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𝟒𝟓.
VIDA MÍA

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DOHA, QATAR
Noviembre 2022


Veintiséis de noviembre. Argentina hoy juega el segundo partido de la fase de grupos contra México y el aura en la Universidad de Qatar es más bien tensa. Los nervios de cada jugador particular flotan por los techos y las paredes, manchando todo de gris, pero la emoción de un equipo listo para enfrentar a su rival, listo para remontarla (a lo Argentina), aclaran lo oscuro. Veintiséis jugadores listos para salir a la cancha.

Bah, veinticinco. De Leandro no se sabe nada.

El único que tiene una vaga idea sobre el paradero posible de Leandro es Paulo, que no tiene que darle mucha vuelta para sacar conclusiones. Desde que le dijo a Leandro hace cuatro días que vaya a buscarla a Isabella, que no la pierda, el ojiazul no pasó una sola noche en la Universidad de Qatar. Se presentó para los entrenamientos, pasó los días, las comidas, con su equipo, pero a la hora de dormir, todas las noches sin falta, se escabulló detrás de las espaldas de Scaloni para desaparecer por un par de horas. Después de eso, todas las mañanas, volvió al día siguiente a las seis en punto y mientras todos dormían, se metió de nuevo en la cama. Sin embargo, la primera vez que Paulo lo vio en el desayuno con una cara de dormido terrible pero más contento y radiante que nunca, no le costó mucho conectar los puntos.

Obviamente, los celos le burbujean en la superficie, más potentes que nunca. Por más que se fuerce a pretender que está bien, no lo está. Le cuesta aceptar que Leandro ahora disfruta de Isabella como él antes lo hacía; sin embargo, constantemente tiene que recordarse que esto lo causó él mismo. Que si él no se hubiera mandado cagada tras cagada, si él hubiera seguido los principios morales básicos, Isabella y él seguirían felizmente casados.

Pero eso también se lo cuestiona.

Más allá de eso, Paulo y Leandro están tratando de reconciliar un poco su amistad. Más o menos. No explícitamente, no lo hablaron, pero ahora cuando se ven por las mañanas, se saludan y capaz se sacan charla de vez en cuando. Es algo tensa, quizás incómoda, pero van pasando los días y cada vez es más llevadera, más ligera. Por esto es que Paulo sabe que tomó la decisión correcta. Porque lentamente, cada cosa va cayendo en su lugar.

A Isabella todavía no la vio y teme que puede pasar una vez que lo haga. Pero trata de no pensarlo demasiado, porque el divorcio es fáctico. Lo único que quiere hacer es verla una vez más para tener un poco de paz mental, aunque no sabe si se la merezca.

Es de noche en Qatar. Más o menos las siete y media para cuando el equipo argentino parte en el micro hacia el Estadio Icónico, donde se jugará el segundo partido contra México. Paulo trata de pensar en todo menos en Isabella, en Leandro o en lo que sea, pero parece ser que la ausencia de ambos solo magnifica su omnipresencia. No solo porque Scaloni está a las puteadas, enojadísimo porque uno de sus mediocampistas está haciendo (en sus palabras) "lo que se le canta el orto"; sino también porque a Paulo siempre antes de los partidos la mente le va a mil.

Lo que solía ayudarlo a calmarse era un rapidito con Isabella. Pero bue.

Solo espera que Leandro se presente para el partido. Y que Isabella... bueno, no sabe bien. Pero a la que no quiere ver bajo ninguna circunstancia es a Camila.


—Te tenés que ir, Lean...

—Rapidito, tenemos tiempo.

Isabella suelta una pequeña carcajada, sintiendo con un cosquilleo como Leandro le recorre todo el cuerpo con las manos, apretándole el culo sin vacilación alguna. Él le besa el cuello y el escote, la muerde juguetón y no duda de respirar cerca de su oído para así observar con deleite como la piel se le eriza. Después, alza la cabeza y encuentra los labios de Isabella, sobre los cuales planta repetidos besos para callarla.

—Lean, son y media... —beso—, pasadas. Te van... —beso—, a cagar a pedos.

—Qué me importa —balbucea él contra sus labios, alzándola sin esfuerzo y sentándola sobre el escritorio—. Si me dejás tocarte las tetas, nada me va a importar.

Isabella se ríe. No solo por el comentario, sino por el hecho de que le hace risa lo que son ahora. No desconocidos, pero no amigos, algo más, pero no novios, pero no nada, entonces algo. Le da risa que Leandro esté dispuesto a arriesgar su titularidad por ella. Le da risa, solo porque le da risa. No sabe bien por qué. Capaz porque Leandro la ama, y la ama un montón, e Isabella jamás se sintió así. Jamás amó tanto, ni a Paulo. Qué raro.

Se distrae un segundo y para cuando toma consciencia nuevamente, Leandro ya logró deslizar su lengua dentro de su boca y su mano debajo de su remera. Acaricia su pecho sin ninguna vergüenza, dibujando círculos alrededor de su pezón con su pulgar y apretándola con fuerza, entonces logrando que Isabella arquee la espalda y gima. Leandro sonríe vencedor y de inmediato empuja las caderas hacia adelante para que ella pueda sentir su creciente erección entre sus piernas a través de la fina tela del short deportivo de la selección.

Inconscientemente, sin siquiera pensarlo, Isabella lo toma de la cinturilla del short y tira de ésta para acercarlo más, sintiendo un segundo latido entre las piernas que la hace desear tanto a ese hombre de ojos azules. Leandro sonríe contra sus labios y de inmediato crea un sendero de besos abiertos y mojados desde la boca de Isabella hasta el nacimiento de sus tetas. Engancha el dedo índice en el cuello de la musculosa de la rubia y tira de ésta hacia abajo para exponer más de sus pechos, así logrando encontrar partes de su piel donde puede dejar chupones y marcas sin que ella lo rete por ser tan indiscreto.

Sin embargo, mientras se dispone a dejarla marcada, ella le pone las menos en los hombros y lo aleja.

—No, no te dejo —le dice entre jadeos, inmediatamente saltando del escritorio y alejándose de él mientras se sube la remera—. Tenés que estar concentrado.

Leandro refunfuña como un nene y la observa malhumorado mientras ella agarra un par de cosas de la habitación de hotel y las guarda en el bolso del ojiazul.

—Me enfoco mejor cuando garchamos —contesta él.

Isabella se acerca a él, le enchufa el bolso y las zapatillas contra el pecho y lo empieza a empujar en dirección a la puerta.

—Pará, conchuda —se ríe Leandro, ahora divertido, porque nota que Isabella todavía jadea, con los labios todos hinchados y los cachetes enrojecidos. Amá tener ese efecto en ella.

—No, no, chau, te vas —lo obliga ella, también medio a las risas pero más seria—. No te quiero ver más.

Isabella lo acerca lo más que puede hasta la puerta (su fuerza no se compara en nada a la de Leandro, evidentemente) pero antes de llegar hasta ésta, Leandro se da vuelta abruptamente, haciendo que ella choque contra su pecho. La mira con una sonrisa y se agacha para plantarle un último beso en los labios: este beso no apunta a nada sexual, solo a algo frágil e íntimo que hace que Isabella sienta muchas más mariposas en el estómago que las que sentiría con cualquier clase de garche.

Después de un segundo que se sienten como diez años, Leandro se aleja y se queda cerca con una sonrisa de oreja a oreja. Isabella no abre los ojos de inmediato porque no puede, no le sale; sus labios todavía permanecen congelados en un puchero en forma de beso, y eso a él le gusta.

—Te amo —le dice en un susurro.

—Mhm —murmulla ella sin aliento.

Después, por fin abre los ojos. Leandro le sonríe le agarra la mano y la lleva hasta la puerta. Ahí, Isabella le abre y antes de salir, él le da un beso en el cachete. Le sonríe por sobre su hombro y se va.

Isabella lo observa hasta perderlo de vista. Después, cierra la puerta y por fin se da cuenta que estaba conteniendo la respiración, por lo que jadea y deja escapar todo el aire que estaba atrapado en sus pulmones de un tirón. Se reposa contra la puerta con la mano en el pecho porque le duele lo rápido que late su corazón—casi que zumba.

Sonríe. ¿Así se siente el amor?

Si es así, no cree que nada pueda arruinarlo.


Ese día, finalmente, Leandro perdió la titularidad. Comió banca durante todo el partido contra México, pero no se lo veía contrariado al respecto. De hecho, se lo veía de lo más contento, aclamando los goles y gritándole al árbitro cuando correspondía tranquilamente.

Ese día, por primera vez, Isabella se presentó al estadio con la remera del cinco. Rodeada de casi noventa mil espectadores, ella sentía que todos la miraban, que todos la juzgaban; olía ya los tweets, los rumores, los problemas que surgirían en las redes sociales dentro de pocas horas. Aquella remera le provocaba una inseguridad tremenda, odiaba ser—o sentirse—el centro de atención. Pero de alguna forma, anunciarle al mundo que ella le pertenecía a Paredes la hacía sentir a salvo. Más cálida.

Y la verdad es que nadie la miraba en aquel momento. Ni siquiera las otras mujeres sentadas en el palco VIP parecían haberse percatado del gran número cinco pintado en negro en el centro de la remera de Argentina de Isabella. Y cuando la rubia finalmente se dio cuenta de esto, se relajó.

Argentina le ganó a México 2-0 esa noche. El partido terminó a eso de las once y media de la noche, pero los jugadores no partieron a casa hasta casi la una y media de la mañana. Isabella tenía planeado quedarse después del partido para saludar a Leandro con un gran beso de felicitación, pero se le cerraban los ojos del sueño que tenía—era raro. ¿Acaso el amor cansa?

Eventualmente, antes de la una, Isabella terminó decidiendo volver a su casa, ya que no daba más. Le dejó un mensaje a Leandro para avisarle que se había ido a dormir, pero que ni bien lo viera, lo iba a felicitar bien. Después, apenas llegó a su hotel, se desplomó en su cama y se quedó dormida sin siquiera sacarse las zapatillas.








Leann <3
En línea

gorda
...
despertate pajera
desde cuándo dormís tanto vos jajajaj

holaaa jajaja estaba re dormida
perdón tenía un re sueño
no sé por qué
Visto, 13:06





El teléfono de Isabella vibra impacientemente. Ella se apura en contestar y rápidamente pone la llamada en altavoz, aprovechando para lavarse los dientes mientras tanto.

Hola —saluda Lean, e Isabella prácticamente puede escuchar la sonrisa en su voz-

—Hola —ella también sonríe, hablando a través del cepillo de dientes, que la hace directamente inentendible. Pero Leandro la entiende igual—. Felicitaciones por ayer. Aportaste mucho al partido desde la banca.

No me arrepiento de nada—asegura él de inmediato.

—¿Cómo te sentís?

Increíble. Acá están todos re felices. Scalo nos dio el día libre para descansar entonces quieren salir un rato a la noche para festejar. Vienen las damas también.

—Me alegro, gordo —Isabella escupe la pasta de dientes en el lavabo, se enjuaga la boca y la cara y después de secarse, sale del baño con el teléfono en mano.

Vos también estás invitada, eh. No te creas —declara Leandro después de unos segundos, a la vez que Isabella se recuesta en la cama, extrañando a Pandito.

Al escuchar esas palabras, ella hace una mueca.

—Hm. No creo que sea la mejor idea, Lean —dice, dubitativa.

Uy, dale. ¿Por Paulo?

Su silencio la delata.

No seas boluda, Isa —Leandro chasquea la lengua—. Paulo ya está. Dijo que podemos estar juntos, ¿o te olvidaste? Se supone que ya no nos estamos escondiendo.

—No, no. No es por escondernos. Es por respeto a Paulo... —Isabella juguetea con el dobladillo de las sábanas ansiosamente.

Basta con lo del respeto. Paulo nos dio el visto bueno, Isa —Leandro hace un silencio repentino—. ¿O hay algo más?

—¿Qué? No, no, nada —contesta ella de inmediato, pero el rostro se le torna rojo.

A mí no me mientas.

Isabella se arranca pedazos de piel muerta del labio inferior, atacándose a sí misma furiosamente en un intento de contener aquella ansiedad que se le desborda. Se odia a sí misma.

¿Qué pasa, eh? —insiste Leandro—. ¿No nos tenés confianza? ¿Es eso?

—No, no. Eso no —dice ella de inmediato—. No sé, solo... no sé. Me da miedo.

¿Que nos vean?

—Sí.

Isabella logra escuchar un largo bufido del otro lado de la línea, como si a Leandro la duda le hubiese caído pesada. O como si él también se lo hubiese planteado en algún momento.

Está bien, entiendo —dice él entonces—. Ya sé que no te gusta generar polémica en las redes. Si querés esperar, esperemos.

Hay una cierta tristeza en la voz de Leandro la cual hace que a Isabella se le hunda el corazón. Una culpa repentina la invade de pies a cabeza al darse cuenta que probablemente, al rechazar la oferta, lo halla decepcionado.

—Pero si tenés muchas ganas vayamos igual —dice ella de inmediato, su voz floja—. O sea, no pasa nada.

No, Isa. No te voy a obligar a hacer algo que no querés —contesta Leandro de inmediato—. Me gustaría salir con vos, la verdad. Para qué mentir. Es algo cerrado, vamos a ir a un restaurante por ahí donde no nos conoce nadie. Ni a mí, ni a Paulo, ni a vos. Quiero salir y bailar con vos. Me cuesta esto de escondernos. Pero no pasa nada, Isa. No quiero que te sientas mal por esto. Vos sabés que yo por vos me espero la vida entera.

Ya lo hizo, de hecho. 

Isabella se muerde el labio inferior con más fuerza y piensa por unos segundos. A fin de cuentas, Leandro tiene razón: a pesar de que aquella situación le genera una gran ansiedad, es verdad que están en un país desconocido, donde nadie los conoce a ellos y mucho menos a su situación. Las chances de que alguien los vea y los reconozca son mínimas, sobre todo considerando la cantidad de personas presentes que van a haber.

Lo duda. Mucho. Pero no puede evitar acceder.

—Voy a ir —dice por fin.

Isa, no...

—No, no. Quiero ir. Tenés razón. ¿Si total nadie nos conoce? ¿Qué nos puede pasar? —se encoge de hombros ella, autoconvenciéndose—. Y si se enteran... bue, ya fue. Es mejor que se enteren ahora y nos odien que escondernos, porque así al menos podemos hacer lo que nos de la gana. Total, vamos a seguir juntos. ¿O no? Y eso es lo que importa.

Isabella puede sentir la duda de Leandro incluso a través del teléfono. Sabe que él no quiere presionarla, sabe que él es precavido con ella y que no quiere incomodarla ni obligarla a hacer algo que no quiere. Pero ella está harta de que la traten como a un objeto frágil.

Le hubiera gustado que Leandro se lo imponga. Que Leandro le diga que se deje de romper las pelotas y que vaya igual a la cena. Pero Leandro jamás le haría eso.

Isa, ¿estás segura? Posta que no pasa nada, no tengo problema en ir solo.

—Lean —Isabella lo frena—. Quiero ir. Nos vamos a divertir. Además, ya es momento de empezar a dejarnos ver.

Hay un momento de silencio. Leandro no dice nada e Isabella teme haberlo ofendido de alguna forma, a pesar de que no sabe cómo. Pero después, lo escucha reír.

Sos increíble —dice él—. Te amo tanto.

Isabella sonríe, decidiendo si lo que siente en el pecho es un peso nuevo o la ligereza de uno viejo removido.

—Yo también, Lean —suspira ella felizmente, aunque nerviosa—. Yo también.

Isabella se pasa el resto del día en vilo. Tiene hambre pero no puede comer, ya que teme que los nervios que siente rechacen la comida. Así que se deja estar: se acuesta en la cama, extraña melancólicamente la compañía de sus gatos y se hace la cabeza con pelotudeces. Y es que la verdad es que no solo no quiere ir por miedo a lo que pueda pasar (cruzarse a la prensa, ser reconocidos, crear un ambiente incómoda, etcétera, etcétera, etcétera), sino también porque está extremadamente cansada. Durmió poco anoche y los ojos se le cierran del sueño. Pero le va a poner onda por Lean, porque él se lo merece.

Porque Lean la hace feliz y por consiguiente, Isabella quiere hacerlo feliz también. Quiere agradecerle por los buenos momentos y por salvarla de un matrimonio lleno de odio mejorando un poquito más todos los días. 

Antes, con Paulo, era él quien se ajustaba a Isabella. Él quien no le hablaba si ella estaba de malhumor, quien hacía la cama porque sabía que ella no iba a hacerla, quien no le hablaba después de las diez de la noche porque sabía que ella no quería ser molestada. Pero Isabella quiere dejar de ser egoísta, quiere dejar de obligar a la gente a cambiar por ella, y en vez, quiere cambiar. Quiere ser mejor. Quiere poder controlar sus malos humores, sus malas respuestas, sus malas noches. Quiere cambiar su forma de vivir por él.

Entonces, cuando a las ocho de la noche Leandro se presenta en el lobby del hotel con una margarita que cortó de un arbusto en su camino al hotel de su chica, ella ya está ahí. Lista, cambiada—incluso con un poquito de maquillaje. Y cuando él le acomoda un mechón de pelo rubio detrás de la oreja para poder enganchar en éste la pequeña florcita blanca, ella se sonroja debajo de las capas de rubor cosmético y le da un beso casto en los labios antes de decirle:

—¿Vamos, amor?

Y parten.

—¿Te maquillaste, o es idea mía? —pregunta Leandro después de mirarla por un rato con los ojos entrecerrados, tratando de ver qué del rostro de Isabella se veía un poquito distinto; ese distinto que solo él notaría por haber pasado noches enteras observándola, pero distinto igual.

La noche está linda. Sopla una brisa cálida, es luna llena y hay estrellitas en el cielo (Leandro diría que se parecen a Isabella por como brillan, pero según él, la rubia se asemeja más a la luna misma). Caminan juntos hacia La Spiga, un reconocido restaurante de Doha donde se supone que el resto de la selección y sus familias ya están. Las calles están activas, la gente pobla las veredas y hay lucecitas prendidas en todos los bares y restaurantes, haciendo que aquello parezca más día que noche. 

Isabella, para su sorpresa, se encuentra muy a gusto. Pero apenas lo escucha a Leandro hablar, se sonroja y esconde la cara.

—No —miente, y él se ríe.

—¿Por qué te da vergüenza, tarada? Estás divina —le dice, dándole un leve empujoncito con el hombro.

—No sé. No suelo usar, pero hoy quería estar linda.

Leandro sonríe, pícaro.

—Después te cojo toda, a ver si así se te va la vergüenza.

Isabella se torna tan roja que su piel hace juego con el rubor. Se da vuelta para todos lados, rezando que nadie haya escuchado, sin darse cuenta que la mayoría de la gente que los rodea son árabes que seguro no entienden ni fa de español.

—Ni se te ocurra decirme esas cosas en frente de los chicos, eh —murmura Isabella de inmediato, y después se agarra la cara—. Dios, las chicas me van a mirar tan mal.

—Al que lo miran mal es a Paulo, Isa. Él fue el que empezó todo esto —asegura Leandro de inmediato con una risa—. Y agradecé que ya no te la vas a cruzar a Camila.

Isabella muerde la piel muerta de su labio inferior, pensativa. Recuerda que, hace unos años, Camila fue una amiga. ¿Cómo terminó todo tan distinto?

—Sí, bueno —se encoge de hombros—. Pero ninguna sabe lo que pasó en serio. Y yo todavía estoy casada con Paulo, nos estamos regalando para que piensen lo más obvio...

Leandro se frena en seco y la agarra de la cara, obligándola a callarse repentinamente. La gente a su alrededor sigue caminando, felizmente ignorante de aquella pareja rubia y morocha.

—Vida mía —se ríe, enternecido—. ¿Te das cuenta cómo sobrepensás?

Isabella no contesta.

—Decile a esa cabecita tuya que haga silencio por un rato, así vivís en el ahora. No con las chicas, no con Paulo, ni con Camila. Conmigo. Porque sos mi novia y no lo vas a dejar de ser, aunque la gente empiece a hablar.

A la rubia se le calienta el pecho y lo mira a Leandro con ojitos brillosos.

—¿Somos novios? —le pregunta.

—Bueno, si querés.

Una sonrisa le ilumina el rostro. Una de esas involuntarias, que no se pueden contener. Sin pensarlo, se pone en puntitas de pie y lo besa fuerte y suave. Después, cuando se aleja, se queda cerca y se da cuenta que ahora, él también sonríe.

—Sí, quiero —le dice. Después, lo agarra de la mano y tira de él, sintiéndose extrañamente renovada—. Dale, vamos que tengo hambre.


Isabella y Leandro llegan al restaurante a las ocho y media algo agitados. (No por la larga caminata, sino porque Leandro encontró un escondite a una cuadra, la agarró a Isabella y se la comió entera, desesperado. Obvio, también aprovechó la oportunidad para colar uno de sus muslos entre las piernas desnudas su novia, debajo de su vestido, así instándola a frotarse sobre él y gemir en su boca. Pero después se alejó y le dijo que iban a llegar tarde, motivo por el cual a Isabella se la nota enrojecida y embroncada. Pero, bueno). Hablan con uno de los mozos e inmediatamente son guiados hasta el fondo del restaurante, donde se extienden cuatro mesas larguísimas, cada una ocupada por más o menos quince personas—jugadores, novias, esposas. Por suerte, no hay pendejos.

Isabella y Leandro se acercan a una de las mesas y pasan más o menos desapercibidos, ya que la charla y el barullo es tal que nadie nota su presencia excepto un par de jugadores que están cerca. Isabella agradece a su memoria fotográfica por recordar todos los rostros, pero lastimosamente, no le sale retener nombres, así que se contenta con estrechar manos y repetirle a todos los que no conoce el verso de "mucho gusto, Isabella" por más o menos diez minutos.

Después, cuando están a punto de sentarse, Isabella encuentra los ojos de Paulo a través de la multitud. Y ella anticipa tensión desquiciada. Espera incomodidad y ojos que no atreven a mirarse. Pero en vez de eso, Paulo sonríe, se pone de pie y se acerca a ella.

—Hola —la saluda con un abrazo.

Y ella no puede evitar sonreír por el éxtasis que le genera aquello, porque aunque aún teme y aún reza, hace días que no ve a Paulo y él está bien. De hecho, está radiante. Aunque, cuando sus ojos caen en Leandro, ella nota que hay algo triste en él.

—Hola —sonríe Isabella.

Paulo se aclara la garganta y la mira, sonriendo de vuelta.

—¿Cómo va? ¿Todo bien?

—Sí, sí, ¿vos? —le charla ella—. Felicitaciones por el partido de hoy, aunque hallas comido banca.

Se ríe y le clava el dedo en el abdomen.

—Aia, hija de puta —se ríe él, frotándose la panza—. Bue, callate que sin mí no hay hinchada. Vos sos una muerta para alentar.

Isabella le levanta el dedo del medio.

—Me voy a ir a sentar —le dice después de una breve risa.

De nuevo, Paulo lo mira a Leandro, e Isabella cree ver algo similar a desesperación en el cordobés. Como si no quisiera que ella se vaya, como si se estuviera quedando sin palabras para hacer que se quede. Pero eventualmente, solo le dedica una sonrisa cálida.

—Sí, eh... —Paulo baja la cabeza y se acerca un poco, para susurrarle—. Escuchá, después hablemos, ¿sí? Por el divorcio y eso. Así nos organizamos.

A Isabella se le hace un nudo en la garganta. No porque no quiera empezar a pensar en el divorcio, sino porque hasta ahora, aquel simplemente era el futuro. Algo que tenía que hacer, pero que no aún. Algo que no creía que iba a suceder, pero que era inevitable.

—Wow, eh... —responde una vez recupera el aliento—. ¿Te parece? ¿No preferís esperar a que termine el mundial?

—Nah —Paulo niega con la cabeza—. Mejor ahora que después.

Paulo se abstiene de agregar que cuanto más espere, más le va a costar dejarla ir.

Isabella pestañea.

—Eh, okay —dice por fin—. Sí, sí. Dale. Sí.

—Dale —asiente Paulo, aunque el ambiente se tensó—. Andá, andá. Yo también voy a sentarme. Después hablamos.

Y se va. A Isabella le toma un segundo recuperar la compostura, pero inmediatamente, busca a Leandro con la mirada y se dirige hacia él, sin querer pensar en el divorcio en este momento. Evita echarle un último vistazo a su esposo por sobre su hombro y simplemente se dirige hacia su novio, quien ya encontró asiento en la mesa continua a la de Paulo, junto con Ota, Lisandro y Lautaro (por suerte, a esos Isabella sí los conoce). Al lado del ojiazul, hay un espacio vacío para ella, por lo que se sienta y trata de integrarse en la conversación. Pero sus ojos siempre se desvían.

Y cada vez que mira a Paulo, él ya la está mirando.











a/n —
HOLAAAA

me extrañaron??

qué creen que va a pasar con estos tres pelotudos? >>>

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