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a/n: CHICOSS, en el capítulo anterior (vayan a leerlo, es el xix, por si wattpad no les mandó la notificación) cometí un error muy importante. edité el capítulo y lo volví a subir, así que vayan a releerlo para evitar confusiones ya !!! y para las que ya lo leyeron antes, FINJAN DEMENCIA LOCO.
𝟐𝟎.
APROVECHATE
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TURÍN, ITALIA
Septiembre 2022
Isabella se adentra en la casa de Leandro, todavía furiosa. Lo escucha al ojiazul cerrar la puerta detrás suyo y ella se toma un momento para admirar sus alrededores.
Es una casa extrañamente pacífica pero oscura, de concepto abierto. Como una versión material de Leandro mismo. Pisos de madera, paredes de cemento alisado. A su derecha, la cocina, con estantes y heladera color negro mate y la mesa del comedor en frente, de caoba. A su izquierda, una gran pintura en blanco y negro. Más adelante, el living, con un sillón en L de cuero (negro), una mesita ratona (negra) y una alfombra (negra). Las pinturas en blanco y negro reaparecen por varias de las paredes. Los únicos trazos de color que ve Isabella en aquel ambiente son las dos plantas falsas en las esquina, de un color verde vibrante que hace notar que reales no son.
A pesar de que Leandro y su familia tan solo recientemente se mudaron a esta casa, Isabella lo ve a él en todos lados. Se lo imagina viviendo en un lugar así.
–Isa.
Isabella se da vuelta y lo mira a Leandro por sobre su hombro. Él está de brazos cruzados.
–Me hiciste preocupar. ¿Qué pasó? –regaña.
–Lo que dijiste que iba a pasar –dice Isabella, entumecida mientras se encoge de hombros–: me enteré de algo que no me gustó.
Leandro hace un gesto con la cabeza, cayendo en la cuenta. Abre la boca para decir algo, pero no sale nada.
–¿Querés algo para tomar? –le pregunta dubitativamente, buscando hacerla sentir cómoda antes de preguntarle.
–No, gracias.
–Okay –asiente Leandro. Mira a su alrededor–. Vení, sentémonos.
Isabella hace caso y lo sigue hasta el sillón de cuero. Ella se sienta de piernas cruzadas en un extremo de éste y él en el otro, con las rodillas separadas, una mano en el regazo y el otro brazo estirado sobre el respaldo. Se miran por un segundo.
–Entonces... –empieza él–, te contó.
–Hm, no exactamente –niega ella, jugueteando con el elástico de sus joggings–. La llamó una tal Emilia. No suelo ser desconfiada, pero después de lo que me dijiste... nada, contesté y ella se puso nerviosa. No me dijo qué quería, solo me dijo que le diga a Paulo que la llame. Después le pregunté a Paulo quién era ella. Se puso muy a la defensiva, me gritó... me dijo que era su cardióloga, pero después la busqué en Instagram y me enteré que es modelo. No necesito saber más que eso, estoy segura.
Leandro la mira por un segundo con el entrecejo fruncido, confundido.
–Pará, ¿Emilia?
–Emilia Mari. Rubia, tetona –dice Isabella, haciendo un gesto con las manos sobre su pecho.
Él asiente lentamente, algo inseguro. No era eso lo que él sabía.
–Ah, sí, sí... –finge entender, aclarándose la garganta.
Un silencio.
–Qué pelotudo, encima que va y me pide de casarnos. Al pedo –Isabella se ríe sin gracia.
Traga saliva y se mira la mano izquierda, la mano del anillo. Piensa en sacárselo, pero no puede, y se odia a sí misma por eso. A pesar de que siente un profundo desagrado hacia Paulo, igual lo ama. Eso no se le va fácil.
Paulo es la persona que mejor la conoce. El único que la entiende. El único que estuvo a su lado desde que ella era una pendeja perdida. El único que sabe sobre su papá, sobre su mamá, sobre su hermano. Sobre todo. Incluso, a pesar de lo que se enteró, Isabella seguiría confiando en Paulo con su vida. Quizás es una estúpida por creer eso, pero él alguna vez fue su mejor amigo antes de ser su novio (y su esposo). Sabe todo de ella, hasta lo que no sabe nadie. Isabella depende de él para sobrevivir. Lo ama.
Desde chica que Isabella está completamente desconectada de sus sentimientos. Ama y pierde, pero no le molesta. Aprendió por el camino duro que ella está sola contra el mundo, que cualquier persona que viene puede también irse sin aviso ni despedida. Por este motivo, después de ser traicionada una y otra vez, se acostumbró. Empezó a esperar poco porque eso era lo que recibía.
Y después llegó Paulo.
Él la amó y la cuidó, y cuando ella empezó con sus tendencias de autosabotaje, él se rió y le dijo que deje de pelotudear, que él no se iba a ir a ninguna parte. A Isabella le cuesta comprender como es que un hombre que la veneró de esa forma puede haberle hecho algo tal. Pero incluso ahora sabe que si él encontrara las palabras correctas, ella volvería corriendo a sus brazos. Le dolería, pero le costaría más verlo triste a él.
Ella por él deja todo.
Quiere entender. Quiere poder mirarlo a los ojos y comprender el motivo por el cual hizo lo que hizo. Pero es que por más que quiera, no sabe cómo van a volver de esto, porque no solo Paulo la engañó, sino que tampoco le dijo nada al respecto. Le mintió. La hizo sentirse culpable durante meses por haber besado a otro hombre y él después le metió los cuernos sin inmutarse. La siguió besando, la siguió cogiendo, le siguió sacando sonrisas como si no hubiera pasado nada.
¿Se habrá sentido culpable en algún momento?
Isabella se siente insuficiente.
–No me quiero separar de él –le confiesa a Leandro, sin saber bien por qué.
–¿Cómo que no? –él la mira con el ceño fruncido.
–No sé. Capaz soy una pelotuda –piensa–, pero Paulo me hizo sentirme viva otra vez. Me rescató cuando yo ya no quería seguir, estuvo conmigo siempre. No hay nadie que me conozca como él, Lean, yo no puedo...
Leandro asiente. Todo lo que dice lo entiende, pero después se pone a pensar y se imagina a Isabella volviendo con Paulo después de lo que él le hizo y le dan ganas de vomitar. No puede permitírselo, pero tampoco puede prohibírselo, y eso lo desespera.
Se queda un momento en silencio. A pesar de que él no tenía ni idea de que Paulo seguía engañándola hoy en día, eso solo le confirma que el cordobés es incluso más mierda de lo que aparenta. Que haberle metido los cuernos a Isabella dos veces hace tres años no fue suficiente, que necesitaba una tercera. A Leandro le da asco.
Le genera un poco de confianza saber que Isabella solo sabe de una de esas veces. Está mal, ella tiene el derecho de saber todo, pero Leandro está seguro de que si ella se enterara, la destruiría. No quiere ver que eso suceda.
–¿Estás bien? –pregunta Leandro, ya que no sabe qué más decir.
–Sí –dice ella de inmediato–. Por ahora, sí. Mañana ya voy a hablar con él y voy a aclarar las cosas, total... bueno, capaz todavía hay alguna chance de que yo nomás esté flasheando.
Ella lo mira con una sonrisa dolida y a él también le duele. La mira por un segundo, y Dios, qué hermosa que es. Una persona así no se merece sufrir tanto, no se merece que la caguen de esa manera. Le dan ganas de decirle que si hubiese sido él, jamás la habría engañado, pero no lo hace.
En lugar de eso, asiente comprensivamente, se muerde el labio inferior y se para del sillón para acercarse a la tele. Isabella lo mira extrañada mientras él busca algo en el estante, y después alza las cejas cuando él se da vuelta hacia ella sosteniendo dos controles de la play.
–¿Jugás al Minecraft? –le pregunta sugestivamente.
Isabella no puede evitar soltar una carcajada a través de su dolor, con un sentimiento de afecto floreciéndole en el pecho. Se enjuga las lágrimas con el dorso de la mano, le dice que sí y en menos de diez minutos, se encuentra a sí misma con un control remoto en la mano, jugando, olvidándose de todo lo que la carcome por al menos un rato.
Extrañamente, la pasa bien.
Ella sabe jugar, pero es medio un queso, por lo que Leandro le empieza a enseñar cómo construir una casa y de inmediato se ponen a trabajar. Sin embargo, Isabella, inútil como es, se aburre rápido y empieza a recorrer el mapa.
–¡Mirá lo que encontré! –le grita emocionadamente a Leandro de repente.
–¿Qué? –dice él.
El personaje de Isabella sale de una cueva y de inmediato ella lo urge a Leandro a seguirla. Él le dice que después, que está terminando su casa, pero ella lo obliga a aceptar, por lo que al ojiazul no le queda más opción y se encuentra metiéndose entre las montañas con Isabella.
–Vas re lento, Leandro, dale –le dice ella.
–Bue, pará, estás re manija.
–Callate y seguime.
Salen de entre las montañas y se topan con un rebaño de ovejas. Isabella se gira hacia Leandro con una sonrisa emocionada de oreja a oreja, y él la mira, confundido.
–¿Qué? –le dice.
–¡Mirá!
–Son ovejas.
–¡Son re lindas!
–Isabella, me estás jodiendo.
Una oveja se le acerca al personaje de Leandro. Él la mata e Isabella pega un grito.
–¡Pero qué hacés, pedazo de boludo! –dice, horrorizada.
–Son ovejas. Dan recompensa.
–¡La mataste!
Leandro la mira con las cejas alzadas.
–¿Qué? ¿Vas a llorar?
–Yo ya no juego más con vos, enfermo –le dice ella, medio en joda medio no, dejando el control remoto en la mesa ratona y reclinándose contra el respaldo con los brazos cruzados sobre el pecho, enfadada.
–Ay, ¿te enojás, rubia? Bueno, eh –la jode él, dejando su propio control en la mesa y acercándose para hacerle cosquillas.
Isabella se aparta de un salto.
–Me llegás a hacer cosquillas y te voy a cagar a trompadas, Leandro, ni se te ocurra –le advierte.
–¿Me estás desafiando? –Leandro alza una ceja.
Se para y se acerca a ella, pero Isabella sale disparada hasta el otro extremo del sillón, mirándolo fijo, presa del pánico.
–Leandro, te estoy hablando en serio. Si me hacés cosquillas, voy a gritar.
Leandro esboza una media sonrisa.
–Pero si yo te quiero gritando, rubia.
Isabella abre los ojos grandes como platos, agarra el almohadón más cercano y se lo revolea. Leandro lo ataja y se empieza a cagar de risa al ver como ella se torna roja de pies a cabeza, avergonzada por el comentario sexual.
–Cómo vas a decir esas cosas, boludo –dice ella con un hilo de voz, agitada y muerta de la vergüenza.
Es que a él le gusta que se ponga así de roja. Le gusta ponerla nerviosa. Le gusta ella.
Se hacen las doce de la noche. Leandro agarra su celular un momento y la pierde de vista a Isabella, que vuelve unos segundos después con una pelota de tenis en la mano. Él la mira, horrorizado.
–Isabella, dejá eso, vas a romper algo –le dice.
–Dale, boludo, tampoco soy tan mala.
–No sé.
–Mirá, dale, tengo un juego.
Leandro se ve obligado a ceder y ella le explica el juego. Posicionan las manos en alto palma abajo, las de Leandro sobre las de Isabella. Ella sostiene la pelota. En algún momento, ella la suelta y él tiene que poder agarrarla antes de que caiga. A Leandro le parecería un juego aburrido, pero porque sus manos tienen que tocarse, de repente le parece la cosa más interesante.
También descubre que es malísimo.
Sin importar que tan lento caiga la pelota, no agarra una. Uno pensaría que gracias al fútbol tendría los reflejos un poco más desarrollados, pero evidentemente, no es así.
–Sos re lento, Leandro –se queja Isabella después de verlo fallar miserablemente por decimoquinta vez.
–Bueno, callate un poco, ¿querés? A vos tampoco te sale.
–¿Cómo que no? A mí sí.
–Nada que ver.
–Bueno, chupala.
–Bue, si me lo ofrecés así...
Isabella la mira, ya ni siquiera inmutada por el comentario. Él sonríe pícaramente.
Juegan toda la noche hasta eso de las dos y media. A decir verdad, Isabella estaba tratando de prolongar ese tiempo, no solo porque se la estaba pasando de maravilla, sino también porque sabe que ni bien esté sola, va a empezar a llorar. Pero se ven obligados a hacerlo, ya que Leandro tiene partido mañana y a pesar de que ninguno de los dos va a ser capaz de conciliar el sueño, al menos tienen que intentar descansar.
Leandro instala a Isabella en el cuarto de su hija, Victoria. Le presta uno de sus remerones para dormir y se despiden con una sonrisa. Sin embargo, mientras él sale de la habitación, ella lo frena.
–Ey –lo llama.
–¿Hm?
Sus miradas se encuentran.
–Buenas noches, ojitos –le dice ella con una sonrisa.
Leandro le devuelve el gesto.
–Buenas noches, rubia.
Y desaparece por la puerta.
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Tres y media. Isabella tiene los ojos llenos de lágrimas, se pasó la última hora yendo y viniendo desde cada extremo de la cama, incómoda, incapaz de conciliar el sueño y llorando en silencio. Hace años que no duerme sola en la cama, y ahora que no está Paulo a su lado, no puede ni quedarse quieta.
Está sensible, le duele todo. Solo quiere tener a alguien que la abrace. Su método para intentar dormir siempre fue el de contar los latidos del corazón de Paulo, o seguir sus respiraciones. Ahora, no tiene nada. Se le ocurre una idea un tanto desconcertante, pero como no sabe cómo más calmar su constante ansiedad, decide llevarla a cabo.
Quizás se arrepienta, quizás no. Le da igual.
Sale de su habitación sigilosamente y camina por el pasillo hasta que se encuentra frente a la puerta del cuarto de Leandro. Se da cuenta que ésta está entreabierta. Asoma la cabeza por la abertura y se encuentra con una vista a medias del espacio.
Hay dos velas prendidas en la mesita de luz produciendo un cálido brillo que lo ilumina a Leandro en la cama. Desde donde está, Isabella solo puede ver los músculos definidos de su espalda desnuda, recubiertos por completo por tinta de tatuaje que crea diseños sobre su piel. Así, con esa iluminación, en esa posición, Isabella pierde el aliento. Qué lomazo, la puta madre.
La necesidad le gana. Querer mandarlo todo a la mierda le gana.
Empuja un poco la puerta y adentra medio cuerpo en la habitación.
–¿Lean? –lo llama en un susurro.
Recibe un tarareo a medias como respuesta y al darse cuenta que está despierto, a Isabella se le acelera el corazón. Sabe que esto probablemente sea una terrible idea, pero ya no se banca más eso de dormir sola.
–No me puedo dormir –dice.
Con letargo, Leandro se remueve en la cama hasta quedar reposado en su codo. Tiene los ojos medio cerrados y el pelo despeinado, todavía se encuentra algo adormilado, pero la mira con una preocupación discernible. Isabella le ve el pecho desnudo y nota sobre sus pectorales unos tatuajes que antes no tenía.
Qué lindo que es.
–¿No? –dice él–. Yo tampoco.
Isabella se arranca la piel del labio inferior con el diente. Saborea sangre.
–¿Puedo dormir con vos? –pide–. No quiero estar sola.
Leandro frunce el ceño y la mira fijo por un segundo, quedándose callado. Se remueve un poco y finalmente asiente.
–Claro, rubia –le dice con una sonrisa consoladora.
Isabella le devuelve el gesto tímidamente y termina de entrar a la habitación. Con cuidado de no tropezarse en la oscuridad, se acerca al lado vacío de la cama matrimonial, viendo como Leandro se hace a un lado para dejarle más espacio. Se trepa al colchón, se desliza bajo las sábanas y se recuesta boca arriba con las manos sobre la panza y los ojos bien abiertos. Evita tocarlo a Leandro, le da miedo, pero a pesar de que no lo está mirando, sabe que él sí a ella.
–¿Estás bien? –le pregunta él, su voz ronca y suave rompiendo el silencio de la habitación.
–Sí –dice ella con una seguridad menguada–. Solo no me gusta dormir sola.
–A mí tampoco –confiesa Leandro.
Isabella se sonríe un poco y se mueve en la cama hasta quedar de costado, de espaldas a Leandro. Traga saliva. Le duele todo el cuerpo, los acontecimientos sucedidos hace unas horas todavía están demasiado frescos en su cerebro.
–Lean –lo llama.
–¿Hm?
–¿Me podés abrazar?
Se hace un momento de silencio. Isabella, muerta de la vergüenza por su pregunta, traba la mandíbula con fuerza, temiendo ser rechazada. Sin embargo, de repente lo escucha a Leandro moviéndose y el colchón se hunde a su lado, cerca suyo. La invade una oleada de calidez. El hombre presiona su pecho contra su espalda y reposa una mano en su cintura, e Isabella puede sentir el calor corporal que irradia, consolándola con facilidad. Le agarra un retorcijón en el estómago.
Al principio, es algo tenso. Los dos saben que aquello está mal, los dos dudan. Les da miedo tocarse. Pero después, Leandro desliza su mano debajo del remerón de la chica para apoyarla sobre su piel desnuda y ella se siente más en paz. Él tiene los dedos calientes y la acaricia con suavidad, recorriéndole un poco la curva de la cintura de arriba a abajo, relajándola. Inevitablemente, ella no se retiene a sí misma de empujarse hacia atrás para acercarse más a él.
Él recibe el gesto y se acomodan el uno contra el otro, en cucharita. Ella se ocupa de presionarse contra él, buscando sentir más de su calor corporal, pero de repente Leandro frena la mano y le aprieta la cintura con fuerza, de una manera que seguramente la deje marcada, agarrándola desprevenida.
Ambos se congelan.
–¿Qué pasa? –pregunta ella.
–No te muevas así, boluda –le dice él.
–¿Eh? ¿Por qué?
Leandro no duda. Con su agarre en la cintura de la chica, la atrae hacia sí a la vez que empuja las caderas hacia adelante, presionándose contra ella, e Isabella ahoga un grito al sentir la creciente erección del hombre contra su culo.
–Por eso –dice él.
–¡Leandro! –le grita ella, levantándose con rapidez y reposándose sobre su codo para mirarlo, horrorizada.
–Y bueno, ma, si me movés todo el orto contra la chota, qué pensás que va a pasar.
–Sos un zarpado. No vine acá para coger.
–Yo tampoco –dice él, serio–. Pero vos también no me tientes, ¿no?
Isabella rola los ojos y vuelve a recostarse, esta vez, un poco más separada. Todavía siente la mano de Leandro sobre su cintura bajo su remera y aquel es contacto suficiente para mantenerla completamente despierta, con los ojos bien abiertos. Leandro detrás suyo se acomoda el short deportivo, tratando de bajar la carpa.
–La puta madre, rubia, mirá cómo me ponés –insulta entre dientes, en un susurro casi inaudible, como si se estuviera hablando a sí mismo.
Isabella traga saliva y aprieta las piernas juntas, sintiendo un tirón en el estómago ante esas palabras. Lo escucha a Leandro detrás suyo removiéndose durante algunos segundos más y tan solo pensar en él de esa forma la pone demasiado.
–No vine acá para coger –repite ella, pero esta vez, tratando de convencerse a sí misma.
–Yo tampoco, Isabella, no me voy a aprovechar de vos –dice él.
Un silencio.
Un silencio más.
Isabella quiere mandar todo a la mierda. Total, su esposo también la cagó.
Isabella se da vuelta y lo mira por sobre su hombro. Sus miradas se encuentran y sus rostros están un poco demasiado cerca. Ella baja la vista hacia esos labios color cereza, incapaz de contenerse, y después agarra la mano de Leandro, posicionándola sobre la parte trasera de su muslo, justo debajo de su culo. Leandro la mira con las cejas alzadas.
–Ya fue –le dice ella en un susurro–, aprovechate.
"My heart, I never feel, I never see
I never know. Oh, heart, and then it
falls, and then I fall, and then I know."
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