Fuego

-Oh sagrada luz que no logras permanecer, te pido que te quedes- lo dije en voz alta y se rieron de mí. 

Rodeadas de un concierto de grillos, luciérnagas titilantes y bajo la luz de la luna llena, rogábamos que dejara de soplar el tan temido e incansable viento del sur platense. 

Eramos la triada perfecta en la noche inicial. Un ritual a concretar para acabar con el mito del irritante aplauso al asador. 

Cada una aportó lo suyo, algunas ideas científicas, recuerdos sensoriales, intuiciones. No hubo búsqueda de información previa, ni pedido de consejos. Queríamos que fuera lo más improvisado posible. Demostrando relajación en el asunto, sin tanta entidad, aunque estuviéramos ansiosas. 

Y entonces llegó la hora de las ranas. Cuando empezaron a cantar, entendimos la señal para armar la famosa torre de lo que sea, inflamable ante todo y seco, muy importante esto último. 

Cajas de cartón, piñas, papel de diario con noticias horribles, alguna madera, ramas pálidas. 

Las apilamos con una prolijidad majestuosa, procurando siempre la estabilidad buscada, preparando el terreno para la llegada del elemento mugriento, ese que cuesta agarrar con la mano entera, pero que tan útil y necesario es en este emprendimiento: el omnipresente carbón. 

Encendedor en mano, una pequeña rueda que gira y resume así nomas, en un segundo, casi dos millones de años de humanidad. La llama altanera y danzante aparece, se desmaya y se para y de pronto se va. Otra vez la rueda que gira y mi mano libre cobija lo que en una isla desierta produciría un orgasmo instantáneo. 

Me acerco, las chicas también. Despacio, en semicírculo, para observar de cerca el incendio, para calentarnos el cuerpo, para tirar el final del pucho. Mi mano firme, apenas roza el borde del papel y la magia se produce. Víboras devoran su alimento y crecen. Consumen y crecen. Nos sacan la lengua. Y nosotras las miramos fijo. Las ayudamos, las apantallamos, como en una fiesta electrónica, para que revivan. Amarillas, naranjas, flama latente y efímera que nos hipnotiza.

Frente a un colorido río, al pie de una montaña imponente, sobre la arena tibia de la playa. Allí mi mente proyectó los próximos, ¿o recordó los anteriores? Sospecho que hay algo de atemporal en todo esto.

De a poco se hace la brasa, por momentos roja, por momentos gris, se parte y se reparte. Se dosifica con cuidado y sentido común, con la palma de la mano como guía.

En el extenso ritual argentino, había para todos los gustos, con y sin sufrimiento animal. 

La foto que inmortaliza el momento inaugura el festín y nos dedicamos a saborear. 

Dichosas y anchas, festejamos con la copa de vino en la mano. Finalmente no era para tanta alabanza desmedida de sábado a la noche o domingo al mediodía. Igual brindamos, por el terreno ganado, por haberlo hecho juntas, porque a partir de ahora hacemos el asado y compartimos el aplauso. 


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