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𝟑𝟔.
¿CUÁL ES LA CURA?
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TURÍN, ITALIA
Noviembre 2022
Leandro solía ser una persona que lo tenía todo planeado.
Una persona que siempre estaba tres pasos más adelante, que sabía lo que le iban a decir incluso antes de que se lo dijeran. Estudiaba el lenguaje corporal del emisor, sus palabras, su tono de voz, y así predecía cualquier tipo de situación y la manera en la que reaccionaría a ésta. Una persona que cuando te hablaba, no te sacaba la vista de encima, y que cuando le hablabas, tampoco; para dejarte en claro que tenías su atención, para ponerte nervioso y enseñarte que él siempre tendría el control. Una persona que medía cada una de sus palabras, cada uno de sus movimientos, con tal de no revelar más de lo que debía. Una persona que hablaba poco, solo cuando era necesario.
Solía ser una persona que no dejaba que lo vean por dentro. Impredecible, imposible de leer. Controlaba sus expresiones faciales para asegurarse de que su emoción no se reflejaba sobre éstas, maquinaba horas y horas en su cerebro, leía y releía todas sus interacciones en caso de que se repitieran, para saber qué hacer y qué corregir. Estudiaba todo. Sentía poco y proyectaba menos. Era una persona inaccesible. Cerrada, con una carcasa dura, imposible de penetrar.
Todos estos comportamientos, estas tendencias a cerrarse y a no dejar que se le vea lo de adentro, surgieron después de la muerte de su padre y el engaño de Camila. Después de perder a las únicas dos personas a quienes les había entregado su plena confianza, más allá de su madre, de quien no había vuelto a escuchar después de su huída cuando él tenía solo trece años. Pero la diferencia entre esa pérdida y estas era que cuando su madre lo abandonó, él igualmente había tenido el apoyo de su padre; en cambio, cuando perdió a su padre, su único sostén, Camila, le había dado la espalda y lo había traicionado.
Entonces, cuando se encontró solo, a los veinticuatro años de edad, sin rumbo ni nada claro en su cabeza, le cerró las puertas al mundo y le dio la espalda a todo.
Ya no lloraba. Ya no sentía. Ya no desarrollaba conexiones con nadie, y las que tenía se fueron resquebrajando con el tiempo, hasta que no quedaron nada más que ruinas de nostalgia. Le costaba relacionarse, era incapaz de sentir más allá de lo superficial. Tenía un miedo desmesurado por abrirse y volver a sentir ese dolor que le había ennegrecido los sentidos.
Leandro solía ser una persona fría, distante.
Pero desde que se involucró con Isabella, se manda cada cagada, simplemente porque no piensa. Porque se le fisuró esa fachada de aspereza acendrada y ahora solo hace las cosas, sin frenarse a reflexionar en cómo podrían repercutir por fuera.
Como cuando le dedicó esos dos goles. Él sabía que no debería hacerlo, que era mera estupidez, pero en el momento, no se le ocurrió una mejor idea. Solo lo hizo. Y repercutió.
Le molesta volver a ser esta persona débil, que se deja leer por cualquiera. Le molesta ya no pensar. Se acostumbró tanto a ser ese hombre al que nadie realmente conoce que ahora que se está dejando conocer, le molesta.
Pero no. Mierda, ¿cómo le va a molestar? Si cuando está con Isa, su mente descansa. Por primera vez en años, su mente descansa.
Deja de maquinar incesantemente, se calla. Está todo tan vacío que si le surge un pensamiento, escucha el eco de éste, porque no hay nada más. Solo silencio carente del engranaje sordo que solía escuchar antes todo el tiempo, ese de su cerebro trabajando a mil por hora.
Cuando está con Isa, se siente en paz.
Le molesta. Pero no, no puede quejarse de la persona en la que se convirtió en los últimos meses. Porque ahora será un taradito, pero al menos la tiene a ella.
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Hace tres días que Isabella se mudó con Leandro.
Después de todo lo sucedido, ella no se sintió físicamente capaz de quedarse en la casa que compartía con Paulo, dormir en la cama matrimonial que ahora tan grande se sentía. No se bancaba más la plenitud del silencio, por lo que hizo lo único que supo hacer y buscó compañía. Para no estar sola y ponerse a pensar más de lo debido, para tener alguien que le hable y así poder llenar el vacío de su cerebro que ahora la atormentaba.
Entonces, lo agarró a Pandito, metió cualquier boludéz en una valija y se apareció en la puerta de la casa de Leandro a las tres de la mañana del viernes. Llamó a Fanny, la empleada de la casa, para que vaya dos veces por día a alimentar a las mascotas restantes y se fue. Estar sola en una casa para dos implicaba mucho más de lo que podía aguantar.
En el tiempo que llevan juntos, a pesar de lo que se podría esperar, Isabella y Leandro no cogieron. No se tocaron en absoluto. Ni siquiera se atrevieron a entrar el uno en la habitación del otro. Y esto se debe sobre todo a Leandro.
Él cree que Isabella está aún demasiado sensible por las cosas sucedidas, la ve vulnerable, así que no quiere traspasar ningún límite al acercarse a ella de una manera indebida. Se muere de ganas de darle un abrazo, un beso de consuelo, pero no sabe dónde andan parados y no quiere que Isabella le diga que sí a algo sin realmente querer, solo porque está triste. Prefiere que ella se tome las cosas a su propio tiempo, lentamente si eso es lo que necesita.
Sin embargo, Isabella está lejos de sentirse triste. De hecho, no siente nada. Toda su vida estuvo desconectada de sus emociones, desconectada de su propio cuerpo, y aquello no va a cambiar ahora. El desamor con Paulo no la entristece, más bien la enfurece, pero aún así, ella está de lo más tranquila. Y lista para mandar todo a la mierda si surge la ocasión.
Leandro esto no lo sabe, porque él será bueno leyendo emociones, pero Isabella es buena escondiéndolas. Tuvo toda una vida para dominar esta habilidad.
Él, entonces, está preocupado. Por eso, por ahora se contenta con tenerla a Isabella en su casa, para poder observarla de cerca; así también puede asegurarse de que sabe dónde está y qué está haciendo a toda hora. Capaz está un poquito paranoico.
Hoy es domingo. Leandro e Isabella están fumando vape en la sala de estar.
Ella odia el vape. Le parece la cosa más patética que uno podría hacer, especialmente a una avanzada edad, como la de ellos. Pero entre que Leandro no la deja fumar en la casa y el hecho de que él no tiene permitidos los cigarrillos, aquello es lo único que le queda; no es solo algo que la relaja, sino también algo que puede compartir con él. Y aquello la contenta un poco.
Están discutiendo la típica: gatos o perros.
—Yo soy de los gatos igual —le dice Isabella a Leandro, exhalando el vapor que tiene en la boca para volver a succionarlo rápidamente.
Leandro no puede evitar mirarle los labios. Se ve tan sexy haciendo esa clase de cosas, y ni siquiera lo está intentando.
—No te banco nada —niega él, recibiendo el aparato que le entrega la rubia—. Yo de chico tenía tres galgos.
—¿Cómo se llamaban?
—Andrés, Francisco y Eduardo.
Isabella frunce el ceño.
—Qué nombres de mierda, Leandro.
—Callate, sos team gato —reprocha él.
Mientras él le da una calada al vape, Pandito sale corriendo de la habitación de Isabella y se trepa al sillón entre los dos. Da un par de vueltas, olisquea el humo y termina decidiendo recostarse con las patitas delanteras y la cabeza sobre el muslo de Isabella. Ella sonríe y le acaricia las orejas, y Leandro la mira a ella con una sonrisa escondida, porque esa rubia es hermosa sin esfuerzo alguno.
Isabella alza la cabeza y lo agarra mirándola. Él no aparta la mirada; en vez de eso, le sonríe. La que se ruboriza es ella.
—¿Por qué te ponés nerviosa? —se ríe Leandro con suavidad, sincero.
—No me pongo nerviosa —dice ella, encogiéndose de hombros.
—Qué no, si estás toda roja, rubia. Te estaba mirando nomás, no te pongás tímida —él ladea la cabeza, mirándola mientras se muerde la comisura del labio.
—Basta —clama ella.
Leandro enarca una ceja, arrogante.
—Lo que digas, ma —le dice.
Igual, la sigue mirando. Isabella se hace la que no se da cuenta, manteniendo la mirada fija en Pandito, que tiene los ojos cerrados y ronronea a toda mecha.
—No sabía que fumabas vape —comenta Leandro después de unos segundos, queriendo escucharla hablar para poder perderse en su voz nuevamente.
—Fumaba, de pendeja —aclara ella—. Ahora ya no porque me pasé al pucho.
—Ajá.
—Yo no sabía que vos fumabas. Y eso que me bardeás por el cigarrillo —acusa Isabella, negando con la cabeza, divertida.
Leandro le da una calada al vape y le sopla el vapor en la cara. La rubia pone los ojos en blanco, pero igualmente dibuja un círculo con los labios para así poder inhalar un poco del humo que la rodea.
—Y sí. Además, pucho yo no puedo —dice Leandro, pasándole el vape—. Lo hago muy de vez en cuando igual, lo del vape. Rodrigo me metió el hábito.
Isabella asiente. Inhala un poco del humo del pequeño dispositivo, echa la cabeza hacia atrás sobre el respaldo del sillón y con los ojos cerrados, sopla el vapor espeso que tiene en la boca. Leandro la mira, le ojea el cuello y le dan ganas de correrle el pelo y dejarle un beso en el hueco de la garganta, de esos que a ella le encantan.
—Deberías dejar el cigarrillo —le dice de repente, sin pensarlo mucho.
Isabella abre los ojos y lo mira con el ceño fruncido.
—¿Qué?
—Eso, boba —se encoge de hombros—. Deberías dejarlo. Te hace mal.
—Ya sé eso, Lean. Yo sé cuidarme. ¿De dónde sale esto?
—No, no sé —suspira—. Pero digo nomás, ¿sabés? Te puede causar muchas cosas el cigarrillo. Y podrías ir dejando de a poquito, no hace falta que sea así de repente. Podés pasar de uno al día, a uno cada dos. Después uno cada tres. Después uno por semana. Vas a ver que ya no los vas a necesitar más, y cuando pase eso, si querés podés empezar a fumar vape. Y después dejás.
Isabella sonríe un poco. La ventana de la habitación de Isabella, que está abierta, golpea por el viento, sobresaltándolo a Pandito. El gato bicolor alza la cabeza y de inmediato sale disparado, perdiéndose por el pasillo. La rubia lo mira y después suelta una pequeña risa.
—Sos un tierno, Lean —le dice al ojiazul. Le da una calada al vape y se lo pasa—. Pero no es tan fácil. Es como decirle a un drogadicto que solo deje las drogas. Las adicciones son más difíciles de combatir de lo que parecen.
—No, ya sé. ¿Pero lo tuyo es una adicción?
—Qué sé yo. Capaz sí. Ni idea —se encoge de hombros Isabella—. Sé que no podría dejarlo así de fácil como decís. Cuando algo se convierte en hábito, aunque me pidas que lo rompa, no lo voy a hacer. Porque igual mi cuerpo me lo pide, y yo le voy a hacer caso, ¿sabés?
—Sí, sé —asiente Leandro—, pero se puede intentar. La adicción es una enfermedad que tiene cura.
Isabella lo mira durante un segundo. Él ahora solo sostiene el vape en la mano, sin fumar, pero aún así, los rodea una nube de vapor, creando un ambiente tenuemente iluminado, algo denso y obscuro. Ella separa los labios y le mira la boca a Leandro; después, se acerca, lo agarra de los costados del cuello y lo besa con suavidad.
Él recibe el contacto con gusto. Isabella se trepa a su regazo, con sus rodillas a cada lado de sus caderas. Su pelo rubio cae en cortinas por los costados de su rostro y ambos se aferran a aquella sensación que comparten entre sus bocas, de un beso estático y tranquilo. Leandro reposa sus manos en las caderas de Isabella y le propina un suave apretón.
Un revolotea irrumpe en los confines del estómago de Leandro. Después de un largo segundo, ella se aleja tan solo un poco, rompiendo el beso. Se mantiene cerca y lo mira a los ojos.
—¿Y esta adicción? —le pregunta en un susurro—. ¿Cuál es la cura?
Leandro siente un tirón en el pecho. La mira fijo, críptico, y después separa los labios tan solo un poco para dejar pasar el aire, ya que aquellas palabras le arrebataron el aliento. Es increíble el efecto que tiene Isabella en Leandro. Si tan solo él supiera que el sentimiento es mutuo.
De inmediato, él se irgue y le ataca la boca con una desesperación un poco más fuerte. Isabella se deja.
Leandro toma el control de la situación. Mientras la besa incesantemente, deja el vape en la mesa ratona, recuesta a Isabella boca arriba en el sillón y se mece por sobre ella, entre sus piernas, con sus manos apoyadas a cada lado de su cabeza. La besa repetidamente, siguiéndole el ritmo a un compás ausente con el mero movimiento de sus labios sobre los de Isabella. Deja asomar la lengua para chuparla con sutileza y escucha el suave quejido que sale de la boca de la chica.
—Espero que no haya una —le contesta Leandro a sus palabras previas, plantándole dos o tres besos en los labios antes de empezar a dibujarle un camino por el cuello.
Le tantea la piel con la lengua, la besa con suavidad. Con el pasar de las semanas, Leandro aprendió que los besos en el cuello relajan mucho a Isabella. Por eso, no duda de otorgarle aquel lujo. Escucha como la respiración de la rubia se agita un poco y ella tuerce la cabeza para proporcionarle más acceso a su piel, permitiéndole acariciarla más con sus labios.
Leandro desliza una mano por debajo del remerón de Isabella para tocarla por primera vez en varios días. La piel desnuda de la rubia ya hierve con la pasión que hace efervescencia contra los dedos de Leandro. Isabella arquea un poco la espalda y deja que él la acaricie.
—¿Puedo? —le susurra él en el oído.
—No me lo preguntes —Isabella niega con la cabeza—, si sabés que te voy a decir que sí.
Leandro se relame los labios. Siente una suave contracción en el estómago ante aquellas palabras, por lo que le recorre el abdomen con la palma de la mano y después acerca los dedos a la cinturilla de los joggings de Isabella. Juguetea un poco con ésta, rozándole la piel del bajo del abdomen y así llegando a sentir el dobladillo de su bombacha. Se aleja de su cuello para mirarla y se deleita cuando ella abre los ojos y sus miradas se encuentran.
Isabella asiente, dándole el visto bueno para proseguir. Él se reacomoda sobre ella y por fin desliza los dedos por debajo de su bombacha, así encontrando su centro cálido. Ella arquea un poco la espalda y Leandro no duda de tantear sus pliegues, sintiendo la lubricación ya acumulándose contra las yemas de sus dedos.
—Mirá que si me dejás hacer esto, ya no te vas a poder deshacer más de mí, eh —le advierte Leandro—. Esta es la marca que me vas a dejar, rubia. A partir de acá, yo ya no te voy a soltar.
—Mejor —dice ella sin duda alguna, segura de sus propias palabras—, no quiero que me sueltes.
Leandro asiente y le esboza una pequeña sonrisa.
—Entonces estás atrapada conmigo, rubia.
Se inclina y le planta un suave beso casto en los labios antes de tocar su clítoris de lleno. Isabella inhala por la boca con pesadez cuando él empieza a estimular los nervios sensibles, esparciendo su lubricación para poder mover la mano con más facilidad. La mira fijo a los ojos para no perderse ni un segundo de aquella hermosa imagen, la expresión de placer que se apropia del rostro de Isabella.
—¿Ahí? —le pregunta Leandro.
Ella cierra los ojos y frunce el ceño con firmeza. Abre la boca, inhalando y exhalando con pesar a través de los labios.
—Sí, sí, justo ahí —susurra Isabella.
Leandro estimula su clítoris. Ella gime bajo, sin interrumpir aquella íntima atmósfera. Agarra un manojo de la remera del hombre con el puño y se aferra a ésta a medida que él se va acomodando a sus gustos.
—Más rápido —pide Isabella en un jadeo ahogado.
Él hace caso y empieza a estimularla con más rapidez. Observa la expresión de la chica con deleite, admirando lo hermosa que se ve bajo aquellas circunstancias, con esa tenue iluminación, tan rendida. Ella gime por lo bajo, cada vez más desesperada y más agitada. Jadea pesadamente y se retuerce a medida que Leandro va acelerando la velocidad.
—Gemí para mí, Isa —le pide él en un susurro desesperado.
Ella deja escapar un pequeño quejido y da vuelta la cabeza para presionar el rostro contra el colchón, aún aferrándose a la remera de Leandro. Con la otra mano, aprieta con fuerza su bíceps, clavándole las uñas inconscientemente, dejando pequeñas marquitas sobre su piel que a él no le molestan para nada.
—Lean... —susurra Isabella débilmente.
Él separa los labios y sigue todos sus movimientos con los ojos, concentrado únicamente en ella. La estimula con rapidez y ella cada vez se moja más, tanto que el movimiento de los dedos de Leandro empieza a hacer ruido. Reverberan en la sala de estar los gemidos y los jadeos de Isabella.
Él le planta un suave beso en la boca para después chuparle el labio inferior y tomarlo entre sus dientes. Tira un poco de éste, lo suelta y ella jadea sobre su boca, dejando escapar gemidos ahogados. Se retuerce en el reducido espacio del sillón, moviéndose de lado a lado para sobrellevar aquella sensación, hasta que por fin se viene.
Le tiemblan los muslos y sus gemidos salen entrecortados cuando su orgasmo la sorprende. Leandro siente su descarga colándose entre sus dedos y la sigue estimulando para ayudarla a conllevar la sensación. Aprovecha que ella tiene la cabeza echada hacia atrás para dejarle un pequeño beso en la mandíbula; una vez que ella acaba, Leandro lentamente deja de masturbarla. La quietud imprevista se apropia de la sala de estar, interrumpida solamente por el pecho de Isabella, que se mueve de arriba a abajo.
Ella baja del orgasmo y abre los ojos perezosamente. Leandro le sonríe y a ella se le aflojan las piernas.
—Sos un wacho —le dice.
—Ya lo sé —contesta él, sacándole la mano de los pantalones y acercándose los dedos a la boca para chuparse los flujos de éstos.
Ella lo mira y se muerde el labio inferior, acallando su respiración agitada. Después, sonríe ampliamente, con los ojos medio cerrados.
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Leandro solía ser una persona fría, distante.
Leandro solía sentir poco. Leandro solía cerrarse al exterior, no dejaba que nadie penetre esa dura carcasa que lo cubría para no volver a amar, para no volver a sentirse tan vulnerable. Leandro solía apartar a todo aquel que tratara de ayudarlo, se sumía en una soledad intencional. Leandro solía anular todas sus debilidades.
Pero entre la aspereza de su apariencia, siempre va a haber una única debilidad que no va a poder suprimir. Una única debilidad que lo acompaña de chico, que lo atormenta, que esconde en lo más profundo de cerebro. Una única debilidad indescriptible, y que lleva el nombre de Isabella Bianchi.
a/n —
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