetes que perdí dentro de las sábanas.

—Lo mismo dijiste cuando le tiraste el jugo de calabazas a la profesora de Latín —le respondo mientras termino de desenganchar el último fleco.

Lanza una estruendosa risotada.

—Eso si que fue un accidente.

Le lanzó el almohadón, pero es demasiado veloz y salta como conejo hacia la derecha.

—¡Entonces esto no!

Se agacha a levantar el almohadón y su cabellera larga y dorada como la de Rapunzel, cae en una lluvia perfecta. Se levanta abrazando el almohadón, como si fuese el peluche que amaba de niña y dormía con ella cada noche entre sus brazos escuálidos y blancos. Sus ojos azules me miran con precaución, probablemente porque sabe que no estoy de buenas a estas horas, y menos aún con esa forma de despertar.

—Te veías preocupada mientras dormías e intenté despertarte con todo lo de siempre —le lanzo una miradita de soslayo —, pero seguías tan inmersa que se me ocurrió revolearte cosas. —Agrega rápidamente la excusa sin culpa alguna con una sonrisa amplia que me evapora el malhumor.

En cuanto estamos listas, salimos de nuestra habitación compartida y bajamos al salón de encuentros.

Es tan dorado y refinado que nunca me atreví a tocar las paredes. Si la elegante presidenta e institutriz nos hubiese enseñado a volar sería más feliz al no vernos tocar el suelo sagrado donde nos encontrábamos.

Ah, si. Estábamos en la capilla más elegante y secreta del Vaticano. Nadie debía saber que allí criaban niños y niñas descendientes de ángeles mezclados con humanos.

Somos tantos, demasiados según Lauren, que la iglesia en la que vivían, hasta hace unos ciento cincuenta años quedó chica, por lo que comenzaron a educar aquí.

Marcos, mi padre y mi cuidador, era descendiente de una larga lista de humanos que provenían de un ángel en común, Miguel.

Digamos que el señor Diosito nos da la libertad de tener educación de calidad y comida de primera, pero nos priva de cosas como la libertad física, el sexo y de los celulares.

No se vaya a enterar Dios que tenemos uno escondido con Judith en la mesita de luz.

Hoy se festeja la gran salvación y el sacrificio de mi madre.

El fuego que está en frente mío, ese pequeño fuego, representa a mi madre. Ella era la guardiana del fuego celestial.

Lo admito, no es un fuego inmenso, ni celeste o algo que llame mucho la atención. Es solo fuego, un pequeñito fuego.

Lo que si llama mi atención es Judith que sonríe y le giña un ojo a los robustos morenos encapuchados de la izquierda. Es demasiado coqueta para su propio bien. El grandote se ruboriza mientras que ella solo me sonríe de oreja a oreja, como siempre en las mañanas.

Pasa unos cuantos minutos en los que me aburro. Es el mismo discurso de cada año.

Le codeo a Jud y ella me mira con su gran rostro iluminado por la vela que lleva entre sus manos. Ya pasamos la parte de encenderla con la pequeña llama, y ahora estamos aguardando a ser recibidas, por el mismísimo ángel de la guarda, para guiarnos a "un futuro adulto próspero".

Como si necesitara más protección de la que ya tengo...

Los tres encapuchados blancos, esos detrás de las tres fila que tenemos velas, allí se encuentran mis cuidadores celestiales: Marcos, Leila y Tomas.

Leila es simpática, pero no tanto como Tómas, él si que es todo un divino. Sonríe como nadie que conocí jamás en este mundo. Bueno, conozco poco y nada de este mundo, me tienen bastante reprimida en este mísero convento de cuarta. Estos hacen un dúo perfecto, hasta fueron pareja hasta hace un año o dos. Brillaban hasta en la oscuridad, pero un día eso culminó. Nunca supe el por qué. Ni siquiera Tomas me quiso contar a pesar de ser bastante cercanos.

Marcos es moreno, alto, serio y bastante distante cuando está en papel de protector, y cuando me recibe en su palco privado para cenar y responder a todas las preguntas típicas que haría ... un padre. Es mi padre, si, pero no es tan cercano como los padres que tiene Judith. Ella si que tiene suerte con ese duo enérgico y cómico entre ambos.

Por la noche nos acercan una mochila y un bolso con todo lo necesario para poder salir a divertirnos. Ellos pasaron por lo mismo en esta cárcel. Solo nos queda un año y seremos libres. O casi. Nos mandan a trabajos bastante escépticos y relacionados a la religión.

Lo único que me gusta en este universo de Dios es el arte, todo en relación a ello. Las pinturas y las esculturas perfectamente talladas.

El bar al que entramos no tiene nada de artístico más que un par de cuadros viejos y mal cuidados. En el baño hay una escultura mediana en el centro. Nada de otro mundo, aunque me detengo varios minutos a apreciar los detalles de las uñas y el cabello.

En el momento que decido salir, antes de abrir, con la mano aún en la manija de la puerta, escucho una discusión acalorada en el pasillo.

Busco el rostro familiar de Judith y la veo riendo con un grupo de muchachos más altos. Como le saco casi una cabeza a mi amiga, y prácticamente cabeza y media al resto de mi clase, no me resultan tan inmensos, pero el ancho de sus espaldas les ganan a mis pequeños omóplatos.

Recuerdo las clases de esgrima y las de defensa personal perfectamente. Soy bastante buena en la segunda, y en esgrima soy aceptable. Solo que no tengo un sable ni nada para partirles en medio.

—Hola —saludo y me hago la simpática, a pesar de que no me hace ni pizca de gracia que Judith esté tomando, lo que sea que le hayan dado.

—¡Ey! ¡Te tardaste mucho! ¿Qué estabas haciendo? ¿Fotos o cosas cochinas? —ríe tontamente de su propio chiste.

—O fotos cochinas —agrega el muchacho a su lado de forma cómplice.

Tomo un sorbo de su vaso luego de olfatearlo.
Es vodka con jugo, y no jugo con vodka. El vaso está por la mitad y agradezco el haber llegado a tiempo.

Simulo tomar del vaso, mientras lo escupo en otro que tengo escondido en la otra mano. Giro y escupo cada que puedo.

¿Desde cuándo me convertí en la mamá del dúo? Creo que desde siempre. Ella es la divertida y le cae bien a todos. Yo soy la antipática y poco merecedora de mi madre.

El pervertido de antes comienza a interesarse mucho en mi dulce Judith, por lo que me quedo mirando un buen rato al barman, las bebidas y, otro rato, a las personas que piden sus tragos.

¿Qué sería de un mundo sin estos humanos? ¿Qué tan aburrida sería la vida en este sitio si mi madre no se hubiese sacrificado?

Se supone que salí a este sitio para olvidarme, aunque sea una noche de esto, y no paro de preguntarme cosas en relación a ello.

Hay un grupo de gente gritando al rededor de una mesa. Un tipo está parado en el centro y prende fuego un vaso.

Ese imbécil se va a quemar.

Prende fuego un segundo vaso, lo apoya en su hombro; y como si todo eso fuese poco, toma cerveza con la mano opuesta.

Termina su porron de cerveza y comienza a bailar, bastante habilidoso, mientras va girando toma del hombro. En cuanto lo termina, tira el que está en su cabeza prendida fuego hacia su mano y sopla, haciendo que el fuego se esparza por delante con fuerza. La gente se agacha y otra se tira hacia atrás a tiempo.

La gente exclama impresionada y muchas chicas están fascinadas con el muchacho. Comienzan a gritar de euforia como si fueran sus fans.

Impresionante, pero no creo que el dueño le encante la idea.

Él sonríe relajado, incluso más feliz que Judith con el alcohol en sus venas.

Sus dientes son perfectos, tan blancos y fabulosos como si hubiese sacado turno con los ortodoncistas de los famosos de Hollywood.

El fogoso me intercepta la mirada, lo cual me inquieta. Procedo a cortar la conexión y mirar a otro sitio lejano. Nada en concreto.
Vuelvo a chequearlo tres segundos luego. Ahora está luciendo su esbelto cuerpo, con unos cuatro ravioles no comestibles en el frente, una forma en "v" que va hacia su zona baja, y una mano femenina en cada hombro.

Deja tocarse, y en cuanto vuelve a observarme, saca las manos que estaban refregándose por su torso esculpido.

Me guiña un ojo, como invitándome a acariciarlo.

Me llama con su dedo índice de forma seductora. Doy un paso hacia adelante de forma inconsciente. No sé que estoy haciendo, solo quiero ver de más cerca. Más, más cerca.

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